Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 6: Como el viento
Unas voces murmuraban en la calle silenciosa y oscura. El viento, después de haber soplado toda la noche, había amainado, pero el polvo rojo del desierto quedaba en suspensión, cayendo y volviendo a arremolinarse suavemente bajo la brisa.
La Vela, a través de la niebla de arena, enrojecía la noche. El Monte del Santuario se alzaba, empinado, sobre Aefna y, tras esa cortina rojiza, se veía su sombra eminente.
—Siempre he oído decir que el Santuario está guardado por los Arsays de la Muerte.
Sentados en unos barriles, en una plazuela vacía, Aryes y yo aguardábamos con cierta impaciencia a que una silueta se aproximara.
—Eso dice el libro que me regaló Wigy —coincidí—. Las leyendas dicen que son inmortales.
Aryes resopló.
—Las leyendas cuentan muchas mentiras —repuso.
Sonreí, pensativa.
—Frundis conoció a un Arsay, una vez.
—¿De veras? —soltó Aryes, impresionado—. ¿Y qué te contó?
—Dijo que era un ignorante. Supongo que lo juzgaría según sus conocimientos sobre la música —añadí con una media sonrisa.
Aryes sonrió. En los bordes de su capucha sobrepasaban unas mechas muy blancas. Se apercibió de mi mirada y cayó un silencio cargado de pensamientos. Aún no me acababa de caber en la cabeza que Aryes hubiera podido irse durante tantos meses, voluntariamente. “Cuando me desperté, en la tienda, vi que te habías marchado. Te seguí, pero no te encontré”, me había contado, mientras yo intentaba reponerme del choc, tumbada en mi cuarto. Al ver que no me encontraría, Aryes recordó unas palabras que le había comunicado el maestro Helith y decidió tentar la suerte y buscar a un celmista órico que vivía, solitario, perdido en las Hordas. Y, por el momento, no había logrado sonsacarle mucha cosa más porque el día había estado muy cargado entre los combates har-karistas, las pruebas ilusionistas y las de los demás kals. Y Aryes, por alguna misteriosa razón, no quería que los demás kals supiesen que estaba en Aefna. Así que ni había podido hablar con él aquel día, ni los demás estaban al corriente de nada.
Lo malo era que ahora tampoco teníamos mucho tiempo para hablar. Lénisu llegaría en cualquier momento. Y luego tendría que ir a ver a los Comunitarios…
Aquel simple pensamiento me puso los pelos de punta pese al aire cálido que nos rodeaba. Aryes sacudió la cabeza, como para despejar su mente.
—Es la primera vez que veo una niebla de arena —comentó.
Hice una mueca. Estaba claro que la niebla de arena era la menor de sus preocupaciones en aquel momento.
—¿Cómo has venido a Aefna? —pregunté.
Aryes se mordió el labio y esbozó una sonrisa.
—En carreta. Con unos músicos.
—¿Y dónde te hospedas?
El kadaelfo abrió la boca y la cerró, frunciendo el ceño. Acabó por admitir:
—Aún no lo he pensado. Abandoné a los músicos ayer, en un pueblo de la llanura y me puse a andar solo hasta Aefna.
—¿De noche? —resoplé—. Si no se ve ni un dragón.
—¡Bah! —dijo Aryes, con un movimiento de mano—. No quería dormir en esa taberna y no estaba cansado.
Lo observé con detenimiento.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
Aryes enarcó las cejas y se echó para atrás, y en ese momento me recordó levemente a Lénisu.
—Adelante.
—Esto… ¿por qué tienes el pelo blanco?
Aryes suspiró.
—Ya te he dicho que es una historia larga. Y Lénisu va a llegar en cualquier momento. No querría dejar la historia a medias.
Me crucé de brazos, escéptica, y luego eché un vistazo hacia mi alrededor y fruncí el ceño.
—Lénisu se está demorando.
—¿Seguro que no te equivocas de lugar? —me preguntó él, tras un silencio.
Había empezado a hacerme las uñas en el barril y, al advertir la mirada de Aryes, me detuve inmediatamente.
—¿Qué crees que lo está retrasando?
