Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 4: La Puerta de los Demonios
Dos días más tarde, me desperté cuando apenas empezaba a clarear, al oír un ruido contra mi ventana.
—Syu… —me quejé, bostezando.
“¿Qué pasa?”, preguntó Syu, medio dormido.
Abrí los ojos, extrañada, y me senté en la cama, parpadeando. ¿Qué…? Vi una sombra pasar detrás de la cortina y me precipité hacia la ventana. En el mismo instante en que corría la cortina, la ventana se abría y entraba la borrosa y rápida silueta de Drakvian.
—¡Drakvian! —solté, sin aliento.
Volví a cerrar la ventana y a correr la cortina precipitadamente.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, mientras la vampira les saludaba a Frundis y a Syu.
—Oh. Buenos días, Shaedra. He venido a avisarte de que están trayendo a Lénisu a Ató. Lo han capturado, como temías. Además, está herido.
Palidecí, aterrada.
—¿Qué?
—Ha sido por culpa de un accidente —explicó—. Lénisu me mandó al infierno el primer día en que le hablé del trato que había hecho contigo —contó, con una sonrisa—. Hasta me amenazó con su espada. Dijo que no necesitaba que lo ayudasen. Así que lo seguí, a su pesar. Iba acompañado de un amigo suyo. Anduvieron por las Hordas y entonces…
Levantó los ojos para contemplar el trozo de techo que había quemado con sus bolas de fuego, durante su enfermedad. Yo me había dejado caer sobre la cama, desesperada.
—Hubo un ataque sorpresa de seis saijits armados, muy poco educados, por cierto. No avisaron nada. Claro que es el principio básico del ataque sorpresa —caviló—, pero el caso es que Lénisu se había ido a recoger leña. Lo atacaron y recibió un golpe de espada en la pierna. Su compañero acudió en su ayuda y yo también intenté desviar la atención de los atacantes. En el combate… por culpa de un bruto… se me escapó —acabó por decir, quedándose de pronto muy sombría—. Perdí a Cielo —explicó.
Suspiró, pensativa.
—Así que me fui a esconder —prosiguió—. Vi que los mercenarios se separaron en dos grupos. Tres de ellos se dirigieron hacia Ató. Uno de ellos iba encima de Trikos, gravemente herido. Llevaban al amigo de Lénisu… y a Cielo —añadió—. Los tres restantes fueron en busca de Lénisu. Acabaron por encontrarlo, por supuesto, dejaba huellas de sangre por todas partes. Y entonces yo… —se mordió el labio— lo abandoné para ir a recuperar a Cielo.
Me miró con cara de disculpa y yo sacudí la cabeza.
—De todas formas no podrías haber hecho gran cosa contra seis saijits.
—Eran tres —corrigió ella—. Como ya he dicho, los otros tres se fueron con el caballo. Y con Cielo. Malditos —escupió—. Van a pagármelo muy caro —dijo, sacando los colmillos—. Pero te recuperaré, no te abandonaré —prometió, hablando con su daga perdida con una seriedad muy poco habitual en ella.
—Drakvian —dije, con la voz temblorosa—. Lénisu… ¿ha llegado ya a Ató?
La vampira, abstraída, pareció despertar de pronto y negó con la cabeza.
—Aún no. Pero no tardarán. Uno o dos días como máximo. Bueno, por lo que a mí respecta, creo que he cumplido con mi parte del trato, ahora voy a por Cielo.
—¿Qué? —solté—. Oh, bueno. Entiendo que Cielo es muy importante para ti… ¿Tienes una idea de dónde puede estar?
—En manos de esos sucios saijits —siseó—. Ladrones. ¡Van a pagármelo con la sangre!
Un escalofrío me recorrió al ver el rostro enfurecido de Drakvian.
—Er… De acuerdo. Ve tras ellos. Si yo puedo ayudarte en cualquier cosa, me dices.
La vampira negó con la cabeza.
—Esto es un asunto entre ellos y yo —dijo—. Ahora tengo que irme, antes de que todos se despierten y me vean vagando por aquí. Últimamente me olvido de que los saijits no están habituados a ver vampiros, y eso que antes nunca me pasaba. Creo que eres una mala influencia para mí.
