Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

25 Cuentos de Merbel

Volví de mi media inconsciencia cuando sentí de pronto una corriente de aire. Mi caída se aceleró súbitamente y la paré instintivamente, chocando contra el suelo. ¿El suelo? No. Me hundí otra vez, en un líquido frío y oscuro. Agua. Era agua salada. Escupí y traté de mantenerme a flote pese a mis heridas. Ashgavar, imprequé mentalmente tomando aire. ¿Dónde demonios me encontraba ahora?

«Naarashi,» jadeé. «¿Naarashi?»

Un temor sin nombre me invadió. ¿Se habría ahogado? ¿Se habría separado en la caída? Al fin, la sentí, agarrada a mi cuerpo. Suspiré de alivio. Vaya. Ni siquiera se había movido de sitio. ¿Desde cuándo me preocupaba tanto por alguien al que no conocía más que desde hacía unos días? La cogí con una mano y la levanté hasta la superficie del agua. Su pelaje, hundido, delineaba su cuerpo más flaco que el de un ratón. Al ver sus pintas, sonreí.

«Diablos, ¿sabes respirar bajo el agua?»

Naarashi emitió un bisbiseo afirmativo, arrancándome una mueca impresionada… que se convirtió en una mueca sobrecogida cuando me di cuenta de algo: veía. Veía en la oscuridad. Porque una luz nos iluminaba muy tenuemente, desde abajo.

No bien me percaté de ello, algo me agarró de los tobillos y tiró de mí. El dolor que sentí en mis heridas fue tan agudo que perdí completamente consciencia.

Las tinieblas se deshicieron y mi mente se pobló de sueños, no, de recuerdos del Jardín. Junto con Naarashi, seguí la vida de una princesa elfa obsesionada por las runas, decidida a acabar con la maldición que pesaba sobre su lineaje. Seguí la vida de un elfo enamorado de las flores, la de un sereno filósofo que cuestionaba la existencia del mundo, y sentí calor y paz en las últimas palabras pronunciadas por un anciano a su progenie, un anciano que había vivido más de cinco mil años…

“El tiempo es una falacia. Nos recuerda el final y la muerte para inducirnos a actuar y valorar nuestras decisiones. Y ahora que muero y mi tiempo se apaga, las revaloro y temo que pierdan sentido pero… extrañamente, no lo hacen. Aun sin tiempo, el valor de nuestras vidas es extraordinario.” Sus ojos sonríen a sus hijos, nietos y bisnietos. Su voz se hace más débil. “Dónde está el Bien, dónde está el Mal, no importa, mientras podáis decir sinceramente: amo mi vida. Somos nuestros deseos y nuestra imaginación. Somos lo que hacemos y lo que pensamos.” Su mano aprieta con dulzura la de su hija tan querida. No lamenta nada. “Naarashi,” murmura. Y recuerda: yo fui uno de los runistas en crear la barrera del orbe, ayudé a dar a luz a una reliquia capaz de acumular conciencias, Naarashi lo sabe todo sobre mí y sobre mi pueblo. Ella no juzga ni condena. Susurra: “Amadla y os amará, pues ella somos nosotros, vuestros ancestros, vosotros… y nuestros descendientes.”

Os seguiré mirando a través de sus ojos, pensó, mientras los suyos, lentamente, se cerraban para siempre. No sabía entonces que su pueblo acabaría extinguiéndose ante el ataque de una horda de nigromantes, arpïetas y esqueletos… ni sabía que, por asegurar una vida longeva para su pueblo, había condenado a su diosa a una prisión eterna. Naarashi recordaba los siglos de soledad, absorbiendo los recuerdos de los insectos sin ver pasar por el Jardín un solo saijit. Recordaba al nigromante Márevor Helith contándole historias mientras construía los portales. Él le había traído a numerosos niños traumados por la guerra. Había conocido entonces a Irsa. De no ser por ella, de no ser por Yánika, habría quedado atrapada por siempre en el Jardín, nutriéndose de conciencias sin desearlo… Pero ahora todo había cambiado: había sido liberada de la reliquia. Por primera vez en su vida, había actuado por voluntad propia manipulando la energía del Jardín para crear dos cuerpos: uno para ella y otro para aquel que había pedido ayuda. Por primera vez, había creado algo. Por primera vez, era capaz de amar a alguien sin que nadie, en su amasijo de conciencias, lo hubiera amado antes. La felicidad la embargaba. Se sentía como una madre mirando a su recién nacido.

