Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas

5 El pacto de una demonio

Fue casi imposible conversar con Drakvian. Le di los buenos días desde lejos, sin atreverme a acercarme a aquella reja fétida, y la vampira gruñó desde su agujero:

—Es la primera vez que me encierran. O más bien que me dejo encerrar. Odio esa sensación.

Le dediqué una mueca compasiva.

—Enseguida saldrás y seguiremos con el viaje —le aseguré desde unos cuantos metros de distancia.

—Ya… Además, no me dan ni un poco de sangre para animarme. Te aseguro que cuando me liberen, se van a arrepentir. Me pregunto cómo sabrá la sangre de demonio —añadió, relamiéndose con una risita maligna.

Me llevé la mano a la frente, exasperada.

—Drakvian, esos comentarios mejor no los digas en voz alta. La gente se asusta con facilidad.

—¡Que se asusten! ¡No voy a poder decir lo que pienso…! —rezongó—. Anda, ve a descansar. Cuanto antes te repongas, antes saldré de este maldito árbol.

—Ya estoy casi repuesta. —Vacilé un segundo y entonces agregué—: Intenta meditar.

—¿Meditar? —repitió ella, cruzándose de brazos—. Llevo meditando tres días.

En ese instante, pasaba un niño demonio entre los árboles. Se quedó observándonos y yo le devolví su mirada, curiosa. Si bien recordaba, era la primera vez que veía a un niño transformado en demonio. Drakvian no encontró mejor momento para soltar un escupitajo contra las rejas y enseñar sus colmillos con aire amenazante.

—¡Ja! Así me gusta. ¡Huye, pequeño demonio!

De hecho, el niño había salido huyendo despavorido. Meneé la cabeza. La vampira estaba realmente agitada.

—Creo que necesitas meditar un poco más —apunté—. No te lo tomes tan a pecho. Hasta te han puesto un colchón y cojines, no te tratan tan mal. Y te juro que en cuanto Galgarrios no cojee nos movemos.

Oí el suspiro profundo de la vampira. Sin contestarme, me dio la espalda y yo emprendí el camino de regreso hacia la casa de Kaarnis con la sensación de que a Drakvian se le estaba avinagrando el carácter.

Sin embargo, pronto entendí por qué. Y es que, como me lo explicó Iharath poco después, la habían obligado a deshacerse de Cielo. Sabiendo cuán terrible podía llegar a ser Drakvian en esas circunstancias, me alivió saber que la vampira confiaba lo suficientemente en Iharath como para dejarle guardar la daga durante unos días y no intentar ninguna locura.

En cuanto volví a la casa, pregunté por Ga, y Kaarnis me contestó que había ido a pasearse y comer flores. La verdad, quería saber por qué no nos había hablado de los riesgos que podía conllevar para nosotros su acuerdo. Además, me habría gustado entender por qué deseaba tanto esa spiartea. Al principio, no había dudado de que tuviera una razón muy importante, pero cuanto más lo pensaba más me preguntaba si las razones de un sainal realmente podían ser entendibles por un saijit.

Los días en los Subterráneos siempre me habían desorientado, pero en esa caverna me resultó particularmente difícil determinar el paso del tiempo. En Dumblor, la enorme piedra de luna contra la cual se adosaba la ciudad variaba de iluminación de manera precisa y regular; en el pueblo de Kaarnis, ninguna fuente de luz era fiable como reloj y lo único que permitía hacerse una idea de la hora era una piedra de Nashtag colocada en medio de la plaza del pueblo. La vi la segunda vez en que salí a explorar más a fondo la zona con Syu. Las miradas recelosas que sentí entonces posarse sobre mí me dejaron incómoda y me refugié pronto en casa de Kaarnis. Para mi sorpresa, el Demonio Mayor incluso se disculpó por la desconfianza de su pueblo. Desde luego, si los demás eran desconfiados, él era todo lo contrario: sentía curiosidad por todo y, al día siguiente, pasamos largas horas conversando con él, sentados a la mesa, como si no tuviésemos nada urgente que hacer. Yo le hablé de la vida en Ató y de la música, Wujiri habló de recetas tradicionales y un comentario de Galgarrios nos hizo derivar hacia temas más fundamentales y filosóficos. En algún momento, Kaarnis mencionó que él mismo había tenido su época de aventuras y nos contó su juventud y sus andanzas por la Superficie.

