Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia
Cuando abrí los ojos, creí que aún estaba soñando. Nada de árboles, nada de barro, sólo una gran habitación llena de camas blancas. Yo estaba tendida en una de ellas, cubierta por mantas de una blancura inmaculada. Parpadeé. No se oía ni un ruido. No, espera, sí. Una tos. Un gemido. Me pellizqué. Sacudí la cabeza. Me senté en la cama, me volví a acostar y a cerrar los ojos para abrirlos inmediatamente después. Era inútil, no estaba soñando.
Habiendo decidido esto, me centré mejor en lo que me rodeaba. Estaba en una sala de techo alto y cubierto de semicilindros de un material desconocido que iluminaba tenuemente el interior.
Estaba en un lugar de extraños. Se suponía que no debería estar ahí… pero entonces, ¿dónde?
Giré la cabeza y me crucé con unos ojos negros y sonrientes.
—Hola, me llamo Jirio. Soy estudiante de física en el departamento Azul. ¿Quién eres tú?
Mi interlocutor estaba tendido en la cama vecina. Era un ternian, pero un ternian raro. Tenía el pelo que se le levantaba, como electrificado, y un temblor del cuerpo le provocaba un leve tartamudeo al hablar. Fruncí el ceño y miré las demás camas. Resultó que había unas cuantas ocupadas. ¿Dónde demonios estaba?
—No lo sé —contesté.
—¿No lo sabes? —repitió Jirio, enarcando una ceja—. Uyuyuy —dijo, entendiendo de pronto, escrutando mi rostro—. Debes de ser del departamento Amarillo, ¿estudias la mente, no es así? Quizá algún tipo de sortilegio. Espero que te repongas rápido —me soltó con una sonrisa cordial.
Pestañeé, aturdida.
—Gracias.
Se oyó una tos ronca que se fue convirtiendo poco a poco en una risa estruendosa. Girando la cabeza, vi al joven en cuestión dar aspavientos y soltar una sarta de injurias contra aquella risa que no era capaz de evitar. En otra cama, una joven movía la cabeza, sonriente y risueña, y en la vecina estaba una elfa de los bosques, muy rígida, los ojos abiertos como platos, con, en el rostro, una expresión de terror inequívoca.
—A ésta la conozco, es Maldy —intervino Jirio con jovialidad—. Del departamento Blanco. Apostaría a que estuvo jugueteando con cosas prohibidas. —Frunció el ceño—. Nunca fue del todo razonable. Pero es una buena chica, la conozco de antes de venir aquí, hicimos el viaje juntos. Pero desde que recibió la mejor nota en los exámenes de fin de curso, está extraña. Lo único que le interesa son los esqueletos, las arpías… las cosas truculentas. ¡No me extrañaría que se casase con un esqueleto! —añadió en tono broma.
Observé la elfa Maldy durante unos instantes y luego me volví a pellizcar.
—¿Dónde estoy? —pregunté en un gemido.
—¿Que dónde estás? ¡En la enfermería, por supuesto! ¿Es la primera vez que vienes aquí? —Parecía sorprendido. Asentí con la cabeza—. Oh. Entonces es que debes de ser de primer año. Nadie pasa su primer año sin haber ido por lo menos una vez a la enfermería, ¡sería un contrasentido!
Bien, me dije, cubriéndome el rostro con las manos, totalmente confundida. Había acabado los dioses sabían cómo en una enfermería de estudiantes celmistas. Eso sí que era un contrasentido.
Me esforcé por recordar lo que había leído acerca de las escuelas celmistas existentes en la Tierra Baya. En Ajensoldra, no existían escuelas que reagrupasen todos los tipos de celmistas. Las Pagodas estaban en teoría destinadas a formar consejeros, defensores, profesores escribanos y magaristas… Luego, había gremios de artesanos, de agricultores y demás, y todos inculcaban cierto saber celmista sobre la manera de trabajar. Un armero, por ejemplo, tenía que saber utilizar la energía brúlica, un carpintero la energía aríkbeta. Pasaba algo diferente con los agricultores, porque éstos más que nada pagaban a un primaverista; así era como llamaban a los celmistas que favorizaban el cultivo… Pero fuera de Ajensoldra, en las vecinas tierras, las energías eran consideradas todavía más como un saber privilegiado. Por supuesto, existían academias celmistas, pero en ellas tan sólo entraban los más hábiles o los nobles y miembros de familias pudientes. Sí, pero, ¿dónde estaban esas escuelas?
