Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató

11 La Piedra del Fuego

“¡Corre, Shaedra!” El grito de Marelta resonaba y retumbaba extrañamente en el pasadizo de piedras. “¡Corre!” le gritaba, y se reía con unas enormes carcajadas, los ojos brillantes de maldad, mientras la miraba correr, detrás de unos monstruos horribles hechos de sombras, garras y colmillos. Poco a poco, la voz de Marelta se fue transformando en un sonido espantoso. Sin explicárselo, supo de inmediato que era la risa del lich que la perseguía y la perseguía… Shaedra corría a toda velocidad, atragantándosele el aire en los pulmones. Le quemaba la garganta como si hubiese tenido brasas agarrándose a ella. Corría en una caverna oscura cuando de pronto desembocó en unas marismas. Más allá había un bosque enorme. Pero Shaedra se quedó en las marismas porque en ellas estaban de pie dos ternians, sobre una gran roca. Murri y Laygra. No la miraban. Estaban inmovilizados como estatuas, con unas muecas de dolor. A Shaedra le pareció que se le moría algo dentro…

Se despertó con el corazón latiéndole muy deprisa. Abrió los ojos enseguida. Malditos sueños.

Mecánicamente, pensó que tenía que moverse, se vistió, cogió su mochila, y bajó a la taberna. No vio a Wigy en ninguna parte así que cogió un bollo y salió sin haber pronunciado aún una sola palabra.

Mientras subía el Corredor, disfrutó del día que se anunciaba. El cielo clareaba, Ató se desperezaba, y la gente abría los ojos otra vez. Shaedra entró en la biblioteca para dejar el libro que acababa de leer y coger el siguiente que había apuntado en su lista de libros interesantes. Desde su escritorio, Rúnim le dedicó una leve sonrisa.

—Buenos días, Shaedra.

—Buenos días, Rúnim, ¿qué tal la muela?

El día anterior le habían tenido que arrancar una muela podrida. No tenía que haber sido muy agradable.

—De maravilla. Ya no me duele. ¿Y tú, qué tal con los estudios?

—Ahí van —contestó Shaedra con una gran sonrisa—. Vengo a devolver la Historia de la energía esenciática, y a coger el libro Mantenimiento del equilibrio del jaipú si es posible.

Rúnim asintió y sacó su libro de cuentas, tachando y escribiendo.

—¿Te pareció interesante el libro? —preguntó.

Shaedra asintió fervientemente.

—Mejor que el anterior. Parece que el escritor se ha esmerado en que uno no pierda el hilo.

Rúnim sonrió y asintió.

—Tuve la misma impresión al leerlo. Sakvi Méldarrion es uno de mis escritores preferidos.

Shaedra sintió otra vez que Rúnim la aconsejaba de maravilla. Meses atrás le había dado una lista de libros que a ella le habían parecido instructivos, Shaedra le había seguido al pie de la letra y rápidamente había sacado la conclusión de que Rúnim podría hacer una Archivista Mayor mucho más adaptada, eficaz y simpática que el actual.

—Vuelvo enseguida —le dijo.

Shaedra fue a devolver el libro en la Sección Celmista, y no tardó mucho en encontrar el Mantenimiento del equilibrio del jaipú que tenía fichado desde hacía un rato.

Cuando volvió, Rúnim le hizo un gesto para que se acercara y le habló en voz baja.

—Acaba de pasar Eddyl Zasur, ¿te lo has cruzado en la Sección Celmista?

Shaedra, con el ceño fruncido, negó con la cabeza.

—Dicen que será el próximo Dáilerrin y que Payus se marchará.

Shaedra agrandó los ojos. Obnubilada por el aprendizaje, había olvidado completamente qué día era aquel. ¿Cuántos días quedarían para el primer Jabalina del mes de Riachuelos?

—Hoy estamos al… ¿quinto Drusio? —interrogó, tratando de acordarse.

Rúnim soltó una risita, lo que era raro en ella cuando estaba dentro de la biblioteca.

—Hoy es quinto de Garra. Del mes de Tablonas —añadió, bromeando—. Me temo que estás muy metida en tus estudios. Deberías relajarte un poco.

Shaedra se ruborizó y se encogió de hombros.

—Para serte sincera, Rúnim, no me meto tanto en los estudios como otros.