—Me despedí de mis padres y me fui a errar por el mundo. Creí que regresaría al de unos meses pero resulta que tardé cinco años en hacerlo. Creo que volví algo más sabio. Aunque también se me pasaron las ganas de viajar —sonrió—. Descubrí que podía sentirme feliz simplemente observando una nueva flor abrirse junto a mi ventana.

—Eres todo un poeta —observé, divertida.

El hobbit sonrió.

—Aquel que pronuncia versos no es poeta. El poeta es quien los pronuncia sintiéndolos de verdad.

Y entonces, se puso a recitar con voz suave:

En el río murmuran las aguas oscuras y solas.
En la sombra la hierba susurra.
Y despierto, las oigo, y en sueños en alma las siento.
Pero nunca el rumor acompaña la voz del viento.

Los ojos de Galgarrios se habían iluminado.

—Bonito —aprobó.

—He ideado estos versos esta misma mañana antes de abrir los ojos —reveló el Demonio Mayor.

Yo asentí, aunque no dejé de intentar descifrar el significado de aquel poema. Poco después, nos ocupamos de poner la cena y volvimos a la mesa con platos llenos de cereales, menos Ga, quien acababa de engullir la última flor del gran cuenco que había traído antes de que empezáramos a cenar. Me mordí el labio, pensativa, mientras comíamos.

—Kaarnis —dije—. ¿Dónde viven exactamente los nixes?

Me dio la impresión de que las sombras que envolvían a Ga se inmovilizaban bruscamente. El Demonio Mayor asintió para sí, como si la pregunta no lo sorprendiera.

—Suponía que me lo preguntarías. Daorys me dijo que no conocías la existencia de los nixes. Lo cierto es que no me extraña, y menos ahora que sé cómo conociste a Kyisse. Si lo he entendido bien, vosotros creíais que ibais en busca de una niña raptada. Y Ga os prometió llevaros hasta ella a cambio de que la ayudarais a encontrar esa… spiartea de sol.

La mirada que le echó a la sainal la hizo estremecerse.

—Era mi única manera de convencerlos —se excusó Ga en tajal.

—De convencerlos para que pusiesen en peligro sus vidas a cambio de una simple información —replicó Kaarnis con voz neutra—. El trato no era muy justo. Sin embargo, yo que vosotros no me metería en el territorio de los nixes. Os aseguro que si Kyisse es una de ellos estará mucho mejor ahí.

—Esperad un momento —intervino Iharath, algo perdido—. ¿Qué son los nixes?

Me encogí de hombros.

—Según me explicó Daorys, son una especie de hadas. —Me giré hacia Kaarnis—. ¿No es así?

—Los nixes son nixes —replicó simplemente el hobbit—. Se parecen un poco a los humanos, pero, según cuentan las historias, tienen ojos dorados y la piel muy pálida. Yo jamás vi a uno. Daorys llegó a la frontera de su territorio, pero según dijo no se puede pasar más allá: está lleno de trampas.

Enarqué una ceja, alarmada.

—¿Trampas?

—Ilusiones —especificó—. Tienen poderes mágicos para crear ilusiones. En fin, vosotros que sabéis de artes celmistas seguramente conocéis el tema mejor que yo.

Intercambié una mirada elocuente con Galgarrios y Wujiri. Ese detalle hablaba por sí mismo. Kyisse tenía una habilidad innata con las armonías. Y el castillo de Klanez estaba, según la leyenda, rodeado de trampas armónicas indelebles…

—No la han llevado a ese lugar —intervino Ga con un suspiro.