Resoplé, disimulando una sonrisa. ¿Cómo una ternian podía ser una mala influencia para una vampira?, me pregunté, muy divertida, a pesar de la gravedad de la situación.
—Buena suerte, Drakvian —le dije, cuando ella volvía a abrir la ventana.
—A ti también. Por cierto —añadió, entrecerrando los ojos—, sigues teniendo mi colgante, ¿no? —Asentí, poniendo los ojos en blanco, y soltó un suspiro aliviado—. Perfecto. Adiós, Syu, adiós, Frundis —soltó, antes de desaparecer del cuarto.
Me levanté, fui a cerrar la ventana y contemplé un momento el cielo que iba azulándose.
“Fiu”, dijo Syu, sentándose en la cama. “Esa vampira me da cada vez más miedo. Uno cree que está contenta y luego parece furiosa y sanguinaria, ¿no te parece?”
Asentí, girándome hacia él.
“Drakvian es la antítesis de Kwayat”, dije.
A Syu le hizo mucha gracia mi comparación y se puso a comparar a ambas personas con dedicación, mientras yo me ponía a pensar en lo catastrófico que podía resultar el hecho de que hubieran capturado a Lénisu. No podía negar que me sentía aliviada al saberlo vivo, pero ahora que por fin tenía una noticia sobre él, resultaba que lo traían a Ató para condenarlo a muerte. Qué ironía, pensé.
Tenía la sensación urgente de que tenía que hacer algo, tenía que actuar antes de que toda Ató supiera que Lénisu había sido capturado. Aún me quedaba una ventaja: tan sólo yo sabía, en Ató, exceptuando a Drakvian, que Lénisu había sido capturado. Siempre podía salir de inmediato, ir en busca de los mercenarios y salvar a Lénisu… aunque ese plan parecía uno de los típicos planes de Deria. Claro que si le pedía ayuda a Deria, Dol y Aryes, quizá fuéramos capaces de hacer algo. Pero tenía la impresión de que, entonces, todo lo que podríamos hacer fracasaría porque sería demasiado tarde.
“¿Qué posibilidades tienes de salvar a Lénisu antes de que llegue aquí?”, me preguntó Syu, intentando ayudarme con mi problema.
“Bueno… Daelgar decía que tenía capacidades para convertirme en una espía”, cavilé. “Así que supongo que podría pasar desapercibida delante del guardia de turno, desatar a Lénisu y huir con él… tal vez podría funcionar.”
“¿De veras?”, replicó Syu, dubitativo.
“Syu”, le dije pacientemente. “¿No me dijiste que un gawalt tenía que actuar bien y rápido y no atormentarse por lo que no puede hacer?”
Syu levantó los ojos al cielo.
“Maldigo el día en que solté esa frase”, gimió. “¿Realmente estás convencida de que vas a actuar bien y rápido?”, preguntó.
“Ajá”, asentí. “Imagínate: me encuentro con el grupo digamos esta noche, en el camino. En realidad, es sencillo. Sólo necesito el cuchillo que me regaló Kirlens y un poco de valor y arte.”
Syu sonrió con todos sus dientes.
“¿Valor y arte? Eso ya lo tenemos, no te preocupes.”
Le devolví la sonrisa.
“¿Entonces te parece una buena idea?”
Syu se encogió de hombros.
“Si de veras crees que vas a vivir mejor haciéndolo, ¿por qué no?”
“Únicamente lo siento por los mercenarios, que se van a quedar sin los tres mil kétalos”, suspiré.
Syu me miró fijamente.
“¿Eso importa?”
Lo pensé más detenidamente y negué con la cabeza.
“No mucho. Es más, esos mercenarios me caen mal. No tenían por qué meterse con Lénisu.” Hice una pausa y me levanté de un bote. “Manos a la obra, amigo mío.”
Primero bajé discretamente a la cocina a coger unas pequeñas provisiones para dos días, luego puse todo en mi saco naranja y metí también la capa, porque las noches empezaban a ser frescas.
Frundis empezó desaprobando el plan rotundamente, pero cuando le propuse que viniese con nosotros, aceptó encantado y enseguida vio razones para apoyar mis disparatadas y esperanzadas decisiones.
