Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia
Estuvimos andando durante todo el día, haciendo breves pausas para descansar. Enseguida se veía quién estaba habituado a andar y quién no. Aleria y Aryes eran los que más se fatigaban. Ambos por ser muy lectores y pasarse todo el día sentados. Dolgy Vranc, aunque fuese un semi-orco, necesitó varios días antes de dejar de tener agujetas en las piernas. Lénisu, en cambio, parecía tan reposado al atardecer como a la mañana y Stalius nunca se quejaba o hablaba de sí mismo, con lo que no se podía saber si le costaba o no llevar aquel mandoble enorme.
Akín y yo seguíamos el camino con una marcha alegre y ligera. Se me llenaba el corazón de alegría al constatar cada mañana que mis garras crecían un poco más cada día. Eran apenas unos milímetros, y a veces ni se notaba el cambio, pero la simple seguridad de que volverían a crecer me tranquilizaba el ánimo y el resentimiento contra el Mahir de Ató.
Conseguimos cazar dos conejos antes de que atardeciera. Uno lo aturdió Dolgy Vranc con un relámpago de energía que me dejó admirada, y no nos costó mucho atrapar a la presa titubeante. Para el otro, Aryes utilizó la energía órica para asustar al conejo y abalanzarlo hacia mí. Escondida en un arbusto, invité el jaipú a que se extendiese en mi brazo y atrapé el conejo con un movimiento rápido. Como pataleaba, casi se me escapó, pero conseguí llevarlo por las orejas a Stalius. No pude desviar la mirada cuando éste le retorció el pescuezo y empezó a despellejarlo. ¡Corría tan libremente y tan alegremente unos minutos antes! Me sentí tan desolada que tuvieron que insistir intencionadamente en lo buenas que estaban las raíces mezcladas con carne para que me decidiera a probar. Lénisu no se había acercado a la hora de despellejar el conejo pero luego no le había molestado cocinarlo. Había mezclado raíces, bayas y perejil para hacer una salsa, había asado los conejos cortándolos en cachos y los había metido en la cazuela. El resultado era un deleite.
—Por Ruyalé, Lénisu, sí que eres un buen cocinero —confirmé animada, tragando lo que tenía en la boca.
—Por supuesto que lo soy. En los Subterráneos, trabajé de cocinero para un orco llamado Hanichen. Le hacía los mejores platos de toda la ciudad. —Sonrió modestamente, recordando—. Champiñones, raíces de tugrín, anémonas blancas y puerros negros… ¡Qué días aquellos!
Intercambié una mirada con Akín y nos reímos.
—Yo también sé mucho de cocina —protesté—. No por nada he ayudado a Kirlens y a Wigy durante tantos años.
—Bah, ¿tú, ayudarlos? Seguro que andarías por ahí saltando de rama en rama. Como un mono gawalt.
Puse los ojos en blanco. No era la primera vez que me comparaba con un gawalt.
—Qué va. Si hasta tengo una cicatriz aquí, en la mano. Me la hice cortando zanahorias —expliqué.
—Pff, heridas de aficionados —replicó divertido.
—De acuerdo, Lénisu, tú eres el mejor cocinero —le dije con una amplia sonrisa—. Y a partir de ahora cocinarás todos los días.
Lénisu se paralizó con un tic nervioso en la comisura de los labios. Je, había metido la pata.
—Es una suerte que no haga frío —comentó Dolgy Vranc, como si no hubiese seguido la conversación—. Podríamos estar mucho peor.
Stalius se rascó furiosamente la cabeza y asintió en silencio gravemente, mientras Aleria parecía muy concentrada en tragar y masticar.
—¿Pero realmente nadie aquí sabía adónde llevaba el monolito? —preguntó Aryes, escéptico.
Otra vez el tema de los monolitos, me dije, suspirando interiormente.
—Oh, sí, claro que alguien lo sabía —contestó Lénisu, atrayéndose las miradas sorprendidas de todos—. Pero ese alguien no está aquí.
Me dirigió una sonrisa y entendí que tan sólo estaba afirmando cosas a ciegas. Pero, curiosamente, Stalius aprobó su declaración.
—Eso es verdad. Alguien lo sabía.
Supuse que estaría pensando en los dioses o en algún adivino sharbí. Me habían bastado unos días para entender que Stalius era un hombre aferrado a la religión sharbí.