Kaarnis y yo nos giramos hacia ella, sorprendidos, mientras los demás se preguntaban seguramente qué demonios habría gruñido.

—¿Qué quieres decir? —la animó Kaarnis, intrigado.

—Quiero decir que el territorio de los nixes se sitúa exactamente en el sentido opuesto al que tomó aquella gente. —Sacudió la cabeza con tristeza. Parecía haberse resignado a hablar—. Hay que pasar por los Túneles Blancos.

Kaarnis arqueó una ceja.

—Los Túneles Blancos conducen a los Subterráneos.

—Existe un pasadizo que sube y sale a la Superficie —replicó Ga—. Según entendí, querían llevar a la niña a los Extradios. Dijeron que la llevaban a su hogar.

—¿Qué está diciendo? —me murmuró Iharath.

Iba a explicárselo cuando Kaarnis preguntó en tajal:

—Esa gente… ¿eran nixes?

Ga negó con la cabeza. Las palabras que pronunció a continuación me helaron la sangre en las venas.

—No eran nixes. Había un humano y un orco. Los acompañaba un sainal al que no conocéis que se quedó conmigo en la torre hasta que volviesen ellos con la niña. Su nombre es Aüro.

—¿Qué ha dicho? —insistió Iharath al verme tan lívida.

Abrí la boca y farfullé:

—Un orco, un sainal y un humano han llevado a Kyisse a los Extradios. Ga —gruñí entonces en tajal—. Me dijiste que Kyisse no corría ningún peligro.

La sainal se encogió de hombros.

—A Aüro lo conozco. Tiene buen corazón. —Eso no me daba a entender que fuese vegetariano como Ga…, pensé—. Y el otro, ahora que lo recuerdo, es de la familia de la niña.

Agrandé los ojos, incrédula.

—¿Y el orco? —pregunté en abrianés con un hilo de voz.

—Es un gran bréjico, al parecer. A la niña no le ha pasado nada malo —insistió.

Tragué saliva, alterada. No conseguía imaginarme a la niña acompañada de un orco y de un sainal.

“Bueno, ya ha viajado durante mucho tiempo con una demonio y no le ha pasado nada”, me consoló Syu, burlón. Suspiré ruidosamente.

Dediqué los siguientes minutos a traducirles a todos la conversación. El rostro de Wujiri se ensombreció considerablemente, Iharath adoptó enseguida una expresión pensativa y Galgarrios se encogió de hombros.

—Si realmente se la llevó un miembro de su familia —meditó Wujiri con lentitud—, tal vez no deberíamos seguir buscándola.

Meneé la cabeza. Podía ser que Kyisse estuviese tranquila con su familia, pero tenía que verlo con mis propios ojos.

—Bueno, entonces, ¿qué hacemos? —intervino el caito, pragmático—. ¿Buscamos ese pasadizo hacia la Superficie o buscamos antes la flor?

—Os conduciré hasta la niña —dijo de pronto Ga. Agrandé los ojos, anonadada, y la vi cruzarse de brazos, decidida—. No quiero que penséis que soy una desalmada. Si realmente dudáis de que la niña esté bien, vayamos antes a verla, y luego… —suspiró— realmente os estaría agradecida si me ayudáis a buscar una spiartea de sol. No se trata de una cuestión de vida o muerte… pero es algo con lo que vengo soñando… —vaciló— desde hace tiempo.

La contemplé, sin poder creer lo que estaba diciendo.

—Ga… —murmuré—. Yo…

—¡Es una sabia decisión! —apuntó Kaarnis con viveza, empujando su plato—. La caverna de flores de cristal está lejos de aquí. En cambio, por lo que dices, esa salida secreta a la Superficie está mucho más cerca. Piensa que esta gente sólo quiere el bien para la niña. No rompes ninguna promesa enseñándoles el camino —aseguró—. Y de veras que respeto tu deseo, pero sea cual sea lo que pretendas hacer con una spiartea de sol, te recuerdo que es una flor rocosa peligrosa. Ni aun con la ayuda de diez personas lograrías desarraigarla.

