Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades
Aquella noche hablé largo tiempo con Lénisu, sentados en mi cuarto. A media voz, le conté todo sobre Askaldo, Seyrum, la poción, Lilirays y compartí mis elucubraciones sobre la Gema de Loorden, Shelbooth y Manchow. Tras la ceremonia, mi tío había pasado varias horas encerrado en el despacho de Deybris Lorent, pero me había asegurado al salir que todo el asunto estaba zanjado: al alba partiría a recuperar la caja de pruebas acompañado por otros Sombríos, la llevarían a Aefna y él se desentendería de todo… en teoría. A pesar de todo, tenía la sensación de que Lénisu estaba tramando algo. Al fin y al cabo, ¿no había dicho simplemente que sentía haber intentado acusar a Deybris “por vía legal”? Prefería no pensar en lo que podía estar maquinando ahora.
—Dentro de un par de días estaré de vuelta —me aseguró, incorporándose. Aún faltaban horas para el alba, pero entendía que debía de estar agotado y que tenía que retomar fuerzas para el viaje.
—¿Vas al Bosque de Belyac? —pregunté, levantándome a mi vez.
Él puso los ojos en blanco.
—La caja está en las Montañas de Acero, y no en el Bosque de Belyac, como creyó Wanli.
Meneé la cabeza, divertida al pensar de nuevo en la constancia con la que Lénisu sabía guardar sus secretos.
—Wanli no pretendía traicionarte —le dije.
—Lo sé —repuso él, abrochando su capa—. Pero de todos modos, no me traicionó, puesto que no sabía dónde estaba la caja —añadió con una sonrisilla irónica—. Un consejo: nunca reveles a nadie lo que no quieres que nadie sepa.
“Un sabio consejo”, aprobó Syu. Y bostezó, enseñando su lengua rosada a la luz de la linterna.
—Lo recordaré —contesté, mientras nos dirigíamos hacia la puerta—. Tío Lénisu… por curiosidad, ¿sabes dónde está Mártida? —pregunté.
Curiosamente, a Lénisu pareció hacerle gracia la pregunta.
—Anda buscándote. Desde que recuperamos a Hilo, se marchó y no he sabido nada más de ella. En cuanto a Miyuki, está en una taberna, en Aefna. Vino conmigo, aunque intentó disuadirme de entrar en casa del Nohistrá. Pensaba tal vez que me iban a considerar como traidor y ejecutarme en la puerta principal. —Puso los ojos en blanco—. Pero claro, no conoce las grandes hazañas de Lénisu Háreldin —bromeó.
Sonreí.
—¿Y Dashlari? —inquirí.
—Oh, el Martillo de la Muerte fue a asegurarse de que tus hermanos no interfiriesen en este asunto. —Me dedicó una media sonrisa—. Ignoro cómo se las habrá arreglado. Conociéndolo, a lo mejor los ha maniatado y metido en una carreta en dirección a Ató. La delicadeza no es una de sus cualidades.
Mi tío ya posaba una mano sobre el pomo de la puerta cuando pregunté, socarrona:
—¿Y Srakhi? ¿Aún no te ha salvado la vida?
Lénisu se carcajeó y sus ojos violetas sonrieron.
—No, qué va. Y lo peor es que tengo la intuición de que, si realmente estuviera en peligro de muerte, no llegaría a tiempo para salvarme —dijo. Intercambiamos sonrisas burlonas y Lénisu levantó una mano para cogerme la barbilla—. Compórtate como una buena Sombría. Y no olvides mandar una carta a Ató para avisar de que estás viva.
—Lo haré —afirmé—. Pero… ¿puedo decirles que soy una Sombría?
Lénisu hizo una mueca, indeciso.
—Mejor no lo digas —acabó por responder—. Ya sabes qué opinión tiene la gente sobre la cofradía.
Asentí, pensativa.
