Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 4: La Puerta de los Demonios
La noticia de nuestra reaparición causó revuelo en Ató durante al menos tres días, el tiempo para que todo el mundillo curioso se enterara de qué nos había pasado. Por supuesto, muchos no nos creyeron, pero a mí no me importaba. En la taberna, detrás del mostrador, repetí tantas veces la historia del dragón de tierra, que creo que al final la contaba siempre con las mismas palabras, sin pensar. Nadie, en Ató, exceptuando algún guardia o cofrade, había visto un día a un dragón de tierra. Por supuesto, algunos habían entrado en el Museo de Dragones de Neiram, pero no era lo mismo ver a un dragón disecado que a un dragón de verdad.
Desde su regreso a Ató, Aleria y Akín habían intentado convencer al Mahir y al Dáilerrin sin resultado y su historia había sido acallada para no perjudicar la reputación de ambas familias. El padre de Akín tenía una posición que mantener. Y Daian Mireglia, a pesar de su afición por la alquimia, se había forjado una imagen respetable. Su desaparición había dejado una mancha indeleble pero los cuentos estrafalarios de Aleria lo habrían empeorado. Por eso Aleria no contó nada sobre lo que le había dicho Stalius de los guaratos y de la Hija del Viento.
El monolito de Márevor había llevado a Aleria y Akín a las Llanuras de Drenau. En total, habían sido cuatro en aparecer por esos lares: Aleria, Akín, Stalius y Yilid. Por un tiempo, estuvieron totalmente perdidos, hasta que tras varios días de andar se toparon con los Acantilados. Viajaron hasta Acaraus y remontaron el Aprendiz, buscando el pueblo de los guaratos. No acabé de entender lo que les pasó a partir del día en que encontraron las ruinas. Al parecer, Stalius los llevó a un templo oculto. Ahí encontraron a una familia de guaratos con una mujer muy vieja a la que en Ajensoldra habrían tachado de bruja por lo que me dijo Aleria. Aleria entró en el templo sola y al parecer Stalius tuvo que atar a Akín a un árbol para que no la siguiera. A partir de ahí, el relato de Aleria tenía lagunas. Aleria no quería contar a nadie todo lo que le había pasado en el templo y yo respeté su silencio aunque le repetí que, si consideraba un día que no podía mantener más el silencio, yo estaría ahí para ayudarla, como hacían siempre los amigos.
Por una razón misteriosa, Yilid había querido seguir el viaje con ellos. Hubiera podido volver a su marquesado, pero no lo hizo. Él decía que los acompañaba para proteger “a unos niños indefensos” de las pesadillas de Acaraus pero Aleria me contó que Yilid era demasiado inconsciente para proteger a nadie y que parecía convencido de que un verdadero noble tenía que hacer algo inusual y heroico en su vida. Aunque también me confesó que Yilid, pese a su juventud, era muy buen brejista y hasta sabía soltar sortilegios de hipnosis. Pero tras pasarse unos días en Ató haciendo calaveradas, Yilid se encontró con un sirviente de su padre y no tuvo más remedio que marcharse.
Stalius, por su parte, se había instalado en casa de Aleria, escandalizando a todo el vecindario. ¿Quién sería capaz de meter a un legendario renegado en una casa tan respetable como la de los Mireglia?, se preguntaba la gente. Se decía que Aleria Mireglia había perdido la razón al cruzar el monolito. O que Stalius le estaba haciendo chantaje por algún negocio oscuro. Todo, alrededor de la casa de Aleria, eran rumores, cotilleos y mentiras laboriosamente inventadas.
Al contrario, el señor Eiben logró que nada excesivamente extraño se comentase de su hijo menor. Akín había vuelto a la Pagoda Azul sin problemas. En cambio, Aleria tuvo que justificar su ausencia y le costó dos semanas conseguir una audiencia con el Dáilerrin. Y aun así, no le fue fácil volver a la Pagoda Azul, dado que no había pasado los exámenes de admisión la pasada primavera. Sólo lo consiguió gracias a la insistencia del maestro Áynorin para que su alumna pasase unos exámenes excepcionales de integración al segundo año de snorí.
