Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 6: Como el viento
Anduve por las calles de Aefna sin destino fijo, demasiado preocupada por encontrar una solución a mi problema para fijarme hacia dónde iba. Recorrí toda la Plaza de Laya, di varias vueltas y acabé por llegar al portal del Palacio Real. Sólo entonces desperté levemente de mi turbación para admirar el imponente edificio rematado por cúpulas majestuosas. Pero pronto me desinteresé y volví a bajar la vista sobre el adoquín. Seguí andando, con la sensación de que una garra hostil me oprimía el corazón. Esta vez, no podía hacer nada. Lénisu y Aryes ya no estaban en el cuartel general. Los amigos de Lénisu no aparecían. Y no tenía ni idea de dónde encontrar a Srakhi.
El cielo se estaba cubriendo y el viento había cambiado de dirección, enfriando rápidamente el aire. Pensé en volver a la Pagoda para recoger mi capa, pero me dije que a esa hora estarían todos de vuelta y no quería que me viesen. Habiendo leído libros sobre Aefna, sabía que cuando soplaba del noreste el frío cruzaba el océano Dólico y se propagaba por todas las praderas. El cielo empezaba a oscurecerse y el sol iba desapareciendo detrás de la colina del Santuario. La gente se encerraba en sus casas, presenciando el mal tiempo, y las calles se iban vaciando poco a poco.
Empecé a temblar de frío por el viento y decidí finalmente ir a recoger la capa sin que me vieran. No quería ver a nadie. Lo único que quería era encontrar una solución.
Envuelta de sombras armónicas, pasé por mi cuarto a la hora de la cena, cogí mi mochila naranja y todas mis demás pertenencias y me alejé de la Gran Pagoda sin intención de volver.
Ignoré el hambre y pasé por delante del cuartel general pero no giré ni la cabeza en su dirección. No sabía adónde ir. ¿Adónde se llevaban a los prisioneros normalmente? El cielo negreaba, no solamente por el crepúsculo sino porque se avecinaban unas nubes oscurísimas que venían directamente del norte. Por la mayoría de las calles tan sólo pasaban algunos trabajadores demorados o algún que otro gato que volvía a su refugio.
Cuando empezaron a caer las primeras gotas, me cubrí la cabeza con la capucha y me senté debajo de una morera, no muy lejos del cuartel. Había andado quizá durante cuatro horas sin parar y sentí que mis músculos se relajaban, cansados. Syu se había escondido debajo de mi capucha y parecía tan pensativo como yo.
“Tengo una idea”, anunció.
“¿Cuál?”
No contestó enseguida, acariciando su cola, meditativo.
“¿Syu?”, le animé.
“No se puede preguntar a los guardias dónde los han mandado, ¿verdad?”, reflexionó.
“También se me ha ocurrido a mí”, confesé. “Pero tengo mis dudas de que nos digan nada, sobre todo los que guardan la puerta, no sabrán nada.” Hubo un silencio e inspiré hondo, levantándome. “Pero se puede intentar.”
Mientras Frundis y Syu me daban consejos para intentar convencer a los guardias de que contestaran a mi pregunta, me dirigí hacia la puerta del cuartel general. Y vi a los guardias tendidos contra el muro, profundamente dormidos. Fruncí el ceño. Aquello no era normal.
Entonces recordé a los saijits que había visto sobre el tejado del cuartel general, la víspera. Por lo que había entendido, iban a intentar entrar en el edificio para robar la espada de Álingar. En un principio, había pensado que eran enemigos de Lénisu. Pero ahora me preguntaba si no era lo contrario. En todo caso, sin la espada, Lénisu ya no sería de ninguna ayuda para aquel que tanto ansiaba tener a Hilo. Y sin Lénisu, probablemente tampoco se podría utilizar la espada. El Mahir de Ató no había conseguido entenderla solo.
“Están dormidos”, resoplé, sin poder creérmelo aún.
