Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia
Abrí lentamente los ojos, como en un sueño, y lo primero que vi me espantó. Estaba metida en una atrapadora de plantas blancas que me inmovilizaba casi enteramente. Por un lado, había amortiguado mi caída, pensé, intentando ser positiva.
Moví un brazo y gruñí. Era inútil intentar salir de una atrapadora por la fuerza, eso era una de las cosas que había aprendido durante estas últimas semanas. Tendría que liberarme con el genio, como había dicho el mono.
“¡Syu!”, solté de pronto, preocupada, imaginándomelo atrapado en la materia gelatinosa. “¿Dónde estás? ¿Estás bien?”, pregunté, intentando agitar mis miembros paralizados.
“Estoy bien, pero me parece que tú tienes varios problemas”, dijo el mono, en alguna parte. “Algo muy raro ha ocurrido en ti. Por un momento, parecías haber perdido la razón.”
“Eso es uno de los problemas”, suspiré, dándome cuenta de pronto de por qué Syu hablaba de varios problemas: a mi izquierda, había una masa metida de lleno en la atrapadora. Apenas se movía pero, desde luego, estaba viva, y con todas las probabilidades se trataba del hombre que había querido seguir.
La capucha se había deslizado, desvelando un rostro lívido a la luz de la Luna. Tenía el pelo blanco, o más bien rubio. Todo parecía indicar que aquel hombre era Amrit Daverg Mauhilver. ¿Pero qué demonios hacía vestido con una sencilla capa negra? Recordé que el maestro Helith nos había dicho que era un ladrón, pero él mismo se había reído de nosotros, negando que lo fuera. Ahora, se asemejaba más a un ladrón que a un señorito burgués viviendo en la calle de la Reina.
Oí de pronto una tos y una respiración sofocada. El cuerpo de Amrit Mauhilver se convulsionó.
“Yo que tú no me habría tirado del muro”, dijo Syu. “Viene gente.”
Agrandé los ojos, aterrada. Así que esa atrapadora era una trampa tendida intencionadamente. Pues claro, en Dathrun la energía no era tan inestable como en la academia para que apareciesen trampas en medio de un callejón, y todavía menos atrapadoras materiales como aquélla.
Pensé frenéticamente, intentando encontrar un medio para sacarme de ahí rápidamente. ¿Un relámpago? No, no tenía la práctica de Jirio. Destruir una atrapadora era difícil. ¿Podría amedrentarla? Nunca había visto una atrapadora de ese estilo y me resultaba imposible saber cómo reaccionaría. Sabía que a las atrapadoras aguadas no les gustaba el aire y la luz. Las espumadoras se iban fácilmente con agua ácida o vitaminada y por eso algunos siempre se paseaban por los pasillos de la academia con una botella de zumo de naranja. Me vinieron en mente varias mutaciones energéticas de las que solían hablar los estudiantes, proponiendo sus métodos y remedios para evitarlas o para liberarse de ellas, pero ninguna de esas soluciones me parecía apropiada en ese momento. Intenté soltar una llama de fuego pero, naturalmente, tan sólo solté una llama visible y no material, de modo que sólo conseguí iluminar el lugar durante unos segundos para indicar bien a todos dónde me situaba.
Syu se había vuelto totalmente silencioso y tuve la desagradable impresión de que se había marchado, dejándome en apuros. Intenté utilizar energía órica, en vano, y después de eso sentí que el tallo se había consumido mucho más que de costumbre, de modo que no me atreví a utilizar más las energías.
De pronto, vi un movimiento junto al tejado y las palabras que dijo Syu me dejaron petrificada: “Van a doblar la esquina.”
Oí pasos y tuve ganas de desmayarme. Con las lágrimas en los ojos, me pregunté por qué diablos se me había ocurrido ir a Dathrun esa noche y empezaba a agitarme entre los tentáculos blancos que parecían agarrarme cada vez más cuando súbitamente una sombra apareció delante y sacó una daga que centelleó bajo los rayos de la Luna.