—Por cierto —añadió Lénisu—. Deybris ha prometido arreglar el problemilla del Sangre Negra. A lo mejor dentro de poco puedo volver a Ató sin tener que huir de los guardias. —Hizo un vago ademán—. Ves que ser un Sombrío también tiene sus ventajas —bromeó mientras abría la puerta—. Hasta pronto, sobrina.
Se me ocurrió preguntarle en ese instante qué pretendía realmente hacer con la caja, pero me limité a contestarle:
—Hasta pronto, Lénisu.
Cerré la puerta y me tumbé en la cama vestida aún con mi túnica negra. En la mesilla de noche, había dejado mi nueva daga. Extendí la mano y la cogí. Parecía recién forjada y estaba muy afilada. Cansada como estaba, era capaz de herirme con ella, así que volví a dejarla en la mesilla y apagué la linterna. Syu pronto vino a acurrucarse junto a mí.
“Entonces ¿no vamos a ir con el tío Lénisu?”, preguntó.
Negué con la cabeza en la oscuridad y me llevé una mano al collar de Kalena.
—“No”, dije. “Pero volverá pronto.”
* * *
Me despertaron al alba con un toque firme en la puerta.
—¡Arriba, hermanita!
Gruñí y pestañeé con los ojos soñolientos ante la luz del día. La puerta se abrió y, sin ningún reparo, Ujiraka entró. Estaba vestido con una amplia camisa blanca y sus ojos amarillos sonreían en su rostro oscuro. Llevaba una pila de ropa entre sus manos.
—¿Aún estás vestida con esa túnica? —preguntó, incrédulo, al verme—. Despierta, espabila y vístete —dijo con tono animado, posando la ropa al pie de la cama.
—¿Vamos a algún sitio? —pregunté, sorprendida, mientras me enderezaba.
Él enarcó las cejas, enigmático.
—Vamos a dar una vuelta. —Ya en el marco de la puerta, agregó—: Deybris me ha pedido que te ayude a insertarte en la cofradía.
¿Insertarme?, me repetí, aprensiva, mientras él volvía a cerrar la puerta. ¿Acaso existía alguna otra ceremonia de la que no me habían hablado?
Me vestí con rapidez, sin olvidar retomar mis preciadas Trillizas. Cuando tomé a Frundis, este canturreaba contestando a los pájaros de la mañana y desperté del todo cuando me dio los buenos días con un sonido alegre de flautas.
“¡Buenos días, Shaedra! Siento que hoy es un gran día”, declaró con aire inspirado. “¿Qué os apetece escuchar? ¿Tal vez La tierra del sol?”
Syu soltó una exclamación de júbilo y enseguida el bastón nos llenó la cabeza de una amena melodía. Sonriente, salí al corredor y encontré a Ujiraka apoyado al borde de una ventana, esperando pacientemente.
—Qué rápida —aprobó, y me hizo una señal para que lo siguiese.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté, curiosa, mientras recorríamos el pasillo.
—Bueno… Supongo que sabrás mucho sobre la cofradía, por tu tío —comentó él.
Me pasé la mano por la cabeza, molesta.
—Lo cierto es que Lénisu apenas me ha hablado de los Sombríos —confesé—. Lo que sé lo aprendí en la Pagoda Azul, mayormente.
El elfo oscuro resopló, divertido.
—Conociendo la nefasta opinión de las pagodas sobre nosotros, me temo que no hayas aprendido grandes verdades, entonces. —Me miró con curiosidad—. ¿De veras Lénisu Háreldin no te habló de todas sus hazañas?
Negué con la cabeza, burlona.
—¿Hazañas, eh? No sabía que mi tío fuera un héroe.
—Pues lo es —afirmó Ujiraka—. Cuando era niño, lo admiraba como a los personajes de los cuentos. ¿No te contó su expedición en las Tierras de Ceniza? Ahí encontró la antigua corona de los Astras, ya sabes, los últimos reyes de Urjundith. Esa corona debe de tener casi dos mil años de antigüedad.