Tenía la impresión de que mis pensamientos volaban muy rápido pero en sentidos opuestos y sin lógica. Majir, pensé de pronto. Majir, en las Tierras Altas, tenía una academia. De ahí venían, según Suminaria, los mejores profesores que enseñaban en Aefna. ¡Tantas enemistades con las Tierras Altas y luego los propios gobernadores de Aefna contrataban a profesores de Majir! Sí, ya me acordaba de ese detalle, pero no me gustó la idea de estar en Majir. Hice una mueca. Jirio hablaba abrianés. Me había hablado primero, así que ni se había preguntado si yo sabía abrianés o no. El problema era que el abrianés se hablaba en muchos sitios, pero en Majir no, porque estaba simplemente mal visto. Otra posibilidad era Dathrun, en las Comunidades de Éshingra, Acaraus tenía también una academia, y Enzalrei, en el imperio de Iskamangra… Los ojos se me humedecieron. ¡No tenía que llorar! Jirio pensaría definitivamente que algún experimento en ese departamento Amarillo me había vuelto loca.
—Pareces algo turbada —comentó Jirio—. Y poco habladora. ¿Qué te parece si me hablas un poco? Creo que te vendrá bien dejar de pensar en lo que estás pensando.
Lo fulminé con la mirada e iba a soltarle una respuesta poco agradable cuando lo vi que sonreía con afabilidad. Suspiré.
—No sé, creo que he recibido un golpe en la cabeza al llegar aquí. Ni siquiera me acuerdo de cómo he llegado aquí. Es frustrante.
Jirio se echó a reír.
—Yo tampoco me acuerdo de cómo he llegado aquí —contestó—. Estaba tranquilamente sentado en la playa, leyendo un libro, cuando de repente sentí una descarga eléctrica por todo el cuerpo y perdí el conocimiento, y ¡zás!, otra vez a la enfermería.
Lo miré con los ojos agrandados.
—¿Una descarga eléctrica leyendo un libro en la playa? —repetí, sin entenderlo.
—Tengo dos hipótesis —avanzó Jirio, meditativo—. O bien me atacaron por detrás unos farsantes de entendimiento limitado, o bien… —hizo una mueca— o bien se me cruzaron los cables sin darme cuenta y me puse a soltar chispas contra mí mismo.
Hubo una pausa.
—Lo peor es que no sé dónde estará ahora mi libro —masculló tristemente.
—¿Qué libro era? —pregunté, recordando lo histérica que se había puesto una vez Aleria al perder un libro que encontró poco después debajo de su cama…
—Oh, un libro fenomenal —contestó—. Un libro que no se puede encontrar por ningún sitio en este maldito archipiélago —inspiró, risueño—. Se titula Las barbas blancas del saber. —Me sonrió amistosamente y añadió, bostezando—. Es un libro de recetas de cocina.
* * *
Poco después, Jirio estaba roncando y yo me quedé sola entre un físico cocinero y una elfa visionaria. No encontré mi ropa por ningún lado así que salí de la cama con un camisón blanco. No sabía qué era lo que quería hacer, pero sin duda alguna tenía que salir de ahí. Por lo que había dicho Jirio, estábamos en un archipiélago, así que tenía todas las razones para pensar que estaba en la academia de Dathrun. Satisfecha por mi capacidad de deducción, no se me quitaba sin embargo una sensación casi inherente de pánico pues no me acordaba si era normal que estuviese ahí o no.
Me acordaba de Ató, de las clases, de Áynorin, Akín, Aleria, Aryes y Sain. Y de Lénisu, por supuesto. Recordaba haber estado viajando del este al oeste. Deria se había convertido en mi aprendiz. Había derrotado a un dragón y… a partir de ahí, las cosas se volvían confusas. Recordaba haber estado en una ciudad, ¿pero qué ciudad? Me acordaba de aquel muchacho rubio hijo de un marqués. ¡El duelo!, exclamé para mis adentros. Sí, Yilid había estado a punto de batirse en duelo contra un joven vengativo y luego había huido como un cobarde.
Llegué delante de una puerta grande de dos batientes. Tomando una honda inspiración, empujé la madera. Me encontré de pronto en un ancho pasillo de piedra, desierto. Cerré la enfermería y me adentré hacia donde se veían unas escaleras que subían. Tenía que encontrar la superficie. Pero lo cierto es que ya estaba en la superficie pues cuando subí las escaleras, vi unas grandes cristaleras a través de las cuales se veía, ahí abajo, el mar, infinito. De cuando en cuando, asomaba alguna islilla de entre las aguas. Algunas eran sólo un montón de arena pero otras, más grandes, lucían una pequeña montaña cubierta de bosques.
—Por Hórojis —musité, contemplando el panorama con los ojos fijos.
—Un hermoso lugar para una academia —dijo tranquilamente una voz a mis espaldas.
Me di la vuelta bruscamente y me quedé boquiabierta.
—¡Murri! —farfullé—. ¿Cómo…? ¿Qué…?