Eché un vistazo a mi alrededor, me aseguré de que no había nadie y salté por encima del portal, maldiciendo la capa que estorbaba mis movimientos. Me acerqué prudentemente a los guardias, imaginándome que de pronto se despertaban y me encarcelaban por haber franqueado el muro. Pero no se movieron. Sus posturas eran antinaturales como si hubiesen caído dormidos por sorpresa. ¿Qué les habrían hecho los saijits de capas negras?
La puerta estaba entornada. Una oleada de esperanza me invadió. Si lograba llegar hasta los registros, quizá descubriese el lugar adonde habían mandado a Lénisu y a Aryes.
“¡Cuidado!”, exclamó de pronto Syu, señalando con el índice algo a la izquierda.
—Buenas noches —dijo una voz.
Vi una pequeña silueta aparecer entre las tinieblas y soplarme algo que se hincó en mi hombro con fuerza.
—Demonios —solté, sintiendo de pronto que algo me estaba atacando la sangre. Vacilé y titubeé un momento.
Entre las flechas de agua que caían del cielo vi el rostro de Hawrius que pasaba junto a mí mientras me desplomaba en el suelo encharcado.
* * *
Cuando desperté, me dolía la cabeza y tenía la impresión de poder dormir mil horas seguidas. Confusa, sin acordarme de dónde estaba, hice un esfuerzo por entornar los ojos al oír voces y me quedé en suspenso al advertir que estaba en un lugar desconocido. No era mi cuarto de Ató, ni mi cuarto de la Pagoda… Volví a cerrar los ojos, exhausta.
—Ya os lo dije —decía una voz familiar—. Aquella noche, lo que vi… debería haberlo entendido. He sido un estúpido al creeros que todo iría bien. Reíros de mí y de mi superstición, pero aquel elemental de humo negro que vi era una clara señal. No deberíamos haber aceptado este trabajo.
—Cállate, Hawrius —ladró una mujer—. Estamos todos aquí, no sólo tú.
—Si te crees que eso me hace sentir menos estúpido —suspiró Hawrius.
—Maldito Borklad —gruñó un hombre—. Ese siempre se libra.
Aquellas voces me resultaban familiares y al notar que poco a poco mi mente se aclaraba, entendí quiénes eran y recordé que uno de ellos me había tirado un aguijón de sueño.
Abrí los ojos otra vez y vi a mis compañeros de celda.
—Se despierta la muchacha —dijo el hombre que acababa de hablar.
En total, eran cuatro, dos hombres y dos mujeres. Al mediano Hawrius ya lo conocía. El hombre altísimo era un caito de pelo negro. Las dos mujeres eran humanas. Una, rubia, taladraba el mediano con sus ojos azules. La otra, de unos veinte años, peinaba distraídamente su pelo pelirrojo mientras tarareaba en voz baja una canción.
Pero cuando me senté en mi tabla de madera donde había estado tumbada, los cuatro me miraron con fijeza.
—Buenos días —dije, desperezándome. Tenía un hambre voraz.
Y de pronto me quedé sin habla, espantada.
—¡Syu! —exclamé, aterrada. Me levanté, miré en todas las esquinas de la pequeña celda y me agarré a los barrotes, desesperada—. Syu… —sollocé. Pero no había nadie en la sala para que pudiese pedirle explicaciones.
—¿Qué le pasa? —preguntó el hombre alto.
—Aún está afectada por el veneno —explicó Hawrius—. A veces causa ataques de hipersensibilidad.
Frundis tampoco estaba. Syu…
“Tranquila”, dijo de pronto la voz del mono, muy lejana. “Estoy escondido en un seto. Y he conseguido arrastrar a Frundis conmigo. Pero no conseguí moverte, pesas una tonelada. ¿Estás bien?”
Inspiré hondo y espiré, aliviadísima.
“Estoy bien. Por un momento creí que os había perdido. No te muevas de donde estás. Conseguiré salir de aquí.”
No nos habían quitado nuestra ropa, pero no tenía mi mochila naranja. Una suerte que las Trillizas las guardase en mi bolsillo interior de la túnica. Eché una ojeada prudente a los demás. Tenían un aspecto totalmente extravagante. La rubia llevaba unos guantes que parecían valer una fortuna, y el hombre alto vestía ropa de calidad. La pelirroja tenía la cabeza adornada con una diadema de varias cadenas que parecían ser de oro.