Tres mil, si realmente era de la época de Urjundith, corregí mentalmente. Las Tierras de Ceniza… En los libros, se las solía llamar el Maydast. Era una tierra muy lejana, situada al sureste del valle de Éwensin. Como un eco remoto, recordé que un día, en Tauruith-jur, Lénisu había comentado haber pasado brevemente por esas tierras inhóspitas. Al parecer, había obtenido lo que buscaba.
Ujiraka siguió contándome los hechos de Lénisu Háreldin y mientras lo escuchaba narrar increíbles historias de joyas robadas, de tesoros desterrados y misteriosos enigmas, me daba la impresión de estar oyendo la vida de otra persona. Sabía que la vida de mi tío no había sido precisamente tranquila, pero aun así…
Salimos bajo el cielo azul y caminamos por Aefna. Ujiraka parecía no tener un objetivo preciso y deambulamos por las calles largo rato. El elfo oscuro pasó a hacerme preguntas sobre mi vida en Ató y le contesté tranquilamente, procurando no comentar ningún detalle que pudiese avivar su curiosidad más de la cuenta. Acabamos por sentarnos en un banco del Anillo y el Sombrío hizo un brusco ademán, llevándose las manos detrás de la cabeza.
—¡Bueno! Dices que eres har-karista y celmista, pero seguro que no eres capaz ni de recordar el color de los ojos del sacerdote que acaba de pasar, ¿me equivoco?
Su comentario me dejó perpleja.
—Pues… no —confesé—. ¿Y tú?
—¡Ja! Eran castaño oscuro. Un Sombrío siempre tiene que estar atento a lo que le rodea. Aunque admito que yo soy particularmente bueno en recordarlo todo, absolutamente todo —apuntó con un deje medio arrogante medio burlón—. Mi padre solía decirme: acuérdate exactamente de dónde vienes, sea cual sea tu camino. Decía que un Sombrío sin orientación es como una espada sin pomo.
—Oh —dije, pensativa—. Eso me recuerda un proverbio que dice así: “Conoce bien una rama antes de saltar a la siguiente” —cité.
Syu, sobre mi hombro, aprobó enérgicamente con la cabeza y el elfo oscuro lo observó con cierta curiosidad antes de contestar:
—Curioso proverbio. Pero dime, ¿ves a esas dos señoras con vestidos azules que acaban de pasar? —Las vi que desaparecían, a espaldas del Sombrío, y asentí—. Una llevaba un abanico blanco con flores bordadas, la otra tenía un monedero en las manos y unos zapatos nuevos de la última moda pero que por lo visto le iban muy apretados porque cojeaba ligeramente. Y así podría detallarte cada una de las personas que han pasado cerca del banco —me reveló, con una amplia sonrisa.
Observé con más detenimiento a ambas señoras y silbé entre dientes.
—Me has dejado impresionada.
El elfo oscuro esbozó una sonrisa.
—Pues ahora, impresióname tú —me retó.
En la siguiente hora, el joven Sombrío se divirtió poniéndome a prueba. Me soltaba una broma, me hablaba del tiempo y de pronto se detenía a hacerme una pregunta peliaguda sobre algún detalle que me rodeaba. Tengo que confesar que no pude resistirme a hacer trampas. Mientras Syu miraba hacia un lado y Frundis hacia otro, yo me concentraba en lo que Ujiraka me decía y cuando me preguntaba por el color de la camisa de tal elfocano que acababa de pasar o por la expresión de tal otro, hacía una mueca pensativa, fingiendo recordar.
“¿De qué color es la chaqueta del faingal, Syu?”, inquiría mentalmente.
“Gris… Bueno, no exactamente, tal vez marrón”, se corrigió el mono, vacilante. Syu siempre había tenido un problema con el gris…
“Era marrón claro, tipo arena rojiza”, afirmó el bastón.