Yo hice un mohín de incomprensión. Pero en mi interior ya me estaba imaginando diez mil posibilidades. ¿Y si Lénisu se había metido en un lío? O más bien, ¿y si uno de los tantísimos líos en los que estaba metido se le había torcido seriamente? ¿Y si había tenido que marcharse de Aefna corriendo? … ¿Y si había olvidado nuestra cita? Con tanta cosa pendiente, estaba claro que uno no podía acordarse de todo…
—Anda, deja de preocuparte —me dijo Aryes, suspirando—. Ya llegará. Por cierto, ¿cómo acabó la historia del rescate? ¿Qué le ha pasado a Lénisu exactamente? Lo salvaron sus amigos, de eso no hay duda, puesto que ahora está en Aefna.
Me rasqué la barbilla y contesté:
—Es una historia muy larga.
Aryes me miró y soltó una carcajada silenciosa.
—Está bien —concedió—. Te haré un breve resumen de lo que me pasó en las Hordas. Caminé durante varias semanas, sin comida y con la certidumbre de que acabaría muriendo absurdamente. Y fue una suerte que en aquel momento me acordase de lo que me dijo Márevor Helith: “el lugar lo encontrarás al pie de la montaña de Tres Picos”, me dijo. Vi la montaña y seguí los… er… consejos que me había dado el maestro Helith.
—¿Qué consejos? —intervine, sorprendida por su tono de voz.
—Bueno, según él, tenía que quedarme tendido en el suelo durante un día entero para sobrevivir al encuentro con el nigromante.
Me quedé de piedra al oírlo.
—¿Nigro-mante? —articulé, horrorizada.
Aryes levantó la mano, apaciguador.
—Tranquila, me he precipitado al soltar la palabra. Es un celmista órico. No un nigromante. Lo que pasa es que intentó serlo, pero nunca lo consiguió. En cambio, sí consiguió hacer algo raro con la energía mórtica, y ahora está como medio…
Calló, como dudando, y enarqué una ceja, temiendo lo peor.
—¿Como medio qué? —le animé.
—Como medio muerto. Tiene la mitad del cuerpo de un esqueleto. Pero eso no quita para que sea un excelente órico… Sin embargo es… muy particular. Digamos que tiene una mente diferente. Cuando me acogió, fue muy simpático, eso sí. Pero sus maneras de enseñar me parecieron espantosas.
—¿Y por qué te quedaste tanto tiempo, entonces? —logré preguntar, pese a sentirme en un estado de total confusión—. ¿Qué quieres decir con que te parecieron espantosas?
Aryes se rascó la cabeza, e iba a contestar cuando de pronto una silueta apareció de entre la oscuridad y la arena.
—¿Shaedra? —murmuró, vacilante.
Me levanté de inmediato y ladeé la cabeza. No podía ser otro que Lénisu. Me sentí aliviada por verlo a la vez que impaciente por saber quién demonios era aquel celmista órico que había estado enseñando la energía órica a Aryes durante varios meses.
—Aquí estoy —contesté—. Y adivina quién está conmigo.
El rostro de Lénisu se fue dibujando cada vez más nítidamente mientras se acercaba. Pasó por delante de mí con el ceño fruncido y se inclinó hacia Aryes, mirándolo con detenimiento y sosteniéndose la barbilla con la mano.
—¿Qué demonios te has hecho en el pelo? —preguntó al fin con ligereza.
Aryes sonrió y Lénisu soltó una gran carcajada, cogiéndolo entre sus brazos.
—¡Te he echado de menos, muchacho!
—¡Chsss! —solté, sin poder retener una ancha sonrisa al verlos tan emocionados—. Vais a despertar a todo el vecindario.
Lénisu se apartó de Aryes, risueño.
—Seguidme, vayamos a un lugar más tranquilo.
Entendí lo que quería decir al oír las risas descontroladas de dos hombres borrachos que avanzaban por la calle oscura y nebulosa. En silencio, salimos de la plazuela y seguimos a Lénisu. Me fijé en que nos guiaba hacia el monte del Santuario y fruncí el ceño, incómoda. Kwayat me había dado ciertas consignas para encontrar el lugar de la cita, cerca del camino que subía hacia el Santuario, y el hecho de que Lénisu se acercase tanto a él no me reconfortaba. Era cierto que cada vez tenía más ganas de contarle todo, pero como él jamás me contaba nada, no veía por qué iba a revelarle todos mis secretos. Aunque algunos que guardase fuesen bastante gordos. Sin quererlo, hice una mueca al imaginar su reacción si de pronto adoptase mi otra forma. Mejor era no pensar en eso.