—¿Por qué cruzaste el monolito? —le pregunté a Aleria.
Aleria tragó su último bocado.
—Te podría hacer la misma pregunta —replicó malhumorada. Como la miraba, perpleja, pareció reprimir su malhumor—. Lo siento. Al fin y al cabo, supongo que os debo una explicación —dijo con nerviosismo, jugueteando con un pequeño palo.
—Sería bienvenida —reconoció Dolgy Vranc.
Akín y yo la miramos con intensa curiosidad mientras ordenaba sus pensamientos.
—Bueno —dijo al cabo—. Voy a contar desde el principio, ¿os importa si me repito? —Como poníamos los ojos en blanco, se lanzó—: Cuando me bebí la poción, aparecí en un bosque muy tupido, mucho más oscuro que este. Stalius estaba ahí, sentado en una roca… parecía esperarme.
Stalius asintió ante su mirada interrogante.
—Te esperaba desde hacía años.
—Me dijiste que aquel bosque era el Bosque de Hilos —él aprobó con la cabeza—. Estuvimos andando durante días. Creo que fueron seis. Yo no paraba de hacer preguntas, pero Stalius no quería decirme nada —añadió con una punta de reproche en la voz.
—No estábamos seguros —explicó con su habitual rigidez—. Necesito toda la concentración para oír el peligro.
—Y para hablar —murmuró Lénisu entre dientes, tan bajo que estuve casi segura de que Stalius no había oído nada.
—Pero me dijo que podía encontrar a mi madre —dijo Aleria—. Y sabía tantas cosas sobre ella que confié en él.
Stalius hizo una mueca leve.
—Te costó confiar en mí, y aun ahora pienso que no te crees todo lo que te digo.
—Es verdad —admitió ella—. Pero es que eso de la Hija del Viento me suena a cuento de hadas. Ni siquiera acabo de entender qué es exactamente.
—Eres la que salvará nuestro pueblo. La que calmará el Aprendiz. Como tu abuela, Aleria. Daian tuvo que huir porque los dioses nos castigaron por la guerra. Combatimos a los raskidos sin piedad. Recibimos el castigo con la furia del Hijo del Agua que nos dispersó, pero los dioses dijeron que un día la Hija del Viento vendría y que nuestro pueblo renacería otra vez. Esperaba que fuese Daian, pero desgraciadamente los dioses la han apartado de mi camino. Aleria vendrá a Acaraus y reunirá a su pueblo —sentenció.
En otras circunstancias, hubiera estallado de una risa duradera, pero Stalius parecía tan serio y trágico cuando hablaba que me quedé embelesada por su dramatismo. Aleria ya parecía haber oído la teoría de Stalius en algún otro momento porque tuvo una mueca aburrida.
—Mira, Stalius, apenas te conozco, así que quizá hable precipitadamente, pero yo no pienso que…
—¡Adoro este asunto! —exclamó de pronto Lénisu—. Formidable, absolutamente formidable. Un castigo y un mensaje de los dioses… —me dedicó una amplia sonrisa—. ¿Qué te parece, Shaedra?
Lo observé, estupefacta. ¿Acaso me lo preguntaba en serio? Dolgy Vranc y Stalius lo miraban con desconfianza mientras que los demás parecían tan sorprendidos como yo por su súbito arranque.
—Esto… —dije, insegura. Y decidí cambiar de tema—. No nos has dicho por qué al vernos en Ató huiste de nosotros, Aleria.
—Cierto —murmuró ella lentamente, con los ojos clavados en mi tío—. Nos atacó una tropa de orcos negros y…
—Unas criaturas horribles —asintió Lénisu con seriedad—. Terriblemente sanguinarias —apuntó con una voz escalofriante, señalando a Dolgy Vranc como a un alumno. Obviamente, el semi-orco no sabía si sentirse ofuscado o divertido—. No me extraña que al ver a mi sobrina salieras por patas, Aleria. No te lo puedo reprochar.
Hice un esfuerzo para no reírme. Aquella conversación era gravísima para Aleria y no quería herirla. Intercambió una mirada nerviosa con Akín. Me pregunté si Aleria sabía más del tema o si estaba tan perdida como nosotros.
