Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató
Cuando desperté, Wigy estaba en el cuarto y acababa de correr las cortinas.
—Despierta, Shaedra, que hoy tienes pruebas escritas. Ánimo.
Ella no estaba para nada animada y parecía no haber dormido mucho. Yo en cambio me sentía reposada y mis manos parecían haber recapacitado un poco.
Wigy soltó un suspiro exasperado y apagó la lámpara que se había quedado toda la noche encendida.
—Desde luego, Shaedra, no aprenderás nunca. Estas lámparas no se dejan encendidas cuando uno duerme. Has estado a punto de prenderle fuego a la taberna.
Realmente parecía creérselo. Puse los ojos en blanco.
—A punto. Menuda exagerada…
Mi mirada se detuvo sobre el libro y me interrumpí.
—Oh no.
—¿Qué? De exagerada nada…
—No, no. El libro —dije, con los ojos fijos en una línea de tinta borrosa.
Wigy echó una ojeada al libro y parpadeó.
—¿Qué le pasa al libro?
Le señalé la línea imaginando mi triste destino. El Archivista Mayor me colgaría de las orejas y me sacaría los ojos, pensé, aterrada.
—¿Por estos pequeños borrones? ¿Se te ha caído la baba? —se echó a reír y la fulminé con la mirada, sin querer reconocer que la víspera me había puesto a pensar en Sain y había llorado. No había tenido noticias de él en todo un año, y podría no haber vuelto jamás, entonces ¿por qué me sentía tan triste al saberlo muerto?—. Venga, Shaedra, ¿no me digas que a estas alturas te da miedo un castigo por haber fastidiado una línea de un libro enorme?
La miré con fijeza y entendí que no tenía ni la más remota idea de quién era el Archivista Mayor de la biblioteca de Ató.
—Daría mucho por no tener que explicarle esto al Archivista Mayor —repliqué con una mueca pensativa—. Por cierto, gracias por la cinta, Wigy.
—De nada. Supe en el instante en que la vi que el azul te iría bien.
Vaya, me dije, sorprendida. Por una vez me sacaba un razonamiento más acorde con su presunto estado de hermana.
En los minutos siguientes, intenté reparar lo estropeado. Cogí una pluma, la unté en mi tintero y fui repasando sobre la tinta que casi había desaparecido: “considerando que hay en el mundo tantos jaipús diferentes como personas, diría…” Ahí se acababa la línea. El resultado me pareció aceptable. Soplé sobre la tinta durante un minuto entero, cerré el libro y lo puse en el saco, a salvo de todo daño.
—¡Shaedra! —me decía Wigy desde abajo.
—¡Ya voy!
Bajé las escaleras con la mayor ligereza posible. Los pies me hacían menos daño, pero aún los notaba doloridos.
—¿Qué hora es? —pregunté, cuando llegué abajo.
Wigy, como todas las mañanas, estaba pasando la escoba.
—Son las siete y algo. Todavía tienes tiempo, pero te desperté pronto porque se supone que tienes que estar un cuarto de hora antes de las pruebas. Además, te vendrá bien un buen desayuno.
—No digo que no.
Vi que en el fondo de la sala estaba sentada una silueta conocida y sonreí, acercándome con un buñuelo y un bol lleno de leche caliente.
—¡Buenos días, Lénisu!
—Buenos días, Shaedra. ¿Lista para escribir?
Agrandé los ojos y miré mis manos. Si había podido reparar una línea de libro, podría escribir, así que asentí y le pegué un mordisco a mi buñuelo, hambrienta.
—Pareces haber recuperado durante la noche —observó mi tío, cogió un gran trozo de huevo frito y lo engulló.
—Bah, es que he pensado que igual las garras me volverían a crecer. ¿Tú que piensas?
Después de todo, Lénisu era un ternian. Tenía que saber cosas de los ternians, ¿verdad? En todo caso, más que yo, que en toda mi vida sólo había visto a unos pocos. No perdía nada por preguntarle su opinión.
Lénisu se encogió de hombros.
—Verás, sobrina, a veces vuelven a crecer. Y a veces no. No sé mucho acerca de eso, yo nunca he perdido ninguna garra. Lo único que sé es que a los viejos se les caen para siempre —dijo con el ceño fruncido—, pero a menos que tenga dos monedas en lugar de ojos, tú no eres vieja.