Ga asintió y se levantó mientras los demás nos observaban, esperando pacientemente mi traducción.

—Os llevaré entonces al refugio de la niña —concluyó la sainal y agregó en tono bajo—: Tal vez mi deseo fuese demasiado… soñador.

Sus ojos blancos se ensombrecieron y salió de la habitación en silencio. Estuve a punto de detenerla, conmovida al ver que renunciaba tan repentinamente al acuerdo. Sin embargo, la sainal desapareció por la puerta con rapidez.

—¿Se ha enfadado? —preguntó Iharath.

Negué con la cabeza y, tras una vacilación, les expliqué lo ocurrido. Todos se mostraron relativamente contentos al saber que no solamente pronto encontraríamos a Kyisse, sino que además volveríamos a la Superficie.

—En todo caso, me alegro de que esa niña tenga a tantos protectores tan abnegados —comentó Kaarnis.

—Abnegados —repetí con amargura—. Tal vez. Pero no muy eficaces.

Tamborileé nerviosamente contra la mesa. Iharath puso los ojos en blanco.

—Para ser eficaces, sólo hace falta movernos. ¿Qué os parece si mañana nos ponemos en marcha?

Todos aprobaron y Teb Kaarnis aseguró que se encargaría de darnos todo lo necesario para el viaje. Le dimos las gracias efusivamente y él determinó:

—Todos a dormir. Mañana emprenderéis vuestro viaje.

Fuimos a lavar los platos y observé que mis compañeros parecían tan pensativos como yo. Nos dimos las buenas noches y antes de que desapareciese en mi cuarto, Iharath me soltó:

—Con un poco de suerte todo saldrá bien.

Asentí con la cabeza y, tumbada en mi cama, me dije que me había comportado como una egoísta al aceptar tácitamente que Ga renunciase a su acuerdo. También era verdad que Ga persistía en no decir por qué deseaba tanto esa flor de cristal. Poco sabía sobre esas plantas rocosas, aunque esos días había ido acordándome de lo que me había contado Chamik, el botánico de Meykadria, sobre ellas. “Son flores bréjicas llenas de morjás y minerales”, había dicho. “Son capaces de confundir la mente de todo aquel que las roza. Para arrancar una sola flor de esas, deben turnarse diez hombres por lo menos, te lo juro. Por eso se venden muy caras. Los magaristas consiguen fabricar auténticas maravillas con ellas.”

Meneé la cabeza en la oscuridad de mi pequeño cuarto.

“Mañana le hablaré”, decidí. “No quiero que piense que no me importan sus problemas. Yo tampoco soy una desalmada.”

Percibí la sonrisa mental de Syu. Se había hecho un ovillo junto a mí y parecía a punto de dormirse.

“Seguro que consigues hacer que Ga no se sienta triste”, dijo. “No soy un adivino, pero tengo buenas intuiciones.”

Socarrona, le di unos pequeños golpecitos en la cabeza.

“Buenas noches, Syu.” Extendí una mano para darle también las buenas noches a Frundis, pero el bastón ya estaba durmiendo.

* * *

Cuando desperté, horas después, salí de casa de Kaarnis con la intención de hablar con Ga. Todos dormían aún y por la ventana había distinguido la forma oscura de la sainal, sentada junto a la orilla. Bajé la pequeña colina y sin pensarlo la saludé a la manera de Ató, juntando ambas manos.

—Taú kras, Ga.

—Hola, Shaedra.

Más de una vez me había fijado en que, cuando Ga se sentía intranquila, sus pupilas oscuras se dilataban por intermitencias ensombreciendo sus grandes ojos lechosos. Me senté sobre una pequeña roca, junto a ella, inquieta por su estado de ánimo.

—Jamás había pasado tanto tiempo en casa de un demonio —me reveló tras un silencio—. Y menos en casa del mismísimo Kaarnis.