Mi regreso coincidió con el primer día de exámenes de Aleria. Mi reaparición le causó tal conmoción que me alegré de que se supiera las respuestas casi sin reflexionar porque dudo de que estuviese muy concentrada durante las evaluaciones.
Aryes y yo nos enteramos de que habíamos aprobado todos los exámenes escritos y todos los exámenes prácticos, exceptuando el último, de modo que tras una breve charla con el Dáilerrin, nos permitieron volver a la Pagoda Azul bajo la condición de pagar la matrícula de todo un año y jurar de nuevo por el reglamento del Libro de Ató.
Al de cinco días, ya había vuelto a coger la buena vida rutinaria de siempre. Tenía la impresión de que nunca había sido tan feliz. Volvía a bromear con Akín, Aleria volvía a fulminarme con la mirada cada vez que hacía algo mal, y a Syu le encantaba pasear conmigo por los tejados de la ciudad.
El primer día, Galgarrios corrió a toda prisa hacia mí y me sonrió anchamente, aplastándome con sus dos grandes brazos. Había crecido mucho más que yo, en esos meses, y ahora me sacaba una cabeza, y estaba más delgado y, según Laya, atraía las miradas de todas las muchachas de Ató. Pero aparte de eso, Galgarrios no había cambiado mucho. Marelta tampoco, por desgracia, seguía siendo poco agradable conmigo y por lo visto no le gustó que gozara de cierta popularidad durante los días que siguieron nuestro retorno. Salkysso y Kajert se alegraron mucho de verme, Ávend recuperó a su mejor amigo y Suminaria, a su alumna testaruda. Ozwil había cambiado sus botas saltadoras demasiado pequeñas… por otras botas saltadoras demasiado grandes, y cada vez que daba un paso parecía que iba a despegar, pero siempre las llevaba y Akín y yo llegamos a pensar que no se las quitaba ni para ir a dormir. Yori, el ílsero, se había convertido en el mejor alumno del maestro Jarp —que nos enseñaba dos días a la semana para instruirnos poco a poco en el arte de los kals—, pero yo le aseguré a Marelta y a él que Aleria superaría a todos en cuanto le dejasen girar unas cuantas páginas más.
Todo iba de maravilla. Deria se había instalado en casa de Dolgy Vranc y ambos trabajaban duro fabricando juguetes y a Deria le parecía cada vez más interesante hasta tal punto que renunció a imitarme a mí para imitarle al semi-orco. Lénisu realizaba trabajos para Kirlens y me daba la impresión de que este último abusaba un poco. En cuanto se repuso lo suficiente de su herida en el brazo, mi tío se ocupó de ir a buscar leña, reparar el viejo tejado de la cocina, verificar la entrega de las mercancías… Cada día, volvía agotado del trabajo, pero lo hacía todo sin protestar y me aseguró un día que no soportaba estar inactivo y que le gustaba hacer algo útil para Kirlens, a quien había causado tantos sobresaltos en los pasados meses.
Kirlens estaba muy contento con Lénisu y lo decía a todos los que le preguntaban por su nuevo empleado. La gente de Ató no solía ver a muchos ternians entrar en la ciudad. Para ellos, los ternians eran un pueblo primitivo que a duras penas intentaba mantenerse a la altura de la inteligencia saijit. Esas ideas totalmente ridículas provenían de una vieja tradición ajensoldrense. Era increíble que a unos días de viaje de ahí, en Ombay, las cosas fuesen tan distintas. Cuando les contaba a mis amigos mi vida en la academia de Dathrun, se maravillaban y se extrañaban. Por supuesto, habían leído libros sobre la cultura de las Comunidades de Éshingra, pero para ellos la vida de ahí era demasiado libertina y salvaje.
