Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana
Syu tenía razón. No debí haber salido aquella noche. Porque, aparte de que no encontramos a Lénisu por ninguna parte pese a buscarlo en el frío durante más de dos horas, cuando volví a mi cuarto me encontré con Kirlens, que se había dormido en la silla, esperándome. Jamás de los jamases las acciones de Kirlens me habían preocupado tanto como entonces.
No podía entrar con Frundis y arriesgarme a que Kirlens lo viese: su presencia significaba que había vuelto a ver a los Gatos Negros o a Lénisu y que éste, sin duda, estaba rondando no muy lejos de Ató. Di media vuelta, reforzando mi sortilegio de sombras armónicas.
Cuando llegué a mi terraza, le pedí perdón a Frundis por dejarlo ahí, y él contestó con un ataque discordante de notas musicales. No estaba contento. ¿Pero qué podía hacer?
Al volver junto a mi ventana, entré con la máxima discreción y me quité la capa, fría como el hielo. Kirlens estaba tan profundamente dormido que enseguida pensé en regresar a por Frundis, pero un carraspeo del mono me detuvo.
“No se va a morir de frío: es un bastón mágico”, me consoló, y se subió a la cama, metiéndose debajo de las mantas para calentarse.
En primer lugar, pensé ponerme el camisón, pero era inútil engañar a Kirlens. Sabía que me había ido, en plena noche, los dioses sabían adónde. Sabiendo que mi salida había sido un fracaso total, me dio cierta rabia. Suspiré, desanimada, y me senté en la cama, frente a Kirlens, sumida en mis pensamientos.
¿Qué podía decirle a Kirlens? Desde luego, no podía contarle la verdad. Si a Kirlens ya le dolía saber que tenía un hijo raenday, ¿qué pensaría si supiera que estaba intentando ayudar a Lénisu para un robo? Claro que no era un robo: era la espada de Lénisu.
Bah, no sabía por qué le daba tantas vueltas al asunto, porque simplemente no quería preocupar a Kirlens: ¿qué le podía contar, entonces? Nada. Bueno, podía decirle que Syu y yo habíamos salido a dar un paseo, lo cual tenía su base de verdad, pero Kirlens ni siquiera me creería. ¿Qué persona en su sano juicio saldría a pasear en plena noche de invierno?
De pronto, sentí vergüenza por todas mis calaveradas. Kirlens me había acogido con cariño y bondad, y yo sólo le suponía gastos y preocupaciones. Afortunadamente, ignoraba la mayor parte de mis problemas. De lo contrario, ya me habría enviado a una casa de locos, aunque lo necesitase más su hijo que yo.
Pasé mucho tiempo sentada en el borde de la cama, atormentándome inútilmente con razonamientos que no llevaban a ningún sitio. Al cabo, sin embargo, me quedé dormida. Mi sueño fue agitado y agotador y cuando desperté, noté la mano rasposa de Kirlens sobre mi frente.
—Estás ardiendo —dijo su voz.
Los ojos semiabiertos, supe sin la menor duda que Kirlens tenía razón. Me sentía fatal. Mi mente parecía haber dejado de querer funcionar de agotamiento. Empapada de un sudor frío, tenía la impresión de estar ahogándome.
—Kirlens —murmuré, débilmente—. Lo siento.
—¡Claro que lo sientes! Esto es más que un catarro. ¿A quién se le ocurre salir a esas horas como un murciélago de las Montañas Nevadas? Anda, acuéstate otra vez y deja de repetir que lo sientes —añadió con impaciencia—. Voy a traerte llerza para bajar esa fiebre. Tú cámbiate esa ropa y métete en la cama, ¿eh?
Asentí con la cabeza y esperé a que se marchara para intentar enderezarme. La cabeza me daba vueltas.
“Ya te dije que no me parecía una buena idea”, gruñó Syu, saltando sobre la mesilla y jugueteando con sus dedos de pies.
Pestañeé para que el cuarto no se me nublara tanto. Cuando me hube puesto el camisón y me hube metido en la cama, estaba casi segura de haber gastado las últimas fuerzas que me quedaban. La cabeza me ardía literalmente.
Kirlens pasó a darme un vaso de agua con llerza, y me lo bebí entero hasta la última gota con la esperanza de restablecerme rápidamente. Pero la llerza no era una medicina milagrosa: tan sólo hacía bajar la fiebre. A la tarde, después de un período de claridad, volví a recaer en las tinieblas más profundas.
Una vez abrí los ojos y me encontré con Wigy, otra vez vi la sombra de Taroshi junto al marco de la puerta y me quedé mirándolo con ojos acusadores hasta que se fuese.
A la noche, volvió Wigy con la cena y me preguntó cómo me sentía.
—Mejor —le aseguré yo.
—Pero aún tienes fiebre —comprobó—. Será mejor que te bebas esto con la comida. Satme me ha ayudado a hacer la infusión. Te sentará bien.
Mientras comía y bebía a sorbos mi medicina, Wigy me miraba con una mueca pensativa.
