Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 3: La Música del Fuego
Los días siguientes los pasé curiosamente tranquilos. Sólo me encontré con algún que otro problema, como el de convencerle a Jirio de que su examen de prácticas no había sido del todo catastrófico. Al día siguiente de la conversación con Márevor Helith, por la tarde, después de haberme tomado una buena mañana de reposo, fui a hacerle una visita a mi amigo en la Enfermería Roja, pero resultó que se había marchado ya, sin avisar a la enfermera, la cual me acogió muy malhumorada y me encargó que fuese a buscarlo. Yo me escabullí rápidamente, recorriendo con Syu todos los pasillos y escaleras de la academia en busca de ese “bribón inconsciente” que había osado escaquearse de la enfermería cuando aún estaba bajo el efecto de un sedante cuyo nombre no pude recordar cinco minutos después pero que no me inspiraba gran confianza.
Lo encontré finalmente afuera, sentado en la arena, con un libro abierto en el regazo. Con el codo apoyado sobre su rodilla, contemplaba con la mirada perdida el horizonte azul y el oleaje sereno.
—Hola, Jirio. ¿Qué tal estás?
—Perfectamente —replicó con un gruñido—. ¿Por qué no iba a estar bien? —Se giró hacia mí, agitó la cabeza y sonrió—. Hola, Shaedra. Estoy leyendo el Libro de variedades de algas marinas. ¿Qué tal estás tú?
Me senté a su lado, diciéndole a Syu por enésima vez:
“¡Deja ya de jugar con mi pelo!”
El mono gawalt soltó la trenza que me estaba haciendo con un suspiro ruidoso. Jirio enarcó una ceja.
—¿Te hace trenzas el mono?
—Oh, ya le he dicho que no soy un árbol con lianas, pero Syu persiste en jugar con mi pelo —contesté, con una mueca exasperada—. Le encanta hacerse el sordo.
“Debe de ser de familia.”
“¿Qué insinúas?”, le repliqué, entrecerrando los ojos.
El mono gawalt me miró con un mohín elocuente, se giró y realizó una complicada pirueta antes de desaparecer entre las palmeras. Jirio se echó a reír.
—¿Desde cuándo lo tienes?
—¿Te refieres a Syu? Oh, desde que llegué aquí. Mi hermana se ocupaba de él, en la Enfermería Azul.
Seguimos charlando tranquilamente y evité decirle por supuesto que la enfermera de la Enfermería Roja lo andaba buscando. Jirio parecía estar perfectamente y no necesitaba más cuidados. Lo único que me preocupaba era la expresión que tomaba algunas veces, cuando dejaba de hablar. Parecía estar sumido en unos pensamientos poco agradables, como si hubiese recibido malas nuevas. Luego me enteré de que su humor se debía en parte a que estaba seguro de que su desliz en el examen práctico había provocado su definitivo fracaso como estudiante en la academia de Dathrun. Incluso pensaba que había desestabilizado a otros estudiantes y que por su culpa otros se verían penalizados. Al explicarme tan seriamente sus distintas conclusiones me entraron ganas a la vez de estrangularlo y de reírme de él, pero simplemente acabé por contestarle buscando los mejores argumentos para hacerlo entrar en razón. Aun así, Jirio permaneció con una actitud poco habladora y dijo que pronto se marcharía. Y de hecho, la gente ya empezaba a irse.
Steyra cogió el barco para Ombay tres días después de los exámenes, Zoria y Zalén se fueron enseguida a su casa de Dathrun y me hicieron prometer que les visitaría pronto. La academia iba a cerrar para un mes entero y la mayoría de los estudiantes ya se había marchado.
El año anterior, Laygra y Murri habían pasado el verano en una pensión bastante lujosa en la costa, al sur de Dathrun, estadía pagada por el maestro Helith, desde luego. Pero este año, mis hermanos no estaban solos y decidimos quedarnos en Dathrun. Llegó un día en que Jirio se despidió de mí y se marchó para el norte, a casa de su hermano el tirano Warith, y a mi vez me despedí del doctor Bazundir cuando Murri, Laygra y yo nos fuimos a instalar en una casa alquilada al otro lado de la playa, en las afueras de la ciudad.
Era una casa de dos pisos, bastante destartalada, y en definitiva no muy grande para la cantidad de gente que éramos. Lénisu se cogió el pequeño cuarto de abajo, Deria, Laygra y yo nos metimos en un cuarto del primer piso y Dolgy Vranc, Murri y Aryes en el único que quedaba. Srakhi, pese a nuestras protestas, se instaló en el salón, conformándose con un viejo colchón de plumas colocado en un rincón.