Resumiendo: no tenía ni idea de si volverían a crecer o no. Bah, pensé con filosofía, quizá volviesen a salir dentro de unos años. Hice una mueca sufrida y meneé la cabeza.
—¿Y quién sabe si no soy vieja?
Bebí lo que me quedaba del bol y me levanté, determinada a acabar con esas historias de los exámenes.
—Tendré que irme si no quiero llegar tarde —dije.
—Buena suerte —soltó Lénisu levantando un puño.
Miré el puño frunciendo el ceño, luego entendí que era esa su manera de saludar y que se esperaba que yo respondiese chocando mi puño con el suyo… Miré mi mano vendada y oí el suspiro de Lénisu que retiraba su mano.
—Anda, y despabila. Si reaccionas tan lento en el examen eres capaz de devolver una hoja en blanco.
—Apuesto a que no has pasado un examen en tu vida —repliqué, cruzándome de brazos.
—Mmno —admitió—. Así que aprovecha la ocasión, porque me extrañaría que vuelvas a pasar exámenes en tu vida. Esas cosas son para los ajensoldrenses. Los pueblos de ternians, los verdaderos, no se molestan con tonterías. Los exámenes, son los exámenes de la vida. El que vive gana, el que muere pierde. —Frunció el ceño, mirando su plato vacío—. Me tomaré un segundo desayuno. Buena suerte —añadió, fingiendo solemnidad.
¡Un segundo desayuno! Ese cliente privilegiado era una ruina para la taberna, pensé. Me alejé y salí del establecimiento reflexionando en lo que había dicho Lénisu. Había hablado de los ajensoldrenses como de un pueblo ajeno a su realidad. Claro, existían muchos pueblos muy distintos de los habitantes de Ajensoldra. Las Tierras Altas, las Hordas… Perdí el hilo de mis reflexiones cuando vi a Lisdren, el hijo del tejedor, cruzar mi mirada y desviar la suya precipitadamente.
Miré a mi alrededor y vi que la gente se apartaba de mí como de la peste. Una madre cogió a su hijo de unos seis años y lo apartó de mí, nerviosa.
—Se parecen a nosotros, pero tienen la sangre agresiva de los bárbaros —dijo una voz por lo bajo.
Apreté los dientes y seguí avanzando a paso firme, el dolor de los pies me pareció mínimo en comparación con la rabia que sentía. ¡Tengo sangre de dragón!, le quise gritar a esa voz anónima.
¿Por qué de pronto todos se metían conmigo? No era la primera en pelearse con un compañero de clase, ni sería la última. ¿Por qué ese odio repentino?
Sólo se había acrecentado, me dije entonces. Antes ya me miraban raro, pero algunos toleraban mi diferencia. Lisdren llevaba años saludándome todos los días. Y hoy no me había saludado. La gente llevaba años mirándome como a un bicho curioso. Y hoy me odiaban porque había atacado a una Ashar.
Intenté recordar cuánto poder tenían los Ashar en Ajensoldra, pero apenas me vinieron unos nombres viejos de varios siglos. Una tal Agriashi que había financiado la conquista del este, hasta las Hordas. Había estado junto a Kabdáns Ató, el fundador de la ciudad de Ató, y lo ayudó a civilizar las tierras, a domar el Trueno y a construir el altar. Pero también financió una guerra contra los pueblos bárbaros de las Hordas, provocando una huida en masas. Y endeudó al rey de Aefna, porque en aquella época, en Aefna, existía un rey… Había otros nombres, pero no recordé ninguno de hoy en día. Lo que recordé fue que eran una gran familia de financieros y políticos que luchaban por mantenerse arriba de la sociedad.
En cuanto a Garvel, el tío de Suminaria, seguramente pertenecía también a la familia Ashar, aunque jamás lo había visto. No salía de su bastión… Tenía la impresión de que era una persona bastante poco agradable.
Me dolió pensar en Suminaria. ¿La habría desfigurado realmente? En el momento en que la había atacado estaba dominada por una furia tal… Ahora me avergonzaba de lo que había hecho. Tal vez Suminaria no fuese ni siquiera una traidora. Pero ¿por qué nos había llamado estúpidos de esa forma tan despectiva, como si de pronto se hubiese vuelto contra nosotros?
Recordé que uno de mis castigos era pedirle disculpas. Entré en la Pagoda Azul y me paré en seco delante de la puerta de exámenes. La mayoría ya estaba esperando ahí, sentada. Suminaria aún no había llegado. En el fondo de la sala estaba sentado el maestro Yinur, detrás de un enorme escritorio. ¿Nos vigilaría él? Probable.
