Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 7: El alma Sin Nombre
Sentados en unos bancos, en los jardines del Palacio, Spaw nos contaba todas sus peripecias desde que nos habíamos separado.
—Veréis, me pasé un mes trabajando como picador en el Camino del Sol ése que están haciendo, pero cuando salisteis de la cárcel y supe que estabais bien aunque no saldríais de ahí fácilmente, decidí ir a visitar a… —Echó una ojeada discreta hacia Kaota y Kitari, quienes se paseaban tranquilamente por el jardín. Bajó la voz—: Zaix. —Aryes y yo intercambiamos una mirada sorprendida—. Al pasar por el Bosque de Piedra-Luna, me encontré con un amigo de mi antiguo instructor y como él no debe saber dónde se encuentra… mi padre, entonces tuve que dar ciertos rodeos para despistarlo, ¿entendéis? Hace dos días volví a Dumblor y aquí estoy.
—¿Y a qué se debe que hayas utilizado el collar, si hubieras podido venir andando? —inquirí, con el ceño fruncido.
Spaw se rascó la mejilla, molesto.
—Estuve envuelto en una pelea. Me seguían unas personas malévolas y tuve que utilizar el collar… —Carraspeó ante nuestras expresiones escépticas—. Bueno, es más complicado que eso —confesó—, se trata de un trabajo que hice hace años, con mi antiguo instructor. Nos salió algo torcido y resulta que uno de los perjudicados, un tipo exento totalmente de sentido común, se ha trasladado a vivir a Dumblor y ahora me quiere muerto. Básicamente —concluyó.
—Escalofriante —comentó Aryes, acariciando a Syu, que pasaba por sus rodillas—. Entonces te vendrá bien la expedición. Nos alejaremos de Dumblor y ya no pasará nada.
—Quedan aún dos semanas —apunté.
—En dos semanas uno puede morir unas cuantas veces —afirmó Spaw, burlón.
Syu enseñó sus dientes al demonio y sonreí.
—Syu dice que en dos semanas puedes vivir mucho más que morir —traduje.
Spaw puso cara pensativa.
—Cierto. Ese gawalt es listo como un demonio.
“No. Como un gawalt”, rectificó Syu en mi mente, trepando al respaldo del banco. “Ya les cuesta entender a los saijits ese punto”, suspiró.
Seguimos charlando, pasando a temas menos graves, y cuando redoblaron las campanas del Templo Aryes y yo nos levantamos.
—¿Adónde vais? —se extrañó Spaw, sorprendido por nuestro movimiento súbito.
—A la clase diaria del capitán Calbaderca —contestamos con tono aburrido.
Entonces, Spaw nos dedicó una amplia sonrisa.
—Escolta, buena comida, vestidos de lujo… No todo pueden ser ventajas —nos dijo con tono optimista—. Buena clase.
* * *
Los últimos días antes de la partida fueron mucho más tranquilos. El capitán Calbaderca dejó de darnos lecciones, dejamos de realizar ceremonias tan largas a la mañana y todos se preocuparon más de los preparativos que de los Salvadores y de la Última Klanez. Habíamos conseguido, a pesar de la Fogatina, que Spaw se instalase en nuestro cuarto. Kaota y Kitari parecían algo molestos por esa nueva presencia, pero no emitieron ninguna protesta. La mayor parte del día, Aryes, Kyisse y yo jugábamos, hablábamos y paseábamos por los jardines. Spaw, en cambio, pasaba mucho tiempo en la biblioteca del palacio. Parecía como si estuviese buscando algo. Sin embargo, en ningún momento especificó el qué.
La víspera del día fatídico, se multiplicaron mis accesos de impaciencia.
“¿Dónde estás, Lénisu?”, pregunté por enésima vez al vacío mientras, tumbada en el colchón, contemplaba con aire perdido el techo del cuarto.
El mono bufó, como venía haciendo desde hacía un cuarto de hora.
“¿Qué tal si echamos una partida de cartas?”, sugirió entonces.
Asentí y me senté con presteza.
“Buena idea”, aprobé. Syu se sentó sobre Frundis y unas notas de guitarra invadieron mi mente a través del kershí.
Cogí el mazo de cartas que guardaba en mi mochila y comenzamos a jugar. Estábamos en la tercera partida cuando Kaota entró en el cuarto y paseó la mirada, alarmada.
—¿Dónde están Aryes y Kitari?
—Se fueron hace un rato —contesté—. A la armería. Vino la Fogatina diciendo que Aryes necesitaba elegir un arma.
Kaota, cuyo pelo goteaba aún por el baño, meneó la cabeza.