—No os preocupéis por mí —dijo, levantando las manos para apartar nuestras objeciones—. Prefiero estar aquí.
Apenas conocía a Srakhi, pero no podía negar que tenía clase. Si no hubiese sabido que era say-guetrán, habría apostado a que había hecho una carrera de actor itinerante. Era buen orador, aunque sólo hablaba de cuando en cuando, y su voz profunda me recordaba a la de Sain cuando tomaba su tono de contador de historias. Claro que en vez de un contador de historias Srakhi parecía un aventurero dramático, sin aparentarlo físicamente. También parecía estar viviendo continuamente alerta, como si estuviese rodeado de enemigos, y no podía dejar de preguntarme si en cierto modo no era verdad. Pero aparte de lo poco que me había podido contar Dol, no sabía gran cosa sobre el gnomo.
Para pagar el alquiler, Dolgy Vranc volvió a ponerse a fabricar juguetes para niños, Srakhi seguía a Lénisu en sus negocios turbios y los demás pasábamos el día vagabundeando: nos íbamos a pasear, jugábamos, corríamos, visitábamos la ciudad como nunca la había visitado antes, y yo más que ninguna porque a partir de ahí Daelgar y yo empezamos a utilizar las armonías de un modo mucho más divertido, tanto para mí como para Syu. Utilicé sortilegios de mimetismo para pasar desapercibida, robé y devolví artículos en el mercado, aunque a Syu le resultó mucho más difícil que a mí devolver lo que había robado, y me dije que ese ejercicio, aunque no muy ético, le había enseñado a ser menos avaro. Y no me reí pocas veces de su avaricia antes de que comprendiese que su comportamiento era del todo pueril. Daelgar se mostró muy satisfecho por nuestros avances y, no contento con enseñar las armonías, quiso enseñarme trucos de gimnasia y se maravilló de que fuese tan flexible. “Flexible como un mono gawalt”, añadía Syu. El mono, cada vez que hacíamos una pausa, se había aficionado a trenzarme mechas, lo que yo acabé por aceptar con naturalidad, y aunque al principio los demás se reían del mono por su manía, acabaron por reconocer que tenía buen gusto y alma de peluquero. Por supuesto, Syu lo veía más como entretenimiento que como obra artística.
Una de las cosas que más me sorprendieron durante el mes que pasé en la casa junto a la playa fue constatar la amistad que trabaron Murri e Iharath con Aryes. El semi-elfo solía venir a visitarnos todos los días y casi acabé por olvidarme de que era un asistente de Márevor Helith. Nos trataba a todos con su habitual humor y tranquilidad. Iharath siempre me había producido una sensación de seguridad cada vez que estaba presente. Era una persona segura de sí misma, amable y que parecía controlar el tiempo. Una vez, nos contó su historia y más de una vez me pregunté, después de haberla escuchado, si su historia era verdad. Según lo que dijo, venía de un pueblecito al este de ahí. Un día, paseándose por el bosque, se había encontrado con un arbusto lleno de bayas. Sentados en la hierba de una colina, después de haber echado una carrera con Murri, Deria y yo, empezó a hablar de cómo se había acercado a las bayas del arbusto.
—Las probé, por supuesto —nos contó—. Era un niño muy estúpido en aquella época. Tenía once años. La baya al principio era dulce, pero luego me dejó un sabor muy amargo. Poco después de tragármela, el arbusto se transformó en un arco de flores y yo lo atravesé, aturdido como estaba.
—Muy estúpido —aprobó Laygra.
El semi-elfo se sonrió.
—Menos mal que ya no soy como antes. Aunque estoy seguro ahora de que la atracción que sentía hacia el arco no era natural. Estaba bajo la influencia de un hechizo.
—¿Y qué pasó al cruzar el arco? —pregunté.
—Pues eso, que pasé el arco de flores, me sentí como extraño y perdí el conocimiento. —Hizo una pausa, como para mantener el suspense, y continuó—: Cuando desperté, me sentía ligero. Tenía manos y una especie de cuerpo, pero apenas eran tangibles y eran sombríos y difusos. Me arrastré con dificultad, porque ya no sabía guiar mi cuerpo, que no existía ya, de todas maneras, porque me había convertido en una sombra.
Me quedé boquiabierta, atónita.