Salí de mi cuarto por la ventana y bajé de tejado en tejado hasta llegar al puente. El nuevo puente estaba más o menos acabado y tan sólo quedaban las torres por construir. Por primera vez, crucé el puente de piedra y me fui corriendo por el camino bordeado de campos y bosquecillos. Al principio, me latía el corazón de la emoción de por fin hacer algo. Seguramente todos habrían desaprobado mi plan. Incluso Syu y Frundis tenían sus reservas, pero ¿qué podía hacer? Si Lénisu llegaba a Ató, lo encerrarían en una celda en el cuartel general y ya sería imposible sacarlo de ahí. No permitiría que los de Ató se deshicieran de Lénisu con un juicio “sumario”, como había dicho Nart. Era mejor actuar rápido, antes de que la situación empeorara.
Entonces recordé mis lecciones con el maestro Dinyú y Kwayat y palidecí un poco al darme cuenta de que al salir de Ató tan precipitadamente no había ni podido avisarle a Kwayat de que no me esperara… Sentí cierta pesadumbre pero me convencí de que era mejor que Kwayat esperara un poco a que Lénisu perdiera la vida.
—No te preocupes Lénisu, allá voy —solté, decidida.
“¿Vas a hablarle a Lénisu durante todo el viaje antes de haberlo salvado?”, me preguntó Syu, con socarrona curiosidad.
“Intentaba darme ánimo”, repliqué.
“Está claro que necesitas un poco más de ritmo”, intervino Frundis. “Voy a ver qué puedo hacer…”
Sonó un ruido de trastos que se removían, como si Frundis necesitase remover sus canciones para poder elegir cuál era la más oportuna en aquel momento, y poco después empezó a sonar una canción animada con trompetas y tambores.
* * *
Cuanto más avanzaba, más tenía la impresión de estar cometiendo un error. Pero no podía remediarlo: tenía la convicción de que si no actuaba ya, Lénisu acabaría mal. De modo que, lógicamente, no podía estar cometiendo un error.
“El error lo cometes al pensar tanto”, me replicó Syu.
“Los pensamientos alimentan la música”, dijo Frundis.
“Bah, depende de qué pensamientos”, gruñó el mono. “La preocupación no nutre nada. Desnutre.”
“No hables tan rápido, la preocupación puede dar lugar a muchas músicas, por ejemplo…” Se oyó un carraspeo y la música regular de tambores cambió por un sonido chirriante y espeluznante.
“Eso es terror musical”, objetó Syu.
“Es preocupación”, replicó Frundis, contrariado.
“Sois vosotros los que me preocupáis”, intervine. “Hablando de comida, ¿qué os parece si comemos algo?”
“La música alimenta más que la comida”, dijo Frundis, con un resoplido desdeñoso.
“Eso lo dices porque eres un bastón”, sonreí. “¿Un poco de pan, Syu?”
“Si insistes”, contestó Syu desenfadadamente, cogiéndose un buen trozo de pan.
Comimos rápidamente y seguimos caminando. El cielo ya empezaba a oscurecerse y aún no me había cruzado con un solo alma. Estaba claro que la orilla este del Trueno estaba prácticamente deshabitada. Por algo Ajensoldra y los Reinos de la Noche nunca se ponían de acuerdo sobre de quién debían ser los territorios de la cordillera. Con un solo vistazo, se podía ver claramente que de nadie. Tan sólo vivían unos pueblos de ternians y de humanos, y algunos caitos, aunque los pueblos de estos últimos estaban en su mayoría más al norte y al pie de las montañas, y cada una de esas comunidades se consideraba de su pueblo y de nada más. Lo cual era lógico.
El paisaje estaba compuesto de prados, colinitas y unos pocos bosquecillos. Si alguien aparecía en el camino, lo vería desde lejos. Aun así, fue Frundis el que nos avisó de que se acercaba un grupo de personas. Al parecer, la música del entorno había cambiado. Por mi parte, no oía ningún ruido de pasos, pero confié en lo que decía Frundis y me aparté del camino, escondiéndome en un bosquecillo no muy alejado.