Era verdad. La mayoría de sus compañeros snorís llevaban unas semanas con más nervios que unos conejos acechados. Aleria era una de las peores, Aryes la seguía de cerca, Laya, Marelta y Revis se agitaban como pulgas… En fin, los únicos que parecían estar más o menos tranquilos eran Akín, que siempre guardaba su humor pese a sus resultados catastróficos, Suminaria, que era la serenidad en persona, y Yori que, por arrogante, aseguraba que él no necesitaba estudiar, aunque Shaedra estaba segura de que en su casa trabajaría como un enano. Ah, y claro, Galgarrios, que nunca en su vida debía de haberse sentido presionado por el nerviosismo.

—Sé que conseguirás las pruebas con un buen resultado —la animó Rúnim.

—Eso espero. ¿Pero qué decías de Eddyl Zasur? —preguntó Shaedra—. ¿Por qué crees que Payus no va a ser reelegido?

—Porque Eddyl Zasur quiere ser elegido —susurró. Hizo una mueca pensativa y se enderezó—. Será mejor que vayas antes de llegar tarde.

Shaedra evocó en su recuerdo la cara de Eddyl Zasur, un elfo oscuro de unos cincuenta años, con nariz siempre fruncida y expresión severa. Una persona que llevaba la vida medrando, desprovisto de todo humor.

Shaedra puso el libro en su mochila naranja, diciendo pausadamente:

—Pues yo prefiero que se quede Payus, porque aunque es un vago, tiene imaginación. Eddyl no me da la impresión de ser un hombre con imaginación.

Encogiéndose de hombros, la dejó que meditase sus palabras, soltándole un:

—¡Cuida esos dientes!

—¡Y tú cuida mi libro! —replicó Rúnim.

Rúnim era un personaje curioso y no se llevaba bien con todo el mundo. A decir verdad, no tenía muchos amigos, ni tampoco muchos enemigos. Uno de los razonamientos simples pero no del todo falso habría consistido en decir que sus amigos eran los que respetaban y cuidaban sus libros y que sus enemigos eran los que hacían exactamente lo contrario. Como muchos alumnos temían la furia del Archivista Mayor, Rúnim solía no llevarse mal con nadie.

Shaedra había empezado por ser una enemiga suya potencial: un día se le había caído un libro ante Rúnim. ¡Horror! Rúnim se había puesto lívida de ira. Afortunadamente Shaedra, quien había indagado un poco sobre la personalidad de la bibliotecaria, había reaccionado disculpándose inmediatamente y proponiéndole que la castigase por su “falta imperdonable”. El rostro de Rúnim se había suavizado, pero no tanto como para no imponerle un castigo, y así era como Shaedra había empezado a colaborar con ella para ordenar la biblioteca y llevar libros de la Sección Celmista a los nerús que poseían recomendación. Al principio, Rúnim la miraba sin una palabra, pero la volubilidad de Shaedra le había hecho un poco más parlanchina y finalmente había resultado que Rúnim podía ser una persona agradable además de una bibliotecaria celosa de sus libros.

Se habría podido pensar que Aleria y Rúnim se llevarían todavía mejor. Hubiera podido haber sido, pero por una serie de casualidades habían llegado a una neutralidad tácita inquebrantable. La razón estaba en que Aleria y Rúnim tenían gustos muy diferentes por los libros. Mientras que Aleria prefería los libros técnicos y rigurosos, Rúnim prefería los libros poéticos y libres. Ahí estaba la pura, estricta y ridícula razón. Shaedra ya había intentado razonar a Aleria, pero no alcanzaba ésta a perdonarle a Rúnim su desprecio hacia tal libro o tal escritor. Shaedra había acabado por rendirse, aunque no entendía cómo podían existir entre la gente rencores tan ilógicos. Le recordaba un poco a la enemistad nata entre Jans y Akín. ¡No había una persona en Ató que no se llevase mal con alguien! Hasta Shaedra no se libraba: la mezquindad de Marelta la irritaba profundamente, y aunque se divertía contestándole réplicas mordaces, Marelta parecía una oradora incansable y Shaedra solía acabar rabiando, alejándose de aquella perturbadora implacable que inexplicablemente la había tomado con ella.

Salió de la biblioteca y se dirigió hacia la Pagoda Azul a paso firme. Aún quedaban unos diez minutos para empezar la lección, pero cuando entró en la arena ya estaban casi todos, estresados y silenciosos.

