Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 4: La Puerta de los Demonios

7 Malas noticias

El día de mi cumpleaños hubiera pasado igual que los demás días si no fuera por la deliciosa tarta de Wigy y el cuchillo de Kirlens. Lénisu, en cambio, no me había dejado nada, pero no era de extrañar, Lénisu no era muy detallista, al contrario de Wigy y Kirlens. Pasaron los días, llegaron los exámenes de primero de snorí y sabíamos que los nuestros no tardarían. Así que nos pusimos todos a estudiar. A Kwayat, sin embargo, le traían sin cuidado los exámenes de los snorís y seguía, imperturbable, enseñándome las costumbres de los demonios, el tajal, el funcionamiento de la Sreda y de las transformaciones, y jamás se le ocurrió detener un poco las lecciones para dejarme estudiar. De modo que a las seis de la tarde volvía exhausta a la taberna, comía algo e iba a la biblioteca. Jamás había pensado que me hubiera quedado un día hasta las diez en ese lugar y que Rúnim tuviera que echarme de ahí. Parecía estar compitiendo con Aleria.

Duré una semana con ese ritmo. Luego se me aflojó la voluntad por culpa del sueño y el primer día en que me metí en la cama pronto fue una maravilla: dormí como un lirón durante más de diez horas.

Llegaron los exámenes, el maestro Jarp y el maestro Áynorin nos pidieron que no perdiéramos los estribos y, cuando nos distribuyeron las hojas, nos pusimos a ello con máxima seriedad. Los escritos, como siempre, los hice más o menos bien, salvo el de endarsía y el de historia, como de costumbre. Los exámenes prácticos, en cambio, me parecieron bastante difíciles, pero no los hice tan mal como otros y me lucí particularmente en el examen armónico y el examen brúlico. Todos, incluida yo, nos quedamos a cuadros cuando conseguí hacer una invocación bastante buena, aunque no correspondiera con lo que había que hacer: en vez de invocar agua, invoqué un líquido pegajoso, parecido al caramelo fundido, que cayó entre mi examinador y yo, salpicándonos a ambos. Desde luego no iba para celmista tipo primaverista para ayudar a los agricultores, les habría arruinado toda la cosecha.

Teníamos que esperar una semana para conocer los resultados y, mientras tanto, aprovechamos nuestro tiempo libre. Todas las mañanas, cuando me levantaba, cogía a Syu y a Frundis y me iba a los bosques que había al norte de Ató. Ahí, generalmente, me esperaban ya Akín, Salkysso y Kajert. Aryes, Ávend y Suminaria llegaban poco después. Y Aleria solía ser la última en llegar y cada vez que mostraba una cara malhumorada significaba que había discutido con Stalius para que la dejase salir sola: Stalius se estaba volviendo cada vez más pesado, según ella.

El sexto día, llegó echando humos.

—¡No lo aguanto más! —exclamó ante todos—. Cada vez que salgo de casa sola, Stalius cree que me voy a morir. ¡Está zumbado!

—No te preocupes —la reconfortó Suminaria con un suspiro—. Sé lo que es vivir vigilada. Por suerte ahora me dejan un poco más de libertad. Aunque no creo que Nandros esté muy lejos. Estará espiándonos en este mismo momento.

—Es una extraña sensación —comentó Salkysso, mirando a su alrededor con unos ojos desafiantes.

—Pero al menos, cada vez que sales, no te mira como si te culpase de todo. A mí, si me pasa algo de veras, ya puedo dar por cierto que Stalius ya no me dejará dar un solo paso sin antes permitírmelo.

Obviamente, exageraba, pero su estado de ánimo desesperado era contagioso y compartimos su sentimiento de injusticia y la apoyamos incondicionalmente. Por mi parte, sabía que uno de los factores principales del estado de ánimo de Aleria era el de la desaparición de su madre, y por supuesto, el estrés acumulado de los exámenes, aunque Stalius, sin duda, debía de aumentar su ansiedad, pero no podía ser para tanto, razoné.