Al ver aparecer al grupo, me quedé muy quieta y me envolví de armonías aun sabiendo que escondida como estaba detrás de los arbustos, era improbable que me vieran. Al principio, intenté engañarme para no darme falsas esperanzas y traté de convencerme de que no era más que un grupo de viajeros sin relación alguna con los mercenarios y Lénisu. Pero a medida que se iban acercando, fui divisando sus armaduras ligeras y sus espadas y vi que eran cuatro, número que concordaba muy bien con los tres mercenarios que habían capturado a Lénisu…
Entonces lo vi. Era el más bajito de todos. Iba maniatado, sin camisa y avanzaba como resignado mientras uno de los mercenarios le estiraba con una cuerda que le había atado al cuello, como para hacerlo andar más rápido. La luz del día ya estaba desapareciendo pero la Luna había empezado a brillar en el cielo y alcancé a ver con suficiente claridad el aspecto de los tres mercenarios.
Había dos caitos y otro que parecía un semi-elfo de la tierra con sangre ternian en las venas. Los dos caitos eran robustos y grandes y eran los que llevaban las armas más pesadas, a saber un hacha y una maza, mientras que el semi-elfo tenía un arco corto y una espada, pero aunque los dos caitos le llevasen varios centímetros, el semi-elfo era bastante más alto que Lénisu. Eran tres mercenarios imponentes y aterradores, concluí.
Me pregunté hasta cuándo seguirían avanzando. Generalmente, a esas horas, cualquiera habría parado a cenar y a dormir. Pero ellos parecían andar con prisas y, por lo visto, querían aprovechar los últimos destellos del día para acercarse a Ató.
“Están impacientes por recibir los tres mil kétalos”, gruñí.
“Menuda panda de avaros”, dijo Frundis.
“Esto me da muy mala espina”, comentó Syu.
Esperamos a que los mercenarios pasaran delante del bosquecillo y luego solté un suspiro de alivio y de emoción.
“¡Syu! Creo que esto va a funcionar”, dije, alegremente. “Me preocupaba que los mercenarios hubieran decidido atajar por el campo o que hubieran cogido otro camino. Quién sabe, podrían haber venido del norte, podrían haber podido pasar tantas cosas… Pero ahora estoy del todo tranquila.”
“No sabes cuánto me alegro”, replicó él, con la nariz fruncida. “¿Y ahora qué hacemos?”
Me mordí el labio, pensativa, dándome cuenta de que efectivamente todo quedaba por hacer.
“Ahora toca esperar”, contesté.
* * *
Habían encendido un fuego a unos cincuenta metros de un bosquecillo. Eso fue la primera cosa que me sorprendió porque yo, entre dormir a campo abierto o en un bosque, habría elegido el bosque. Syu también se mostró sorprendido.
“Los árboles siempre ofrecen mejor protección”, argumentó.
“Al parecer ellos no necesitan protección”, comenté, escondida detrás de un pequeño arbusto en el linde del bosque.
Frundis soltaba una tranquila música de flauta que no convenía para nada a la situación y parecía abstraído totalmente.
“Vamos a esperar a que duerman profundamente”, decidí. “Lénisu sigue maniatado, ¿no?”
Syu entrecerró los ojos y asintió.
“Eso me parecía”, suspiré. “Habrá que desatarlo antes de poder huir.”
“Te dejo encargarte de eso. Yo me encargo de despertarlo cuando estén todos dormidos.”
“No estarán durmiendo todos”, dije entonces. “Eso va a ser el mayor problema. ¿Cómo hacer para que no nos vea el que vigile?”
Cuanto más reflexionaba sobre el asunto, más imposible me parecía lo que pretendía hacer. Esperé escondida durante un hora más. Los dos caitos se fueron a dormir y el semi-elfo se quedó sentado contemplando el fuego, sin estar sin embargo muy alerta. Pero sabía que los elfos de la tierra tenían mucho oído y buena vista. No tenía que dejarme engañar por mi impaciencia.
Consideré la idea de esperar unas cuantas horas hasta que el semi-elfo se fuera a dormir y lo remplazase un caito. Pero también me vino en mente otro pensamiento: el semi-elfo tenía que estar cansado por un día entero de caminata. Eso era una ventaja considerable.
Entonces, me invadió una súbita determinación y decidí actuar cuanto antes. Utilicé las armonías y me escondí entre las tinieblas, acercándome al fuego de los mercenarios con el corazón latiendo a toda prisa.