—Animaos un poco —soltó Yori—. Parece que os van a enterrar mañana.

Marelta y Aleria le soltaron al mismo tiempo una mirada asesina y Shaedra vino a sentarse junto a Akín y Galgarrios, saludándolos, mientras Aleria y Marelta se enfadaban con Yori. Debía de haber estado soltando varios sarcasmos seguidos y había alcanzado la línea límite.

Los demás estaban medio despiertos. Ozwil tenía ojeras y parecía que se había pasado toda la noche estudiando.

—¿Creéis que será difícil, este año? —preguntó Shaedra.

Akín se encogió de hombros.

—Y quién sabe.

—No tendría sentido que nos pusiesen algo muy difícil —razonó Suminaria.

Shaedra asintió, aunque se preguntó qué era para Suminaria algo difícil. Aun así, pensó que este último año había hecho muchos avances en comparación con Suminaria. Tal vez el jurado se viese generoso.

Las pruebas del primer año snorí eran las siguientes: el alumno tenía que pasar unos exámenes teóricos y luego unos exámenes prácticos. Los exámenes teóricos duraban dos días, los exámenes prácticos tres días. Al término de esos exámenes, daban una nota final algo arbitraria en que elegía el jurado qué rama era tu especialidad. Al año siguiente, se hacían otros exámenes en relación con los del año anterior y el jurado decidía si el snorí podía convertirse en un kal de la Pagoda Azul o no.

Y esas pruebas empezaban dos días después de la elección del nuevo Dáilerrin, es decir, que tenían cinco días para estudiar todo lo que podían. Shaedra, sin embargo, pasaba ampliamente de lo que se suponía que tenía que hacer. Leía, pero eran libros que ni siquiera le había recomendado un maestro, se entrenaba con las energías pero sabía que no actuaba como le pedían. El maestro Áynorin había intentado explicarle que el jaipú no tenía ningún espíritu aparte: según él, nadie podía comunicarse con las energías, se controlaban y punto. Suminaria le había dicho lo mismo. Aleria le decía que perdía el tiempo intentando hablarle a un sordo… pero Shaedra había notado pensamientos que venían de su jaipú, eran pensamientos de amistad y no quería imponer nada a un amigo. Cuando Shaedra intentaba explicarle lo que sentía, Aleria suspiraba exasperada. Ella escuchaba y obedecía a todas las instrucciones del maestro Áynorin, como había obedecido al maestro Yinur, pero… ¿por qué no se podía innovar un poco?

En un año, había aprendido a conocer el jaipú mejor que Suminaria, y si bien todavía tenía dificultades con la energía esenciática, le había ido cogiendo el tranquillo a la energía brúlica, aunque no acababa de entenderla enteramente y le parecía menos afectuosa que su jaipú. Cada vez que quería usar la energía esenciática, en cambio, le parecía que se sumía la cabeza en un cubo de agua y que se volvía sorda y ciega. Pero no era la única en tener problemas. Por eso Shaedra estaba más o menos segura de que sacaría una nota aceptable. En todo caso no podría salir peor parada que Galgarrios, pensó, sintiéndose algo culpable por el pensamiento. Pero no había remedio: Galgarrios era un desastre.

El maestro Áynorin llegó unos minutos tarde, como de costumbre. Iba cargado con una mochila hinchada.

—¡Buenos días, muchachos! —dijo, desde arriba de la arena.

Parecía contento. En un año, el maestro Áynorin se había convertido para Shaedra en algo así como en un hermano mayor. Era joven, tenía veinticinco años, y recordaba perfectamente sus años de estudio, sus dificultades a la hora de aprender, y aunque Shaedra se daba cuenta de que Áynorin controlaba mucho mejor la teoría que la práctica, no podía negar que poseía un don para la pedagogía, y entendía rápidamente los problemas que tenía cada uno de sus alumnos. Era un buen maestro, y encima, tenía humor.

Todos habían acabado por quererle. Hasta Suminaria, que al principio se comportaba de manera desdeñosa con él porque sabía que en algunas cosas era mejor que su maestro. La tiyana había estado meses dándoles lecciones a Shaedra, Aleria y Akín, aunque muchas veces esas lecciones degeneraban en puro juego. Galgarrios había seguido con ellos las clases, pero se veía día tras día que no le interesaba mucho aprender. Shaedra se preguntaba a veces qué demonios hacía ahí.