Le devolví la sonrisa y observé un momento cómo las aguas se deslizaban en suaves murmullos.

—Ga —dije al fin, rompiendo el silencio—, quería hablarte de nuestro trato.

Meneó su enorme cabeza.

—Olvídalo. Kaarnis tiene razón: mi trato no era realizable.

—Pues para mí, el trato sigue en pie —le informé—. Me comprometo a ayudarte en cuanto haya visto a Kyisse.

—Te ayudaré de todas formas. Olvida ese trato —insistió Ga.

Negué tercamente con la cabeza. El destello de esperanza que había visto nacer en sus ojos no me había pasado desapercibido.

—Un gawalt siempre cumple con su palabra —pronuncié—. En cuanto todo esté arreglado, te prometo que iremos juntas a buscar esa spiartea.

La sainal no pudo aguantar más y sonrió ampliamente. Su boca se había transformado en un creciente de luna sumido en las tinieblas del que despuntaba su lengua azul.

—¿En serio? —preguntó.

Le devolví una sonrisa sincera.

—En serio —afirmé. Me mordí el labio y agregué—: Aún no me has dicho por qué es tan importante para ti esa flor.

Ga desvió la mirada y, para mi sorpresa, contestó.

—La quiero para… Bueno. Seguramente te parecerá ridículo y cuando te lo diga renunciarás a ese trato y lo comprenderé. En cualquier caso, no se lo digas a nadie, y sobre todo no se lo digas a Aüro cuando lo veamos… —Sacudí la cabeza, verdaderamente intrigada, y ella prosiguió—: Recuerdo la última vez que soñé cuando dormía, hace muchos… muchos años. Tuve un sueño maravilloso —sonrió y sus grandes ojos destellaron—. Corría por unas montañas llenas de flores y olía deliciosos perfumes y reía, rodeada de otros sainals. Me sentí muy feliz aquel día y… —Calló y se rebulló, molesta—. Nosotros, los sainals, no soñamos nunca. Tiene que pasar algo realmente especial para que lo hagamos. Y a mí me gustaría tanto poder soñar cosas tan maravillosas cada vez que duermo… Lo sé: es una estupidez. Pero ese es mi sueño —aseguró con firmeza.

Su historia me dejó emocionada y extrañada a la vez. Jamás se me hubiera ocurrido que Ga pudiese tener un deseo tan… profundo. Sin embargo, más allá de esos «sueños», adivinaba que lo que secretamente deseaba era cumplir aquel maravilloso sueño en su vida real, abandonar su vida solitaria y vivir con otros sainals. Pero entonces ¿por qué no lo hacía?

—No es una estupidez —dije con suavidad. De hecho, estaba segura de que tener como sueño poder soñar habría inspirado a Kaarnis un bellísimo poema. Meneé la cabeza—. Pero ¿por qué crees que una spiartea podría ayudarte a soñar?

Mi reacción y mi interés parecieron sorprender a la sainal. Ladeó la cabeza.

—Hace un tiempo, vino un demonio de los Subterráneos a esta caverna y le oí hablar de esa flor —respondió—. Mencionó que existía una mágara fabricada a partir de una spiartea, capaz de modular los sueños. Si una spiartea puede modularlos, también puede crearlos, ¿verdad? —Se encogió de hombros—. Sin embargo, tal vez todo esto se quede tan sólo… en un sueño. Y tal vez sea mejor así —concluyó en un murmullo.

Me pasé la mano por el cuello, algo confusa. La sainal no parecía ni saber con certeza si una spiartea de sol sería capaz de hacerla soñar. Sacudí la cabeza y pregunté por lo bajo:

—¿Por qué vives tan sola, Ga?

Los ojos de la sainal se ensombrecieron.

—Aquí ya hay muy pocos sainals, pequeña demonio. El único en la zona es Aüro y él… apenas está aquí desde hace seis años. Y es muy reservado. De todas formas, que viva sola no tiene nada que ver con la spiartea.