Lo miré, boquiabierta. Era Daelgar, el sirviente manco de Amrit Mauhilver. Levantó su arma y al tiempo me di cuenta de que lo que sostenía en la mano no era una daga, sino un frasco. Lo abrió con una mano y derramó el líquido en la trampa. Enseguida la atrapadora empezó a deshincharse y a agitarse con más violencia.
Recobré rápidamente mi libertad y salté lejos de la atrapadora y de Daelgar, me adosé al muro y contemplé con los ojos desorbitados la escena que entonces se produjo. Cuatro hombres aparecieron corriendo a través del callejón, soltando bufidos, mientras Daelgar intentaba poner en pie a Amrit Mauhilver con una sola mano. Y, viendo que sus intentos eran inútiles, cambió de táctica, arrastró el cuerpo hacia las sombras más densas y las tinieblas empezaron a nacer alrededor de ambos. Entendí que Daelgar estaba utilizando las armonías para esconderse. Siguiendo su ejemplo, solté un sortilegio de oscuridad y me puse a absorber la luz, intentando desparramar las sombras de manera homogénea por el callejón. Cuando llegaron los cuatro desconocidos, retuve mi respiración y me esforcé por calmarla y silenciarla.
—Tendrían que estar aquí —cuchicheó uno de ellos.
Uno de ellos, un humano pequeño, moreno, con nariz aguileña y barba de varios días se agachó para observar la atrapadora, ahora inservible, y pasó una mano sobre ella, como si estuviese soltando algún conjuro de modulación. Se enderezó y miró hacia ambos lados, primero hacia donde se escondían Daelgar y Amrit Mauhilver y luego hacia mí. El corazón se me puso a latir más aprisa y sentí que mi sortilegio de absorción se deshacía a marchas forzadas. Una onda de oscuridad se extendió entonces por todo el callejón. Entendí, aunque con atraso, que Daelgar había extendido su sortilegio para protegerme.
—No estamos solos —señaló de pronto el humano de nariz aguileña—. Se están escondiendo aquí mismo.
No cabía duda: parecía divertido por su descubrimiento. Los demás, en cambio, se removieron, inquietos.
—¿Dónde están? —preguntó uno.
—Enséñanoslos, Delniz —exigió otro, con un tono malhumorado.
Delniz levantó una mano y con un gesto sencillo creó una esfera de luz. El callejón se iluminó levemente mientras que se dejaban ver de pronto dos masas compactas de sombras. Las sombras ya no servían de nada, pensé horrorizada. Entonces, invertí mi sortilegio y me puse a reflejar la propia luz que Delniz creaba.
“¡Por aquí!”, me dijo Syu.
Sentí un inmenso alivio al saberlo cerca. Ayudándome de mis garras, trepé sobre el muro, utilizando los restos que había dejado la atrapadora.
—¡Se escapan! —soltó uno detrás de mí.
De pronto, una mano me cogió del tobillo y saqué mis garras aún más, colérica, agitando mi pie y agarrándome como podía al muro.
—¡Soltadme! —grité con toda la fuerza de mis pulmones.
La mano que me cogía el pie dejó de pronto de estirarme hacia abajo.
—Cállate —siseó el hombre.
Oí entonces un sonido estridente que debió de acabar de despertar al vecindario. Era el grito de Syu, que parecía cantar una especie de himno triunfal, perdido allá arriba en los tejados. Por supuesto, ninguno de los que estaban en el callejón fue capaz de entender lo que sucedía y antes de que pudieran reaccionar, le di una fuerte patada en toda la cara al hombre que me había atacado, arañándole la piel con mis garras. Giré la cabeza y me di cuenta de que los demás se habían puesto a huir. En un principio, creí que era por el grito y mi ataque salvaje, bastante atinado por cierto, pero luego entendí lo que les había ahuyentado realmente: Daelgar les había soltado un conjuro de pavor. De hecho, yo misma sentí de pronto un impresionante sentimiento de pánico y me dejé caer al suelo, sobre la atrapadora inmoble, haciendo grandes aspavientos de miedo.
Y tan pronto como había venido, la sensación se desvaneció. Daelgar pasó un brazo alrededor de la talla de Amrit Mauhilver.