Solíamos ir a jugar al bosque, Akín, Deria y yo, con Salkysso y Kajert y retomamos nuestros juegos de antes, renovándolos para seguir divirtiéndonos. Sorpresivamente, durante toda la semana, mi amiga no llevó ni un solo libro para leer. Eso, más que sus miradas asesinas, era lo que más nos preocupaba.

—¿Ya no vas a volver a abrir un libro en tu vida, verdad? —le pregunté, impresionada, fingiendo seriedad.

Aleria me fulminó con la mirada.

—Los libros no te dicen todas las verdades —replicó.

Seguramente estaría pensando en los guaratos y su tradición oral, me dije. Asentí con la cabeza, pensativa.

—Eso es cierto —aprobó Kajert, parándose cuando estaba en plena carrera con Salkysso, Akín y Aryes porque de todas formas estaba muy lejos ya de ellos—. ¿De qué serviría un libro de botánica si luego no puedes oler el aroma de la planta que estás estudiando?

Ganó Salkysso la carrera, aunque Akín lo seguía de cerca. Aryes hacía la carrera levitando y al parecer había tenido problemas de concentración porque se había caído varias veces al suelo. Syu y yo habíamos decidido que habíamos hecho suficientes carreras ese día, y en ninguna de ellas nos habían ganado los demás.

“Podemos estar orgullosos”, dijo Syu, sentado sobre mi hombro y trenzándome el pelo con aire medio dormido.

“Siempre estás orgulloso, Syu”, comenté, sonriendo.

Poco después, Suminaria tuvo que volver a casa de su tío Garvel. Aryes, Salkysso y Kajert se fueron a casa, a comer, y nos quedamos Akín, Aleria y yo, sentados en la hierba bajo el sol primaveral. Me alegraba de que esos últimos días no hubiese llovido casi nada y me quedé contemplando el cielo azul durante un largo rato. Se oían los pájaros cantar y el susurro de la brisa entre los árboles. Era un día precioso.

—Me encantan estos días —comentó Akín, tumbado en la hierba—. Parece como si estuvieras más vivo. Y cuando te pones a pensar en la vida de los saijits, te ríes de ella. ¡Qué bien podríamos vivir sin reglas ni obligaciones!

Sonreí. Estaba de acuerdo con él: la vida en realidad era mucho más sencilla de lo que solíamos pensar.

—Las únicas obligaciones que deberían existir son las del amor y la dignidad —intervine, después de meditar un rato—. Si mañana las leyes escritas se pudriesen, el mundo iría mucho mejor, puedo asegurároslo —suspiré.

—Nos encanta arreglar el mundo —sonrió Akín—. ¿Por qué no nos dejan cambiar la Tierra Baya? ¡Haríamos maravillas!

—Ya la estamos cambiando —dije, risueña. Cogí una hierba y se la enseñé a Akín y a Aleria—. Si no hubiese estado yo, esta hierba habría seguido creciendo durante un poco más de tiempo. No sé cómo me perdonaré este crimen —añadí, sonriéndoles ampliamente.

Aleria sacudió la cabeza. Parecía preocupada.

—Cambiar las cosas no siempre es tan fácil como arrancar una hierba —dijo.

—Algo ha pasado —adivinó Akín—, lo supe en cuanto te vi aparecer esta mañana. ¿Has… encontrado algo sobre la… la Sreda?

Aleria negó con la cabeza y confesó:

—Ayer fui a casa de Dol.

Agrandé los ojos y la miré fijamente.

—Le pregunté si sabía algo más sobre mi padre. Y me dijo que mi padre era un hombre deshonesto. Apenas unos meses después de haberse casado con mi madre, desapareció, sin dejar rastro. Por eso Daian nunca me hablaba de él. Porque le destrozó el corazón.

Tenía lágrimas en los ojos y yo le cogí la mano para consolarla.

—Pero… Aleria —dije entonces, frunciendo el ceño—, Eskaïr era también alquimista. Era un Monje de la Luz. Hay cosas que no concuerdan.