—Llegamos a un moijac —contó Aleria—. Me acordé de los consejos que me daba mi madre, cuando era pequeña. Me decía que esos templos sharbíes eran unos lugares protectores y que estaban llenos de energía. Tenía otra poción que había sacado del laboratorio de mi madre y que servía para crear un monolito. Seguí las instrucciones y vertí el contenido sobre un círculo, que era de un material extraño. Pero no debí de hacerlo correctamente, no esperaba que hubiese dos monolitos —masculló, ruborizada.
—No podemos entender los designios de los dioses —la tranquilizó Stalius.
—Demonios, eso sí que son pociones —dijo Lénisu, con un silbido impresionado. Dolgy Vranc, en cambio, no parecía tan sorprendido por la habilidad alquimista de Daian.
—Pero… cuando nos viste… —empezó Akín.
—No os vi —declaró Aleria con una voz firme—. Creí que estaba soñando. Creía que no había acabado de cruzar el monolito. Lo siento. Si no me hubieseis reconocido todo habría sido mucho más simple para vosotros.
Al oírla, me exasperé.
—¿Cómo que todo habría sido mucho más simple para nosotros? —repliqué, indignada.
—No te habríamos abandonado, Aleria —afirmó Akín con vehemencia—. Teníamos pensado ir a buscarte —asentí al mismo tiempo que él, mientras Lénisu daba un respingo y me miraba con una mueca sin decir nada.
Aleria nos miró uno a uno con los ojos brillantes.
—Oh —soltó, sofocada por la emoción—. Pero has dejado a tu familia, Akín, y tú, Shaedra. Y Aryes. Habéis dejado vuestro futuro de snorís… por mí. No sé qué decir.
—Pues no digas nada —dijo Dolgy Vranc con amabilidad—. Creo que te hemos presionado bastante por hoy. Ahora supongo que tú y Stalius iréis a las tierras de Acaraus.
Aleria se sobresaltó, frunció el ceño.
—¿Tú no vienes?
Parecía querer decir algo más, pero ninguna palabra más salió de su boca abierta. Cuando Dolgy Vranc me miró, interrogante, me hubiera caído de sorpresa si ya no hubiese estado sentada. ¿Acaso me estaba pidiendo algo así como un permiso? Instintivamente, me giré hacia Lénisu y este sonrió.
—En lo que se refiere a mí, os acompaño. Me muero de ganas de ver a los dioses en acción —añadió dirigiéndose con extrema afabilidad hacia un Stalius impertérrito—. Y por supuesto —dijo implacable, antes de que pudiese abrir la boca— Shaedra va adonde yo voy.
—Yo sigo. —El semi-orco no parecía encantado.
—¿Quién demonios dijo que no iríamos todos juntos? —soltó Akín mirándonos a todos con aire perdido mientras yo mascullaba algo por lo bajo.
—Bien —dijo Stalius levantándose de pronto—. Ahora que hemos comido, a dormir. Hago el primer turno de guardia. Mañana bajaremos de la montaña.
Definitivamente, Stalius era un curioso personaje, parco en palabras y sin una pizca de humor. Un sharbí devoto que había encontrado a la Hija del Viento y que quería llevar esta a Acaraus para salvar a un pueblo que había desaparecido desde hacía más de treinta años, ahogado por el turbulento río del Aprendiz. Parecía alguna misión de leyenda propia de los libros míticos o de aventuras.
Y resultaba que Aleria siempre había vivido en un pueblo eriónico y no sabía nada sobre la religión sharbí, ni sobre los guaratos, salvo si había leído algo en los libros, lo que era muy probable. En fin, había que reconocer que Stalius tenía también una parte de la mente más realista: estábamos muertos de cansancio y la oscuridad nos empezaba a rodear con inquietantes garras de sombra.
Sin una palabra, me levanté y me tumbé en el pequeño jergón de hojas que me había hecho. No era muy cómodo, pero al menos no estaba en contacto directamente con la tierra.
—Es un marimandón —me murmuró Aleria cuando vino a tumbarse junto a mí.
—¿Quién? ¿Stalius?
—Y no me gusta que considere que voy a seguirlo porque sí, porque soy la Hija del Viento.
Hablaba muy bajito pero estaba segura de que Akín y Aryes, tumbados a dos metros, nos oirían perfectamente. Lénisu y Dolgy Vranc estaban tumbados del otro lado de la hoguera apagada y parecían conversar en voz baja. Era extraño verle a Lénisu hablar seriamente e, intrigada, me pregunté qué se estarían diciendo.