—El capitán Calbaderca me dijo que no debía dejarte sola bajo ningún concepto.
—No estoy sola, estoy con Syu —la tranquilicé.
Kaota observó al mono con curiosidad.
—¿A qué jugáis? —preguntó, acercándose.
—Al arao —respondí.
—Me suena el nombre, pero nunca he jugado —confesó.
—¿Nunca? Pues siéntate y te enseño —le dije.
Kaota se mordió el labio, sonrió, se quitó las botas, dejó su espada para estar más cómoda y se sentó sobre el amplio colchón cruzando las piernas.
—¡Bueno! —exclamó con entusiasmo—. ¿Cómo se juega?
Le expliqué las reglas del juego y añadí:
—Y ten cuidado con Syu. A veces hace trampas.
“Yo no engaño a novatos”, replicó muy dignamente el mono.
Nos divertimos haciendo bromas sobre el juego y divagando como tres nerús. Al de un rato, volvieron Kitari y Aryes, este último con su nueva arma.
Al verla, me carcajeé.
—¿Una lanza? —exclamé, asombrada.
Aryes soltó un inmenso suspiro.
—La Fogatina quería darme un mandoble —replicó.
Rompí a reír, muerta de risa, imaginándome a Aryes llevando el enorme mandoble de Stalius.
—El armero la ha convencido de que era un disparate y al final me he decidido por una lanza. —Se encogió de hombros—. Al menos podré apoyarme como tú con Frundis.
—Cierto —aprobé, tratando de recuperar una respiración normal.
Aryes puso los ojos en blanco ante mi ancha sonrisa y colocó la lanza contra el muro.
—¿Así que echando una partida de cartas?
—Shaedra me ha enseñado a jugar al arao —asintió Kaota—. Aún no salgo de mi asombro al saber que estoy jugando con un mono.
“¿Está hablando de mí?”, inquirió Syu, curioso.
“No creo que sea de mí”, razoné, divertida.
Syu se rascó la cabeza y puso cara pensativa. Sonreí antes de cruzar la mirada inquisitiva de Aryes. Quería saber si aquella noche intentaría otra vez ir a casa del Nohistrá, entendí. Puse los ojos en blanco.
“Syu, si consigues hablarle a Aryes, dile que he reflexionado y que he decidido que, venga o no venga Lénisu, lo mejor es salir de Dumblor con la expedición.”
“Mmpf, Aryes no siempre me oye”, replicó el mono. Pero, dada su expresión aprobadora, Aryes sí que pareció oír mi mensaje.
—Ya sé que siempre pierdo, pero… ¿Puedo apuntarme? —preguntó, sentándose junto a mí.
—Sí, pero no mires mis cartas —refunfuñé, ocultándolas.
Finalmente, nos pusimos todos a jugar. Al de un rato, les enseñé también el kiengó y luego Kitari sacó su propia baraja de naipes para enseñarnos un juego llamado taonán. Estábamos en plena discusión filosófica sobre las reglas del juego cuando Spaw entró, nos vio y nos dirigió una amplia sonrisa.
—Al fin lo he encontrado —declaró exultante, blandiendo una hoja.
Lo miramos, desconcertados.
—¿Encontrado el qué? —preguntó Aryes.
—Er… Esto —contestó Spaw, como volviendo a la realidad—. Digo tonterías. No os preocupéis, seguid con vuestras cartas… Se me ha olvidado algo —añadió, antes de volver a salir del cuarto precipitadamente.
Aryes y yo intercambiamos unas miradas meditativas. Entonces, sorprendentemente, Kaota se echó a reír.
—¡Qué tipo más raro! —dijo, meneando la cabeza.
—Lo es —contesté en un murmullo. Sin embargo, aparte de ser raro, estaba claro que había encontrado algo que le parecía importante. ¿Pero qué?
Aquella noche, dormí con un sueño agitado. En un momento, me atacaban unos monstruos horribles que me atrapaban cada vez que intentaba huir. Después de tanto luchar, desperté y me enderecé. Sin poder evitarlo, una sonrisa se dibujó en mi rostro al ver la lanza de Aryes contra el muro.
* * *
Con toda la pompa y el boato del mundo, salieron los participantes en la expedición desde el palacio hasta las afueras de Dumblor, escoltando por la calle principal a la Flor del Norte, sentada sobre una litera. Junto a ella, caminábamos los Salvadores, buscando con la mirada alguna cara familiar. Pero no había ni rastro de Lénisu… Suspiré, desanimada, avanzando entre la muchedumbre. Syu, muy alegre, se había colocado sobre la litera, junto a Kyisse, y atrapaba las flores al vuelo que lanzaba la gente. Incluso un padre subió a su hijo de pocos años para que Kyisse le diera un beso en la frente y lo bendijese. Tuve que reconocer que Kyisse estaba teniendo una paciencia increíble.