Akín asintió con la cabeza, apoyándome.

—Es verdad, Aleria. Tu padre era un monje de la luz. Según el lema de esa cofradía, tienen que actuar siempre para mejorar su entorno. No podía abandonar a Daian.

—Los lemas de las cofradías no siempre concuerdan con el corazón de un hombre —replicó Aleria, con los ojos llenos de lágrimas—. Dolgy Vranc conocía a mamá. Solía hablar con ella cuando yo era muy pequeña. No recuerdo bien aquella época, pero sé que se llevaban bien. Mi madre tuvo que contarle cosas.

—¿Y por qué Dol no habló de ello antes? —pregunté—, ¿cuando sabía que estábamos buscando a Daian?

—Porque estaba seguro de que Eskaïr no tenía nada que ver con su desaparición —contestó ella—. Me lo ha repetido varias veces. También dice que cuando Eskaïr la abandonó, Daian vino a su casa a pedirle un préstamo. Ya eran buenos amigos, porque solían compartir ingredientes y libros. Dol le ofreció un préstamo sin interés. En aquella época, según dijo, no sólo fabricaba juguetes, también hacía contrabando de mágaras. Tenía dinero de sobra. Pero al parecer nunca aceptó dar préstamos. Menos a mi madre. Y mi madre le devolvió hasta el último kétalo, ya sabéis cómo es ella.

Akín y yo asentimos al mismo tiempo. Ambos pensábamos lo mismo: Daian siempre había acatado las reglas casi fanáticamente. Salvo si se trataba de agenciarse ciertos ingredientes ilegales, como había sido el caso un año atrás. Ese tráfico ilegal ya le había costado la vida a Sain.

—El pasado es el pasado —dije de pronto—. Probablemente no vuelvas a ver a Eskaïr, así que mejor no pensar en él. ¿No decíamos precisamente que el mundo saijit está lleno de absurdos? Mira, yo no me preocupo por todas las cosas que me podrían pasar. Los Hullinrots y esas cosas. Me abstuve cautelosamente de añadir a los demonios y a los yedrays—. No hay que pensar en lo que podría ocurrir, sino en lo que está ocurriendo. Y tratar de mejorar lo que se puede mejorar.

Aleria me miró fijamente, sacudió la cabeza y se levantó.

—No lo entiendes, Shaedra. Todo eso me está pasando a mí. He perdido a mi única familia. Y ni siquiera he hecho un verdadero esfuerzo por volver a encontrarla. Soy una cobarde. Somos todos unos cobardes —dijo con amargura.

Dio media vuelta y se marchó corriendo. Me quedé boquiabierta y cuando me giré hacia Akín, vi que este me fulminaba con la mirada.

—Deberías avergonzarte.

Se levantó y corrió para alcanzar a Aleria, seguramente para reconfortarla. Ambos desaparecieron entre los árboles y me dejaron sola y confundida. Todo había pasado muy de repente. Yo, que había tratado de ser filosófica, había herido los sentimientos de Aleria. ¿Qué demonios le ocurría a Aleria? Podía entender que estuviese estresada, porque cada vez que pasaba algo anormal se estresaba, pero no podía entender que la tomara conmigo. Yo sólo había querido levantarle la moral. Decirle que no se ensimismara y que hiciera algo. ¡Y me llamaba cobarde! Y se llamaba cobarde a ella misma. Sinceramente, Aleria empezaba a perder los estribos.

“Quizá necesite un plátano”, sugirió Syu. “Los plátanos agudizan la mente.”

Sonreí, divertida.

“¿De dónde sacas que los plátanos agudicen la mente?”, repliqué. “Seguro que lo ha dicho algún mono gawalt al que se le ha caído un manojo de plátanos en la cabeza.”

“O un comerciante de plátanos”, intervino Frundis.

Syu puso los ojos en blanco.

“Qué va. Lo digo yo porque como plátanos.”