El monte del Santuario estaba cubierto de árboles enormes y preciosos, y de día parecía una isla verde surgida junto a un amasijo de casas y jardines. Un paseo de unos veinte metros de ancho rodeaba medio monte y en la oscuridad de la noche brillaban linternas cuya luz la niebla casi ocultaba. En el libro de Wigy, llamaban a ese lugar el Anillo. Al llegar al paseo, Lénisu giró a la izquierda y poco después se metió en un callejón y dio media vuelta.
—Confío en que no vendréis nunca por aquí sin mi permiso —murmuró.
Enarqué una ceja y lo vi apartar un barril de su sitio. Entorné los ojos, intentando ver algo. Lénisu abrió el suelo y agrandé los ojos… Había una trampilla, entendí. Sin saber a qué atenerme, intercambié una mirada intrigada con Aryes y seguimos a mi tío por la escalera que bajaba.
Estaba todo a oscuras.
—No se ve nada —me quejé, en voz baja.
Lénisu cerró la trampilla detrás de nosotros y encendió una linterna. Miré a mi alrededor, curiosa. La habitación era pequeña. Había unos cojines, una caja de madera con un montón de artilugios extraños y eso era todo.
—Es… claustrofóbico —comentó Aryes. Su mueca de desagrado denotaba claramente que se sentía incómodo.
—¿Vives aquí? —pregunté.
Lénisu soltó una carcajada.
—No es mi vivienda favorita, pero sí, por el momento, vivo aquí. ¿Qué os parece? Una de sus ventajas es que está bastante aislado. Bien, ahora, Aryes, me gustaría saber dónde demonios estuviste.
Aryes, esta vez, no tenía excusas para posponer su historia. Nos sentamos sobre los cojines, y mientras Lénisu nos sacaba unas manzanas, el kadaelfo se removió, inquieto.
—Como le estaba diciendo a Shaedra, la noche en que ella se escapó, intenté buscarla, pero no hubo forma de encontrar su rastro. Anduve durante varios días en las montañas y… —Marcó una pausa, vacilante—. El maestro Helith, un día, me habló de un amigo suyo que vivía en las Hordas y que podía enseñarme más cosas sobre la energía órica.
Lénisu enarcó una ceja.
—Así que durante estos meses estuviste con esa persona —dedujo.
—Y qué persona —añadí yo, agitando la mano, pero Aryes me soltó una mirada imperiosa. Era él quien contaba la historia.
—Esa persona resultó ser un celmista órico muy habilidoso —prosiguió—. Es capaz de volar hasta la punta de un árbol y volver a bajar sin incidentes. Puede acelerar la levitación con mucha precisión. Fue… impresionante tenerlo como maestro —añadió, con evidente admiración.
Lénisu y yo intercambiamos una mirada pensativa.
—¿Y? —le animé.
—Y… fue una experiencia interesante —dijo—. Pero su vida es demasiado solitaria y… er… era un pésimo maestro, debo reconocerlo.
Lo miré, inquisitiva, y me pregunté por qué no le decía a Lénisu lo que más me había chocado a mí: que aquel presunto maestro estaba medio vivo, medio muerto. ¿Acaso no tenía intenciones de decírselo?
Aryes continuó hablando de sus meses de ausencia, contando sucesos graciosos, impresionantes y extraños, pero no evocó en ningún momento que aquel tal maestro Pi del que hablaba había sido, en algún momento de su vida, un aspirante a nigromante. Según él, parecía ser aquel hombre un asceta simpático y excéntrico con ideas insólitas.
—¿Y lo del pelo? —pregunté.
Aryes hizo una mueca.
—Esto… Bueno, resulta que un día me pasé utilizando mis energías y me sumí en un estado de apatismo y tardé dos semanas en reponerme. Y cuando me recuperé, me di cuenta de que tenía el pelo blanco.
Lo miré, horrorizada.
—¡Eso es horrible! —exclamé—. Podría haberte pasado algo grave. —Levanté un dedo, amenazante—. Ya sabes lo peligroso que puede llegar a ser consumir el tallo energético.
Aryes puso cara inocente.
—Sé lo peligroso que puede llegar a ser —asintió—. Pero tú misma pasaste por ello y ya te repusiste. Sigo siendo el de siempre, pero con el pelo blanco —añadió con una gran sonrisa.
Lo miré fijamente durante un rato y, al fin, sonreí.
—Si hubiese sabido que te habías metido en líos tan grandes, habría ido a rescatarte —le aseguré, algo burlona.
Aryes puso los ojos en blanco.
—Sin duda, yo puedo decir lo mismo.