—¿De veras? —insistí con dulzura.

Las sombras envolvieron a Ga con más fuerza pero ella no contestó y temí haber hablado demasiado.

—A veces, los sueños son peores que la realidad —dije y carraspeé—. Por mi parte, si no es demasiado peligroso, te ayudaré a encontrar esa spiartea —le prometí valientemente.

Ga sonrió de nuevo y sus sombras se hicieron menos espesas. En un brusco movimiento, acercó su enorme cabeza y me dio un lametazo en la cara con su lengua rasposa.

—¡Mil brujas sagradas! —exclamé, pasándome la manga por el rostro, anonadada.

La sainal se había apartado, carcajeándose.

—Sólo quería darte las gracias —explicó, muy entretenida ante mi reacción.

Puse los ojos en blanco.

—Er… Ya veo… —Me pasé una mano por el pelo y me levanté—. Bueno, aún no he desayunado. ¿Y tú?

—Ayer vi una magnífica flor violeta —contestó, animada—. La guardaba para ahora.

Intercambiamos una sonrisa y la saludé antes de emprender el camino de regreso. Cuando entré en casa de Kaarnis, estaban todos ya levantados. Wujiri examinaba la pierna de Galgarrios, Kaarnis leía un libro e Iharath acababa de pegarle un mordisco a uno de esos frutos amarillos. Según nos había explicado Kaarnis, se llamaban zooyas. Cogí una del cuenco mientras los saludaba a todos y me sentaba a la mesa. Syu, en el borde de una ventana, tenía ya todos los bigotes llenos de jugo y ahora contemplaba el exterior con la fijeza de un gato y la curiosidad de un gawalt.

—Es increíble cómo una fruta subterránea puede tener tanto sabor —comentó Iharath, maravillado, mientras cogía otra zooya.

—¡Ah! —exclamó Kaarnis, alzando unos ojos astutos de su libro—. Así como todo lo que ilumina la luz no tiene por qué ser bueno, todo lo que yace en sombras no es forzosamente malo.

Wujiri dejó escapar un resoplido burlón.

—De hecho, esa es la sensación que tengo desde que he pisado este pueblo. Listo, muchacho —le soltó a Galgarrios cuando acabó de atar una nueva venda en la pierna.

—Gracias —dijo el caito, y entonces alzó una mirada ansiosa hacia Kaarnis—. ¿Has compuesto más versos esta mañana?

La pregunta pareció hacerle gracia al hobbit.

—Por supuesto. Es una costumbre que tengo. ¿Quieres escucharlos?

Como sacudíamos todos afirmativamente la cabeza, él se puso más cómodo en su silla y pronunció:

Los frutos tienen hambre.
Las aguas tienen sed.
La hierba, abandonada,
se olvida de crecer.
¿Qué penas canta el ave
que yo escucho al revés?

Galgarrios le rogó que recitase más poemas y Kaarnis lo hizo encantado. En un momento, Daorys apareció en el marco de la puerta y uno de los versos murió sin terminar en los labios de Kaarnis, quien le dedicó a la instructora una mueca interrogante.

—¿Sucede algo, Daorys?

La ternian llevaba ahora un amplio vestido púrpura y sus ojos burlones detallaron rápidamente nuestros rostros antes de contestar:

—Siento interrumpir vuestro poético despertar, pero me acaban de informar de que se han oído ruidos en las Escaleras de Hierro. Kojari, Rayth y Zanda acaban de partir para allá. Osuí piensa que ocurren cosas… extrañas, últimamente.

Kaarnis había fruncido el ceño. Si bien recordaba lo que nos había contado el hobbit sobre el pueblo, Osuí era el maestro de armas. Observé cómo Kaarnis se levantaba y agarraba prestamente su capa.

—Ve a avisar a la gente de los frutales —ordenó.

Daorys asintió.