En todo caso, la influencia de todos había transformado a Suminaria en una persona un poco más abierta. Shaedra hasta sentía que la tiyana había aprendido más de ellos que ellos de ella, sobre todo en cuestión de sociabilidad. Ahora, Suminaria sabía bromear un poco, aunque Shaedra tuvo que reconocer que no era muy graciosa por naturaleza.

Áynorin no bajó las escaleras de piedra.

—Hoy no vamos a practicar en la arena —les anunció—. Subid y seguidme.

Un murmullo recorrió la arena. A Yori se le habían encendido los ojos. Shaedra leyó en ellos el ansia de aventura. Se giró hacia Akín mientras subían las escaleras.

—¿Crees que va a hacernos algo así como un amago de examen?

—Es probable —dijo él con una mueca, los ojos fijos en el maestro.

¿Qué habría pensado hacer?, se preguntó Shaedra, intrigada, mientras Áynorin salía de la Pagoda Azul sin pararse una sola vez, cargando con su saco y seguido de una tropa de catorce snorís.

Salieron de Ató por el Corredor y pasaron delante de la taberna del Ciervo alado. Era aún muy pronto pero ya se olía el olor a comida. Los mercados se estaban instalando y se oían chirridos de ruedas, golpes de cajas, conversaciones de vendedores hablándose tranquilamente desde sus puestos respectivos.

Pero Áynorin siguió bajando la calle, hasta llegar al puente del Trueno. Ahí se giró, contó sus alumnos y viendo que seguían siendo catorce, asintió para sí y soltó:

—Seguidme. Ya estamos cerca.

Intercambiando miradas curiosas entre ellos, los snorís cruzaron el puente pisándole los talones al maestro. Atravesaron unas huertas y un pequeño bosque, y desembocaron en una pradera bastante ancha y totalmente vacía.

—Bien, hemos llegado —declaró al fin Áynorin.

Shaedra miró el ancho claro, expectante. ¿Y ahora, qué?, se preguntó. Áynorin anunció, sonriente:

—Esto será nuestra primera prueba.

Todos se lanzaron ojeadas frenéticas. Shaedra tenía de pronto la boca seca.

—Pero, maestro Áynorin —intervino Aleria—. Esto… esto es sólo una prueba antes de que empiecen realmente los exámenes, ¿verdad?

Áynorin pareció sorprendido y, al ver que sus alumnos estaban todos muy nerviosos, sonrió.

—Claro. Es la primera prueba que yo tengo pensado haceros pasar para que no perdáis los estribos la semana próxima. Soy vuestro maestro, no vuestro jurado.

Shaedra sintió un inmenso alivio al tiempo que la invadía una enorme decepción al saber que Áynorin no formaría parte del jurado. ¿Quién podía conocer mejor sus habilidades sino su propio maestro?

—Bien —dijo el maestro—. Haced todo lo que podáis, y recordad: en los exámenes el jurado lo nota todo. No juzga solamente vuestro control sobre las energías, sino también vuestras ideas y vuestra astucia. Necesito a dos personas. Empezaremos por… —Se encogió de hombros—. Bueno ¿quiénes quieren empezar?

Se miraron todos de reojo, aprensivos, entonces dijo Yori:

—Yo.

—Y yo —soltó Ozwil, levantándose tan rápido que parecía haber botado sobre la tierra con sus botas saltadoras.

El maestro Áynorin los condujo al otro lado del claro y los tres desaparecieron en el bosque.

—¿En qué consistirá la prueba? —preguntó Salkysso, curioso, mientras se sentaban sobre la hierba a esperar.

—Quién sabe —contestó Kajert, mordiéndose el labio.

—Yo no me preocupo —aseguró Revis, bostezando para corroborar su afirmación.

—Seguramente, nos pedirá que hagamos algún sortilegio de endarsía —apostó Aleria.

—Oh, no… —masculló Kajert.

—A Shaedra seguro que le hace preguntas de historia —intervino Akín, burlón, mientras esta entornaba los ojos, amenazante—. ¿Qué?

—Eso ha sido un golpe bajo —repuso Shaedra muy dignamente— y no me des miedo con tus suposiciones.

—Tranquila, aún no han inventado aplicaciones prácticas para la Historia —se rió él.