—En todo caso —intervino Lénisu, pensativo—, así pareces más sabio. Aunque… ya sabes lo que dicen de los jóvenes de pelo blanco como tú.
—Oh, sí. El maestro Pi me ha contado muchas historias sobre los zaharis.
—¿Los zaharis? —repetí, sin entender.
—Son una leyenda —me explicó Aryes—. Dicen que son unos semi dioses inmortales que fueron capaces de destruir la mítica ciudad de Dail-irliam.
Fruncí el ceño. Me sonaba haber oído esas historias. Entonces, se me iluminó la cara.
—Ahora que lo dices, recuerdo una balada que me cantó Frundis un par de veces. Contaba la historia de uno de esos que llamas zaharis. En la canción, los llamaban los Exiliados Inmortales. Y ahora que lo pienso, se titulaba así: Los Exiliados Inmortales.
—Frundis ya te cuenta historias —observó Lénisu, esbozando una sonrisa—. Al parecer los zaharis también tienen el pelo blanco.
—Supongo que no sólo esos inmortales tienen el pelo blanco —repuse, resoplando—. No veo yo la relación.
—Pero algunos la verán, querida sobrina —comentó mi tío con teatralidad—. Hay gente muy supersticiosa. Y ya sabes que más de una leyenda se ha convertido en realidad —añadió, levantando el dedo índice con aire de sabio.
—El maestro Pi también tenía una pésima opinión sobre las supersticiones —declaró Aryes—. Pero bah, hoy en día todo el mundo se tiñe el pelo de todos los colores. La superstición en Ajensoldra ha sido casi erradicada.
Lénisu lo miró fijamente, con expresión sarcástica.
—Me alegra saberlo, muchacho.
Aryes se encogió de hombros, despreocupándose del tema. Acto seguido, pasamos a hablar de su viaje de regreso, de Aefna y del Torneo.
—Por cierto, Shaedra —dijo de pronto Lénisu—, esta mañana fui a verte luchar.
—¿Qué? —exclamé, sorprendida.
—No luchas mal —me dijo—. Aunque esas luchas siempre son demasiado convencionales. Demasiadas reglas —comentó—. Pero cuando le diste esa patada al grandote aquel, me dejaste impresionado.
Sonreí de oreja a oreja.
—¿De veras? Bueno. Fue idea de Syu. Yo iba a echarme a un lado.
Lénisu agrandó los ojos, asombrado.
—Ya veo que Syu te ayuda en todo. ¿Dónde está ahora?
—Durmiendo —contesté.
Syu se había quedado en el cuarto, con Frundis. Me había costado convencerlo de que no podía llevarlo para la reunión de los Comunitarios. Aún no entendía yo en qué podía molestar un mono gawalt, pero era empezar con mal pie no seguir unas simples consignas. Además, prefería saberlo a salvo, en el cuarto, que rodeado de demonios. No era que tuviese nada contra los demonios, al fin y al cabo yo era uno de ellos, pero de todos los demonios que había conocido hasta ese momento, no tenía la impresión de haber encontrado a ninguno en quien podía confiar realmente.
Eso me hizo pensar en la hora y me sobresalté, sintiendo que se me helaba la sangre en las venas.
—¿Qué hora es? —jadeé.
Lénisu se interrumpió en medio de una historia rocambolesca que desde luego no había podido vivir pero que contaba como si le hubiese pasado la víspera.
—Ni idea —contestó—. Pero tienes razón, se nos hace tarde y empezáis a cansarme con tantas palabras. ¿Mañana tienes combates?
—Es posible —dije, bostezando al verlo bostezar—. Pero ya he hecho más de la mitad de los combates que tenía que hacer. Eso al menos es un peso que me quito de encima.
—Qué espíritu de competición —me alabó Lénisu, burlón.
Me levanté y me crucé con la mirada de Aryes. Y se me ocurrió una idea.
—Oye, Lénisu, Aryes me ha dicho que no tenía donde dormir. Se podría quedar contigo, aquí. Así no te sentirías solo. ¿Qué os parece?
Lénisu y Aryes intercambiaron una mirada y negaron con la cabeza al mismo tiempo, protestando.
—Anda, si os lleváis muy bien —insistí—. Y así Aryes vigila que no hagas ninguna tontería.
—Más bien debería vigilarte a ti —replicó Lénisu—. ¿Quieres que te acompañemos hasta la Pagoda para que no te tropieces con un troll en el camino?