—Huyamos antes de que vengan los curiosos —susurró.
Amrit Mauhilver asintió y agitó la cabeza como para recuperarse de algún choc. Entonces, sin más dilación, tomó impulso sobre su pierna, apoyó la mano sobre el muro y desapareció del otro lado.
—Vaya —solté, impresionada, sentada en el suelo.
“Bonito salto”, aprobó Syu. “Casi elegante.”
Daelgar me observó por primera vez y gruñó.
—¿Puedes pasar al otro lado sin mi ayuda?
Abrí y cerré la boca dos o tres veces antes de contestar.
—Creo que sí.
Me levanté y por un momento pensé imitar a Amrit Mauhilver, pero finalmente llegué hasta el muro y me puse a arañarlo con mis garras, llegando a la cima con sumo esfuerzo.
“Eso es una subida lastimosa”, se burló el mono.
“Los muros son demasiado lisos”, protesté mentalmente.
“Es lo que hay”, replicó.
Pude ver a Daelgar recoger los desperdicios de la atrapadora antes de que me dejase deslizar en la rúa Sin Paso. Iba a soltar un suspiro aliviado cuando de pronto una mano me estiró hacia una pared.
—Cuidado —me susurró Amrit Mauhilver a la oreja.
Vi a un hombre pasar por la calle de la Reina con una linterna, soltando una mirada extrañada hacia nosotros pero, por lo visto, no nos vio, y pasó de largo.
Entonces, Amrit Mauhilver me cogió del brazo y me arrastró hacia la puerta de servicio número cinco. Sacó una llave, la hizo girar en la cerradura con un ruido mudo y empujó la puerta. Sin dejar de apretarme el brazo, entró y, cerrando detrás de él, me obligó a andar hasta otra puerta, la abrió con una llave, y me dijo categóricamente:
—Baja.
Siseé, atónita. ¿Quién era en realidad Amrit Mauhilver?, me pregunté, quizá por vigésima vez, observando su silueta. Toda ostentación de riqueza había desaparecido en él, aunque seguía siendo muy apuesto.
—No veo por qué voy a bajar —repliqué, tozuda—. Debe explicarme unas cuantas cosas, señor Mauhilver. Sé que dice usted ser amigo de mi tío, pero ¿cómo sé si realmente lo es?
Pero él me interrumpió empujándome del hombro.
—Baja. Aquí podrían oírnos.
Lo miré, dubitativa, y luego me encogí de hombros y empecé a bajar las escaleras con la firme intención de formularle, cuando llegase abajo, todas las preguntas que me había ido haciendo durante estas dos últimas semanas.
Las escaleras estaban limpias y se veía que eran utilizadas frecuentemente. Cuando llegué delante de una puerta, la abrí y una hilera de ercaritas se encendió, iluminando una sala que era bastante ancha aunque también bastante claustrofóbica porque no había ventanas por ningún lado. Advertí la enorme diferencia que había entre ese lugar y el despacho en el que mis hermanos y yo habíamos tomado el té con el señor Mauhilver: el escritorio estaba lleno de papeles, los libros parecían leídos y releídos y parecía que esa sala se desordenaba y se ordenaba cada día. Pero, por lo visto, era una sala secreta.
Oí la puerta cerrarse y me giré hacia Amrit Mauhilver dando un respingo.
—Esta es mi verdadera casa —pronunció, sin dejar de fijar su mirada en mi rostro. Se quitó la capa negra, revelando unos pantalones pardos y ajustados y una camiseta de lino limpia pero muy usada. ¿Por qué utilizaría ropa vieja con todo el dinero que tenía? Había demasiados misterios alrededor de Amrit Mauhilver y no estaba segura de que quería conocerlos todos.
—¿Quieres un poco de vino? —preguntó, sentándose en el escritorio y tendiéndome una especie de cantimplora.
Negué con la cabeza y guardé silencio sin dejar de observarlo de reojo mientras contemplaba el interior. Cuando el señor Mauhilver encendió la lámpara, todo tomó un aspecto más hogareño y familiar.
—¿Dónde está Daelgar? —pregunté, agitada.