—Siempre les ha faltado cohesión —dijo Kajert un día—. Las Comunidades, en realidad, son muy anárquicas. Los reyes y los nobles siempre están riñendo. Y hay mucha miseria.
—Y las cofradías —intervino Yori, con su tono arrogante de siempre—. Las cofradías no son como aquí. No respetan ninguna regla. Por eso hay tantos problemas en las ciudades.
—Dicen que Ombay es la ciudad más peligrosa de la Tierra Baya —dijo Laya.
Asentí. Estábamos sentados en una sala vacía de la Pagoda Azul, cada uno con un libro sobre el regazo pero ninguno leía. Eran las tres de la tarde, sin embargo apenas se notaba que era de día porque afuera llovía a cántaros y se habían encendido las lámparas.
—Lo cierto es que Ató es muchísimo más habitable —dije—. Aunque no he tenido ningún problema en Ombay, pero al parecer hay muchas revueltas por ahí.
—Seguro que te habría encantado provocar una revuelta —soltó Marelta, con mal tono.
Me giré hacia ella y sonreí.
—Seguro —repliqué, irónica—. Lástima que no tuviese tiempo para derrocar a los Nueve Reyes y entronizarte a ti como Reina Suprema.
Aryes y Akín sonrieron anchamente y Marelta entornó los ojos, desafiante. Tenía la impresión de que la joven elfa oscura se estaba volviendo incluso más tonta de lo usual porque ahora ni Yori ni Laya la defendían.
—Un amigo de mi padre vino hace unos días —dijo Aryes para interrumpir la respuesta de Marelta—. Contó que en Ombay se están haciendo cada vez más frecuentes los asesinatos misteriosos. Todos culpan a los yedrays, o sea, las hadas negras.
Enarqué una ceja pero no dije nada.
—¿Hadas negras? —exclamó Aleria—. ¿Hay hadas negras en Ombay?
—Ahá —asintió Aryes—. Llevan años con ese problema. Al parecer, en Ajensoldra los echaron, pero en las Comunidades son los suficientes como para ser problemáticos.
—Pero… ¿qué pensáis que son exactamente los yedrays? —pregunté, curiosa por saber qué sabían del tema.
Había esperado que Aleria tomase su aire de experta, como cuando le preguntaban algo que ella sabía de memoria, pero esta vez se encogió de hombros.
—Hay muy pocos libros que hablen de ellos —contestó—. Y en la mayoría, les ponen el nombre de hadas negras, en vez de yedray. Cada vez que leo algún fragmento sobre esa gente, me quedo más confusa. A veces parecen ser una cofradía. Otras veces los presentan como seres medio saijit medio otra cosa… y otras veces dicen que son gente común y corriente que ha sufrido un desequilibrio energético y que por eso luego son capaces de controlar otras energías que nosotros no podemos controlar.
—¿Qué energías? —preguntó Salkysso, muy atento.
Aleria se encogió de hombros.
—Una vez leí que utilizaban energías negativas, pero nunca he visto hablar de energías negativas en otros libros.
—La energía mórtica debe de ser una energía negativa —reflexionó Ávend.
—En todo caso, no parecen muy positivos si van matando a la gente de Ombay —comentó Laya—. No me extraña que los hayan echado de Ajensoldra.
Con un escalofrío, pensé que unas pocas palabras de mi parte habrían podido romper definitivamente con la confianza que al parecer había recobrado para con mis compañeros de clase. En ese momento, Suminaria carraspeó.
—En la biblioteca de Aefna, hay muchos libros que hablan de las hermandades del kershí y de los yedrays —dijo.
Yo me sobresalté, asustada de oír la palabra «kershí» y Aleria soltó un profundo suspiro.
—¡Ojalá pudiera un día ver las maravillas de esa biblioteca! —exclamó.
Akín y yo intercambiamos una mirada falsamente alarmada.
—¡No! —gritamos ambos, riendo.