Hice una mueca y negué con la cabeza enérgicamente.
—No será necesario, gracias, tío. Los trolls no me asustan. Buenas noches.
—Está bien —dijo Lénisu—. Aryes se queda conmigo por esta noche. Pero dime una cosa, Shaedra. Tengo la impresión de que te vas muy precipitadamente. —Marcó una pausa y al ver que no contestaba inmediatamente, entornó los ojos, meditativo—. Como si te esperase alguien.
—¿Esperarme? Pues claro que me esperan. Syu y Frundis, aunque probablemente estén durmiendo ya como el agua en un lago.
Advertí, sin embargo, que Aryes había agrandado los ojos. Parecía haber adivinado algo.
—Shaedra —intervino—, ¿seguro que todo va bien?
Le dediqué una sonrisa burlona.
—Todo va bien —les aseguré—. Tengo un sueño de mil demonios —solté, bostezando otra vez—. Voy a dormir. ¡Buenas noches!
Y salí por la trampilla corriendo, para que no me preguntasen nada más. Por un instante, tuve la terrible idea de colocar el barril encima de la trampilla, pero me retuve. No podía bloquearlos porque… ¿y si me pasaba algo durante la reunión de los Comunitarios? Con un suspiro silencioso, me sumí en las sombras armónicas, crucé el Anillo y me dirigí hacia el camino que subía hasta el Santuario. Al pie de la montaña, había varias casas. Paseé la mirada en la oscuridad de la noche, en busca de una puerta con el símbolo del gremio de herrería. Cuando la encontré, busqué el jardín. Intenté convencerme de que no me estaba equivocando y pasé por encima del muro, rezando para que no hubiese perros guardianes.
Pero no, no había metido la pata. En el jardín vi el árbol enorme del que me había hablado Kwayat. El árbol se alzaba, imponente y lúgubre en la noche. Me acerqué y me quedé parada, expectante. Kwayat me había pedido que fuese ahí y esperase. Todo estaba en silencio. Me senté en una de las raíces del árbol y aguardé, preguntándome cien veces por qué diablos estaba ahí. Los Comunitarios aún no me habían dado nada, en cambio me habían creado demasiadas preocupaciones. Recordé las palabras de Sahiru. “Si sabes ganarte la confianza de los Comunitarios, será un gran paso”, me había dicho. No veía en qué podía ser un gran paso ganarse la confianza de un grupo cuyo jefe no tenía ni la más mínima fe en los principios por los que luchaban los miembros. Apaciguar a los demonios, unirlos y eliminar sus conflictos… Aquello era estupendo, ¿pero por qué me metían a mí en todo eso?
Oí un ruido sordo y me entró un poco de pánico. Ya era la hora. La silueta de Kierrel apareció en el jardín, mirando a su alrededor, como buscando algo. En la luz rojiza de la Vela, parecía un ser sobrenatural. Me di ánimos y me levanté.
—Estoy aquí —murmuré.
Retuve una sonrisa al notar su leve movimiento de sorpresa. El elfo oscuro me hizo un gesto para que me acercara.
—Buenas noches —me dijo, con su acento grave—. Entremos.
Lo seguí hacia unas escaleras que subían hasta la buhardilla. Empujó una puerta y entramos. Era un desván totalmente ordinario, lleno de trastos, y hasta había pequeños agujeros en el tejado, por los que se infiltraba la arena rojiza del desierto. Las corrientes de aire me dieron escalofríos.
—¿Y Kwayat? —pregunté, después de observar un rato el interior.
Kierrel encendió una pequeña lámpara de luz pálida y se sentó cómodamente en una butaca vieja.
—Kwayat no vendrá. Está ocupado. No te preocupes. Te explicaremos unas cuantas reglas que deben seguir los demonios y poco más. Venga, siéntate.
Observé mi alrededor y al ver las herramientas de hierro recordé que estábamos en una casa de herrero.
—¿Por qué una casa de herrero? —pregunté, sentándome sobre un cojín mohoso.
—Porque, según las creencias, a los demonios les horripila el hierro —dijo Kierrel. Sus labios gruesos descubrieron unos dientes muy blancos—. Además, el herrero que trabaja aquí es amigo nuestro.
Agrandé los ojos.
—¿También es un demonio? —pronuncié, todo asombrada.
—Así es. Un buen herrero. Se pasa todo el día dando martillazos y atendiendo a saijits. Vive como uno de ellos.
Lo decía con cierta burla y fruncí el ceño.