—Supongo que estará borrando el rastro de lo que ha pasado. Confieso que pocas noches han sido tan ineficaces como la de hoy —suspiró y tomó un sorbo largo de su cantimplora. No parecía haberse recuperado de lo de la atrapadora.
—¿Por qué esa gente le anda buscando? —solté, sin soportar más el silencio.
El joven rubio frunció el ceño y me miró de hito en hito.
—¿Por qué me estabas siguiendo?
Me sonrojé de inmediato.
—Ahm, bueno —articulé, algo incómoda—, no estaba segura de que era usted. Pero quería asegurarme de que realmente era un amigo de Lénisu y, de hecho, todavía tengo mis serias dudas. Necesito que me explique quién es de verdad.
Amrit Mauhilver me observó un momento en silencio, como acostumbraba, y luego me indicó una taburete con un gesto.
—Acerca eso y siéntate, estarás más cómoda.
Hice como me lo pedía y una vez sentada, el humano volvió a beber un trago de su cantimplora. En aquel momento me pareció de pronto más lívido de lo que un humano solía ser y me pregunté si se encontraba bien. Se dio cuenta de que lo observaba y enarcó una ceja.
—No me estoy emborrachando —aseguró, como si le hubiese hecho algún reproche.
Carraspeé, molesta.
—¿Se encuentra bien? Quiero decir, la atrapadora parece haberle afectado más de lo que me ha afectado a mí…
—Esas atrapadoras paralizan el cuerpo —me cortó, tranquilamente—. Y dan una descarga al primer cuerpo que choca contra su materia. Al parecer, cuando te atrapó, ya se había descargado sobre mí todo lo que podía. Pero estoy bien, gracias por preguntar. ¿Seguro que no quieres un poco de vino? —negué con la cabeza otra vez y él volvió a tomar un trago, esta vez más largo, y al fin soltó un suspiro de alivio—. Creo que ésta es la noche más ridícula que he pasado desde hace más de dos meses. Me despisté, y esa gente no perdona. Lo peor es que ahora me temo que se van acercando peligrosamente a la verdad, pero no importa, algún día tenía que ocurrir.
Calló y permanecimos en silencio un largo rato. Yo no sabía qué decir. Tenía muchas preguntas en mente, pero ahora no me parecían tan urgentes. Cuando de pronto se abrió la puerta y Daelgar entró, me di cuenta de que el humano manco no tenía un jaipú corriente: corría armoniosamente con el morjás y se confundía de tal forma que era difícil percibirlo y por consiguiente difícil adivinar su presencia.
—Era una atrapadora invocada —dijo simplemente al acercarse al escritorio. Miró al señor Mauhilver con una cara interrogante y éste gruñó.
—Me encuentro perfectamente. Todos parecen preocuparse por mí. Hasta esta chiquilla, que está más pálida que yo.
Me hubiera extrañado que estuviese más pálida que él, pero no dije nada. Observé Daelgar atentamente. Por lo que acababa de ver, sabía utilizar las armonías, pero además sabía utilizar las energías bréjicas, al menos era capaz de echar un sortilegio de pavor lo bastante potente como para provocar la huida de cuatro hombres, entre los cuales el denominado Delniz había demostrado tener alguna capacidad celmista. Daelgar no era definitivamente un sirviente que se dedicaba a abrir la puerta a los invitados.
—No esperaba que dispusiesen trampas tan bajas —comentó entonces el señor Mauhilver.
—¿De veras? —replicó Daelgar, esbozando una leve sonrisa.
—No me malinterpretes —gruñó el joven humano—. Sé de qué son capaces, pero date cuenta de que esta vez parecen saber más de la cuenta.
—Si hablas en demasía, habrá otra persona que sabrá más de la cuenta —soltó Daelgar con un tono de aviso.
Se refería a mí, claro. Esta observación hizo que el señor Mauhilver se fijara otra vez en mi presencia. Me removí sobre mi asiento, inquieta, bajo su mirada aguda.
—¿En qué estabas pensando cuando te pusiste a seguirme? —preguntó entonces.
Muy a pesar mío, me ruboricé.