Esperaron un buen rato hasta que el maestro Áynorin volviese a aparecer. Ninguno parecía dispuesto a ser el siguiente así que Shaedra se levantó con Aleria y cruzaron el claro.

Vieron a Yori y Ozwil, sentados en la hierba, pero el maestro Áynorin no las dejó acercarse a ellos:

—Si os hablan de la prueba, ya no hay sorpresa —les explicó.

Llegados al bosque, el maestro Áynorin les vendó los ojos. A Shaedra, la hizo dar unos pasos y sentarse sobre algo bastante cómodo que parecía ser una gran piedra.

—Ahora quédate aquí y espera —le dijo la voz de Áynorin. Shaedra asintió con la cabeza, a ciegas, sintiéndose algo incómoda. Oyó que el maestro se marchaba y la dejaba sola. Se removió, inquieta.

—Joven snorí —dijo de pronto una voz femenina que parecía de ultratumba. Shaedra se intentó concentrar para saber al menos si era una persona real la que había hablado, pero enseguida prosiguió la voz, obligándola a escuchar—. Estás en una sala subterránea rodeada de túneles. Tienes una espada en la mano y una piedra en el bolsillo. Proveniente de un estrecho túnel, oyes el grito apurado de un niño en la oscuridad. ¿Vas a ayudarlo?

Shaedra se quedó un momento en suspenso. No esperaba para nada una prueba de ese estilo. Al fin contestó lo obvio:

—Sí.

—Corres hacia el túnel y desembocas en otra sala mucho más grande —prosiguió la voz—. Ahí ves a un niño atrapado dentro de una planta de tízers. Se agita y grita, aterrado. ¿Qué haces?

Shaedra resopló discretamente. ¡Una planta de tízers! Estaba segura de que pocos en su clase recordaban lo que era un tízers y se precipitarían a salvar al prisionero.

—Tiro la piedra al corazón de la planta —contestó.

—La tiras y fallas: la planta está acurrucada y está a punto de devorar enteramente a su víctima. —Shaedra hizo una mueca—. Entonces el niño suelta estas palabras: Ajari-us endilvet né inishil dujuat.

Shaedra agrandó los ojos detrás de su venda. Eso era nailtés. Reprimió un resoplido y trató de entender la frase. Significaba algo como…

—¿Engulle la tierra y haz de tu sombra nada? —soltó, sin comprender.

—El niño sigue gritando: Elíns duj vartas kandamdor, erí ena, usishrá.

Shaedra no era ninguna experta en nailtés. Con sumo esfuerzo, trató de acordarse de las lecciones e intentó descifrar la segunda frase, que decía algo de sombras y de daño. Pero las declinaciones de aquel idioma del este siempre le habían parecido demasiado complicadas. Al cabo, la voz intervino:

—En la sala, ves de pronto el destello de un espejo. Ese espejo dice toda la verdad.

Shaedra entendió que ese espejo la podía sacar de apuros y soltó:

—Me dirijo hacia el espejo y le pregunto qué significan las palabras que acaba de pronunciar el niño.

—El espejo contesta: «Traga la tierra mágica y haz de tu sombra nada. En sombras convertida, alza tu sable, golpea y me liberarás».

El acertijo era más bien claro: le bastaba a Shaedra con comer la tierra mágica de la sala para hacerse invisible y matar la planta. Al menos eso era lo que había entendido.

—Bien… entonces engullo la tierra mágica, cojo la espada y golpeo la planta.

Un súbito rugido la dejó lívida.

—¡La planta se agita y ruge como un tigre! —tonó la voz—. Libera al niño y dice: Akaranié takara mis vurdastalatana. Unakaré kaaratastay.

Shaedra sonrió. Eso era naidrasio, su lengua natal. Y se notaba que la voz no estaba acostumbrada a hablarlo. La planta le suplicaba a Shaedra que le enseñase la luz y a cambio ella podría pedirle al espejo una última pregunta.

—Aquí está la luz —soltó Shaedra en naidrasio. Se concentró y echó un sortilegio armónico de luz. Con la venda, no supo si su sortilegio surtía efecto hasta que la voz dijese:

—Haz tu pregunta al espejo.

Shaedra no contestó, súbitamente nerviosa. ¿Qué podía preguntarle? ¿Y si ese espejo era real? ¿Y si la voz era capaz de…?