Cuando entré en la sala, me sentí el punto de mira de todos. Yori me miraba descaradamente, Marelta mostraba abiertamente su expresión de desprecio, Laya y otros me miraban con miedo. ¿Miedo? Clavé los ojos en los de Salkysso y lo reconocí. Era ese mismo destello que brillaba en ellos el día en que los Guardias de Ató habían capturado a un escama-nefando vivo a la demanda de un investigador. Pese a estar muy maltrecho, el escama-nefando seguía siendo impresionante.
Sólo que yo no tenía ni la más mínima impresión de ser impresionante y no veía por qué me mirarían con miedo. Me senté en una mesa junto a Akín y crucé su mirada. Él no tenía miedo. Él parecía estar analizándome para adivinar qué tal me sentía.
Solté un suspiro de alivio. Al menos, la amistad era más profunda que unos simples arañazos.
Cuando entró Suminaria, mi alivio se derramó por los suelos y los infiernos. Tenía en la mejilla izquierda tres grietas que le habían estropeado la piel para siempre. Creí morirme de la vergüenza. Suminaria evitó mi mirada y se fue a sentar lo más lejos posible. Tenía ganas de salir corriendo. De marcharme de ahí con Lénisu para hacer algo bueno. Salvar a Murri, a Daian y a Aleria. Matar a Jaixel. ¿Matarlo? No, me dije. Yo no haría eso nunca. No lo soportaría, ni aunque fuese un lich y fuera malo y codicioso y todo lo que los dioses querían.
Me giré hacia delante, vi que el maestro Yinur me observaba de reojo. Apreté los dientes y me contuve de gritar y de abalanzarme hacia la salida.
—El examen ha comenzado —soltó entonces el maestro—. Tenéis dos horas.
De pronto, me di cuenta de que delante de mí tenía varias hojas. Les di la vuelta y vi la primera pregunta: «Cuente lo que sepa sobre la historia reciente del Imperio de Iskamangra centrándose en el acontecimiento del desembarco de Olitz». Me quedé unos minutos sin moverme. ¡Historia! Desde luego, últimamente la fortuna no era mi compañera de viaje.
Hice lo posible para escribir algo en todas las preguntas. Al de unos minutos, me empezó a doler la mano pero seguí, imperturbable. Dos horas después el maestro Yinur recogió nuestras hojas y distribuyó unas nuevas. Cuando le di la vuelta suspiré de alivio. Era el examen sobre las energías. Contesté a las preguntas sin real dificultad, aunque supe que en algunas no me había explicado bien. Por ejemplo, en una pregunta, incapaz de expresarme con claridad con términos técnicos, me había puesto a hacer una metáfora con la construcción de caminos y de túneles. Estaba segura de que a los correctores eso les sentaría como un garrotazo.
Me encontré rápidamente en el pasillo con toda una tarde libre por delante y con la impresión de ser odiada por toda mi clase. Estaba ya saliendo de la Pagoda Azul, analizando con una mirada crítica el estado de mi mano, cuando alguien me llamó:
—¡Shaedra!
Esperé a que Akín me hubiese alcanzado y anduvimos por la calle en silencio, sin que ninguno de los dos se atreviese a hablar. Y desde luego, ninguno de los dos estaba pensando en los exámenes.
—Aleria ha desaparecido —soltó Akín de pronto.
—Sí, lo sé.
Se detuvo en seco y nos miramos atentamente.
—¿No piensas hacer nada?
Akín había tomado un tono acusador y casi… furioso. Me quedé perpleja. ¿Qué razón tenía Akín para enfadarse conmigo?
—No tengo la culpa de que se haya ido —repliqué con más dureza de la que hubiera querido—, tal vez pensó que encontraría a Daian.
—Y tú piensas que no la va a encontrar, ¿eh?
Entorné los ojos.
—¿Por qué te enfadas conmigo?
Akín se mordió el labio y desvió la mirada bruscamente.
—Si no hubieses saltado al cuello de Suminaria como una salvaje quizá habríamos podido razonar con ella y decirle…
—¿Decirle que es probable que no vuelva a ver a su madre? —retruqué de mal modo, herida por sus palabras—. No, Akín, yo, en todo caso, te ayudaría a buscarla, pero no le diré que lo que busca quizá no exista ya… —se me quebró la voz.