—Tuve que irme. Volví al arco de flores pero éste había desaparecido y bien creo que sólo existió en mis alucinaciones. En mi estado, no me atreví a volver a casa. Al principio, hasta creía que estaba muerto. Entonces, fui en busca de alguien que me pudiese devolver mi cuerpo. Al de varios años, me encontró Márevor Helith cuando yo ya me había resignado a mi triste suerte desde hacía rato. Le conté mi historia y prometió ayudarme. Me llevó a la academia. Estuvo año y medio buscando un remedio para devolverme mi apariencia y yo mientras tanto me paseaba por los lugares por los que nadie iba desde hacía muchos años o escuchaba a la gente a escondidas. No podía hacer mucho más que escuchar. En aquella época yo ya había renunciado a mi condición de saijit. Me creía una sombra como las demás sombras que aparecen en los libros. Pero entonces Márevor Helith consiguió lo imposible: me devolvió la materialidad. No soy exactamente como era antes, pero incluso yo creo que he mejorado —dijo, con una arrogancia burlona—. Volví a ser semi-elfo y después de un tiempo de adaptación, entré en la academia de Dathrun.
—Tuvo que ser horrible —murmuró Laygra.
—Es una historia fascinante —dijo Deria.
—Lo es —aprobé.
—Existen historias todavía más sorprendentes —replicó Iharath, haciendo un gesto con la mano—. Se dice que hacia el este hay muchos lugares por los que nunca va nadie porque están llenos de criaturas y seres extraños. ¿No habéis oído hablar nunca de las Tres Brujas? ¿O del gigante Toroz? Se dice que ahí viven hasta criaturas de leyendas.
—En los Extradios también ocurren cosas muy raras —intervine—. Recuerdo un caso que leí sobre la desaparición de un leñador enano. Un día que iba a trabajar, desapareció y sólo volvió a aparecer al de tres días habiendo olvidado toda su vida anterior y cuando su familia lo hubo instalado en su casa, se despertó en plena noche y se convirtió en una bestia horrible de ocho patas.
—Sí —me cortó Laygra—, conozco la historia. Seinria Dosarroyos solía contarla, ¿te acuerdas Murri? El leñador se convertía en una araña horrible y mataba a toda la gente de la casa. Lo peor es que esa historia tiene seguramente una base real. Pero en la versión de Seinria, era un humano, no un enano.
—Conozco una historia parecida —dijo Deria—, aunque el leñador era un minero enano y aparecía ya transformado, atacando el pueblo entero con ocho saijits que habían desaparecido también.
—Las historias suelen tener mil versiones —se rió Murri.
—Pero, Iharath, ¿qué era entonces ese arbusto con bayas? —preguntó Aryes.
—Los llaman Bayas del Infierno, supongo que ya habréis oído hablar de ellas.
Asentimos todos con la cabeza. ¿Quién no había oído hablar de las Bayas del Infierno? Aparecían en más de una canción y recordé que los poetas del siglo anterior consideraban esas bayas como la metáfora de la maldición del amor. Al menos eso recordaba haber leído. Aleria me podría haber dicho los nombres de esos poetas y otras historias relacionadas con las Bayas del Infierno, pero yo tan sólo recordaba algunos detalles, como por ejemplo que la mayoría de esos arbustos habían sido erradicados de Ajensoldra y en ese caso, ¿qué me hubiera podido importar saber reconocerlos si en mi vida iba a encontrarme con uno de ellos? Pero por lo visto, a Iharath le habría sido muy útil saberlo.
Se habían puesto a discutir sobre plantas de mala reputación y escuché un rato, en silencio. Al de un rato, volvimos a hablar de la experiencia de Iharath y se me ocurrió una última pregunta.
—Iharath… ¿volviste al pueblo después de lo ocurrido? —pregunté tímidamente.
El rostro del semi-elfo se ensombreció.
—No. Como ya he dicho, no tengo la misma apariencia. Mi familia no me habría reconocido. Además… no quiero mentirles, y jamás creerán lo que me ha pasado de veras. Prefieren creer que he muerto devorado por alguna bestia que saber que me pasé años siendo una simple sombra. Sé que sois todos vosotros gente abierta, pero la mayoría que escuchara lo que acabo de deciros me habría tomado por un loco y el resto habría huido de mí enseguida. Para la gente, una sombra pierde su corazón para siempre. Pero eso es falso. Yo siempre he tenido sentimientos. Como las sombras no pueden hablar más que por vías asdrónicas la gente sólo ve un bulto deforme de tinieblas con ojos. Simplemente tienen tendencia a imaginarse las peores cosas.
Poco después, volvimos a casa y nos despedimos de Iharath, al que vi alejarse por la playa silbando una canción que me sonaba y que al cabo reconocí: se llamaba Los caminos del amor, era una canción en nailtés, y la conocía porque Murri no paraba de cantarla.