Los pensamientos de Naarashi se deshilacharon con el sueño, reemplazados por un zumbido bajo y continuo. Mi órica revoloteaba a mi alrededor, acunada por el aire renovado de la rocaleón. ¿No se suponía que me había ahogado? Abrí los párpados. Luces de varios colores fluían ante mí. ¿Kérejats? Un sonido de ultratumba alcanzó mis oídos. Todo lo que oía se deformaba y se ensordecía. ¿Acaso la saliva corrosiva de la hidra me había dejado medio sordo y medio ciego? Cerré mi puño, contraje mis músculos. El dolor era real. Significaba que seguía vivo, ¿verdad?

Un súbito tirón me arrancó un mohín. Bajé la vista hacia mi torso descamisado: mis heridas habían sido vendadas y ahora parecía un saijit momificado. Me dolía, pero menos de lo que habría imaginado después de haber pasado entre las fauces de una hidra. De modo que alguien me había traído hasta ahí y había cuidado de mí. Hasta me habían tumbado sobre una gruesa alfombra con almohada. Fuesen quienes fuesen, supuse que debía de estarles agradecido.

Me enderecé poco a poco sobre mi alfombra. Más allá de esta, el suelo, de nácar y rocaleón, titilaba bajo las luces naranjizas de unas conchas incrustadas en la pared. Alcé los ojos hacia el alto techo. Enjambres luminosos como los de los kérejats lo alumbraban, difusos y silenciosos… Parecían estar nadando dentro del techo. ¿Era acaso posible? A no ser que… ¿el techo estuviera hecho de agua? Desafiaba toda lógica gravitacional… exactamente como el agua milagrosa del lago.

Oí de pronto una voz y me giré hacia el resto de la amplia y fastuosa sala. Vi a dos criaturas bípedas y musculosas equipadas con una túnica dorada, pantalones ajustados, bandanas con perlas y unos pinchos afilados en el puño derecho y la cola… El tiempo que entendiera que eran nurones armados, uno de ellos se había acercado y me levanté nerviosamente.

«Ho-Hola,» dije. «¿Habláis abrianés? ¿Caéldrico? Gracias por atenderme,» agregué en ambas lenguas. No tendrían malas intenciones después de haberme salvado la vida, ¿verdad?

La nurona que se me había acercado le dijo algo a su compañero en un idioma desconocido y, tras una vacilación, me hizo una señal para que los siguiera.

«Seguid,» pronunció con torpeza.

Ambos me escoltaron hacia el fondo de la gran sala. Pasamos unas cristaleras y desembocamos en una amplia galería profusamente adornada con figuras esbeltas de sirenas, nurones, peces y algas sinuosas. Los guardias se detuvieron, a tiempo porque empezaba a marearme y mi visión me fallaba. Pestañeé. Ante mí, sobre un pedestal de mármol, se alzaba el dorso de un gran asiento cubierto de escamas centelleantes. Y más allá, había una balaustrada protegida con una cortina de agua milagrosa. Daba a una gran caverna sumergida. ¿O era una simple ilusión? ¿Una pintura cambiante muy realista? Fuera como fuera, la vista era espléndida. Había casas en conchas gigantes y estalagmitas retorcidas, parques de algas, medusas, bandadas de peces luminosos, nurones atareados y… aquella criatura rechoncha y con cabeza de pulpo que avanzaba lentamente en otra galería del palacio, ¿sería un mauna? Dominando la caverna, unos tallos inmensos se alzaban como árboles ancestrales sin ramas: los rodeaban dos o hasta cuatro anillos blancos que alumbraban tanto como las piedras de luna.

«¿Los Reinos Profundos?» murmuré, asombrado. El reino submarino pacífico del que nos había hablado Galaka Dra… ¿realmente existía?

«¿Los Reinos Profundos?» repitió de pronto una voz femenina y fuerte. Provenía de detrás del asiento con escamas. Sólo entonces me fijé en la tela blanca que se expandía alrededor de este, el codo hincado en el reposabrazos, el largo mechón de pelo de un azul claro que ondulaba hasta tocar el suelo… Por cómo los dos guardias nurones se habían detenido a unos metros de distancia, comprendí que no podía sencillamente acercarme para ver a mi interlocutora. ¿Sería la dirigente de aquel lugar? Afortunadamente, hablaba abrianés. Agregó: «Los Reinos Profundos han desaparecido hace miles de años. ¿Dónde has oído ese nombre?»