—Hermana —me dijo emocionado—. Me alegra volver a verte.
Nos abrazamos con lágrimas en los ojos. Inspiré ruidosamente.
—¿Qué haces aquí? ¿Y qué hago aquí? ¿Dónde estamos? Tengo tantas preguntas.
Murri me cogió del brazo y me guió por la galería diciéndome:
—He trabajado muy duro para volver a encontrarte. Como lo habrás adivinado, soy estudiante aquí desde hace un año. Laygra está aquí también.
Mi corazón dio un vuelco en mi pecho.
—¡Laygra! —solté—. No puedo creerlo, esto es increíble. ¿Estamos en Dathrun, verdad?
Murri me miró con sorprendida aprobación.
—¿Tienes poderes de vidente?
—Sí —dije con desparpajo—. No, no los tengo —gruñí al ver que Murri me miraba, incrédulo.
Mi hermano sonrió.
—Veo que no has perdido el buen humor. Ven, tengo que llevarte a ver a mi maestro.
—Murri —solté, deteniéndome—. Necesito que me expliques cómo he llegado aquí. Recuerdo… recuerdo que nos atacaron unos nadros rojos en el camino y que corrí mucho y que Lénisu… en fin, estuve corriendo mucho y no sé lo que pasó después.
—Nada más sencillo, atravesaste el monolito y llegaste aquí. Y ahora estás a salvo —me dijo cogiéndome las manos. Había adoptado una expresión seria—. Siento que hayamos llegado un poco tarde para salvarte. Hicimos una tontería mayúscula —se mordió el labio, pensativo—. Luego hablaremos más, ¿de acuerdo?
Seguimos andando por la galería con rapidez.
—¿Adónde me llevas? —pregunté de pronto, preocupándome por primera vez del futuro.
—A ver al maestro Helith. Oh, ahora que lo pienso, te aviso, el maestro Helith es un nakrús.
Me tambaleé y me tuve que agarrar al borde de la ventana para no caerme. Miré a mi hermano de hito en hito.
—¡¿Qué has dicho?! ¿Un nakrús?
Murri, con una mueca, intentó tranquilizarme.
—No es nadie del otro mundo. Ya verás. Es un buen maestro, aunque un poco excéntrico. No te pongas así.
A pesar de mis esfuerzos, no podía quitarme de la cabeza el rostro del nakrús que había visto en el libro de la Biblioteca de Ató ni el que se me había aparecido al colgarme al cuello el amuleto con la hoja de acebo falsa.
—Bien —dije, más para tranquilizarme que otra cosa—. Así que tu maestro es un nakrús. ¿Sabes que nuestros padres no eran nakrús?
Murri carraspeó, molesto.
—Hum. Sí, me lo suponía. Después de que el maestro Helith me dijera que nunca había oído hablar de la conversión en nakrús de algún Háreldin o Úcrinalm, entendí que me había dejado engañar por todas esas mentiras que cuenta la gente. Pero ¿cómo lo sabes tú? ¿Estás segura de ello?
—Sí —contesté—. Lénisu me lo dijo. Dijo que nuestros padres eran… mm, ¿cómo dijo exactamente? Unos «honrados ladrones». Me lo dijo el primer día que lo conocí…
Callé de pronto, recordando la última imagen que tenía de mi tío, espada en mano, enfrentándose a los nadros rojos y gritándome que corriese. ¿Qué le había ocurrido? No quería pensar en ello.
—¿Lénisu? —repitió Murri, frunciendo el ceño—. ¿Lénisu? Me suena el nombre…
—Nuestro tío —asentí.
—¡Nuestro tío! —exclamó mi hermano, aturdido—. Sí, ahora me acuerdo —una fugitiva expresión de desdén pasó por su rostro antes de que sonriera—. Me acuerdo de él estirándote las orejas porque habías echado tres cucharadas de sal en la sopa. ¡Estaba incomible!
Me reí.
—¿De veras hice eso?
—En aquella época eras una pequeña bruja —confesó.
—Creo que he mejorado desde entonces en ese punto.
—Lo dudo —replicó mi hermano despeinándome el pelo.
Por el camino, evocamos recuerdos comunes y él me contó acontecimientos de mi infancia que yo había olvidado completamente. ¿Era posible que me hubiesen encontrado subida a un árbol cuando tenía tres años? ¿Y qué hacía yo encaramada ahí? Murri se reía de mis reacciones abiertamente y creo que en aquel momento lo vi por primera vez como era realmente: un muchacho de diecisiete años que quería ante todo proteger a su familia. Exactamente como Lénisu. ¿Cómo sería Laygra, después de tantos años? En mis recuerdos, era una niña que iba recogiendo pájaros heridos y los hospedaba, que escuchaba atentamente las historias de don Wigas el Viejo y que solía discutir con su hermano por todo.