Al recorrer la calle, recordé las palabras de la Fogatina. “Cuatro mil kétalos.” Reprimí una sonrisa irónica. La elfa oscura nos quería dar esos cuatro mil a la vuelta de nuestra expedición. Pues que se los quedase, gruñí para mis adentros. Total, a lo mejor nunca volveríamos…
De pronto, salieron disparadas varias bengalas de luz blanca que brillaron unos instantes emitiendo chasquidos. Bajo esos pequeños fuegos artificiales que bailaban entre la piedra y la muchedumbre, dando vueltas y rodeos, avanzábamos todos con un movimiento regular. Algunos de los aventureros sonreían, triunfales, mientras que otros guardaban una expresión imperturbable y austera.
“¿Cuándo van a dejar de gritar para que pueda concentrarme?”, se quejó Frundis.
“¿Vas a componer algo nuevo?”, inquirí, intrigada.
“Esa era mi intención, desde que me he despertado, pero ahora no hay quien se concentre”, replicó el bastón.
“Ya tendrás tiempo para concentrarte”, le aseguré. “Este viaje, en teoría, va a ser largo.”
“¿Ahí donde vamos hay árboles?”, me preguntó Syu, saltando sobre mi hombro, aburrido ya de dar saltos sobre la litera.
“Pues… Supongo que alguno habrá”, contesté.
“No tienes ni idea”, concluyó el mono, desanimado.
Hice una mueca.
“Bueno, no te preocupes, tal vez venga Lénisu en camino y nos saque a todos de esta expedición. Sería lo mejor que pudiera pasarnos”, añadí, esperanzada.
“Pero no crees que va a pasar”, completó Frundis, muy perspicaz.
“Bueno, tal vez Lénisu llegue con todo un ejército de Sombríos para amedrentar a todos nuestros valientes viajeros. Entonces tan sólo faltará llegar a la Superficie. Márevor Helith podría ayudarnos en eso con sus monolitos”, apunté, burlona, mientras salíamos al fin a descubierto, en la inmensa caverna de Dumblor.
Cuanto más nos alejábamos de Dumblor, más tenía la impresión de que aquella expedición, como tantas otras organizadas para explorar el castillo de Klanez, iba a fracasar irremediablemente. Me bastaba con dudar de que Kyisse fuese realmente descendiente de los Klanez y de que fuese capaz de anular las energías inestables de aquel lugar.
Eché un vistazo hacia atrás. Kaota y Kitari nos seguían de cerca. Detrás, Dumblor desaparecía entre las columnas de roca. Seguimos andando durante horas. Muchos charlaban alegremente, intentando conocer a sus compañeros de viaje. Poco acostumbrados a andar en cavernas tan grandes, Aryes y yo callábamos, aprensivos. Kyisse, aburrida de ser llevada en un palanquín, sin previo aviso, se bajó y corrió hasta nosotros.
—Yo ando con Shaedra y Aryes —declaró.
—¡Oh! —exclamé, gratamente sorprendida—. Acabas de pronunciar mi nombre como los dioses mandan, Kyisse.
La niña me dedicó una gran sonrisa, me estiró de la manga y me tendió una flor azulada. Abrió la boca, la cerró y pasó a hablar en tisekwa para aclarar:
—Es una gwinalia. Es la flor de la suerte. Quiero que te la quedes.
No sé por qué, en aquel instante, al observar la bella flor y los ojos francos de Kyisse, surgió en mi mente un recuerdo, el de Sain dándome una rosa blanca antes de marcharse. “Una rosa blanca siempre te lleva por el camino correcto”, me había dicho el humano contrabandista que, más de dos años atrás había perdido la vida en un juicio injusto.
Kyisse percibió mi vacilación, pero antes de que se sorprendiera realmente por mi silencio, tendí la mano y cogí la flor, conmocionada.
—Gracias, Kyisse. Es una bella flor.
—Casi tanto como la Flor del Norte —intervino una voz.
Me giré, sorprendida, y me encontré con un muchacho de pelo negro y rostro pajizo surcado de una sonrisa muy blanca.
—¡Yelin! —exclamé, asombrada—. ¿Qué haces aquí?
—Buenas —contestó éste, con desenfado—. En realidad, no debería estar aquí, pero me he colado. A mi hermano lo ha metido en la expedición su maestro en herbología que finalmente se rajó, el muy cobarde.