“Vaya, a ver si el plátano va a ser la solución mundial para resolver todos los problemas”, comenté, con un tono falsamente reflexivo. “¡Sabía que lo conseguirías, Syu!”, le solté, socarrona, acariciándole la barbilla.

Entonces Frundis reclamó su derecho a recibir el mismo tratamiento y, con un suspiro divertido, le rasqué debajo de los pétalos azul y rojo. Nos quedamos largo rato tumbados en la hierba, estudiando las nubes y adivinando formas.

“¡Y ése es un dragón!”, dije, señalando una nube.

Syu negó con la cabeza.

“Un plátano semi pelado”, me corrigió.

“A menos que sea una guitarra”, dijo Frundis. “Ahora se parece más a una flauta.”

Seguimos así un rato, riéndonos de nuestras ideas estrambóticas. En un momento, me di cuenta de que me estaba quedando dormida y me levanté de un bote ágil.

—Arriba, todos —dije, cogiendo al bastón—. Nos espera una larga tarde y tengo hambre.

Aquella tarde, cuando salí de la taberna, me encontré con Nart que iba subiendo el Corredor. Me saludó juntando las manos.

—Hola, Shaedra. Hola, Syu —dijo, mirando al mono con aire prudente. La gente aún no se había habituado a ver a un ternian y a un mono gawalt juntos.

Sonreí.

—Hola, Nart.

Nart se mordió un poco el labio y se acercó.

—¿Puedo hablar contigo un momento?

Su tono bajo me intrigó. ¿Qué tenía que decirme?

—Claro. Ahora mismo iba hacia las afueras de la ciudad. Si quieres, podemos hacer el camino juntos.

—Bien —asintió Nart.

Empezamos a andar. De camino, saludé con un gesto de mano a Lisdren que subía la calle cargando con dos grandes cubos de agua. Caminamos un rato en silencio y al cabo le eché una mirada interrogante.

—¿Qué querías decirme?

Nart levantó la cabeza, como despertando de un sueño, se fijó en que ya salíamos de la ciudad y carraspeó.

—No es fácil explicártelo. Se trata de tu tío.

Un súbito miedo me invadió y me detuve en seco.

—¿Lénisu? —repetí—. ¿Le ha pasado algo? ¿Sabes… sabes dónde está?

—No. No sé dónde está. Lo cierto es que es mejor así.

Fruncí el ceño y Nart se giró hacia mí, mirándome a los ojos con aire sincero.

—Lo andan buscando. Dan tres mil kétalos por su cabeza a quien lo encuentre. Dicen que es un peligroso delincuente. Un espía y un contrabandista. Lo van a anunciar mañana, en la Neria. He venido a avisarte por si no lo sabías ya.

Lo miré fijamente. Lénisu, un peligroso delincuente… un espía y un contrabandista… Parpadeé, abrí la boca y me sentí desfallecer. Nart me cogió de un brazo para impedir que me cayera.

—Lénisu… —murmuré, con los ojos agrandados—. No puede ser.

Nart me miró con sincero dolor.

—Lo sé. Así no lo parecía. Pero tres personas lo reconocieron. Y cuando se investigó, resultó que era él. Tu tío. Es… increíble. Pero… ¿de veras no sabías nada?

Negué lentamente con la cabeza. No era un buen momento para las sinceridades: no iba a decirle que Lénisu incluso se enorgullecía de las aventuras que había tenido como contrabandista.

—Pobrecita —soltó Nart—. No te preocupes. Por el momento no lo han atrapado. Aunque… si realmente es un criminal… quizá sea mejor que lo atrapen cuanto antes…

Me aparté de él, intentando ocultar la repulsión que sentía de pronto por sus palabras.

—Lénisu nunca ha hecho nada malo —dije, inspirando hondo—. Todas esas acusaciones son mentiras. No pueden acusarlo de nada.

—Pues lo acusan de cosas muy graves. Según me ha contado mi padre, él fue el jefe de los Gatos Negros. Robó inmensas cantidades de dinero bajo forma de joyas sobre todo. Y hace contrabando de mágaras. Incluso dicen que robó una reliquia: la espada de Álingar.