—¿Pero qué se supone que es eso de la Hija del Viento? —pregunté cuando supe que mi silencio se volvería insoportable para Aleria.
Vaciló y al cabo susurró:
—Stalius dice que es un secreto de los guaratos.
Noté que los murmullos de Dolgy Vranc y Lénisu se habían apagado. Era curioso darse cuenta de que la noche tenía tantos ruidos extraños. Se despertaban criaturas nocturnas, cigarras, búhos, murciélagos… esperé que no vendría ningún oso a atacarnos.
—Y aunque pueda parecer ridículo, Stalius me protege así que no puedo reírme de él a la cara, ¿no crees? —continuó al de un rato Aleria—. ¿Estás despierta?
—Sí —dije reprimiendo en vano un bostezo—. Estoy despierta. No te preocupes por Stalius, Aleria. Al fin y al cabo, ¿qué importa si vamos a las Tierras de Acaraus o a la isla de Ramalarkás? Tú lo que quieres es encontrar a Daian, ¿verdad? Y yo a Murri y a Laygra. Ninguna de las dos sabemos por dónde buscar, así que por el momento no perdemos nada por hacerle caso al marimandón, ¿no crees?
Estaba casi dormida cuando la oí contestar como para sí:
—Para ti las cosas parecen tan fáciles.
Aquella noche soñé con un gato. Creo que era el gato de rayas con el que a veces me encontraba en los tejados, junto a la taberna, y al que había bautizado con el nombre de Tigre. El felino me iba guiando por un laberinto muy complicado y yo corría, llamándolo. Iba cada vez más rápido y, entonces, cuando creí que el gato se me escapaba, se detuvo bruscamente, abrió la boca y sonó una risa aguda y estrangulada demasiado familiar que me despertó con un sobresalto.
El bosque, iluminado por la Luna, me dejaba ver claramente mi entorno. Junto a mí, Aleria y los demás dormían profundamente. El legendario seguía empuñando el pomo de su arma. Me daba escalofríos pensar en su vida pasada. Con tantas cicatrices, no podía haber tenido una vida muy relajada. Lénisu se agitaba en su sueño, como si estuviese teniendo una pesadilla… ¡una pesadilla! Acababa de soñar con la risa aquella que parecía resurgir de los recónditos de mi memoria en los momentos menos oportunos.
En una piedra, estaba sentado Dolgy Vranc y sus ojos negros me observaban fijamente. Por un momento, me quedé helada. Dolgy Vranc era una persona a la que nunca se podía llegar a conocer realmente e ignoraba tantas cosas sobre él que a veces su actitud me dejaba perpleja, sobre todo porque me daba cuenta de que era incapaz de adivinar sus pensamientos, en parte porque las expresiones de un semi-orco no eran iguales que las de otros saijits.
Como el sueño me había desertado completamente, me levanté en silencio y me senté junto a él murmurando:
—No puedo dormir.
—Tu tío tampoco parece estar descansando mucho. Parece ser de familia —soltó, señalando a Lénisu con la barbilla. Mi tío agitaba la cabeza como si estuviese luchando contra alguien, abría la boca y la volvía a cerrar con una mueca de disgusto.
Estar sentada al lado del semi-orco me ayudó a recordar que Dolgy Vranc me caía bien.
—¿No añoras mucho tu casa? —le pregunté en un susurro.
Dolgy Vranc resopló, divertido.
—Cuando era joven, no la añoraba. A mi edad, no serán unos cuantos juguetes los que me harán volver —aseguró.
Entonces le hice la pregunta que ansiaba hacerle desde hacía dos días.
—Tienes el amuleto, ¿verdad?
Por toda respuesta, Dolgy Vranc metió la mano en un bolsillo y sacó el colgante, sin dejármelo coger sin embargo.
—No se puede hacer gran uso de él —dije con una mueca dubitativa.
—No —admitió—. Al menos no nosotros. Un nakrús o un lich podría usarlo. Un coleccionista daría mucho por poder tener esto en las manos durante un breve segundo.
—¿Eres coleccionista? —me extrañé.
Dolgy Vranc me miró, sorprendido, y volvió a meter el amuleto en su bolsillo.
—No —dijo bruscamente—. No soy coleccionista. Ni comerciante. Sólo soy un humilde fabricante de juguetes —añadió guiñándome un ojo.