—¿Quiénes sois? —pregunté.
—Los Leopardos —contestó la rubia—. ¿Qué hacías en el cuartel general?
—¿Los Leopardos? —repetí—. ¿Es alguna cofradía?
—¿No has oído hablar de nosotros? Somos unos cazarrecompensas. Pero sólo aceptamos las misiones que valen la pena. —Hawrius masculló, irónico, al oír las palabras de la rubia—. ¿Pero quién eres tú?
—Ibais a por la espada de Álingar, ¿no es así?
Se consultaron con la mirada y sentí aumentar la desconfianza.
—¿Quién eres? —preguntó la pelirroja.
—¿Yo? Soy Shaedra —dije sencillamente—. Una alumna de la Pagoda Azul.
Me contemplaron, como si estuviesen intentando adivinar si mentía o decía la verdad. Entonces, la rubia hizo un movimiento de cabeza.
—Mi nombre es Lassandra. Y estos son Ritli, Hawrius y Sabayu.
—Un placer —dije, juntando las manos y saludándolos a la manera de Ató—. Ya le conocía a Hawrius —añadí, carraspeando, y el mediano se ruborizó ligeramente.
—¿Qué sabes de la espada de Álingar? —preguntó Ritli.
Sus ojos castaños me escudriñaron con detenimiento.
—Oh, yo poca cosa —confesé, preguntándome cuál era la mejor manera de conseguir que se desinteresaran de mí—. Pero sé que vais detrás de ella.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hawrius, receloso.
—Bueno… Hace unos días aparece la espada en el cuartel general y de repente aparecéis vosotros, ¿no es mucha casualidad? —pregunté, con el tono de quien se las da de experto cuando en realidad no lo es.
Pero a los cuatro Leopardos los había dejado estupefactos. Hawrius silbó entre dientes.
—La espada de Álingar —repitió.
—¿Qué es la espada de Álingar? —preguntó de pronto Sabayu, la más joven del grupo.
Me quedé mirándola, atónita, mientras Lassandra se lo explicaba.
—Es una espada legendaria que tiene el poder de invocar a los muertos, según dicen.
—Leyendas —escupió Ritli, molesto—. La espada de Álingar jamás ha existido.
—¿Qué? —solté, sin poder creerlo.
¿Así que los Leopardos estaban buscando otra espada, que no era la de Lénisu? Realmente no lo entendía.
—La joven ternian parece creer en la existencia de esa espada —replicó Lassandra—. Pero a lo mejor es una espada común y corriente con algún poder mágico o algo así.
Al oír la palabra «mágico» entendí que probablemente ninguno de los cuatro tenía ni la más remota idea de artes celmistas. Los cuatro Leopardos se habían puesto a discutir sobre la espada y sobre las leyendas. Hawrius y Lassandra aseguraban que la espada existía, Ritli se negaba a creerlo y Sabayu continuaba peinándose desenfadadamente el pelo con los dedos, con aire ausente.
—Por favor —intervine yo, sentándome otra vez en la tabla que me había servido de cama—, ¿alguien puede decirme desde cuándo estamos encarcelados aquí?
Lassandra y Hawrius seguían sacando todo lo que sabían de la espada de Álingar y sólo me respondió Ritli, cansado de la discusión.
—Desde hace un par de horas, creo. Nos han metido aquí y se han marchado.
—Me temo que nos han olvidado —comentó Sabayu, dejando por un momento de juguetear con su pelo pelirrojo.
—Nos han quitado nuestras bolsas y nuestras armas —suspiró Hawrius—. Ya os dije que esto acabaría mal.
—Deja ya de machacarnos con el mismo tema —resopló Lassandra—. Me temo lo peor. Ritli, ¿te han quitado todas tus herramientas?
El caito alto y delgado asintió.
—Por más que busco entre mis bolsillos, no encuentro nada.
—Ladrones —gruñó Hawrius.
Solté una risita irónica y me ruboricé al ver cuatro pares de ojos fijarse en mí.