Se refería a Hilo, entendí. ¿Cómo podían saber tanto sobre Lénisu? ¿Y qué eran los Gatos Negros? Nart debió de verme muy abrumada por los acontecimientos porque me dio un golpecito reconfortante en el hombro.

—Por lo que veo, apenas conoces a tu tío. Me alegra saber que tú al menos no estabas al corriente de sus crímenes. Pero, ya sabes, la gente saca conclusiones muy rápido y tu reputación…

—Mi reputación me trae sin cuidado —repliqué con firmeza, recobrando mi entereza—. Gracias por avisarme de esto, Nart, pero, como has dicho tú mismo, la gente saca conclusiones demasiado aprisa y sueltan calumnias sobre cualquier persona. No tienen derecho a hablar así de Lénisu y si alguien suelta un solo insulto contra él te juro que se arrepentirá.

Callé, temblando de pies a cabeza, y observé que Nart me contemplaba con cierto respeto y admiración. Pero sacudió la cabeza cuando hube terminado.

—No puedes hacer nada contra la Ley. Si alguien ha cometido crímenes, no se puede hacer nada. No puedes proteger a Lénisu de sus propios actos.

—La Ley no siempre dice la verdad —repliqué.

Nart hizo una mueca incrédula.

—Shaedra, piensa un poco, el contrabando no es ilegal por nada. Y el robo tampoco. El Mahir no hace excepciones. Así que si realmente tu tío es culpable de lo que le acusan, no podrás hacer nada. Ahora, espero que sea inocente, por supuesto. —Sacudió la cabeza suspirando—. Siento haber sido yo el que te haya avisado. Ya sabes que no me gusta dar malas noticias. Pero tú no hagas nada insensato, ¿está bien? Te conozco, y sé que podrías cometer locuras.

—¿Cómo cuáles, por ejemplo?

—Como marcharte de la noche a la mañana en busca de Lénisu, por ejemplo —me contestó él—. Si de verdad quieres que no le pillen, sería un error. Les conducirías a él.

—¿A quiénes? —pregunté—. ¿A los guardias?

Nart hizo una mueca.

—Según mi padre, no se mandan a los guardias de Ató, para esas correrías. Los mercenarios que quieran esos tres mil kétalos harán todo lo posible para encontrarlo.

Solté un resoplido. No sabía qué era mejor, ser perseguido por unos hombres rectos y perfectamente entrenados o por unos mercenarios brutos, avaros y sanguinarios.

—Tres mil kétalos son muchos kétalos —observé, tratando de pensar con claridad. Sólo en aquel momento me fijé en que Syu ya no estaba conmigo sino que se había marchado, seguramente hacia el bosque.

Nart asintió.

—La banda de los Gatos Negros ha hecho estragos terribles estos últimos años. Sobre todo en los caminos entre las Comunidades y Ajensoldra. El jefe de esa banda tiene fama de sanguinario. Por algo lo llaman Sangre Negra. Hace apenas dos años mató a unos aventureros, en las Hordas. Eran aventureros guerreros y entre ellos había dos celmistas. El Sangre Negra los mató a todos y les robó sus mágaras y su dinero y luego colgó sus cadáveres en el paso de Marp. Apenas se oyó hablar de la historia, pero mi padre me la contó ayer y hasta he tenido pesadillas con eso.

—Mi tío no puede ser el jefe de esa banda, Nart —le expliqué con toda tranquilidad—. Lénisu no estaba en la Superficie hasta hace un año y poco. El Sangre Negra debe de ser otra persona. Y en cuanto a los Gatos Negros, yo nunca había oído hablar de ellos, pero si realmente existen, entonces Lénisu no tiene nada que ver con ellos. Lo conoces. Incluso has hablado con él, algunas veces. Le gusta darse aires de misterioso y es un muy buen cocinero, pero no es nada de lo que tú dices.