—Ya se lo he dicho, no me fío de usted. Dijo que nos avisaría cuando tuviese noticias de Lénisu, y usted no nos ha dicho nada.
El señor Mauhilver se recostó contra el respaldo de su silla, el ceño fruncido.
—Vamos a ver, chiquilla. Te dije que si sabía algo, lo comunicaría. Si no he dicho nada, es porque no sé más que tú sobre la cuestión. Si hubiese querido desentenderme de todo, os lo hubiera dicho a ti y a tus hermanos y os habría echado a patadas de mi respetable morada. Yo no me ando con innecesarias hipocresías, que eso te quede claro.
Hice una mueca y asentí, entre decepcionada y avergonzada. El señor Mauhilver carraspeó y añadió:
—Pero ahora que lo pienso, recibí un billete hace unos cuatro días en el que se me informaba de un hecho insólito.
Enarqué las cejas, y lo miré de hito en hito.
—¿Un hecho insólito? —repetí.
—Sí —contestó lentamente y bajando la voz—. Pero no sé si te conviene saberlo.
Me levanté de un bote, con los puños cerrados.
—¿Cómo que no me conviene saberlo? ¿Tiene que ver con Lénisu, no?
El señor Mauhilver, con los brazos cruzados, me observaba atentamente.
—Sí —repitió—. Tiene que ver con él. Como no me informaba del lugar donde se encontraba, no os he dicho nada, pero te lo diré ahora: uno de mis sirvientes lo vio en un albergue sobre la ruta de Ombay. Sé que estuvo ahí y sé también que su rastro ha desaparecido misteriosamente.
Palidecí y me sentí muy débil. ¿Lénisu había desaparecido otra vez? Recé con toda mi alma para que ese rubio aburguesado se equivocara.
—Te lo dije —continuó él, agitando la cabeza y como divertido—. Tu tío es un tipo de esos que desaparecen y vuelven a aparecer donde menos te lo esperas. Quizá se pase otros cinco años en los subterráneos —añadió, risueño.
Recuperó su seriedad cuando lo fulminé con la mirada, atónita y furiosa. Intenté calmarme y solté un gruñido.
—¿Está seguro de ello? —pregunté.
—Lo estoy. Y te prometo otra vez que si algún día me entero de dónde está, aunque esté metido en las más hondas profundidades del mundo, te lo diré. —Juntó sus dos manos y carraspeó—. No hay gran cosa que añadir, pequeña. Y ahora, si no quieres que te cante el gallo, deberías marcharte ya.
Se giró hacia Daelgar con una ceja enarcada y éste le devolvió una mirada neutra pero asintió con la cabeza.
—Por cierto —dijo el señor Mauhilver mientras yo daba un paso hacia la salida. Me giré hacia él, interrogante, y lo vi cavilar unos instantes antes de tomar una decisión—. He observado que no se te dan mal las artes armónicas. Al fin y al cabo la carta del que os envió decía que erais tres alumnos excelentes. Se nota que tienes cierta predisposición a las armonías pero quiero que sepas que ningún profesor en Dathrun tiene mucha consideración por todo lo que es armonía… Para muchos son artes inútiles, energías artísticas que crean tan sólo ilusiones.
Mientras hablaba, se había levantado y se había acercado a mí con una expresión misteriosa en el rostro.
—Pero las ilusiones —prosiguió, inclinándose hacia mí— son la magia del ingenio. Ni el mejor de los invocadores podría combatir contra un ejército. El mejor de los armónicos, sin embargo, podría inducirles al error, sin ni siquiera influenciarlos por dentro como hacen los brejistas. Y podría arreglárselas para que no lo viesen.
—¿Por qué me cuenta todo eso? —pregunté, con extrañeza.
El señor Mauhilver me observó unos instantes, como evaluándome, y creí ver dibujarse sobre sus labios una sonrisa sutil.
—Porque Daelgar necesita una aprendiz. Y ya que me tengo que ocupar de ti por ser sobrina de Lénisu, me ha parecido una buena idea escogerte a ti.
Tanto yo como Daelgar lo miramos, atónitos, aunque creo que yo lo hice más abiertamente.