—Ni se te ocurra acercarte —retomó Akín—. No vaya a ser que decidas leerte todos los libros que hay ahí, ¡madre mía!
Nos echamos a reír y Aleria nos fulminó con la mirada.
—Los libros enriquecen el alma —replicó, altiva. En ese momento, resonó un trueno afuera y nos sobresaltamos. A partir de ahí, algunos de nosotros volvimos a interesarnos por nuestros libros y otros se pusieron a hablar del tiempo y de si el Dailorilh tendría razón o no sobre el Ciclo del Pantano.
Transcurrían los días, se acercaba el frío invernal a marchas forzadas y yo iba notando que cada vez se iban haciendo más frecuentes las noches en que me transformaba, hasta tal punto que llegó a ocurrirme todas las noches. La teoría de Drakvian según la cual me convertía cada vez que me sentía sola y en seguridad se iba confirmando. No había vuelto a ver a la vampira desde el día en que habíamos regresado y, curiosamente, la echaba de menos.
Al principio, cuando me transformaba, las más veces me quedaba tendida en mi cama esperando quizá que Zaix viniese a darme más explicaciones, pero no volvió a interesarse por mí y eso me aliviaba y me preocupaba a la vez porque ¿quién, si no, sabría explicarme cómo deshacer los efectos de la poción?
A veces, cuando sentía que rebosaba demasiado de energías y cuando no llovía, salía de Ató a hurtadillas y me adentraba en el bosque. Syu siempre me acompañaba y yo solía llevar a Frundis porque de día siempre se quedaba solo en mi cuarto y me sentía culpable al dejarlo tan tranquilo. Él aseguraba que estaba componiendo algo maravilloso, pero cada vez que le proponía un pequeño paseo nocturno por el bosque, se ponía a canturrear y a tocar una melodía alegre por lo que infería que estaba contento de pasar un rato conmigo y con el mono.
A Syu le encantaba aquel bosque. Había ramas para todos los gustos, árboles grandes y arbustos, y aún seguían las cuerdas en Roca Grande, uniendo los troncos alrededor del agua. Nos divertíamos haciendo carreras y utilizábamos a Frundis como línea de llegada. Lo malo era que Frundis siempre hacía trampas, y más de una vez Syu y yo nos vimos rodeados de imágenes de bastones un poco por todo el bosque, de modo que la carrera se convertía en otro juego que consistía en buscar al Frundis verdadero entre tantos clones y gruñir contra un bastón tramposo que no paraba de reírse, incluso durante el camino de regreso a casa, pese a estar cansado por haber lanzado tanto sortilegio.
Si de noche me olvidaba totalmente de mis responsabilidades, de día era diferente. Me despertaba todos los días a las siete y media para estar en la Pagoda Azul a las ocho en punto. El maestro Áynorin nos daba clases tres días a la semana. No había cambiado y cuando nos vio volver a Aryes y a mí no ocultó su alegría ni una pizca. Nos había echado de menos. Y a mí, al final de mi primera clase, me hizo muchas preguntas sobre cómo se enseñaba en la academia de Dathrun y traté de contestarle lo mejor que pude. Y a pesar de que le gustaran algunas ideas de las que le expuse, pareció poco inclinado a adoptar la manera de enseñar de Dathrun.
—Me da a mí que son muy poco prudentes con las energías —comentó—. Aquí en Ató nunca hemos tenido accidentes serios en la Pagoda. Y lo que dices del jaipú es muy extraño. No logro entender cómo se las arreglan los maestros para enseñar a sus alumnos a controlar las energías sin enseñarles antes a controlar el jaipú. Muy extraño —repitió.
Yo me fui a la taberna y lo dejé sumido en sus pensamientos.
En cuanto al maestro Jarp, no era como el maestro Áynorin, era menos simpático y más estricto pero era buen profesor. Habiéndome saltado tantos meses, había creído que me costaría quedarme a la altura de los demás, pero entonces fue cuando me di cuenta de todo lo que había aprendido en la academia de Dathrun, aunque lo que mejor se me daba, y de lejos, eran las armonías.