—Yo no digo nada —replicó Nart, conciliable—. Sólo imagino lo que la gente va a pensar. Y lo que mi padre cree. Mi padre es orilh. Y los demás orilhs van a pensar igual que él. Si lo llegan a pillar, el juicio va a ser muy sumario. Así que, si tienes alguna idea de dónde está…

—No la tengo, y si la tuviera, no te la diría —siseé, ofuscada.

—Si tienes alguna idea de dónde está —retomó Nart, pacientemente—, no se lo digas a nadie, ni siquiera a mí, porque lo estarías condenando a muerte.

Lo contemplé, sorprendida, y asentí, conmovida.

—Entiendo. Gracias, Nart.

Me sonrió y me saludó otra vez juntando las manos.

—Te deseo toda la suerte del mundo, Shaedra.

Respondí a su saludo y se me subieron las lágrimas a los ojos mientras lo contemplaba alejarse. En un momento, se volvió y me preguntó, casi gritando, por la distancia:

—¿De qué habláis, ahí, en la colina?

Se refería a las entrevistas cotidianas entre Kwayat y yo. Sonreí.

—¡Yo también tengo mis secretos, Nart! —le solté.

Nart meneó la cabeza pero no insistió y se alejó rápidamente hacia Ató. Por mi parte, me puse a subir la pequeña colina junto al bosque. ¿En qué lío se había metido otra vez Lénisu?, me pregunté. Intenté sentirme enfadada para no dejar que me invadiese la inquietud, pero fracasé estrepitosamente. Me imaginé a Lénisu, cercado de mercenarios feos y sanguinarios, sonriéndole con sus dientes de oro y sus ojos asesinos.

—¡Entrégate! —le gritaban.

—Te mataremos, perro sarnoso —decía otro.

—Aunque seas inocente, vas a ver cómo derramaremos tu sangre, a borbotones, y luego gota a gota, para que sufras más —vociferaba un hombre con la boca torcida en un rictus malévolo…

—Parece que algo te perturba —dijo de pronto una voz serena.

Sacudí la cabeza y volví al mundo real. Kwayat, sentado con las piernas cruzadas en la hierba, me estaba observando con su habitual serenidad. Tragué saliva y traté de practicar algún ejercicio mental de los que me había enseñado. Me centré en mí misma y me abstraje de todo. Sentí el jaipú fluir por todo mi cuerpo. Poco a poco sentí cada flujo de jaipú y cada vibración. Al de unos minutos, estaba respirando normalmente y tenía la impresión de que nada en el mundo era urgente.

Levanté la cabeza y vi que Kwayat contemplaba el río, abajo, correr rápidamente en su lecho.

—Ese río que ves, ¿acaso alguna vez has visto esas aguas? —preguntó.

Miré hacia el río. Las aguas centelleaban bajo el sol del día. Asentí.

—Muchas veces —contesté.

—No. Esas aguas —continuó Kwayat— se van irremediablemente hasta el mar. Y no las vuelves a ver nunca más. El río se renueva. Si coges entre tus manos un poco del agua de un río y lo vuelves a tirar en él, verás lo que tenías entre las manos durante unos segundos y luego desaparecerá y la corriente se lo llevará al mar. Siempre al mar. —Se giró hacia mí—. El jaipú se comporta como un río. Y la Sreda es el mar. ¿Entiendes?

Kwayat intentaba desde el principio hacerme entender qué era la Sreda y yo nunca lo conseguía completamente. Intuí que esa nueva metáfora pretendía ayudarme y me esforcé por comprenderla.

—El jaipú es un flujo con agujeros —dije—, y la Sreda está rellena, ¿eso es lo que tengo que entender?

Kwayat hizo un movimiento de cabeza, pensativo y luego dijo:

—No. No es exactamente eso. La Sreda también tiene flujos. Es muchísimo más complicada que el jaipú.

—Lo cual me deja pocas esperanzas para entenderla porque apenas conozco el jaipú —solté con un suspiro.

Kwayat hizo una sonrisa irónica.