—Perdón —dije precipitadamente—. Es que como sois vosotros también unos ladrones…
—¡Impertinente! —exclamó Hawrius—. No somos ladrones, jovencita. Cumplimos misiones, que es otra cosa.
—Oh, entiendo —dije, sin entender nada.
—Tenemos que salir de aquí antes de que vuelvan —reflexionó Lassandra, la humana rubia.
—Pero no saldremos si nos repites eso cada dos minutos, Lassandra —suspiró Sabayu, tumbándose en su propia tabla con toda la tranquilidad del mundo.
—Sabayu, controla esa lengua —replicó Ritli—. ¿De qué pueden acusarnos? No hemos conseguido nada.
—Hemos adormecido a cinco guardias —le recordó Hawrius.
—Querrás decir que tú has adormecido a cinco guardias —replicó la pelirroja.
—¡Sabayu! —bramó el caito—. No había otra manera de entrar en el cuartel general, ¿vale? ¿Qué habrías hecho tú con los guardias?
—Quizá hubiera intentado hablar con ellos —se burló el mediano, mirándola con desprecio.
Sabayu lo observó, hizo una mueca aburrida y se giró hacia el muro, como para intentar dormir. Según Ritli, debían de ser las dos o las tres de la mañana. Ignoraba si el producto que me había administrado Hawrius seguía teniendo su efecto pero a mí también se me cerraban los ojos. Aunque también tenía hambre, recordé, sintiendo el vacío en mi estómago.
De pronto, me sermoneé severamente por mi acción temeraria. Era cierto que entrar en la sala de registros habría sido la única manera de saber dónde habían acabado Lénisu y Aryes. Pero todo aquel asunto se había torcido más de lo esperado…
—¿Quién es el poseedor de la espada de Álingar? —me preguntó de pronto la rubia.
Levanté la cabeza, parpadeando. Me estaba casi durmiendo.
—¿No lo sabes? —pregunté—. Pues entonces será que no es la misma espada la que tenéis que encontrar. ¿Quién os ha contratado?
—Son los adultos los que hacen las preguntas —replicó Lassandra, categóricamente.
Me encogí de hombros. Estaba claro que ellos no revelarían nada del por qué habían querido entrar subrepticiamente en el cuartel general. Y yo no tenía intenciones de revelarles nada tampoco. De manera que lo único que me quedaba por hacer era cerrar los ojos y quedarme dormida. Pero no me dejaron tranquila.
—¿Qué hacías en el cuartel general? —preguntó Hawrius.
—Buscaba a unos amigos —respondí.
—¿Qué amigos? —insistió Lassandra.
—Pero no estaban aquí —proseguí. La turbación del grupo empezaba a divertirme. Por lo visto, no tenían ni idea de en qué fregado se habían metido.
—¿Y dónde están? —preguntó Ritli. Noté el cambio de tono. Estaban convencidos de que mis amigos eran aquellos que andaban buscando para robarles la espada. Pero quienes les había contratado no les había dicho que aquella espada era una reliquia, ya que probablemente entonces habrían declinado la oferta. Robar reliquias, como había indicado Djawurs, era un delito muy grave.
—Si lo supiera, no estaría aquí —contesté tranquilamente.
Hawrius soltó un resoplido.
—Amigos, si conseguimos salir de aquí, yo me marcho de Ajensoldra.
Sentí la aprobación de Lassandra y Ritli. Sabayu había girado la cabeza y no parecía alegrarse de la noticia, pero no hizo ningún comentario. A partir de ahí, no me hicieron ninguna pregunta. Los examiné un largo rato a hurtadillas, tumbada en mi tabla. Nunca había oído hablar de los Leopardos, aunque ellos habían manifestado sorpresa por mi ignorancia. Jamás había visto a un cazarrecompensas. Por lo general, tenían mala reputación. En realidad, la mayoría eran aventureros y se asemejaban más a los mercenarios, ayudando a los que les podían pagar.
“¿Syu?”, pregunté.
“¿Mm?”
Tenía muchas preguntas, pero Syu no podía contestar a ellas. Ni tampoco los Leopardos.
“¿Sigue lloviendo?”