Pero el que más impresionó a todos fue Aryes. Cuando se enteraron de que era capaz de controlar la energía órica, le pidieron una demostración, y Aryes, por no decepcionarlos, levitó hasta el tejado y volvió a bajar, con una sonrisa tranquila en los labios. De alguna manera, el pañuelo que siempre llevaba alrededor del cuello —al que llamaba Borrasca— le había ayudado a entender mejor la energía órica y ahora no gastaba tanto su tallo energético. Aun así me preocupaba que Aryes no fuera suficientemente prudente, cosa que me sorprendía porque Aryes siempre era prudente.
Un día lluvioso en que volvía a la taberna, me encontré con Jans, el pelirrojo aprendiz herrero. Me quedé boquiabierta al ver que llevaba el símbolo de Taetheruilín bordado en su cinturón.
—¡Jans! —exclamé, riendo—. ¡Finalmente has conseguido lo que querías!
Jans echó un vistazo al martillo dorado que enarbolaba su cinturón y sonrió.
—Taetheruilín se enteró de que me gustaba mucho su trabajo. Me ha puesto a prueba —reveló.
—¡Eso es genial!
Jans sonrió más anchamente. Por lo visto, estaba muy contento, pero enseguida su sonrisa se torció y fruncí el ceño.
—¿Qué tal te ha ido todo durante estos últimos meses? —le pregunté.
—Bien —replicó. Como yo enarcaba una ceja, interrogante, él suspiró—. Aunque… ha pasado algo horrible. Se trata de mi hermano mayor y de mi padre. Se han enfadado muchísimo y mi padre… lo desheredó. Y mi hermano, de la noche a la mañana, decidió marcharse de casa.
Agrandé los ojos como platos, atónita. ¿Cómo podían enfadarse tanto un padre y un hijo para actuar de esa forma?
—Así que… se supone que me he convertido en el heredero de toda su fortuna —dijo Jans con tono lastimoso—. Y él no soporta que le hable de convertirme en herrero.
—¿Tu padre no está contento de que aprendas con Taetheruilín? —pregunté, sin poder creerlo.
—Bueno… sí, está contento de que haya llegado a ser alguien sin más ayuda que mi voluntad y mis manos… pero algún día querrá que vuelva a sus tierras.
—Entiendo —murmuré—. Eso es un problema.
Jans asintió.
—Odio tener que ocuparme de las cuentas y de los sueldos de los campesinos. Me daría la impresión de ser… como mi padre. No quiero acabar así. Yo quiero vivir con un martillo en la mano y un arma en la otra. Quiero sudar hierro como Taetheruilín —añadió, enardecido.
—Y lo harás —le aseguré con una sonrisa—. Aunque… conozco a más de uno que aceptaría la herencia sin rechistar.
—Dinero —soltó él como escupiendo—. Eso es lo que envenena la vida de mi familia. Pero yo no soy como ellos. Tengo otros sueños.
Al despedirme de él, me dirigí a la taberna, pensativa. Jans tenía muchos sueños en su vida, pero, ¿y yo? ¿Los tenía? Fui repasando lo que realmente me gustaría hacer de mi vida. No quería ser Centinela como Sarpi. Tampoco quería ser Guardia de Ató. Ni quería ser tabernera. Tampoco me apetecía ser espía, como me lo había propuesto Daelgar. No. Los espías trabajaban para alguien. Los guardias trabajaban para alguien. Yo quería trabajar a mi antojo, como Lénisu.