Jamás me había sentido tan temeraria. Syu me seguía imitando las mismas técnicas armónicas que yo y Frundis nos envolvía mejorando nuestros sortilegios. Me sentía bastante orgullosa del resultado.
Me pareció que había pasado una eternidad cuando por fin llegué junto a Lénisu. Estaba tendido entre los dos caitos y el semi-elfo estaba del otro lado del fuego. Me quedé espantada al ver a mi tío de más cerca: tenía la pierna herida y con todas las probabilidades infectada, tenía otro corte en el torso, aunque superficial, y su rostro contraído, agitado y sudoroso le daba un aire febril.
“¿Has acabado de hacerle el diagnóstico, Shaedra?”, me preguntó amablemente Syu, con una pizca de impaciencia.
El mono gawalt pasó por encima de mi hombro y aterrizó silenciosamente junto a Lénisu, preguntándose sin duda qué podía hacer para despertarlo lo más sigilosamente posible.
Se subió sobre él y le pellizcó la mejilla. Lénisu murmuró algo incomprensible pero no abrió los ojos. Syu y yo intercambiamos una mirada y luego me avancé, pegada al suelo y sacando mi cuchillo. Pronto me fijé en que el cuchillo que me había regalado Kirlens no era un cuchillo para cortar cuerdas gruesas.
“Esto es un desastre”, pronunció Syu. “No se despierta.”
Levanté la mirada y vi que le estaba pellizcando la mejilla y agitándola como si estuviera escurriendo un trapo mojado.
“¡Syu!”, protesté. “Cambia de táctica. No podemos llevárnoslo a cuestas, no es que pese mucho, pero yo no soy Yeysa.”
“Deja de hablar tanto y sigue cortando la cuerda”, me replicó el mono, pasando a estirar las orejas de Lénisu.
Lénisu, entonces, despertó, abriendo los ojos perezosamente, como agotado. Gruñó y yo le puse una mano encima de la boca, imponiéndole silencio. Lénisu, sin embargo, no acabó de entenderlo todo. Al cabo de un momento, comprendió quién era y, afortunadamente, no soltó ninguna exclamación sino que se quedó como pasmado, cosa que no era habitual en él y me inquieté realmente por su salud. ¿Podría acaso correr con esa pierna herida? Drakvian me había avisado de que estaba herido, ¿por qué demonios me había olvidado de eso en mi tremendo plan?
Solté un suspiro de alivio cuando conseguí al fin cortar la cuerda que mantenía a Lénisu maniatado, y entonces empezó la peor etapa: levantar a Lénisu, puesto que no parecía estar dispuesto a hacerlo solo. Solté a Frundis y cogí las dos manos de Lénisu, estirándolo con todas mis fuerzas. Lénisu parpadeó y agrandó de pronto mucho los ojos.
“¡Cuidado!”, exclamó Syu, aterrado.
Oí de pronto un ruido detrás de mí y giré la cabeza. Me quedé helada. De pie, a unos metros de distancia, un semi-elfo tensaba la cuerda de su arco, apuntándome con una flecha.
—Suéltalo —me ordenó.
Solté a Lénisu y éste cayó de unos centímetros soltando una exclamación de dolor que despertó a los dos caitos en un sobresalto.
Tragué saliva, intentando entender cuándo se habían deshecho los sortilegios armónicos que me escondían. ¿Cómo había podido desconcentrarme de semejante forma?
—Santo cielo, tú, aparta esa flecha de… esa niña —bramó Lénisu, intentando levantarse.
Tendió una mano temblorosa hacia mí, sin embargo los caitos no le permitieron ir mucho más lejos: lo tiraron al suelo y lo maniataron con la cuerda que habían utilizado para atarle el cuello. Pero se apresuraban innecesariamente: Lénisu estaba demasiado débil para rebelarse.
El semi-elfo pareció relajarse pero no dejó de apuntarme con su arco.
—¿Quién eres? —preguntó, mirándome a los ojos fijamente.
—Yo… —vacilé e intenté darle un poco más de firmeza a mi voz—, estaba pasando por aquí y…
—¿Quién eres? —repitió, adelantando un paso.
—Déjala marchar —resopló Lénisu, cuando los caitos se alejaron un poco de él—. Es tan sólo una niña.