Akín me miró fijamente, sorprendido.
—¿Harías eso por mí?
Estallé de risa, incrédula.
—¿Por ti? Perdóname pero Aleria no solamente tiene un amigo en este mundo, ¿de acuerdo?
Como parecía un poco aturdido le di unas palmaditas en el hombro y la retiré de inmediato con una mueca, con los ojos fijos en mis manos. Akín siguió la dirección de mi mirada e hizo también un mueca, como si sintiese mi dolor.
—Te quitaron las garras. Creí que aquello era un falso rumor.
—Pues va a ser que algunos rumores son ciertos —suspiré.
—¿Te… dolió mucho? —parecía mareado, como imaginándose el dolor que eso representaba. Era una de las pocas personas que parecían darse cuenta de lo que podía representar para mí perder las garras.
Me encogí de hombros.
—Bah. Estaba desmayada cuando me lo hicieron.
Un destello brilló en los ojos de Akín.
—No sé cómo se atrevieron. Sólo le hiciste unos rasguños. Nada más.
—Si hubiese sabido quién era en realidad, quizá me lo hubiera pensado dos veces antes de…
—¿Qué? —me interrumpió Akín, atónito—. ¿No sabías que Suminaria era una Ashar?
Me quedé boquiabierta.
—¿Así que tú lo sabías? Yo qué iba a saber…
Akín soltó una risotada y se tapó la boca, carraspeando, cuando las miradas se giraron hacia nosotros.
—No debería estar aquí —murmuró por lo bajo—. Mi padre me prohibió que te volviera a hablar, así que escucha. No te preocupes por Suminaria. Sus padres tienen mucho dinero y podrán quitarle esas cicatrices con alguna operación. Y en todo caso, no es para tanto, aunque no acabo de entender por qué le has atacado.
—Creí que era una traidora —dije con un tono inseguro—. ¿Lo es, verdad?
Akín meneó la cabeza.
—Nos dijo que el día del rescate de Sain, su tío le prohibió salir porque tenían una cena con no sé qué persona.
Caminamos en silencio durante un largo minuto. Así que Suminaria no había podido ir porque su tío Garvel le había prohibido salir.
—Suminaria tiene una vida mucho más cerrada que la nuestra —añadió Akín al de un rato—. No tiene que ser agradable ser una hija de los Ashar.
Sentí rabia al oír esas palabras.
—Sain sí que tiene ahora una vida cerrada. Por culpa de una maldita cena —escupí.
Akín me observó, turbado.
—No ha sido su culpa.
—No —suspiré—. Supongo que no —me brillaron los ojos—. La culpa es del Mahir.
—Shaedra —cuchicheó él—. No digas esas cosas tan alto.
Paseé la mirada por mi alrededor y me di cuenta de que ya habíamos llegado delante de la taberna.
—Odio toda esta historia —declaré de pronto—. Y si no me voy pronto de aquí, me va a dar un mal.
—Si vas a buscar a Aleria, voy contigo.
Me giré hacia Akín bruscamente.
—¿En serio?
—Sí —apretó los dientes—. Nunca seré un orilh como mi padre o como mis hermanos. Soy la oveja negra de la familia y —sonrió— pretendo serlo hasta el final.
Sonreí y me crucé de brazos.
—Nos marchamos dentro de cuatro días.
—¿El último día antes de los resultados? —se extrañó.
—Ajá.
—Estaré listo. —Sonrió ampliamente, contento de haber tomado una decisión—. Y la encontraremos. —Su voz sonaba fuerte y determinada, y en aquel momento casi me creí que nuestra misión era posible.
—La encontraremos —repetí.
—Por cierto, ¿qué tal los exámenes? —preguntó alegremente Akín. Parecía haberse liberado de un gran peso. Su alegría me contagió.
—Oh. El segundo examen, estupendo, por lo menos para mí. Historia, un desastre.
—Bueno, algo es algo. A mí me da la sensación de haber hecho un desastre por todas partes. Aunque es verdad que no estaba de humor.
—Me temo que pocos estarían de humor —razoné.
Cuando entré en la taberna, Lénisu y Kirlens se me abalanzaron para preguntarme cómo me habían ido los exámenes. Parecían estar compitiendo para ver quién sabía ocuparse mejor de mí.