El resoplido mental del mono me bastó para saber que estaba jarreando. Me quedé dormida y desperté con un ruido estruendoso que me sobresaltó.
—¿Qué pasa? —preguntó Lassandra, despertando también.
—Son los fuegos artificiales —contestó tranquilamente Hawrius, sentado en su tabla como hacía unas horas.
Recordé que aquel día era Día Negro y que Dolgy Vranc y Deria estarían muy ocupados vendiendo sus artículos. Los fuegos artificiales duraron unos minutos y casi enseguida se abrió la puerta de la sala. Me recosté contra el muro, fingiendo tranquilidad. Tres guardias se acercaron a la puerta. Uno de ellos venía metiendo un ruido metálico de llaves.
—La ternian y la rubia vais a salir —dijo bruscamente uno de los guardias.
Aliviada al ver que iba a salir, me levanté de un bote y me acerqué a la puerta. Nos condujeron a Lassandra y a mí fuera de la sala vacía. A la humana la guiaron hacia otra puerta mientras que a mí me llevaron hacia lo que parecía ser la salida. Por las ventanas se veía que el cielo empezaba a iluminarse con la luz de la mañana y me pregunté si mis compañeros ya estaban despiertos. El guardia abrió una puerta y me paré un momento, atónita. No me esperaba para nada ver al maestro Dinyú en la pequeña sala que guiaba a la salida.
Enseguida me sentí culpable por causarle tantas molestias. Al fin y al cabo él era mi maestro y entendía que se sintiera algo responsable de lo que me sucediera.
—Maestro —dije, mordiéndome el labio—. Yo no tenía malas intenciones…
Su rostro reflejaba cierto descontento.
—Shaedra, eres una kal de Ató, deberías reflexionar un poco más antes de actuar. Pero dejando eso a un lado, creo que deberíamos salir de aquí y hablar de un asunto detenidamente. —Su rostro se suavizó entonces y entendí que no estaba tan enfadado conmigo.
A su lado, el capitán del cuartel nos miraba alternadamente, fijándonos con sus ojos rojos.
—Esperad un momento —nos dijo—. Me gustaría hacerle una pregunta, maestro Dinyú, si no es mucha molestia.
El maestro Dinyú sonrió al ver la aprensión que el hombre sentía al hablar con un maestro de pagoda.
—Adelante.
—Su alumna… ¿tiene algo que ver con esos hombres de los que me ha hablado usted?
—Uno de ellos es su tío —explicó Dinyú con tranquilidad—. Que tenga un buen día, capitán Shawk.
Íbamos a salir, dejándolo asimilar la noticia, cuando de pronto nos llamó.
—Esperad, la muchacha olvida su mochila —dijo el capitán, tendiéndomela.
Le sonreí con sinceridad.
—Muchísimas gracias, capitán.
Salimos del edificio en silencio y me paré en seco en el portal.
—Espere, se me olvidaba algo capital —solté.
—¿Adónde vas? —preguntó Dinyú, mientras me alejaba en el jardín que rodeaba el cuartel. Llegada junto a un arbusto lleno de flores, me incliné y le cogí a Syu en brazos. Estaba hundido y muy cansado de no haber podido pegar ojo. Con la otra mano alcancé a Frundis y sentí enseguida cómo me invadía una música hecha de ruidos de grillos y de lluvia cristalina.
“Odio la lluvia”, gruñó Frundis. “Menos mal que mi madera es resistente.”
Syu y yo coincidimos. No era nada agradable pasar la noche debajo de un arbusto, bajo la lluvia. Syu estornudó. Le quité la capa verde que tenía totalmente hundida y lo metí debajo de mi capa, para que entrase en calor.
Cuando levanté la cabeza, vi al maestro Dinyú que me observaba con una expresión llena de ternura.
—Syu tiene frío —le expliqué, mientras me acercaba a él.
Sin comentar nada, Dinyú me guió hacia la salida y, de camino a la Pagoda, escuchó toda mi historia. Sin poner en duda mis palabras, asintió para sí.
—Los Leopardos son conocidos —dijo—. Suelen realizar unos trabajos bastante complicados.