Uno de los caitos soltó una carcajada.
—Una niña que va armada con un cuchillo y que consigue pasar sin que Uman la vea —gruñó, sarcástico.
—Aunque este es un cuchillo para cortar zanahorias más que otra cosa —replicó el otro caito, recogiendo mi cuchillo del suelo.
“Te has metido en un buen lío”, dijo Syu, desde algún sitio que no pude determinar.
“No hace falta que me lo digas”, le repliqué, con un gemido mental.
—No tengo malas intenciones —dije—. Sólo pretendía salvar a un inocente.
—Conoces a este hombre… —dijo Uman, el semi-elfo, destensando la cuerda de su arco—, ¿cómo?
Abrí la boca y la volví a cerrar, confusa.
—Yo…
—Es mi sobrina —intervino Lénisu, pasándose las manos sobre el rostro, como para despejarse—. Está un poco desequilibrada, no la toméis mucho en serio. A veces incluso se pone a hablar con un mono gawalt y con todo tipo de objetos. No os convirtáis en criminales después de capturar a uno, ¿eh? Es muy feo eso de amenazar a una muchacha de catorce años.
Me quedé mirándolo fijamente, aturdida. ¿Cómo que desequilibrada? ¿Qué demonios estaba diciendo Lénisu? ¿Y qué significaba eso de que habían capturado a un criminal si él no lo era?
Uman enarcó una ceja.
—¿Tu sobrina, eh? No sabía que el Sangre Negra tuviera familia. Creía que se la había cargado entera.
Lénisu puso los ojos en blanco.
—Amigo, me temo que estás confundiendo a los Sangres Negras, ya te he dicho que yo no tengo nada que ver con todas esas historias sangrientas… aunque supongo que a ti te trae sin cuidado.
—Efectivamente —replicó Uman, mientras Lénisu dejaba caer la cabeza otra vez contra el suelo, agotado.
—Esto es el colmo —intervine, sin poder aguantar más—. ¿Por qué lo dejáis en ese estado? Ya no puede más, va a morir si no hacéis nada para curar esa herida.
Uman se giró hacia mí.
—Y tú, ¿supongo que vienes de Ató? —asentí con la cabeza e iba a decir algo pero él me interrumpió—. Muchacha, supongo que tu intención al venir aquí era la de liberar a este hombre. Por consiguiente, has estado a punto de hacer algo ilegal, ya que este hombre va a ser ajusticiado y, si no me engaño, será sentenciado a muerte. Y no veo por qué debería preocuparme por la herida infectada de un muerto.
—Muy justo —aprobó Lénisu con una voz ronca, haciendo un gesto con las manos atadas—. No puedes curar la muerte —y levantó levemente la cabeza, con una media sonrisa—, a menos que quieras convertirme en un esqueleto, por supuesto. Maldigo el día en que me prometí que nunca tocaría la nigromancia —añadió.
Estaba delirando, me dije, agrandando los ojos, aterrada.
—Hay que curarle la pierna —insistí, desesperada.
—No veo por qué deberíamos hacerlo —replicó uno de los caitos, sentándose en la hierba, junto al fuego. Soltó un gruñido—. Estoy agotado. Atemos a esta chavala y sigamos durmiendo.
Usaron parte de la cuerda que habían utilizado para maniatar a Lénisu y me ataron las manos con ella. Protesté, sin embargo, mientras me maniataban:
—¿Es que no tenéis compasión? —solté, intentando mantener mi voz exenta de ira, en vano—. Está sufriendo. Al menos, deberíais darle el beneplácito de la duda: ¿qué prueba tenéis de que Lénisu es un criminal? Ninguna. Deberíais dejarme ir a buscar aladena, hay mucha por los alrededores de Ató… Y deberíais dejarme desinfectar la herida…
Callé, al advertir la mirada sombría del semi-elfo.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó.
—Shaedra —contesté—, ¿y eso qué importa?
—Nada.
Y me dio la espalda mientras uno de los caitos me obligaba a sentarme.
—A dormir —dijo el caito—. Atada como estás a tu tío, me da que no vas a poder ir muy lejos.
Lo fulminé con la mirada y advertí entonces un movimiento en el suelo: era Frundis que trataba de acercarse a mí. Me moví ligeramente y toqué el bastón. Una oleada de notas de música de salón me invadió la mente por completo y sacudí la cabeza.