Primero, Murri me llevó a la ropería del departamento Blanco donde encontró mi ropa limpia. Es curioso, pero me alivió ver que no había perdido las botas que Lénisu me había regalado. Murri sacó entonces una gran túnica gris de tela basta.
—Póntela. Estas túnicas son para la gente que aún no tiene Departamento. La mayoría se compran sus propias túnicas, pero siempre es práctico tener una ropería en casos de emergencia. Los hay muy cafres. Toma.
Me pasé la túnica por encima de la cabeza y la dejé caer. Me llegaba hasta las rodillas, así que puse el cinturón de manera que fuese más cómodo moverme.
—Vamos —dijo Murri.
Parecía tener prisa de presentarme al maestro Helith. Un nakrús, pensé con un escalofrío. ¿Cómo podía Murri tener como maestro a un nakrús? ¡Menudo lío!
En un momento, pasamos por un puente al descubierto y me precipité hasta la barandilla para mirar abajo.
—¡Uau! —exclamé, maravillada, contemplando las olas chocarse contra las rocas. Dathrun era definitivamente un lugar increíble, pensé al respirar el aire marino. A un lado del puente, estaban las islas, al otro lado una inmensa cantidad de agua homogénea. El mar era algo extrañamente inquietante y la verdad, ahora que lo veía realmente, me daba miedo.
Pese al día soleado, hacía viento, y no me rezagué, siguiendo a Murri al interior de una torre de piedra blanca.
—¿Por qué viniste precisamente aquí, a Dathrun? —pregunté de pronto.
Mi hermano se encogió de hombros.
—Necesitaba aprender, y aquí era el lugar ideal para eso. Además, fue una idea que me sugirió el maestro Helith.
—¿Así que lo conocías de antes de venir aquí? —me extrañé.
Me miro con el entrecejo fruncido.
—Sí.
No cruzamos ni una palabra más hasta llegar ante una puerta maciza de madera. Murri levantó la mano e iba a llamar a la puerta cuando de pronto la dejó caer y se giró hacia mí.
—Cuando hablaste de nuestro tío… Lénisu… dijiste que te había dicho que nuestros padres no eran nakrús.
—Sí.
—Así que le has hablado.
Agrandé los ojos.
—¿A Lénisu? Claro. Estaba viajando con él cuando… cuando nos atacaron los nadros…
Callé otra vez, turbada, intentando no preguntarme qué había sido de Lénisu y mis amigos.
Murri agitó la cabeza, tan confuso como yo, y llamó firmemente a la puerta.
—¡Adelante! —soltó una voz adentro.
Cuando seguí a Murri en la habitación, tuve la impresión de haber entrado en otro mundo. Todo, alrededor mío, era de colores llamativos. Había tapices representando paisajes otoñales con árboles de todos los colores, varios postes con vestidos multicolores y estrellas que cambiaban de matices estampadas en el techo. Lo único normal era el escritorio, de madera oscura y vieja, eso sí, cubierto de cacharros. Por la ventana entraban los rayos del Poniente, bañando de luz la habitación.
—Sí, lo sé, lo sé, soy un hombre excéntrico, ¿y qué más da? —soltó una voz a mis espaldas.
Me sobresalté, giré bruscamente sobre mí misma y al ver la persona que había hablado, solté un grito asustado. Aquel hombre, el maestro Helith, era indiscutiblemente un ternian, pero nakrús hasta la médula. Su rostro no era tan espantoso como el de los libros, pero sin duda necesitaría cierta fuerza de voluntad para habituarme a sus ojos azules y brillantes de energía. En un libro había leído que los nakrús eran capaces de fusionar el morjás y el jaipú, pero lo cierto era que más bien parecía ser una fusión natural e inconsciente lo que ahora mismo envolvía al maestro Helith.
—Caray —susurré.
Me sonrió amigablemente.
—Bienvenida, Shaedra. Soy Márevor Helith.
Y cuando se avanzó hacia mí para tenderme una mano, palidecí y se me aceleró el pulso. Aquel rostro era el mismo que el que me había enseñado el Amuleto de la Muerte. Para mí fue como si hubiera aparecido ante mí la mismísima Etska para clavarme una Espina de la Venganza en el pecho.
Como una autómata, levanté la mano y estreché la del maestro Helith, que no dejaba de mirarme fijamente con una sonrisa de loco. Su mano enguantada de blanco era fría y suave como la seda.
—Encantada —alcancé a decir con una voz ahogada.
Márevor Helith inclinó la cabeza sin dejar de sonreír y al enderezarse soltó una risa que me resultó demasiado familiar.