—Es extraño que haya tanto movimiento por esa zona —apostilló. La mirada que nos echó a mí y a mis compañeros era elocuente.

—Daorys —la apostrofó el Demonio Mayor con serenidad—. Mis invitados no tienen culpa alguna.

La instructora hizo una mueca.

—Si lo dices… —Dio media vuelta y salió a grandes zancadas, rumbo al bosque.

—¿Creéis que podrían ser guardias de Ató? —pregunté por lo bajo.

Wujiri y Galgarrios habían fruncido el ceño, pensativos. En cuanto a Iharath, parecía inquieto.

—Si ese tal Skalpaï del que me hablaste es tan buen rastreador… —meditó—. Podría ser.

—Disculpadme —dijo Kaarnis, ya en la entrada. Marcó una pausa y se giró hacia nosotros, vacilante—. Tal vez sería una buena idea que os pusierais pronto en marcha.

Entendí que le preocupaba que nuestra presencia pudiese causar problemas a su pueblo. Me apresuré a asentir y me incorporé.

—Nos vamos enseguida —declaré, inclinándome profundamente ante el Demonio Mayor—. Gracias por todo, Kaarnis.

—Y por tus poemas —remarcó Galgarrios con franqueza.

Kaarnis sonrió amablemente.

—En cuanto estéis listos, salid y esperad junto al bosque. Mandaré a alguien para que libere a la vampira.

Se despidió y se dio prisas para reunirse con los demás aldeanos. Si realmente resultaba que Ew Skalpaï y los guardias de Ató habían conseguido rastrearnos, ¿qué pretendería hacer Kaarnis? ¿Luchar? Si bien había entendido, muy pocos sabían manejar un arma. ¿Esconderse tal vez? Pero no veía cómo podían esconder decenas de casas de piedra o madera. Cuando pensaba que quienes habíamos atraído los problemas éramos nosotros…

—Esperemos que no sea nada —dejó escapar entonces Wujiri.

—Mm —reflexioné, teatral—. Déjame adivinarlo, ¿a que la idea de matar demonios ya no te llama tanto?

El elfo oscuro se encogió de hombros, divertido.

—Bah. Sólo hace falta abrir los ojos para ver que los demonios que se hacen llamar demonios no lo son.

Sus palabras me dejaron pensativa y recordé que, en el Bosque de Hilos, Ahishu, el de las mágaras, había pronunciado ante mí unas palabras muy similares. Sin embargo, si los demonios llevaban llamándose así desde hacía tanto tiempo, lo harían por una buena razón, cavilé.

Recogimos rápidamente nuestras escasas pertenencias y salimos de casa de Kaarnis poco después. Vestida con una simple túnica parda, había decidido abandonar mi uniforme de Ató, que había quedado totalmente inusable a estas alturas. Galgarrios se había negado en rotundo a coger a Frundis y se había agenciado otro bastón. Observé con cierto alivio que ya apenas cojeaba. Corrí a avisar a Ga y la encontré jugueteando con una flor violeta junto al río. Le expliqué con concisión lo ocurrido, ella engulló la flor y regresamos junto a nuestros compañeros. Estábamos ya adentrándonos en el bosque cuando nos interpeló una extraña criatura que salía disparada del pueblo. Era una forma bípeda de piel centelleante y azulada con excrecencias de lo más desconcertantes.

—¿Qué es esa cosa? —soltó Wujiri entre dientes, disimulando difícilmente su repulsión.

Recordé que un día Zaix había dicho que Kaarnis adoptaba a todo tipo de criaturas singulares. Esa en particular parecía haber sido saijit en algún tiempo pasado.

—Me manda Kaarnis —pronunció con una voz graznante al alcanzarnos. Sus ojos eran, pese a su tamaño descomunal, lo que más recordaba al saijit que había sido—. Voy a abriros la celda de la vampira y os llevaré fuera de esta caverna. Tomad —añadió con un tono monocorde, tendiéndonos un saco—. Son provisiones.