“¡Frundis!”
“¿Lo has oído?”, me replicó él, sin embargo, entusiasmado. “¡He cogido un nuevo sonido! Jamás pensé que encontraría uno nuevo tan rápido. Aún no sé exactamente cómo ha sucedido… ¡es un milagro!”
Levanté los ojos al cielo, sin poder creerlo.
“Frundis, ¿de veras te consideras un arma luchadora de primera?”, gruñí. “¡Me has dejado plantada mientras me estaban apuntando con una flecha al corazón!”
“Oh, ¿de veras? Esto… quizá me haya perdido algo. ¿Quién te ha atacado?”, preguntó, con un interés amable.
Solté un suspiro exasperado y Uman me miró con cara suspicaz.
“Los tres mercenarios, ¿quién si no? Ya veo que no prestabas atención. Buscando nuevos sonidos”, suspiré, incrédula.
“Es una tarea muy importante”, replicó Frundis, ofendido.
“¿Más importante que la de salvar a Lénisu?”, repuse.
“Parecido”, afirmó, tras una breve pausa.
Cerré los ojos, cansada, y me quedé tumbada boca arriba en la hierba, pensativa. Estaba atada a la misma cuerda que Lénisu y tan sólo me bastó seguir la cuerda para encontrar a Lénisu tendido medio metro más lejos. Ahora sabía que Lénisu no sería capaz de levantarse solo y echar a correr. Todas mis buenas intenciones se me habían ido al traste. Entendía tan sólo ahora el terrible error que había cometido. Aunque al mismo tiempo, estaba contenta de estar junto a Lénisu, y además, lo importante era que lo hubiese intentado.
“¿Shaedra?”, preguntó entonces Frundis, inquieto. “¿Estás bien?”
“Yo sí. Pero Lénisu está herido. A esos mercenarios tan sólo les importa que llegue vivo a Ató. Luego les trae sin cuidado que muera. Creo que esto es lo más terrible que me ha pasado en mi vida, ¿cómo pueden ser tan cortos de miras? Cualquiera podría ver enseguida que Lénisu es buena gente.”
Realmente, no lo entendía. ¿Por qué todo tenía que ser tan complicado? ¿Y por qué Lénisu parecía tomarse todo de manera tan indiferente? Parecía que se había dado por muerto y que no iba a hacer nada para impedir que lo sentenciaran a muerte injustamente. Claro que no parecía estar en condiciones de pensar correctamente… Lo que más me molestaba, en aquel momento, era no poder desinfectar la herida de Lénisu y vendarla como debía ser. Realmente las dotes curanderas de aquellos tres mercenarios daban pena.
“¿Hay algo que pueda hacer?”, preguntó Syu, en algún sitio.
Súbitamente, me vino una idea, y una sonrisa empezó a dibujarse en mi rostro.
“Sí. Búscame unas cuantas hojas de aladena. Es una planta pequeña… un poco más alta que tú. Tiene hojas tipo arce, pero más esponjosas y gruesas, y más pequeñas. ¿Puedes encontrar eso?”
“Creo que ya veo de qué planta hablas”, aseguró Syu. “Seré tan rápido como el rayo.”
“Ten cuidado cuando te acerques”, le dije, preocupada.
“Pff”, replicó él.
Un cuarto de hora después, estaba de vuelta con las hojas de aladena y me las dejó entre las manos lo más discretamente posible antes de desaparecer como había venido.
Lénisu dormía desde hacía tiempo, pronunciando palabras a medias. Las llamas del fuego iluminaban su rostro agitado y sudoroso. Me acerqué a él sigilosamente y, torciéndome para poder alcanzar su pierna herida, intenté remangarle el pantalón hasta la rodilla. Fue una tarea muy difícil, porque la sangre estaba seca y el pantalón se había pegado a la herida. Y cuando lo conseguí, la herida se volvió a abrir y Lénisu soltó un gruñido de dolor pero apenas se despertó. Le apliqué las hojas sobre la llaga tan rápidamente como pude, temiendo que me viera Uman.