—Kwayat me ha dicho que los demonios no sois… no somos realmente saijits.
Kierrel ensanchó su sonrisa.
—Claro que no lo somos. Quien tiene la Sreda no puede considerarse un saijit. La forma que tenemos ahora es tan sólo una apariencia. Mira, yo nací bajo mi forma de demonio y luego aprendí a transformarme en elfo oscuro.
Lo miré fijamente, con cierta aprensión, intentando imaginarme cómo sería Kierrel bajo forma de demonio.
—¿Qué tal el Torneo? —preguntó Kierrel con tono natural—. Al parecer, eres har-karista de la Pagoda Azul.
—Sí. Er… bueno, en realidad, soy sólo aprendiz.
—Claro. Hoy fui a ver el Torneo har-karista del nivel cuatro. Smandjí estaba ahí, y ganó contra todos sus adversarios. Mañana lucha contra Farkinfar. ¿Los conoces?
Aunque no lo hubiese querido, lo sabía todo sobre Farkinfar y Smandjí, ya que era imposible no escuchar a Sotkins cuando estaba justo al lado, contando todo lo que sabía de ellos con un tono sobreexcitado. Sin embargo, negué con la cabeza.
—No personalmente —contesté—. Pero al parecer son muy buenos.
—Sí. Los combates son impresionantes. Aunque parece más un baile que una lucha —añadió, y en aquel momento se oyó un chirrido y él se levantó lentamente.
—¿Cuántos son? —pregunté en voz baja.
Kierrel impuso silencio. Se oyeron unos toques en la puerta, a modo de contraseña. Un toque, tres toques rápidos, dos lentos, y dos rápidos. Casi exageradamente largo para el caso: ¿quién iba a venir a la buhardilla, si no eran los Comunitarios?
Entraron dos humanos, uno negro y otro escuálido y pequeño de cara enfermiza y vieja. El primero era Dadvin, en cambio al segundo nunca lo había visto.
—Buenas noches —soltó Dadvin alegremente, echándose en la butaca donde había estado sentado Kierrel un momento antes—. ¿Estamos todos aquí? —Sus ojos astutos se pasearon por la habitación y asintió animado—. ¡Al fin! Entonces empecemos. Sentaos, sentaos. Hacía tiempo que no te veía, Kierrel, ¿qué tal estás?
—Fenomenal —contestó Kierrel, con los ojos brillantes de burla—. Entonces, ¿te encargas tú?
—A menos que quiera encargarse Ray…
El escuálido era tan bajito como yo y al sentarse a mi derecha me sonrió.
—Hola —me dijo. Su voz, débil, desvelaba sin embargo cierta firmeza.
—Hola —contesté, vacilante.
Definitivamente, la reunión no se anunciaba como me lo esperaba. Me senté sobre los cojines, entre Kierrel y Ray y noté que Dadvin me contemplaba fijamente. Pero no noté ninguna turbación energética que intentara inmiscuirse y traté de relajarme.
—¿Y bien? —dijo Dadvin, con una sonrisilla—. Hemos venido a explicarte unas cosas. Ya que eres una demonio desde hace… ¿un año?
Fruncí el ceño y negué con la cabeza.
—Un año y medio —lo corregí.
—Eso. Recapitulemos. Bebiste una poción destinada al hijo de Ashbinkhaï y preparada por un tal Seyrum. Te recogió el Demonio Encadenado. Hasta ahí, estamos de acuerdo, ¿no? —Asentí— ¡Perfecto! Zaix… te habló por vía mental, ¿no es así? —Volví a asentir—. Y te adjudicó un instructor que iba por libre, nuestro gran amigo Kwayat.
—Así es —contesté, con prudencia.
—De modo que tan sólo hace un año más o menos que sabes lo que es la Sreda —prosiguió—. Aunque Kwayat nos dijo que aprendías rápido.
Enarqué las cejas, sorprendida, pero no dije nada. Kwayat siempre se quejaba de mi lentitud, sobre todo aquellos últimos días…
—Me alegró oírlo —continuó—, porque lo que te vamos a decir ahora no vas a poder escribirlo para memorizarlo luego. Tendrás que acordarte de todas y cada una de las palabras que vas a oír —dijo, inclinándose hacia mí.
Sus rizos cayeron sobre su rostro y los apartó con la mano, con la gracia del seductor.
—Adelante —dije, mordiéndome el labio por la aprensión—. ¿De qué se trata?