Mis respuestas eran un poco raras, pero sin la ayuda de Frundis y Syu, habría tenido que improvisar la mitad o más. Nos carcajeamos varias veces al comentar los paseantes y Ujiraka volvió a impresionarme al detallarme nuestro entorno con una precisión asombrosa. No solamente se fijaba en el aspecto de la gente, sino también en su actitud y su manera de ser.
—Ese que ves ahí, junto a la fuente, es un carpintero —me decía—. Es un amargado y tiene mala fama en toda la ciudad. Mira, y ese viejo, siempre lo veo a las mañanas, va a dar de comer a las palomas con los restos de pan de la víspera. Se pasa horas en la plaza. ¡Ah! —Soltó una carcajada y seguí su mirada hacia una elfa regordeta que entraba en una chocolatería—. Ella es una tal Showgsa. Va a comprar chocolates todos los días: y sale con una caja grandota, no creas, ya lo verás cuando salga. Es la mujer de un maestro de Pagoda.
Lo escuchaba, fascinada. Descrita así, Aefna me parecía de pronto una ciudad mucho más viva y amena: cada rostro tenía una personalidad, una historia y un enigma que Ujiraka alcanzaba a desenredar a costa de horas pasadas deambulando por las calles. Llevábamos un momento en silencio, mirando pasar a los transeúntes, cuando Ujiraka se levantó. A lo lejos, sonaban las campanas del Templo.
—Parecemos gatos haciendo la siesta —bromeó—. ¿Volvemos?
Asentí y salimos del Anillo. Estábamos pasando cerca del cuartel general cuando vi un caballo negro que me resultó extrañamente familiar.
“Es el del establo”, dijo Syu, contento de acordarse antes que yo.
Enarqué una ceja, aprobando. Era el caballo de la elegante mansión en la que me había refugiado durante un día y una noche. Entonces oí un grito.
—¡Shaedra!
Me sobresalté, alcé la mirada hasta el jinete del caballo y topé con los ojos rosáceos de una tiyana rubia. Suminaria se apeó con rapidez y se precipitó hacia mí.
—¿Shaedra? —repitió, sorprendida al ver que yo no reaccionaba.
Desperté de mi pasmo y solté una carcajada.
—¡Suminaria! —me reí, asombrada—. Dioses. Cómo has cambiado.
De hecho, la tiyana había perdido casi todo rastro de su niñez. Vestida con una elegante túnica roja, con un cinturón ricamente adornado y unas botas de montar, tenía más aspecto de señorita que de pagodista.
—¡Suminaria! —la interpeló de pronto una voz. Una cabeza rubia de expresión severa asomó de entre las cortinas de una litera de madera clara.
—Mi madre —explicó Suminaria, sin que el tono apremiante de esta pareciese azorarla—. Shaedra, no tenía noticias tuyas desde… bueno, desde que desapareciste de Aefna sin ni siquiera pasar a verme como prometiste. —Me ruboricé al recordarlo—. Aunque, seguro que tuviste una buena razón, no te lo echo en cara. Me alegra volver a verte, no sabes lo aburrida que es mi vida desde que dejé Ató —añadió, sonriente—. Veo que sigues con tu bastón y el mono gawalt —observó—. ¿Qué haces por Aefna?
A unos metros, me esperaba Ujiraka con disimulo. Seguramente debía de estar alucinando al ver que conocía a Suminaria Ashar, pensé, divertida.
—Bueno… lo cierto es que apenas llegué hace unos días —contesté—. Y siento haberme ido de Aefna sin avisarte, aquel día. Yo…
De pronto apareció otro tiyano, más bajito que Suminaria, que posó su mano sobre el pomo de su espada, mirándome con cierta sorpresa. Era Nandros, el protector de Suminaria.