—Es muestra de sabiduría aceptar que las cosas no pueden ser asimiladas del todo. Pero te recuerdo que el tiempo no resuelve nada: si no haces esfuerzos para aprender, no aprenderás. Ya puedes vivir doscientos años que, si no pones buena voluntad, tu educación será un fracaso.

Me sonrojé.

—Ya, lo sé. Hago todo lo que puedo. Pero ahora por lo menos sé controlar mejor mis transformaciones. Y me acuerdo de todo lo que me has dicho sobre los demonios. Tengo buena memoria —añadí, con una sonrisa angelical.

Kwayat asintió.

—Pues me alegro porque tienes que meterte algo muy importante en la memoria, desde hoy. Pensé que era mejor esperar antes de decírtelo, pero al parecer hoy ya has recibido una mala noticia, así que es un buen momento para darte… otra mala noticia.

Agrandé los ojos, alarmada.

—¿Una mala noticia? —repetí—. ¿Tiene algo que ver con el fin del mundo y con que vamos a morir todos, verdad? —solté, con amargura.

—No se trata de eso. El fin del mundo ya lo decidirá la Sreda. Pero aquí no se trata de la vida de todos sino de la vida de una persona en particular.

—Adelante, no te cortes, ¿quién va a morir ahora? —repliqué con naturalidad.

Hubo un silencio en el que Kwayat se dedicó a admirar el río y las Hordas, a lo lejos, mientras yo empezaba a rebullirme.

—Se trata de una antigua tradición —dijo al fin—. Los Demonios Mayores tienen cada uno una congregación leal, como ya sabes. En cada congregación, hay reglas. Y reglas también entre cada una. La tradición quiere que todos los demonios huérfanos sean acogidos por una comunidad de demonios. Y cada vez que los Demonios Mayores se enteran de que hay un nuevo demonio en el mundo, uno de ellos se queda con él. Aceptar a un demonio en su comunidad significa protegerlo, ocuparse de su educación, en definitiva, convertirlo en un buen ciudadano y en un buen hijo. Consideran necesario tener una buena organización porque, normalmente, hay que encargarse de criar a niños muy pequeños. De hecho, hay saijits que nacen con la Sreda despierta, y cuando los padres no tienen ni idea de todo el asunto y ven a un hijo deforme con marcas extrañas, lo abandonan de manera que no vuelva jamás.

—¡Eso es terrible! —exclamé, horrorizada.

—Terrible… sí. Pero si un recién nacido demonio viniese a caer en manos de algunos saijits prevenidos, volvería a surgir el sentimiento de que los demonios no están tan extinguidos como parece y eso no es lo que quieren los demonios. —Hizo una pausa y frunció el ceño—. Tu caso, sin embargo, es diferente. Te convertiste en demonio cuando ya habías vivido trece años de tu existencia. Como ya te he dicho, no suele pasar. Luego, cuando se supo que era la culpa de un tal Seyrum que te había dejado beber una poción que reservaba para el hijo de Ashbinkhai…

—¿Qué? —exclamé, aterrada.

—Sí, Seyrum es un buen alquimista, y se suponía que aquella dichosa poción tenía que devolver la estabilidad a la Sreda de ese muchacho torpe para que no le ocurriera ninguna catástrofe.

—¿Crees que le ha ocurrido una catástrofe por no beber la poción? —resoplé, preocupada.

—No te preocupes por él. Seyrum le habrá dado otra poción. En todo caso, resultó que Zaix, entretanto, te había encontrado. Y dijo que se ocuparía de ti. A Ashbinkhai le ha sentado mal su decisión, según he oído decir. Le tiene mucha inquina a Zaix por lo que le robó.

—¿Qué le robó exactamente? —pregunté, curiosa.

—Las cadenas de Azbhel —contestó Kwayat tras un silencio—. Las mismas cadenas que ahora lleva puestas y que le impiden ser del todo libre.

—Las cadenas de Azbhel… Nunca he oído hablar de ellas.