—¿Podría decirme el espejo si Jaixel existe realmente? —dejó escapar.

Hubo un silencio. Shaedra maldijo su idiotez. ¿Y si Áynorin había oído su pregunta? ¿Y si eso del espejo fuera sólo una tontería? ¡Pues claro que lo era! ¿Cómo había podido pensar un solo momento que un espejo así podría existir? Además, la voz tenía que pertenecer a una amiga de Áynorin que deformaba su acento para la prueba…

—Jaixel existe, pero no tiene nada que ver con esto.

La voz parecía sorprendida y como menos artificial, pero era la misma. Shaedra no pudo equivocarse más: esa voz existía en la vida real. Le había contestado a su pregunta porque sabía que Jaixel existía realmente. El espejo no tenía nada que ver con eso. El espejo no existía. Cualquier otro snorí lo habría entendido y se habría contentado con preguntar si había aprobado la prueba. Por un segundo, le entró el complejo de ser más tonta que Galgarrios, pero se recuperó rápidamente.

—Bueno… —la voz vaciló—. Ya está —anunció—. ¡Primer ejercicio acabado! Espera aquí un momento, no creo que Áynorin tarde mucho.

—¿Quién eres?

—Oh, me llamo Sarpi. Ah, mira, ya viene. ¡Buena suerte para el final de la prueba!

Shaedra sintió el brazo de Áynorin sobre su brazo. Se levantó y él le quitó la venda. Miró a su alrededor pero no vio rastro de Sarpi. El maestro Áynorin sonrió.

—Se ha ido a ver a Aleria. Venga, ahora empiezan las cosas serias.

El maestro Áynorin le pidió que examinase el morjás de varias plantas y que las reconociese. Shaedra tuvo que utilizar la endarsía para estudiar el tronco de un árbol cubierto de yedra y decirle a Áynorin si le parecía que el tronco estaba bien, se estaba muriendo o ya se había muerto. En un momento, le dijo algo que se parecía a un acertijo, que algo tenía que ver con la Piedra del Fuego. Y se sucedieron una buena serie de pruebas cortas del estilo, hasta que el maestro Áynorin levantó una mano y le dijo:

—Me ha parecido que te las has arreglado bastante bien. Ahora, ve a esperar con Yori y Ozwil por favor.

Y Shaedra se fue saltando hasta el linde del bosquecillo, con una sonrisa satisfecha en el rostro.

* * *

Abrió los ojos, emergiendo de una tranquila somnolencia, y lo primero que vio fue una inmensa extensión verde. Recordó entonces que se había dormido en la hierba, esperando a que todos hubiesen pasado la prueba. Por lo visto, todo había acabado y vio a Áynorin de pie, junto a una joven humana rubia vestida de una túnica morada y de un pantalón negro. Llevaba un puñal en el cinturón y tenía una sonrisa encantadora. Era la voz de ultratumba, entendió Shaedra.

Y el maestro Áynorin sonreía, muy contento, girándose hacia sus alumnos.

—Queridos discípulos, os presento a Sarpi, me ha ayudado a realizar vuestra pequeña prueba. Es mi mujer —añadió.

Shaedra levantó los ojos al cielo. Áynorin parecía el hombre más feliz del mundo.

—¿Qué les pareció entonces la prueba? —preguntó el maestro.

—Durísima —se quejó Akín.

—Pues no os esperéis que el jurado os ponga algo más fácil. Además, como lo habréis notado, se os pedirá que reflexionéis. El acertijo de Sarpi, o el de la Piedra del Fuego eran meros ejemplos.

—Había que utilizar mucho la endarsía —dijo Laya con una mueca.

—Cierto —admitió el maestro—. Pero es la energía que sabéis mejor controlar, normalmente. —Sonrió—. ¿Venís? Creo que os merecéis un poco de pausa y pensamos, Sarpi y yo, que un almuerzo no nos vendría mal —dijo, dando unas palmaditas cariñosas sobre su saco cargado probablemente de comida.

A todos se les iluminó el rostro.

—¡Un almuerzo! —exclamó Shaedra, levantándose de un bote, con una gran sonrisa.

En ese momento, cruzó la mirada escrutadora de Sarpi y su ánimo se redujo un poco. ¿Estaría pensando en la pregunta que le había hecho sobre Jaixel?