Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia
Suminaria se agachó para acariciar la hierba carbonizada con una mano suave y melancólica. Después de la desaparición del monolito, habían enviado algunos celmistas para recomponer el equilibrio de las energías y no sabía cómo se las habían arreglado pero habían calcinado toda la hierba en un diámetro de tres metros.
Todavía se hablaba en Ató de lo acontecido. La opinión variaba entre los que hablaban de impostores y confabuladores y los que hablaban de inconscientes valientes capaces de ir a salvar a tres snorís temerarios. Suminaria sabía que Lénisu y Dolgy Vranc habían forzado la entrada con un engaño vergonzoso para los Guardias que habían intentando sofocar el asunto con lo que había más gente que decía que el ternian y el identificador lo tenían todo planeado desde hacía días. El semi-orco, desde hacía unos días, había ido vendiendo algunos artículos valiosos, y no había comprado su habitual reserva de comida. Algunos ciudadanos de Ató estaban convencidos de que sabía que aquel monolito aparecería, si no lo había creado él, y que era difícil pensar que fuese inocente.
Pero Suminaria sabía que no tenían nada previsto. Cuando había ido a avisar a Lénisu, éste se había sobresaltado por el pánico. Pero la coincidencia era tal, que era difícil pensar que aquel monolito había sido un simple defecto del equilibrio energético.
No, a pesar de haberlo visto con sus propios ojos, Suminaria no conseguía entender lo que había pasado. A veces, como en aquel instante, lamentaba no haber intervenido. Podría haber detenido a Akín. Ni siquiera estaba segura de que la Aleria que había aparecido por el monolito blanco era realmente la verdadera Aleria. Tenía semejanzas, pero con tanta sangre negra en la cara, era difícil reconocerla y no dudar de que era realmente ella. Entendía perfectamente el choc emocional de Akín y de Shaedra, pero no entendía que hubiesen podido cruzar un monolito. Y su partida la hacía sentirse desgraciada. Y sentía envidia, también. Quién sabía si no se trataba de la misma envidia que había llevado a Agriashi Ashar a asesinar a su hermana, pensó, estremeciéndose de horror.
A Suminaria no le gustaba sentirse una Ashar. Ella no era como sus padres, fríos con los demás, codiciosos y casi fúnebres con sus espíritus calculadores en los que sólo contaba el poder de la familia. No quería ser como Agriashi, aunque ella fuese muy célebre en la región por haber permitido la fundación de Ató siglos atrás. Suminaria no tenía la intención de ser célebre, ni grande, ni poderosa, ni adinerada. Ella sólo quería amistad. Y con la desaparición de Shaedra, Akín y Aleria, tenía la impresión de haber perdido las esperanzas.
Un ruido la sacó de su ensimismamiento. Suminaria miró hacia atrás, asustada, y se relajó al ver a Ávend a unos metros, sentado sobre un tronco caído.
—Es difícil pensar que probablemente no los volvamos a ver, ¿verdad?
Suminaria sintió un escalofrío recorrerla toda entera.
—¿Crees que no los volveremos a ver?
—No lo sé. Es terrible perder a un amigo —murmuró.
Suminaria recordó lo que sabía de Ávend. Huérfano, vivía bajo la tutela de su tío, un mercante adinerado y huraño según había oído. Se las arreglaba bastante mal en lo que se refería a las energías, pero era increíblemente minucioso. Recordaba que no solía estar lejos de Aryes ni de Ozwil.
—Echas de menos a Aryes —soltó Suminaria observándolo con atención.
Ávend se mordió el labio inferior y se encogió de hombros.
—Claro. Como todos nosotros. Sé que tú no lo conocías casi nada, pero era un buen tipo —asintió como para sí con tristeza.
—Es un buen tipo —lo corrigió Suminaria—. No tenemos ninguna prueba de que no estén vivos.
Un susurro entre los árboles la devolvió de pronto a la realidad y miró a su alrededor, nerviosa. Sabía que en algún sitio escondido estaría Nandros, el agente del tío Garvel, protegiéndola y siguiéndola sin dejarle casi intimidad. Aquello duraba desde hacía días y Suminaria empezaba a sentirse más como una prisionera que como una protegida. Y aun así, todavía no había superado el temor de ser atacada de pronto por algún ser desconocido que odiaba tanto a los Ashar como para abalanzarse sobre una niña de trece años. Cuando pensaba que Shaedra le había salvado la vida y ahora se había marchado los dioses sabían adónde…
Ávend se levantó con ligereza y se acercó, posando una mano sobre su hombro con decisión. En su rostro brillaba un destello intenso que la turbó.
—Tienes razón, Suminaria. No tenemos ninguna prueba de que no estén vivos —afirmó.
Le sonrió con aire tranquilizador. Las comisuras de los labios de Suminaria se levantaron ligeramente mientras le empezaba a latir el corazón aceleradamente. Súbitamente, le gustó aquella nueva impresión de no sentirse tan sola.