—¿Una aprendiz? ¿Una aprendiz armónica? ¿yo? —dije, sin entender del todo lo que pretendía Amrit Mauhilver—, pero… pero Daelgar no es profesor de armonías, ¿no? No tiene la licencia de profesorado celmista, ¿a que no?
—Amrit Mauhilver —pronunció Daelgar, sin dejar de mirarlo—, ¿qué andas tramando?
El señor Mauhilver alzó los ojos al techo y cogió un bastón apoyado contra una pared.
—No se hable más —dijo—. Me parece una idea excelente y tengo curiosidad por saber lo que Lénisu pensará de esto. Tienes un gran potencial —me soltó, indicándome con el dedo— y no pienso malgastarlo.
Por mi parte, pensé que había algo más que mi “gran potencial”, pero no me atreví a replicar.
—Además, querida, todo lo que aprendas te ayudará para lo que tengas que hacer más tarde, con tu famoso amigo con huesos.
¿De veras saber esconderme con las armonías me ayudaría a esconderme de Jaixel? Ignoraba la verdadera potencia de las energías armónicas, pero dudaba de que Jaixel no fuese capaz de anularlas. Pero otro pensamiento me vino en mente al mirar a Daelgar. Él sabía cómo manejar las energías bréjicas. Empezaba a imaginarme que era un hombre misterioso y muy sabio, algo huraño y brusco pero leal a su señor e inteligente, y que acabaría por aceptar ayudarme en el propósito que me había fijado de eliminar de mi mente la filacteria del lich.
En ese momento, no me pregunté por qué diablos el señor Mauhilver insistía tanto en convertirme en la aprendiz de Daelgar. Más tarde, me hice la pregunta muchas veces.
* * *
Amrit conservó el silencio durante un rato cuando Daelgar hubo vuelto al despacho de abajo después de haber acompañado a Shaedra hasta la salida. Aún se sentía algo aturdido por la descarga de la atrapadora y pensaba que no recuperaría plenamente los sentidos hasta que no durmiese un buen trecho. El señor Mauhilver no madrugaría aquel día.
—Le has dejado marcharse —observó Daelgar con tono neutro.
Amrit alzó los ojos. Daelgar, junto a una mesa, se servía un vaso de zumo de manzana.
—Es una niña —se defendió—. Le he hecho prometer que no diría nada de esto a nadie.
Daelgar se giró hacia él y sólo entonces vio Amrit que sonreía.
—Nunca dejarás de sorprenderme —dijo—. Una aprendiz. Qué idea más disparatada.
Amrit frunció el ceño.
—No compartimos la misma opinión. Es una joven espabilada, quizá demasiado, y tú te aburres cada vez más en este pueblo. Algún remedio tenía que encontrar.
—Ese tipo de remedio se medita normalmente con más detenimiento —soltó Daelgar.
—Pero no te parece mala idea —observó Amrit, sin dejar de examinar su rostro.
Daelgar sonrió con todos sus dientes con aire misterioso.
—Es una idea mala que puede dar lugar a buenas ideas.
Amrit, sentado en su butaca, se masajeó las sienes, medio dormido.
—¿Qué vamos a hacer, Daelgar? Si empiezan a intentar capturarnos a nosotros, nos doy pocas esperanzas.
Daelgar tomó un pequeño sorbo de su vaso, pensativo.
—¿Conoces al llamado Delniz, el que soltó el sortilegio de iluminación? —preguntó.
Amrit negó con la cabeza.
—Ni idea de quién es ése.
—Yo lo conozco. Hace unos diez años, trabajaba para los Nézaru.
Amrit frunció el ceño.
—¿Los Nézaru? Pero… entonces, tenemos más problemas de lo que suponía. Si no sólo están detrás Easver y su tropa y también están los Nézaru… La cosa se está poniendo interesante —añadió, con aire satisfecho.
Daelgar lo contempló como si tuviese delante a un niño algo perturbado.
—No creo que Easver sepa nada de lo que ha ocurrido esta noche —comentó—. Si empieza a haber tanta gente al corriente, habrá que cambiar de planes, pero creo que hasta nos puede venir bien.