Agrandé los ojos y agarré los víveres con un signo de gratitud. Sin más tardanza, la extraña criatura se internó en el bosque. Wujiri me echó una mirada interrogante, como preguntándome si aquello era un demonio o algo peor. Levanté los ojos al cielo por toda respuesta y reanudamos la marcha. Encontramos a Drakvian agarrada a los barrotes de su celda, agitada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó. E inmediatamente hizo una mueca impresionada al ver al ser encorbado y deforme que nos acompañaba. Este sacó una gran llave del bolsillo de su túnica y se detuvo a un metro de la reja, aprensivo.

—No me ataques —la advirtió con tono más medroso que amenazante.

—Descuida, si me liberas te dejaré con vida —replicó Drakvian, magnánima.

Cuando el demonio abrió, la vampira salió disparada, pasó junto a él sin tocarlo y se abalanzó hacia Iharath. El semi-elfo, tal vez adivinando lo que se proponía, le tendió enseguida su daga azul.

—¡Cielo! —murmuró Drakvian con los ojos humedecidos. Inspiró hondo para reponerse y nos soltó a todos una mirada inquisitiva—. ¿Qué ha pasado? —repitió.

Estábamos en plena explicación cuando un ruido atronador resonó por toda la caverna y me dejó helada, convencida de que el techo iba a derrumbarse sobre nosotros. Syu, que había empezado a trepar por un árbol para coger una zooya de recuerdo, soltó un gemido y bajó precipitadamente, corriendo hacia mí. Cuando tan sólo quedaron los ecos, resoplamos todos.

—¿Qué ha sido eso? —articuló Iharath, pálido.

Nuestro extraño guía explicó lacónicamente:

—Cuando notamos que un peligro se acerca, cerramos las entradas a la caverna con puertas camufladas. Seguidme. Os guiaré a la salida más segura.

Wujiri insistió para cogerme el saco de provisiones y, sin más dilaciones, nos pusimos a recorrer el alto bosque, llegamos a una de las paredes de la caverna y acabamos desembocando en una especie de pequeño laberinto de grutas casi completamente ocupado por matorrales de anchas hojas verdes.

La criatura penetró en esa maraña de plantas y lo seguimos con más tiento. Rompimos varias telarañas de inquietantes dimensiones y advertí la mueca de repugnancia que mostró Ga cuando tuvimos que dar un rodeo para evitar un nido de insectos. Al de unos minutos, comenté en voz baja:

—Esto es una verdadera jungla.

—Mmpf —gruñó Wujiri. Se le veía desconfiado.

Poco después la vegetación se hizo menos densa y nuestro guía se detuvo.

—Si seguís por aquí, acabaréis en los Túneles Blancos. Kaarnis me ha pedido que os desee buena suerte en su nombre.

—Pues dile, por favor, que le agradecemos de todo corazón todo lo que ha hecho por nosotros —respondí.

El demonio inclinó educadamente la cabeza, dio media vuelta y pronto desapareció de nuestra vista, dejándonos de nuevo solos ante lo desconocido. Entonces, Wujiri se rascó el cuello, pensativo.

—Por curiosidad, ¿los demonios siempre sois tan finos?

Enarqué una ceja sin entender.

—¿Finos? Oh. ¿Te refieres a los saludos? Bueno, en Ató también hay unos cuantos.

—Cierto… En todo caso, reconozco que estos últimos días me estoy llevando sorpresa tras sorpresa. Ojalá sobreviva a todo esto para poder contárselo a mis nietos cuando sea abuelo —bromeó.

—Sobrevivirás —le prometí.

El elfo oscuro esbozó una sonrisa irónica.

—No hagas nunca promesas de ese estilo. Suelen ser de mal augurio.

Enarqué una ceja y él se puso a avanzar por el túnel con el saco abultado en la espalda. Resonó entonces un estruendo lejano de roca que se repitió varias veces. Las puertas de la caverna seguían cerrándose.