—¡No tan raudo! —exclamó Dadvin, echándose para atrás—. Antes de empezar con las cosas serias, he traído esto.
De su abrigo, sacó una caja de metal. Al verla, Kierrel soltó un gruñido.
—Dadvin, ¿aún sigues con esa caja después de lo que pasó?
El humano negro soltó una carcajada.
—¿Qué pasó? Yo no recuerdo nada.
Kierrel me echó una ojeada, agitó la cabeza y me explicó:
—A este garrulo de demonio se le cayó la caja de metal cuando estábamos…
Un carraspeo de Ray lo hizo callar.
—¿Qué contiene esa caja? —pregunté, curiosa.
—¿Que qué contiene? —soltó Dadvin, retomando la sonrisa—. Compruébalo tú misma.
Dejó la caja ante mí y, con cierto recelo, toqué la caja. No había ningún flujo extraño de energía asdrónica. Abrí y me eché a reír.
—¿Golosinas?
—Más que eso, pequeña, las llaman Llamas de Dragón. Son una auténtica maravilla. ¿Quieres probarlas?
Cogí uno de los bombones y lo examiné con atención. Al cabo, solté con naturalidad:
—Y supongo que estas Llamas de Dragón no quemarán como las verdaderas, ¿no?
Dadvin frunció el ceño, cogió uno y se lo metió en la boca.
—Eso depende, a mí una vez me causó un verdadero atracón. Riquísimo —apreció, con la boca llena.
Me encogí de hombros, decidí que no había peligro y me metí en la boca uno de esos redondos violáceos. La Llama de Dragón tenía un sabor extraordinario. Era como si estuviese comiendo los cálidos rayos de sol del desierto en medio un montón de frambuesas frescas. No sabía cómo explicármelo mejor que eso.
—Buenísimos —apuntó Kierrel.
—¡Extraordinarios! —exclamé yo.
—No le mires mal a Ray —dijo Dadvin—, no sabe apreciar las cosas buenas de la vida.
—Dadvin —dijo pacientemente Ray—, ¿hemos venido a comer o a hablar?
Dadvin suspiró y asintió.
—Está bien. Habla tú, Ray.
El anciano lo miró largamente, asintió y se giró hacia mí.
—¿Tu nombre es Shaedra, no?
Tragué lo que me quedaba del bombón al mismo tiempo que asentía.
—Bien. Hay ciertas cosas que tienes que saber de los demonios, Shaedra —dijo, con lentitud y serenidad—. Primero, existen unas reglas estrictas que hay que seguir. No están escritas, como lo hacen los saijits, pero existen y son muy importantes. Supongo que Kwayat te ha enseñado las principales. Pero es nuestro deber asegurarnos de que las conoces. Kwayat te habrá dicho que nunca reveles a nadie lo que eres. No confíes nunca en los saijits. Son volubles y traidores. Quiero que sepas que existen aún cofradías cazademonios. Son pocas, gracias a nuestros esfuerzos, pero siguen existiendo. Y, por supuesto, sigue habiendo demonios que se saltan las reglas y que no aprenden nunca. Esta es una de las reglas principales: nunca hablar de los demonios a los saijits. Si alguien se entera de que…
—Creo que lo ha entendido, viejo —intervino Kierrel—. No hace falta repetírselo diez mil veces tampoco. Puedes pasar a la segunda regla.
—Bien. La segunda regla. Mantente alejada cuanto sea posible de la sociedad saijit. Ya sé que en tu caso es todavía más difícil. Pero creo que lo lograrás. Luego, están las cuestiones sobre la Sreda. Son primordiales. Kwayat ha debido de explicártelas.
—Sí. Me dijo que la Sreda era sagrada y que era la vida y tal —asentí, recordando todo lo que me había contado sobre la cultura de los demonios alrededor de la Sreda.
De repente, los tres se habían puesto más serios y deduje que aquel tema era mucho más importante que el resto.
—La Sreda no puede vivir sin nosotros, y nosotros no podemos vivir sin ella —explicó Kierrel.
—La Sreda es primordial. La vida es lo más importante. Más importante que todo —añadió Ray.
Dadvin asintió gravemente y reprimí una mueca. Tanta historia pero luego, según lo que me había contado Kwayat, la historia de los demonios también tenía sus guerras y sus épocas oscuras.
—Dañar la Sreda de otro demonio está mal visto.
—Es un acto despreciable —agregó Kierrel—. Sólo un cobarde haría eso.