Entonces, me pregunté si realmente Lénisu trabajaba para él mismo. Siempre, en sus relatos de contrabando hablaba de colaboradores sin decir ningún nombre. Contaba muchas aventuras pero… ¿acaso era él el que decidía realizar esas aventuras? A partir de ahí, volví a formularme preguntas que no paraba de hacerme. ¿Por qué conocía tan bien a los Istrags? ¿Qué importancia tenían esos documentos encriptados con listas de nombres? Cuando había vuelto a Ató, había tenido demasiadas cosas en que pensar para preocuparme de esas preguntas, pero ahora volvían a surgir como oleadas que iban tirando sobre la playa todas las cosas confusas que no cuadraban.
En realidad, ¿qué sabía? Nada. Ignoraba el pasado de Lénisu y el de mis padres, ignoraba quién era Zaix, ignoraba qué querían hacer los Hullinrots conmigo. Ignoraba si el shuamir me mataría o no. No sabía controlar el kershí más que para hablar con Syu. ¿Qué clase de yedray era yo? ¿Qué clase de demonio si no sabía ni controlar mis transformaciones? ¿Y por qué Jaixel me había elegido a mí para imponerme sus recuerdos de la infancia?
Iba a entrar en la taberna, hundida y confundida, cuando de pronto la puerta se abrió y salió Lénisu. Al verme, se acercó con unas cuantas zancadas, pisando los charcos, me cogió del brazo y me dijo con tono urgente:
—Varias manadas de nadros rojos se aproximan a Ató. Todo el mundo está alborotado y los Centinelas dicen que hace tiempo que no han visto a tantos nadros rojos juntos, y sobre todo en esta época del año en que se aproxima el invierno.
Parpadeé, atónita.
—¿Y qué se le va a hacer?
Lénisu frunció el ceño.
—Bueno —caviló—, no estaría de más que fuésemos prudentes. Entre tanta criatura, podría esconderse algún enviado de los Hullinrots. Ya sé que es remoto y que es poco probable que los Hullinrots hayan decidido molestarte con todos los problemas que tienen pero… Dol piensa que si te pusieses el shuamir de Márevor Helith sería una buena idea.
Me crucé de brazos y negué con la cabeza.
—¿Has hablado con Dol?
Lénisu asintió.
—A mí no me convence más que a ti.
—Si me pongo el shuamir, podría…
Callé, dándome cuenta de lo que iba a decir. Márevor Helith me había asegurado que era muy improbable que el amuleto me hiciera algo malo. Pero, pensé, ¿y si me pasaba algo? Sin embargo… ¿Y si los Hullinrots habían enviado un esqueleto ciego…? Ya lo veía venir, descarnado, avanzando lentamente hacia mí con los ojos brillantes de luz asdrónica… Me entró el pánico con sólo pensarlo y busqué el shuamir en mi bolsillo.
—Buaj, debe de estar en mi cuarto —dije al tiempo que me entraba un súbito temor. ¿Y si lo había perdido? ¿Y si se me había caído? ¿Desde cuándo no había verificado que lo tenía?
Corrí a toda prisa, crucé la sala de la taberna, la cocina, subí las escaleras y abrí la puerta de mi cuarto en volandas. Me puse a desvalijar mi cuarto, desesperada, sin encontrarlo.
—¿No lo encuentras? —me preguntó Lénisu, arrimado en el marco de la puerta, chorreando agua como yo.
Negué con la cabeza y me senté en la cama, abochornada.
—¿No se te ocurre ninguna idea de dónde puedes haberlo metido? —insistió mi tío.
—Ni idea —repliqué—. Es más…
—¿Sí? —me animó él, entornando los ojos.
—Pues que ahora que lo pienso… cuando lo vi por última vez fue… er… ¿cuando subimos el sendero por donde nos guió Drakvian, quizá?
Me mordí el labio al ver la expresión descompuesta de Lénisu. Hubo un silencio. Me levanté.
—¡Bueno! —dije, tratando de sonreír—. No es para tanto, ¿verdad? Si realmente algún enviado de los Hullinrots viene a por mí, ejeh, sólo tendré que… ¿correr?
Mi sonrisa desapareció poco a poco al ver la cara pensativa de Lénisu.