—Yelin, por favor, habla con más propiedad —lo instó la alta silueta de caito que andaba junto al joven de Meykadria. Era Chamik, su hermano herborista—. En realidad —dijo, dirigiéndose a Aryes y a mí—, mi maestro no tiene nada de cobarde, simplemente no ha podido participar porque se rompió la pierna hace dos días. Y me pidió a mí que lo sustituyese. Es natural.
Recordé con cierta dificultad el rostro del herborista al que le había atado la pulsera, dos semanas antes. Era un hombre algo mayor, pero parecía enérgico y en plena forma.
—Una lástima —respondió Aryes—. Aunque me alegra veros aquí.
—Quién iba a imaginarse que vosotros seríais los Salvadores —se rió Yelin—. Y yo que pensaba que erais unos gallinas de la Superficie…
—¡Yelin! —protestó Chamik, irritado—. Es de mala educación hablar así a los Salvadores.
—No te preocupes, yo no soy ningún valiente y lo asumo perfectamente —asintió Aryes—. No por ser los Salvadores le tenemos menos aprecio a la vida.
Entonces me percaté de que Kaota y Kitari miraban a los dos nuevos interlocutores con cierto recelo e intervine:
—Kaota, Kitari, os presento a Yelin y Chamik. Yelin vino de Meykadria con nosotros. Y Chamik estudia herbología y medicina. Estos son Kaota y Kitari, nuestros guardaespaldas —les expliqué a los dos caitos—. También son hermanos.
—Un placer —contestaron todos, con leves inclinaciones de cabeza.
A partir de ahí, empezamos a hablar con más soltura. Al parecer, Chamik había querido mandar de vuelta a Yelin a Meykadria pero este se había negado en rotundo. Desde luego, había que reconocer que no le faltaba valentía a ese chaval. Estábamos hablando de los avances de la medicina y del laboratorio de Chamik cuando una voz exclamó:
—¡Alto! Hacemos una pausa.
Era el capitán Calbaderca, que lideraba la expedición. Como todos los Espadas Negras, llevaba una armadura de marfil negro, resistente y ligera. Su rostro reflejaba todo el carisma del buen dirigente. Sinceramente, sentía un gran respeto hacia aquel ternian, Capitán de las Sombras, que, por el momento, había demostrado ser una persona con grandes principios y de buen corazón.
La pausa apenas duró media hora. Comimos, descansamos unos minutos y continuamos avanzando en un paisaje de rocas, estalagmitas, estalactitas y, de cuando en cuando, matas enteras de champiñones multicolores. Los dos aventureros que se habían ofrecido para llevar a la Última Klanez iban delante de nosotros, sosteniendo el palanquín vacío.
En un momento, crucé la mirada de Aryes e hice una mueca burlona.
—Y decir que estamos aquí por un terremoto —dije, refiriéndome al que había creado el enorme precipicio en pleno monte de los Extradios, obligándonos a huir por el Laberinto y luego a los Subterráneos—. Este mundo está lleno de incógnitas y seguramente jamás alcanzaremos a entender el destino de los saijits.
—Probablemente no —coincidió Aryes—. Pero yo no le echaría la culpa al terremoto en esto del destino. La culpa de todo la tiene el troll.
—Tú la has tomado con el troll —observé, divertida.
—Me impresionó verlo tan de cerca —replicó él.
—Pero a lo mejor el troll nos enseñó el camino correcto —intervino Spaw, teatral—. En serio. Cualquier sabio se lo plantearía. Como decías, Shaedra, todo tiene que ver con el destino.
Puse los ojos en blanco.
—Ya, pero se supone que el destino tiene una meta. Siempre la hay en las historias. Y nosotros nos vemos metidos en esto simplemente por una serie de… cosas —acabé por decir, omitiendo otras palabras que me venían en mente.
—Pero ahora tenemos una meta. ¿Acaso no estamos viviendo la leyenda de los Klanez? —replicó Spaw, con un destello extraño en los ojos.
—Y el destino sería el castillo de Klanez, ¿eh? Menuda meta —resoplé.
—No tan mala —comentó el demonio—. En realidad, quizá sea una buena meta.
Aryes y yo lo miramos con cierta sorpresa. Spaw parecía estar aceptando el viaje al castillo de Klanez con mucho optimismo.
—Bueno —dijo Aryes—. Spaw tiene razón. Hay que ver el lado positivo de lo ocurrido. Sin el troll, probablemente jamás habría tenido una lanza tan magnífica como esta.
Frundis y yo soltamos al mismo tiempo una risita burlona. No sé por qué, me hacía gracia ver a Aryes con una lanza.