—Forman parte de esas mágaras que algunos llaman reliquias. Las cadenas de Azbhel son mágaras bréjicas. Encarcelan la mente y, teóricamente, quien esté bajo su dominio no puede utilizar ningún sortilegio de la mente. Ashbinkhai nunca entendió cómo Zaix consigue pasar a través de la maldición de esa reliquia. Parece incluso que le ayuda a realizar sortilegios bréjicos.

—Es verdad —medité—. Zaix me ha hablado por vía mental. Eso significa que la cadena no le afecta.

—Le afecta —repuso Kwayat, clavando sus ojos azules en los míos—. Pero en sentido contrario a lo que se supone que debería ser. De todas formas, las leyendas de las reliquias son siempre muy poco explícitas. Lo que está claro es que Zaix no consiguió emplear las cadenas de Azbhel realmente como él deseaba, ya que ahora no sabe quitárselas. Su final es algo irónico —añadió, sonriendo.

Fruncí el ceño.

—¿Tú crees que podría estar escuchándonos ahora mismo? —pregunté.

Kwayat negó con la cabeza.

—Lo notaría. Y además, le pedí que no se inmiscuyera en mis lecciones. Zaix, al menos en eso, sabe cumplir con su palabra.

—Mm… —dije—, aún no me has anunciado la mala noticia.

Kwayat asintió con la cabeza.

—La mala noticia… sí. Todo tiene que ver con tu instrucción. Todos los demonios nuevos deben aprender a controlar la Sreda. Ningún demonio sería capaz de aprender por sí mismo algo así. Lo que hay que evitar a toda costa es que desestabilices tu Sreda de tal forma que puedas perder tu conciencia y convertirte en un kandak, y desgraciadamente esas cosas pasan.

—¿Un kandak? —repetí, entornando los ojos.

—Los kandaks son abominaciones. También los llaman los sanvildars. Cuando la Sreda se activa y te conviertes en un demonio, tienes que tener claras algunas bases para evitar perder tontamente el control de la Sreda y disgregar tus energías. Debes concentrarte y aprender lo que te enseño, porque si llegas a convertirte en un kandak, te exiliarán.

Traté de asimilarlo todo con filosofía y asentí.

—Me exiliarán… ¿adónde?

—Bueno, en lugares muy apartados, donde nadie pueda verte. Los llaman pozos. Normalmente, están en los Subterráneos. Todos los kandaks acaban ahí, para no perturbar la paz.

—¿Son tan monstruosos? —dije con una mueca de pavor.

—Han perdido toda consciencia, o casi. Pero rebosan de vida. Son… monstruos en toda regla. Prefiero los esqueletos a esos engendros. Al menos los esqueletos están muertos.

—¿Y por qué los exilian? ¿Por qué no los…?

—¿Matan? —acabó Kwayat—. Porque sería un crimen horrible. No todos son demonios que no supieron entender la Sreda. Algunos llevan muchos años conviviendo con otros demonios. Y, de pronto, pierden algo, se olvidan de algo, y empiezan a convertirse y a olvidarse de quiénes son. Conocen a gente, tienen amigos… ¿Matarías tú a un amigo aunque se convirtiera en un monstruo vacío?

Me invadió el horror y negué con la cabeza.

—Entonces… ¿quieres decir que si no hubieses estado aquí… me habría convertido en un monstruo?

Kwayat me sonrió.

—Aún tienes posibilidades de convertirte en un kandak si no te das prisas en aprender. Tu transformación es poco común. —Hubo una corta pausa—. Esa era la mala noticia —declaró.

Me quedé boquiabierta. ¿Es que aquel día de desastres no iba a acabar nunca?, me pregunté, desesperada.

—Trabajaré duro —aseguré, juntando las manos con fervor—. Y aprenderé como jamás ha aprendido un alumno tuyo.

Kwayat acogió mis palabras con un gesto de la cabeza.

—Eso era lo que quería oír. Mantén la mente serena. Y ahora, no perdamos más tiempo.