—Vaya, cuánto tiempo —soltó simplemente, y se giró hacia su protegida—. La señora Ashar te está esperando para entrar en la tienda.
La tiyana hizo un mohín de contrariedad.
—Mi madre quiere comprar nuevos sombreros para las fiestas de verano —masculló—. Ya ves qué mañana más fascinante me espera. Aunque tengo una buena noticia: este mismo verano retomaré las clases en la Pagoda de los Vientos. Para ser orilh —sonrió con todos sus dientes y le devolví la sonrisa.
—Esa es una buena cosa. ¿Así que vas a continuar estudiando la energía brúlica? —Asintió y me rasqué la mejilla, pensativa—. Aunque recuerdo que tampoco se te daban mal los escudos —bromeé, haciendo referencia al día en que yo, en mi estupidez infantil, la había atacado en la Neria. Ella había invocado entonces un escudo, y tan potente que hubiera podido matarme.
Suminaria hizo una mueca.
—No tan bien como la brúlica —me aseguró—. Si te soy sincera, ese famoso día en que me atacaste, no invoqué ningún escudo. Simplemente… activé una mágara.
Agrandé los ojos, francamente sorprendida.
—¿Una mágara?
—Ajá. Ahora ya no soy tan pícara como antes, pero de niña le robaba mágaras al tío Garvel —confesó, sin parecer sentirse muy culpable—. Esa en particular jamás volvió a verla —añadió, guiñándome un ojo.
Nandros suspiró y supuse que oír los pequeños secretos de Suminaria no lo apasionaba especialmente.
—Suminaria, tu madre…
—Ya lo sé, ya voy. Shaedra, tenemos que volver a vernos.
Asentí y acordamos que al día siguiente nos veríamos delante de la Pagoda de los Vientos a las tres campanadas vespertinas. Cuando me reuní con Ujiraka, lo vi menear la cabeza, incrédulo.
—¿Una Ashar? Demonios. ¿Es amiga tuya?
—Ajá. Fue una compañera de clase en Ató. Pero ahora va a estudiar en la Pagoda de los Vientos.
Él me miró pensativo pero reanudó la marcha sin comentar nada. De vuelta en la mansión, comimos con tres Sombríos que pasaban por ahí buscando trabajo.
—Creednos o no, el último trabajo que hicimos remonta a más de un año —nos dijo uno de ellos, mientras se servía una gran porción de ensalada—. ¡Un año! Nos hemos pegado una vida de reyes, ¿eh, Sariz? Pero, como veis, ninguno de nosotros tiene alma de ahorrador, así que ahora volvemos a ser tan míseros como antes —se rió—. ¿Me pasas la sal, querida? —me pidió.
Se la pasé y pregunté:
—¿Y en qué consistía ese trabajo?
—¡Ah! —dijo—. Fue un comerciante de Neiram quien nos contrató. Le robaron unas joyas a su mujer y nos pidió que las recuperásemos y las recuperamos. Así de sencillo. Y, como os digo, hemos pasado un año… ¡pero qué año! como si hubiésemos vivido en la Tierra Prohibida, no os podéis ni imaginar.
Reprimí una risa burlona y bebí un trago de agua.
—Pero ya conoces el dicho, Awsrik —intervino uno de sus compañeros, masticando a dos carrillos—. A la Tierra Prohibida sólo se va una vez. Ya has oído al Nohistrá, no tiene trabajo para nosotros por el momento.
—Bah, iremos a Agrilia —replicó Awsrik—. Weyléh siempre tiene trabajo. Ey, Ujiraka Basil, hermano, ¿qué cuentas? Veo que tus orejas han crecido.
Por lo visto se trataba de una antigua broma porque el elfo oscuro se contentó con poner los ojos en blanco antes de pedirle que contase más cosas sobre ese año pasado en la “Tierra Prohibida”. Pronto me cansé de oírlos hablar de borracheras, burdeles y calaveradas y me apresuré a salir del salón para regresar a mi cuarto.