Las hojas de aladena absorbían el pus y la sangre y soltaba un líquido que quemaba y, por consiguiente, desinfectaba. Por eso no me extrañé que al posar la aladena en la herida, Lénisu soltase un grito de dolor y se sobresaltase.
—¡Aaarr! —vociferó.
—Tranquilo —le susurré, precipitadamente—, te estoy curando la herida…
—¿Qué pasa ahora? —soltó, irritado, uno de los caitos, mientras Uman se levantaba de su piedra para ir a ver lo que ocurría.
Uman, al contemplar la escena, soltó una carcajada.
—No es nada, dormid tranquilos. Sólo es la chavala que hace todo para que lleguemos a Ató lo más rápido posible.
El caito gruñó y volvió a cerrar los ojos. Lénisu, en cambio, soltaba unos resoplidos de sufrimiento.
—Shaedra —gimió, con la voz casi enmudecida—, ¿por qué me estás matando?
Solté un suspiro irritado.
—Te estoy curando, Lénisu, tú no vas a morir. ¡No muevas la pierna! —siseé—. Es aladena.
—¿Aladena? —repitió Lénisu, aturdido. Y entonces agrandó los ojos—. ¡Pero eso es letal!
—Es letal si te lo comes —repliqué, poniendo los ojos en blanco—, pero es muy eficaz para las heridas. Confía en mí.
Lénisu se volvió a tumbar, y me hubiera gustado amortiguar un poco su caída pero desgraciadamente estaba maniatada.
Uman, en vez de volver a su sitio, se acercó a mí. Tenía el rostro sucio y cuadrado y las orejas más largas que la mayoría de los elfos.
—¿Quién es el que te ha traído la planta? —preguntó en voz baja para no despertar a los demás—. Tienes a un cómplice, no puedes engañarme. Y debe de ser muy discreto… ¿Quién es?
Agrandé los ojos, alarmada. No quería meter a Syu en ese asunto. Al fin y al cabo, era el único que se había salvado de mi estúpido plan.
—No hace falta que te preocupes —contesté—, no puede atacaros.
Uman enarcó una ceja, sorprendido y algo suspicaz.
—¿Hay más personas por los alrededores?
—No, que yo sepa —contesté—. Aparte de Syu, claro… el cómplice —expliqué para que lo entendiese.
Uman echó un vistazo hacia Lénisu, sacudió la cabeza y, sin una palabra más, volvió a sentarse en su sitio, a montar la guardia.
Seguí intentando curar la pierna de Lénisu utilizando un poco la endarsía, pero temía empeorar las cosas y lamenté la ausencia de un curandero. Aleria podría haber hecho las cosas mucho mejor que yo. Y cuando no se me ocurrió ninguna otra idea para aliviar el sufrimiento de Lénisu, me dejé caer junto a él, rendida. ¿Qué más podía hacer?, me pregunté, preocupada, al comprobar que Lénisu tenía mucha fiebre. Una ilusión de frío o de calor no podía más que engañar el organismo de Lénisu, no podía arreglar nada. Y cambiar la temperatura del cuerpo, además de difícil, podía ser peligroso: el maestro Jarp más de una vez nos había avisado sobre los peligros de la energía aríkbeta. Me volvieron a la memoria algunos casos de accidentes que nos había contado y preferí no tentar la suerte.
Entonces, me entró una nueva preocupación que no tenía nada que ver con Lénisu. ¿Y si, de repente, me transformaba en demonio? Atada como estaba, lo más probable era que ocurriera una catástrofe irreparable…
De modo que utilicé todas las técnicas a mi alcance para permanecer tranquila. No tengo que preocuparme, me repetí. Me imaginé que estaba corriendo en algún campo de Ató, riendo a carcajadas bajo un sol radiante de verano y me dormí sin previo aviso. Y tuve una pesadilla horrible. Lénisu conservando toda tranquilidad, andaba con seguridad sobre un terreno rocoso y, de pronto, caía en un precipicio. Yo gritaba. Pero entonces Lénisu volvía a aparecer levitando: Aryes le tomaba la mano y sonreía. Súbitamente, se levantaba un viento brutal que se llevaba a ambos mientras yo me quedaba junto al precipicio, desesperada, sin poder hacer nada y con Syu que se cogía de mi cuello con todas sus fuerzas para no ser arrastrado por el vendaval…