—Espero que los temores de Dol no se confirmen. En fin, me alegro sinceramente de que hayas perdido ese objeto encantado. Esas cosas siempre tienen ciertos riesgos.
—Vaya —articulé—. ¿Cómo he podido perderlo?
Volví a sentarme en la cama y me concentré. Repasando nuestro viaje por los Extradios y por la ribera este del Trueno, se me ocurrieron muchos momentos en los que hubiera podido ocurrir la silenciosa catástrofe.
—Venga, no te preocupes. Yo ya no me preocupo por nada —soltó Lénisu—. ¿Qué tal las clases?
Hice abstracción del amuleto y pasé a contarle a Lénisu las horas que había pasado intentando soltar chispas de electricidad, sin conseguirlo.
—Es inútil —dije—. Ninguno de nosotros lo ha conseguido, sólo Salkysso y Marelta han podido soltar algunas chispas, y casi se las pierde el maestro Jarp porque en aquel momento no miraba.
—Bueno… supongo que no es fácil crear chispas eléctricas con las energías —comentó Lénisu.
—No lo es. Aunque Jirio no parecía tener problemas para electrocutar todo cuanto tocase —suspiré, tumbándome en la cama—. Me gustaría saber cómo lo hacía.
Lénisu se echó a reír y lo miré, sorprendida.
—¿Qué ocurre?
—¡Ah! —dijo mi tío, sentándose en la silla con alegría—. Siempre que no puedes hacer algo intentas entender por qué no puedes hacerlo. Me hace gracia pero me parece bien que seas así. Nunca hay que darse por vencido… salvo cuando es absolutamente necesario.
—Mm —reflexioné—. De todas formas, yo creo que no funciona porque a mi jaipú no le gusta tener demasiada electricidad. Ni a mí tampoco. Eso es lo que me preocupa, Lénisu.
Mi tío posó las manos sobre el respaldo y me miró enarcando una ceja.
—¿El qué?
Miré el techo con aire pensativo.
—Sé que a Kirlens no le gustaría oír esto pero… —Me giré hacia Lénisu y confesé—: No quiero ser celmista de Ató, ni guardia ni esas cosas. En todo caso, podría ser maestra en la Pagoda Azul… pero para eso se necesita tener buenas relaciones y ya sabes que yo no las tengo. Además, que yo sepa, exceptuando al maestro Áynorin, todos los maestros tienen más de sesenta años. Y el maestro Áynorin es hijo de Fárrigan.
Lénisu ladeó la cabeza.
—¿Quién es Fárrigan?
—Un señor muy rico que vive más abajo, en una islita en el río Trueno —contesté—. Yo tampoco lo conocía hasta que le oí decir a Salkysso que tenía once hijos en total. Todos son naturales, excepto uno.
—¿Áynorin?
—No —repliqué, riendo—. Él no. No recuerdo el nombre del heredero, pero es el más joven de todos, según me dijo Salkysso.
—Mm, entonces, si no quieres ser Guardia de Ató, harás otra cosa. Ya sabes que el haber estudiado en una Pagoda siempre te abre muchas posibilidades.
Su tono sereno me reconfortó y me di cuenta de que en realidad todas mis preocupaciones no eran tan importantes. Por el momento, lo importante era que estaba feliz viviendo en el Ciervo alado con mi tío, reuniéndome con mis amigos y saliendo a pasear con Syu y Frundis por las noches.
—Sólo espero que no haya tantos nadros rojos como dices —comenté—. ¡Bueno! Yo no he comido nada desde las siete y media y ¡tengo tanta hambre que podría comerme gusanos! —exclamé, levantándome de un bote.
Lénisu me observó con curiosidad.
—¿Esa expresión… se usa en Ató? —preguntó.
—Er… no —contesté, sonrojándome—. La suele decir Syu cuando tiene hambre.
Lénisu no contestó pero toda su expresión decía claramente que le hacía mucha gracia que repitiese los dichos que me enseñaba un mono gawalt.