La tarde me la pasé escribiendo cartas: una para Kirlens, otra para Dol y otra para el capitán Calbaderca. Como no encontré a Wanli, fui directamente a ver a Deybris a pedirle algunos kétalos para pagar el correo: como diría Lénisu, ser Sombrío tenía sus ventajas… aunque también era cierto que no habría necesitado mandar ningún correo si los Sombríos no hubiesen complicado la vida de Lénisu, pensé. Tras entregar las cartas me paseé por las calles de Aefna junto a Frundis y Syu con la curiosa sensación de no tener nada que hacer. Tras deambular un rato, acabé por tumbarme en la hierba de un parque bajo los rayos cálidos del sol. Cerré los ojos, abstrayéndome de todas mis preocupaciones, y me dediqué a disfrutar del día y escuchar el canto de los pájaros entremezclado con los ruidos de la ciudad. Y, sin quererlo, me dormí y desperté sobresaltada al oír una voz.
—… además sonríe sola. Permitidme que dude de que realmente la han nombrado Sombría —decía, con un deje burlón.
Me enderecé y me quedé boquiabierta. Estaba rodeada de demonios. O al menos esa fue mi primera impresión. En total, resultaron ser sólo tres. El que había hablado era Dadvin, uno de los Comunitarios. Y a su lado estaba Spaw y… Jadeé al reconocer a Askaldo.
“¡Shaedra!”, exclamó Syu, en alguna parte. Salió precipitadamente de entre los arbustos, alterado al ver a tanto demonio, y se encaramó sobre mi hombro, inquieto.
El hijo de Ashbinkhai me sonrió. Curiosamente, aún no me había acostumbrado a verlo sin furúnculos.
—Hola, Shaedra, no pensaba que nos volveríamos a ver tan pronto. ¿Podemos… hablar contigo un momento?
Levanté los ojos al cielo. El sol ya había desaparecido pero aún quedaban unos reflejos dorados en el horizonte. Entonces miré a Askaldo, perpleja. ¿Qué demonios quería decirme él ahora?
—¿Hablarme? —repetí—. Claro, pero…
Spaw avanzó y se arrodilló junto a mí con la típica expresión que adoptaba cuando algo no le gustaba.
—¿Qué tal estás? —preguntó.
Enarqué una ceja, alarmada.
—Estupendamente. ¿Ocurre algo grave?
Spaw echó una mirada sombría a Askaldo antes de contestar con sencillez:
—Ashbinkhai y los Comunitarios quieren contratarte.
Su revelación me dejó sin aliento y cuando me tendió la mano para ayudarme a levantarme se la cogí sin poder pronunciar palabra. Askaldo me dedicó una mueca inocente y avanzó un paso.
—No sé si lo sabrás, pero eres la única demonio Sombría de toda la Tierra Baya.
Agrandé un ojo.
—Oh. ¿Y eso está… mal?
—Qué va, mi padre está encantado —aseguró Askaldo, poniendo los ojos en blanco—. Incluso quiere contratarte para que espíes a los Shargus. —Mi incomprensión debió de notarse, porque especificó—: Llamamos Shargus a los Sombríos que se dedican a asesinar a demonios. Aunque no hay muchos, existen y son bastante problemáticos. El problema es que no sabemos quiénes son y mi padre ha pensado que estabas en el mejor lugar para poder investigar sobre el asunto. Te ha prometido diez mil kétalos y hasta… una invitación a su Comunidad.
Al oírlo, Spaw le dedicó al elfocano una mirada aburrida. Meneé la cabeza, asombrada, y estuve a punto de decirles que creía que los Sombríos ya no cazaban demonios cuando recordé el libro escrito por el padre de Arfa Lilirays. Si hacía tan sólo unos años los saijits perseguían a los demonios, ¿por qué razón no los buscarían ahora? Al fin y al cabo, para los saijits era como buscar escama-nefandos encubiertos, pensé, irónica.