—Pues a mí me han parecido poco profesionales —comenté.
Dinyú tuvo una media sonrisa pero luego sacudió con la cabeza, más serio.
—Tengo que decirte algo. El capitán Shawk me ha dicho el paradero de Lénisu y Aryes.
Me paré en seco.
—¿Se lo ha dicho así, sin más? ¿Dónde están? —me apresuré a preguntar.
El belarco me miró con la típica expresión de quien va a dar una mala noticia, pero intenté no dejar libre rienda a mi imaginación y fijé mi mirada en sus labios para no perderme una sola sílaba de lo que iba a decir.
—Los han exiliado.
Sentí que se desmoronaba el mundo a pedazos en torno mío. El maestro Dinyú me tendió una mano, temiendo quizá que me desmayase o me diera un mal. Inspiré hondo y Syu se agitó, inquieto, al sentir los latidos furiosos de mi corazón.
“¿Qué pasa?”, preguntó, aletargado.
“No te preocupes. Duerme, que lo necesitas”, le dije, acariciándole la cabeza.
Empecé a andar lentamente en la calle casi vacía.
—Exiliados —repetí—. ¿Adónde?
—Según me dijo, a Kaendra —contestó tranquilamente Dinyú.
—¿Y por qué motivo?
—Por robo.
Gruñí, exasperada. Sabía que Aryes nunca en su vida habría robado nada a menos que fuera una cuestión de vida o muerte. En cambio Lénisu… Sinceramente, no sabía de qué era capaz mi tío, pero tenía buen corazón, así que si realmente había robado algo, no podía ser nada muy importante.
—¿Qué robaron? —pregunté.
Dinyú sacudió la cabeza.
—Eso no me lo dijo.
Suspiré ruidosamente.
—El preceptor de la Niña-Dios me dijo que los acusaron por robar una reliquia. Yo no me lo creo —solté—. La reliquia tiene que ser la espada de Álingar por fuerza. Y esa es de Lénisu desde siempre.
—Yo no me creo que unos guardias hayan pillado a un Sombrío robando —razonó Dinyú.
Me quedé en suspenso y me volví a parar, mirando a mi maestro, sobrecogida.
—Maestro. ¿Ha dicho Sombrío? —pregunté, perpleja.
Dinyú puso cara sorprendida.
—Un… Sombrío, sí, es lo que he dicho.
Entrecerré los ojos.
—Está insinuando… ¿que mi tío es un miembro de la cofradía de los Sombríos? —pregunté lentamente.
Un destello de diversión pasó por las pupilas del belarco.
—Estoy casi seguro de que lo es —respondió—. ¿Tú no lo estás? Los antiguos Gatos Negros eran Sombríos encubiertos. De modo que al menos fue en su tiempo un Sombrío. Y esas cosas normalmente se arrastran de por vida.
Su tono ligero no conseguía serenarme. Lénisu era un Sombrío, me dije mentalmente, y traté de ver si había algo que no cuadraba en esa afirmación. Pero, así, a bote pronto, no encontraba ningún argumento para rebatir lo que decía Dinyú.
—Un Sombrío —murmuré—. Pero mi tío Lénisu siempre ha sido muy independiente.
—Que yo sepa, los Sombríos tienen mucha libertad de acción —dijo el maestro Dinyú, invitándome a reanudar la marcha—. No están necesariamente unidos a su Nohistrá, como llaman a su kaprad. Aunque eso lo sé de manera muy indirecta así que no puedo confirmarte nada.
Considerándolo mejor, que Lénisu fuera un Sombrío no me extrañaba tanto. Al fin y al cabo, también conocía al maestro Helith desde hacía mucho tiempo, y había ido varias veces a los Subterráneos, y, aunque no supiera lo que era, también había sido un eshayrí, cosa que parecía bastante seria. Ser un Sombrío, al lado de eso, no contrastaba mucho. Además, se suponía que la cofradía de los Sombríos era legal.
—Bueno, pase —dije—. Supongamos que es un Sombrío, eso no cambia nada. ¿A quién le interesa exiliar a un Sombrío y a un alumno de Ató a Kaendra? —pregunté.