—O un neófito —añadió Ray, mirándome—. Queremos asegurarnos de que has entendido lo que es la Sreda y cómo se controla.
A partir de ahí, me hicieron unas cuantas preguntas, a las que contesté más o menos bien, o eso me pareció. Sin embargo, cuando me preguntaron si sabía ya utilizar el sryho, la energía de los demonios, me quedé algo perpleja y Kierrel, al cabo, carraspeó.
—Me lo temía —dijo Kierrel tras un silencio—. En un año no se pueden hacer milagros.
Dadvin asintió.
—Sí, pero ya tiene años como para aprender. Kwayat tiene que enseñarle a utilizar el sryho. Sería una pena malgastarlo —me dijo.
—¿Y por qué tendría que enseñárselo Kwayat? —repuso Ray con lentitud, con la mirada perdida—. Nosotros podemos enseñarle.
Por alguna razón, Dadvin y Kierrel se quedaron mirándolo, asombrados.
—¿Enseñarle a la muchacha, dices? —exclamó al cabo Dadvin—. Imposible. No somos instructores.
—Según las reglas de los Comunitarios, cualquiera podría ser instructor, ¿no? —repuso Ray, esbozando una sonrisa.
De pronto, comprendí por qué Ray tenía un comportamiento tan raro. No cabía duda de que era ciego. Sus ojos estaban vacíos cuando me miraba. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Sacudí la cabeza, sorprendida.
—Entiendo lo que quieres decir, Ray —dijo Dadvin, tras un silencio—. Pero hay un pequeño problema. Te has olvidado de Zaix.
—¿Qué pasa con Zaix? —pregunté, algo perdida.
—El Demonio Encadenado tiene un trato con Kwayat —me explicó Kierrel—. Es indudable. Me gustaría saber cómo ha podido hablar con Zaix.
Recordé las palabras de Kwayat: “Indagarán, para intentar saber más, por supuesto, pero Zaix se las arregla siempre para que nadie desvele nada sobre él.” Indagasen lo que indagasen, no podrían sacar gran cosa de mí ya que, la verdad, poco sabía yo sobre Zaix. Vistas las pocas veces que hablaba con él, no era de extrañar. Hacía tanto tiempo que no aparecía por mi mente que hasta se me había ocurrido que le había acaecido alguna desgracia. Aunque, al estar encadenado, no veía qué le hubiera podido suceder. A menos que se hubiese muerto de hambre, pero tenía mis dudas.
—Sabéis muy bien que Kwayat es un profesor extravagante —dijo Ray—. Tiene sus manías. Si no le enseña más cosas sobre el sryho, nos encargaremos nosotros.
—Es un demonio en toda regla —comentó Dadvin, soltando una risita.
—Lo es —asentí con una media sonrisa—. Esto… ¿hay algo más que tenga que saber?
Al parecer, ni Dadvin, ni Kierrel, ni Ray se habían preocupado mucho por preparar lo que me tenían que explicar. Y yo empezaba a sentir que los párpados se me cerraban de cansancio: el día había sido duro, había luchado contra tres kals de las pagodas, y un muchacho que iba por libre pero que había sabido defenderse bastante bien. A ese le había metido la patada de la que me había hablado Lénisu con tanto ánimo.
Bostecé sin poder retenerme. Dadvin intercambió una mirada con Kierrel, con aire interrogante.
—Shaedra —dijo Kierrel, con su poblado ceño fruncido—, tú intenta convencerle a tu instructor de que te enseñe a utilizar el sryho como es debido. Eres su discípula. Debería saber que necesitas aprender más. Pero si resulta que no cambia de opinión… —Volvió a mirarse con Dadvin y este asintió, para dar su acuerdo tácito—. Entonces tendremos que encargarnos nosotros de darte los conocimientos que te faltan. Kwayat es un buen maestro, pero no te está enseñando todo lo que debería.
Lo cierto era que no me preocupaba mucho dicha aseveración. Yo no le había pedido nada a Kwayat, era Zaix quien me lo había puesto en medio del camino. Y ahora resultaba que los Comunitarios querían robarle a Kwayat su discípula. Carraspeé.
—Si eso es todo, ya se verá lo que dice Kwayat —dije, empezando a levantarme.
—Eso no es todo —dijo Ray, levantando su cabeza calva y sus ojos ciegos.
Lo miré, suspiré, paciente, y volví a sentarme.
—¿Y qué más tenéis que decirme?