—¿Ah? Si lo dices. Espera un momento, dijiste que Delniz trabajaba para los Nézaru. ¿Ya no lo hace?
Daelgar se encogió de hombros.
—En la medida en que pertenece a los Nézaru, es probable que sí.
Amrit Mauhilver agrandó los ojos, sorprendido.
—¿Un Nézaru en Dathrun?
—Los Nézaru son famosos por su avaricia y su carácter aventurero —replicó Daelgar—. Pero es evidente que Delniz no es su verdadero nombre. En realidad se llama Arimelio Nézaru y es el segundo hijo de la familia. Tiene tu edad, veinticinco años.
—¿De qué lo conoces? —inquirió Amrit.
—Lo conocí en el monasterio de Alazul. Al parecer, sus padres lo destinaron al estudio de la espiritualidad y cuando tenía diecisiete lo mandaron a una misión caritativa en Kaendra. Hace ocho años —dijo, insistiendo en sus últimas palabras.
Amrit frunció el ceño, intentando recordar.
—Hace ocho años… Fue un año oscuro, ¿verdad?
Daelgar asintió, sombrío.
—Un año que pocos quieren recordar. El tercio de la población de Kaendra murió de las fiebres frías. Y otro tercio guardó secuelas para toda la vida.
—No sabía que habías estado ahí aquel año —se sorprendió Amrit.
—Tenía una misión que cumplir —dijo simplemente Daelgar.
—Trataré de informarme un poco más sobre ese tal Arimelio Nézaru. —Amrit se estiró y parpadeó, cansado—. Será mejor que vaya a acostarme. Esta noche tendré que ir a cenar con la condesa de Fuenteclara. Es una mujer muy astuta y querría mantenerme a la altura de su conversación.
Daelgar, que estaba acabando su vaso, tosió, como sofocándose.
—De ella no sacarás nada —declaró—. Nunca la conocí personalmente, pero dicen que fue la más hermosa dama de la Corte y la más astuta maquinadora, y según dicen, su hermosura se ha reducido con los años pero su espíritu de intriga ha alcanzado su punto álgido.
—Es una experta en todo lo que se refiere a joyas —intervino Amrit.
—Sí, pero también es muy curiosa. De todas formas, siempre puedes intentarlo. Y ahora, ve a dormir o acabarás por desencajarte la mandíbula.
Amrit se levantó perezosamente.
—Esta atrapadora me ha debilitado todos los músculos.
—Admito que nunca he probado tirarme de pleno en una atrapadora —replicó Daelgar con tono burlón—. Te prepararé un brebaje para que te devuelva el ánimo. Buenas noches.
—Buenas noches —contestó Amrit, en medio de un largo bostezo—. Ah, por cierto, le compré un magnífico collar de tres mil doscientos kétalos con perlas de áeser y una escama de dragón leawargo. ¿Crees que le gustará?
—Tú eres el experto en esa materia —replicó, y como Amrit le dedicaba una ancha sonrisa burlona, puso los ojos en blanco—. Anda, vete a la cama, muchacho.
Amrit Daverg Mauhilver, con una sonrisa en el rostro, salió y cerró la puerta detrás de él con un ruido sordo.
* * *
Cuando salí de la rúa Sin Paso, sentí que me observaban pero mis intentos por ocultarme con las armonías fracasaron estrepitosamente.
“Ya creí que no volverías a salir de ahí”, dijo Syu, mientras corríamos por las calles hacia la avenida principal.
“No digas tonterías”, repliqué. Y entonces le conté lo que me había ocurrido. El mono gawalt no acabó de entender por qué me metía a aprendiz de armonías cuando lo que quería era aprender a controlar las energías bréjicas para, según le dije, “reparar algo en mi mente que tenía en más”. Admito que cualquiera no lo habría entendido y creo que ni siquiera yo tenía las ideas claras en aquel momento.
“¿Así que el saijit que te ha liberado de la atrapadora ahora va a ser tu maestro?”, preguntó el mono gawalt.