—¿Y qué tiene tu tío que le atraiga a tantos enemigos? —replicó Dinyú.
—Su espada —respondí enseguida—. No puede ser otra cosa. Los Leopardos también iban a por una espada —le revelé—. Pero no sabían que era la espada de Álingar. Creo que no parecían muy contentos de saber que quien los contrató no les dijo toda la verdad.
—Raramente es el caso —rió Dinyú—. Los cazarrecompensas enseguida aprovechan para subir el precio. Claro que quien miente acerca de algo así, es un avaro y un sinvergüenza. ¿Supongo que no te dirían quién les contrató?
Sonreí a medias y negué con la cabeza.
—¿Qué cree que les van a hacer los del cuartel general? —pregunté. Aunque los Leopardos habían demostrado ser lo suficientemente estúpidos para aceptar robar la espada de mi tío, tampoco deseaba que tuviesen problemas.
—Bah, pedirán una fianza de varios miles de kétalos y ellos pagarán —me tranquilizó Dinyú.
—¿Varios miles de kétalos? —silbé entre dientes—. ¿Tan ricos son?
—Si mal no recuerdo, los Leopardos deben de ser unos de los cazarrecompensas más ricos de Ajensoldra. Por lo que he oído, son unos despilfarradores de kétalos. Han estado por toda la Tierra Baya.
No me cabía en la cabeza que el mediano supersticioso, la rubia amargada, el astuto gigante y la pelirroja desenfadada hubiesen podido forjarse tal reputación. Aunque por los guantes de Lassandra y algún que otro detalle, estaba claro que no eran pobres.
—¿Tienes hambre? —me preguntó de pronto Dinyú.
Sumida en mis pensamientos, me había olvidado de que estaba con el maestro Dinyú.
—Mucha —asentí, dándome cuenta de que estaba hambrienta.
—A esta hora tus compañeros estarán levantados, ¿quieres desayunar con ellos?
Lo contemplé fijamente, anonadada. No podía pensar en desayunar cuando Lénisu y Aryes estaban en camino hacia Kaendra.
—¿Cuánto tiempo van a estar en Kaendra? —pregunté, sin contestarle.
Dinyú sacudió la cabeza.
—Lo ignoro. Pero me da a mí que más de un año.
No veía a Lénisu quedándose en el macizo de los Extradios durante más de un año. De pronto, se me ocurrió una idea.
—Voy a pedirle a la Niña-Dios que…
Me detuve en seco al ver el pálido rostro de una elfa de la tierra, a unos treinta metros de distancia. Sus ojos me miraban fijamente, pero cuando me percaté de ello, ella dio media vuelta y desapareció detrás de una esquina. Su rostro me era familiar. Cuando caí en la cuenta, palidecí. Era la mujer vestida de negro que me había visto transformarme en demonio.
—¿Quién era? —preguntó el belarco, alarmado por mi reacción.
—Ni idea. Pero me ha mirado raro —repliqué, con los ojos entornados, escudriñando la esquina por donde había desaparecido la extraña figura.
—Bueno, decías que le ibas a pedir algo a la Niña-Dios —dijo Dinyú, retomando el hilo de la conversación—. ¿Vas a pedirle que rebaje la condena?
—Pero no me escuchará —suspiré—. Ayer, su consejero me dijo que no podían ayudar a unos ladrones de reliquias.
—Entiendo —meditó él—. Bueno, es un asunto difícil que no se puede arreglar en un día. Por el momento, vamos a desayunar.
Asentí con la cabeza.
—¿Cree que debería ir a ver a la Niña-Dios, así y todo?
—Por supuesto, aún no te ha hecho ningún favor —sonrió el maestro Dinyú.
Acaricié la cabeza de Syu, pensativa. El mono gawalt se había quedado dormido, pero sus manos se agarraban con fuerza a mi cuello. Empezaba a odiar aquel favor que me debía la Niña-Dios. No me gustaba no poder arreglar las cosas por mí misma. Sonreí, irónica, al pensar que Lénisu debía de estar pensando lo mismo en aquel instante.