Comí con Lénisu en la cocina y luego Wigy me cambió las vendas de mis manos. A las tres, salí de ahí para ir a la biblioteca. Sería una de las últimas veces que podría ir ahí, así que quise aprovecharlo. Además, tenía que devolver el libro sobre el equilibrio del jaipú, que apenas había podido empezar.
Con Lénisu habíamos resuelto que daría el dinero al día siguiente y que él me acompañaría, “no sea que aparezcan unos monos gawalts y te lo roben todo”. Con la suerte que tenía, no pude más que admitir que ir paseándome sola con dos mil kétalos era demasiado.
Cuando estuve instalada en la sección de Matemáticas, busqué el libro intitulado Las matemáticas básicas en las fuerzas energéticas. Era un libro fundamental y si no me sabía lo que había dentro, tenía fuertes probabilidades de fallar el examen del día siguiente.
Me senté y encendí una lámpara. Estaba sumida en la lectura de una teoría sobre no sé qué ángulos que tenía que tomar un relámpago de energía brúlica cuando sentí que alguien me observaba. Levanté la mirada y me encontré con los ojos purpúreos de Suminaria.
—Hola, Shaedra —dijo ella tímidamente.
Estuve un largo rato observándola sin contestar. Estaba sucediendo algo anormal. Suminaria parecía abochornada. No tenía lógica que me mirase con cara culpable cuando era yo la culpable de todo, ¿no? Además de sorprendida, me sentí un poco enfadada porque se suponía que hasta mañana no iría a pedirle disculpas. Ahora me tocaba improvisar.
—Hola —dije al fin con una perfecta neutralidad—. Supongo que has venido a reclamar tu dinero y a que me disculpe.
Suminaria se puso lívida.
—No, yo… bueno.
—Pues te pido disculpas sinceramente —solté, nerviosa, levantándome de mi asiento—. Estaba furiosa y no sabía lo que hacía. El dinero lo tendrás mañana, a menos que quieras pasar a recogerlo.
Estoy hablando con Suminaria Ashar, pensé. Estoy hablando con una Ashar. ¿Podía haber caído tan mal? Tenía ganas de salir corriendo. Apreté el puño con fuerza. El dolor me ayudó a reconcentrarme.
El rostro de Suminaria tenía una expresión de dolor. ¿Por qué cada vez que yo me sentía dolorida los demás parecían sufrir todavía más?
—Lo siento —soltó Suminaria. Su voz se quebró. Me quedé estupefacta: ¡estaba al borde de las lágrimas!
—No tienes por qué sentirlo —contesté, volviéndome a sentar.
—Lo siento —repitió con más firmeza—, porque la culpa la tengo yo. Debí haberte prevenido que probablemente no podría venir. No puedo escaparme de esa casa. Está llena de… alarmas y de guardias. Pero no lo siento solamente por eso.
Parecía estar sofocando cuando añadió:
—Cuando me atacaste, me entró el pánico. El dolor me cegó y activé un sortilegio muy potente. Una esfera nerviosa —tragó saliva mientras yo la miraba, atónita, sin tener la más remota idea de lo que era una esfera nerviosa—. Si la hubiese hecho correctamente, habrías podido quedarte paralítica del todo, o peor, tal vez habrías muerto.
Fruncí el ceño. Así que era eso. Suminaria se sentía culpable porque me había puesto en peligro de muerte. Así que me sentía aún con esa impresión de aturdimiento que no se me iba del todo… Pero Suminaria sólo había querido defenderse.
—Creo que preferiría morir a estar paralizada del todo —se me iluminó el rostro—. En todo caso, me alegro de que no seas tan buena celmista como pretendes. Sin embargo… —hice una pausa— sigo pensando que tú no tienes la culpa. Tú sólo intentabas defenderte.
—Y tanto —replicó Suminaria, poniendo los ojos en blanco.
Estallé de risa. Al fin parecía tener un poco de humor, pensé.
—¿Aceptas mis disculpas, entonces? —le pregunté.
—Si tú aceptas las mías.
Me levanté y puse mi mano sobre su corazón.
—Pues hagamos un trueque de disculpas.
Suminaria miró mi mano y palideció.
—Eso fue idea del tío Garvel —murmuró.
Tuve una mueca torva.
—Pues le recomiendo que no se cruce ni conmigo ni con Lénisu. Por su salud.
Suminaria abrió los ojos de par en par y yo le dediqué una inmensa sonrisa mientras ella llevaba su mano sobre mi corazón para hacer las paces.