Asentí. “Y tengo mi primera cita dentro de tres días.”
“¿Podré ir yo también?”, preguntó Syu.
“Te aburrirías”, pretexté.
“¿Estamos con las mismas, eh? No quieres que te acompañe a ningún sitio, nunca.”
Escuché su frase con cierta sorpresa.
“Si te apetece, puedes venir”, gruñí, resignada. “Pero ya verás como no aguantas ni diez minutos.”
El mono, orgulloso, se encogió de hombros entre las sombras de la noche, sin contestar. Levanté los ojos hacia el cielo estrellado y sereno y suspiré, tranquila, decidiendo que finalmente no había sido un error ir a Dathrun esa noche. Cuando bajé la cabeza hacia la avenida principal, mis ojos divisaron una sombra familiar y fruncí el ceño, ocultándome en las sombras. ¿Quién…?
De pronto, me asaltaron unas tremendas ganas de reír y me tapé la boca con fuerza mientras mis ojos seguían la silueta de Murri avanzando en la calle con en la mano un enorme ramo de flores. Decidiendo que lo mejor era no interrumpir sus planes, me deslicé entre los grandes árboles plantados en la avenida y emprendí el camino inverso al de Murri, dirigiéndome hacia el Puente Frío.
“¿Ése era tu hermano, verdad?”, preguntó Syu.
“Sí”, contesté, con una risita.
El mono permaneció en silencio un momento, como pensando. Entonces, saltó sobre un árbol y de ahí sobre mi hombro.
“Parece que me ha tocado una familia de hábitos nocturnos”, dijo simplemente.
“¿Y eso es malo?”, repliqué con una sonrisa, mientras me daba cuenta de que Syu parecía totalmente convencido de que pertenecía a la misma familia que yo.
“Es difícil contestar a eso.” Syu meditó durante unos instantes. “Los saijits tienen ideas raras. Ningún gawalt se pasearía con unas flores.”
“Es un símbolo”, expliqué pacientemente, sintiendo que me entraban otra vez ganas de reír. “Murri va a dar las flores a Kéysazrin porque la quiere.”
Syu resopló. “Los saijits tienen ideas raras. Los gawalts no necesitamos flores para eso.”
Le rasqué la barbilla, sonriendo. “Cada uno es lo que es.”
Syu asintió. “Cada uno es lo que es y tú nunca podrás pasar por encima de los muros tan bien como yo.”
“Y tú nunca podrás jugar con siete pelotas a la vez”, repliqué con el mismo tono arrogante.
A partir de ahí, empezamos a decir todo lo que uno hacía mejor que el otro hasta que ambos nos dimos por vencidos y nos reímos al unísono. De esta manera llegamos al puente de Dathrun. En aquel momento, nos quedamos en silencio de suerte que me puse a pensar en la situación presente. No lograba apartar de mi mente un pensamiento inquietante: ¿dónde estaba Lénisu ahora? ¿Y dónde estaban Deria, Aleria, Akín, Aryes y Dol? ¿Alguna vez volvería a verlos?
“Es inútil repetirse tantas veces cosas que hacen daño”, intervino Syu.
Me sorprendía cómo a veces Syu era capaz de adivinar mis pensamientos mucho mejor que yo los suyos.
“Estaba pensando.”
“Pensar. Pensar no es repetirse lo mismo a cada instante”, replicó el mono. “Los saijits le dais vuelta a los problemas que no sabéis solucionar. Es una conducta totalmente exótica.”
Dejé escapar un suspiro cansado.
“No, Syu, hay problemas que pueden tener una solución y éste es uno de ellos. El problema es que no sé cómo encontrar la solución.”
Me quedé un instante contemplando la Luna, con los pensamientos perdidos, antes de agarrarme a la barandilla y desaparecer de encima del puente Frío en silencio.
* * *
* * *
Nota del Autor: ¡Fin del tomo 2! Espero que hayas disfrutado con la lectura. Para mantenerte al corriente de las nuevas publicaciones, puedes seguirme en amazon o echar un vistazo al sitio web del proyecto donde podrás encontrar mapas, imágenes de personajes y más documentación.