—Yo nunca fui una espía —solté entonces.
—Por suerte, no hace falta haberlo sido para serlo —intervino Dadvin. Sus ojos astutos brillaron en su rostro negro—. Date cuenta de que nos harías un gran favor si lograras identificar a esos asesinos. Y salvarías vidas —insistió, persuasivo.
Asesinos… Hice una mueca dolorida. ¿Acaso esos Shargus eran conscientes de que lo que mataban no eran monstruos?
—¿Y qué haríais con ellos, suponiendo que lograse tener una lista de sus nombres? —inquirí.
Askaldo se pasó una mano por la cara, como molesto, e intercambió una mirada con Dadvin.
—No lo sé —admitió—. Eso ya es asunto de Ashbinkhai.
—Y de los Comunitarios —agregó Dadvin.
Carraspeé y los miré a los tres. Ahora entendía la expresión sombría de Spaw: si realmente quería proteger a una demonio en medio de un antro de cazademonios, no lo iba a tener fácil.
—Haré lo que pueda —dije al fin—. En cuanto a la invitación a la Comunidad de la Mente, no puedo aceptarla de ninguna manera.
Askaldo asintió.
—Por supuesto, lo entiendo. Simplemente era una propuesta de mi padre. Yo soy un mero mensajero.
Dadvin dejó escapar una risa por lo bajo.
—Zaix debe de ser un buen padre para que sus hijos lo quieran tanto —observó.
Los ojos de Spaw relucieron.
—Lo es. Bueno, ya tenéis lo que queríais: Shaedra hará lo que pueda. Y ahora, será mejor que os larguéis antes de que alguien nos vea.
Hice una mueca al verlo tan brusco pero ni Dadvin ni Askaldo parecieron ofuscarse.
—Sé prudente —me dijo Askaldo.
—Descuida.
Los observé alejarse en silencio. Al cabo, Spaw suspiró.
—Empiezo a dudar de si actué correctamente dejándote volver a Aefna —dijo—. Lo cierto era que ignoraba que hubiera cazademonios entre los Sombríos. Mi ignorancia del mundo saijit me perderá algún día. Y… tengo la impresión de que esta vez debería haber seguido el consejo de Zaix. Los saijits siempre son problemáticos.
Recogí a Frundis y una dulce melodía de piano se infiltró en mi cabeza.
—No te preocupes demasiado —aseguré alegremente—. Al fin y al cabo, ¿a quién se le podría ocurrir que la sobrina menor de Lénisu Háreldin pueda ser una demonio? —Mi sonrisa se transformó pronto en una mueca—. Más vale que no se le ocurra a nadie.
Spaw esbozó una sonrisa y levantó una mano de saludo.
—Seguiré tus avances desde lejos. Desgraciadamente, estos días voy a estar ocupado: Ashbinkhai me ha pedido un favor y, además… —vaciló y agregó—: al parecer, Sakuni está enferma y voy a llevarle una poción de Lu para que se restablezca —explicó—. Espero que no tengas problemas con los Shargus antes de que vuelva.
Sacudí la cabeza, sobrecogida. Con qué dedicación Spaw protegía a toda la Comunidad Encadenada, pensé.
—Qué va, no tengo pensado correr ningún riesgo —le prometí.
El demonio me miró con aire burlón.
—Ya, esa es la teoría —replicó, volviendo a saludarme—. Cuídate.
—Lo mismo digo —contesté.
Lo observé desaparecer entre las sombras en silencio. Los Shargus, pensé entonces, con un escalofrío. Y fui revisando en mente los rostros de los Sombríos que había visto durante la ceremonia de iniciación. ¿Acaso alguno de ellos se dedicaba a matar demonios? Era para volverse paranoico, suspiré. Coloqué a Frundis a mi espalda y salí del parque sombrío a pasos rápidos.