—¿Qué pasa? —inquirí al cabo, sabiendo perfectamente que quería decirme algo.
—Kirlens… No lo ha dicho en voz alta, pero sé que está preocupado. No deberías salir de noche, Shaedra. Es una costumbre totalmente inmoral. Y además luego te pasa lo que te pasa, que te enfrías y te pones mala. Estás muy rara últimamente.
—¿De verdad? —dije, sorprendida—. ¿Qué quieres decir?
—Pues… No sé, Shaedra, pero tienes que madurar. No puedes andar siempre como un mono por los tejados, cazando sombras. Si tuvieses diez años, te echaría una buena bronca. ¡Pero tienes casi quince años, Shaedra! Ahora… no sé si debo atarte a una silla y enseñarte todo lo que deberías saber ya, o esperar a que aprendas por ti misma, ya que pareces incapaz de escucharme.
—¿Aprender? —repetí.
Wigy me miró como a una persona atrasada mentalmente.
—No me hagas pasar más vergüenza —concluyó—. Y ahora, si has acabado, me llevaré la bandeja. Descansa y reponte rápido. Pero no olvides que desde ahora ya no eres libre de hacer lo que quieres… —suspiró, ya levantándose—. Descansa —repitió.
Y se fue. Fruncí el ceño y volví a recostarme, agotada.
“Wigy parece ser de esos gawalts que intentan imponerse”, comentó Syu, sentado al final de la cama. “No deberíamos hacerle caso.”
“¿No hacerle caso a Wigy? Ja”, dije yo, cerrando los ojos y cayendo rápidamente en un sueño profundo. “Sería mil veces peor.”
* * *
Desperté de noche con la impresión de estar atragantándome. No podía gritar. No podía ni siquiera respirar. Mi cama se había convertido en una hoguera. O al menos eso me parecía. Mi vista estaba nublada, y tenía la sensación de estar viviendo los últimos minutos de mi vida. Todo, en mi interior, parecía desarticularse y descomponerse más cada segundo. Mi jaipú, reducido en un pequeño espacio de mi cuerpo, parecía intentar defenderse de algo que lo iba carcomiendo y que pronto lo haría estallar en mil pedazos.
Me había enderezado en mi cama y me había tirado al suelo, tratando de gritar inútilmente. Agitada por espasmos horribles, me retorcía por el suelo, sintiendo unas lágrimas de rabia brotar de mis ojos. ¡No quería morir!
Fue mi propio organismo el que, con su instinto, me salvó. Desaté inconscientemente mi Sreda y me convertí. Como apenas podía controlarla, mi transformación fue mucho más allá de lo que nunca había ido, pero poco importaba: aquello que me atacaba tan malignamente en mi interior como un veneno explosivo detuvo su mortífero avance.
Sintiendo el calor energético de la Sreda recorrer libremente por todo mi cuerpo, solté un inmenso suspiro y me tumbé boca arriba, agotada. Sólo entonces percibí los gritos de desesperación de Syu. El mono parecía tan destrozado como yo.
“Syu…”, murmuré débilmente.
El mono gawalt bajó de la cama y yo le acaricié la cabeza antes de volver a dejar caer el brazo, exhausta.
Mi organismo seguía luchando contra la muerte, que no quería liberar a su presa.
No había lugar a duda: o bien había pillado una enfermedad de esas galopantes y letales, o bien… ¡había tantas posibilidades! Márevor Helith quizá me hubiese echado un maleficio sin que me hubiese enterado. También podría haber sido envenenada. No veía por qué Wigy o Satme querrían hacer eso, pero… ¿y Taroshi? ¡Qué alegría sentiría! ¿Verdad?, pensé llena de odio.
No tenía ninguna experiencia en venenos. Conocía muchas plantas venenosas, pero no conocía los síntomas que provocaban la muerte. De modo que no me era posible estar segura de nada.
“Syu, ¿puedes correr el cerrojo?”, le pedí, al darme cuenta de que cualquiera podía entrar en el cuarto. No era plan de empeorar las cosas. Además, estaba segura de que si abandonaba mi forma de demonio, el veneno o lo que fuese volvería al ataque y acabaría de matarme.
El mono hizo lo que le pedía y volvió enseguida junto a mí. ¡Cómo le quería!, me di cuenta, enternecida. Posó su mano en la mía y esbocé una sonrisa.
Mi brazo estaba cubierto de rayas oscuras que se asemejaban a símbolos. Jamás habían llegado a adquirir tanta nitidez. Me había dejado llevar por la Sreda. ¡Si Kwayat lo supiese! Me habría dado un buen sermón. Me pregunté, con cierta indiferencia, si estaba cerca de convertirme en un kandak o no.
“Syu, avísame si me transformo, ¿quieres? Si vuelvo a mi forma de ternian, moriría”, le expliqué.
“Te avisaré”, me aseguró, con aire inquieto.
Más tranquila, me quedé dormida sobre la madera dura, rendida.