«Ah…» dije, algo nervioso. ¿Estaba enojada o era mi imaginación? «Un compañero lo leyó en un libro.» Hubo un silencio en que mis ojos siguieron a un mauna que ascendía por el agua agitando sus tentáculos junto a la galería. Carraspeé. «No sé a quién debo las gracias por salvarme pero…»

«¿Salvarte?» me interrumpió ella. Vi su brazo adornado de perlas aparecer del otro lado del trono, realizando un simple ademán mientras confesaba: «No pensaba hacerlo. Pero dos de mis invitados dijeron que eras amigo suyo y cambié de opinión. Por cierto, ¿este es tu animal de compañía?»

La vi alzar su única mano visible. En ella llevaba una bola de pelo claro. Se me heló la sangre en las venas.

«¡Naarashi!» exclamé. Inconscientemente, quise dar un paso hacia delante, el dolor estalló en mi torso y la guardia nurona posó una mano sobre mi hombro para ayudarme a sentarme sobre un banco de la galería. Attah… «Gracias,» carraspeé. Escudriñé el trono con una mirada prudente. «Naarashi es una compañera mía. ¿Qué haces con ella?»

«¿Ella?» repitió la nurona. «Así que es hembra. Parece ser inteligente. No para de intentar escapar para ir a buscarte.»

Naarashi bisbiseaba, obviamente incómoda entre las manos de su captora. Rechiné los dientes.

«Por favor, no le hagas daño.»

«¿Por quién me tomas? »

Se levantó y, desde mi banco, divisé su media silueta revestida de tejidos nacarinos. Su larguísimo pelo azul claro caía en cascada hasta sus pies, desplegándose hasta abajo del pedestal. Se giró y pude ver su rostro cubierto de escamas muy finas y de un gris tan claro que casi parecía blanco. Pese a sus rasgos de pez típicamente nurones, emanaba una belleza estática y antinatural que me recordó extrañamente a la estatua de Tokura en el Templo del Viento. Con delicadeza, apretó a Naarashi contra su mejilla. Parecía apreciar la suavidad de su pelaje. Sus grandes ojos reptilianos y rojos me escudriñaban.

«¿Conoces a un joven llamado Melzar?»

Su pregunta me tomó por sorpresa.

«¿M-Melzar?» repetí. «Claro. Es un amigo… o más bien un compañero… bueno…»

¿Acaso podía llamar compañero a ese muchacho pesimista, lúgubre y siempre atado a sus dagas? Apenas lo conocía, a decir verdad…

«¿Y a Lotus?» inquirió ella.

Fruncí el ceño y asentí, cayendo en la cuenta de lo que significaban sus preguntas: Erla Rotaeda y Melzar habían pasado por ahí.

«De hecho, vine a estas mazmorras siguiendo a Lotus,» admití.

Con un poco de suerte Erla Rotaeda se encontraba bien. Si es que no se había ahogado en ese agua milagrosa antes de llegar abajo… Volví al momento presente cuando la nurona movió su fuerte cola, haciendo tintinear sus numerosas perlas decorativas. Se acercó unos pasos. Sus ojos, vistos de cerca, parecían como dos orbes de fuego mágico. Declaró:

«Melzar me ha dicho quién eres. Eres Kala, ¿verdad?»

Me quedé un instante paralizado. ¿Kala? Oh, entendí. Melzar me había presentado como a Kala y no como a un Arunaeh. Iba a explicar el malentendido cuando ella agregó:

«Si no hubieras sido uno de los Ocho Pixies del Caos, no habría llamado a los mejores médicos del reino para tratar tus heridas. Estabas horrible.»

Apreté los labios, felicitándome por haber callado a tiempo. Dioses, dioses, ¿qué estaba pasando? Ahora que acababa de separarme de Kala, ¿tenía que hacerme pasar por él? ¿Quién diablos era esa nurona vestida como una reina?

«Lotus y Melzar…» murmuré.

«Están en Merbel,» me confirmó ella. «Se hospedan aquí desde hace unos cuantos días. A cambio de una promesa, le suministré a Lotus el antídoto para salvar a su hermano, y un joven llamado Aroto y un guerrero Zorkia se marcharon con el remedio hasta Dágovil hace una decena de ciclos. Ahora, ese tal Psydel Rotaeda debe de estar curado y recuperándose. Si Lotus me hubiese dicho antes que pretendía salvar a un Rotaeda, me lo habría pensado más… o tal vez no,» meditó. «El caso es que no esperaba tener tantas visitas por culpa de esta historia. Nos llevamos todos una buena sorpresa cuando aparecieron Zombras en la plataforma, seguidos por unos dokohis obsesionados con el Mago Negro de la guerra de Dágovil… Aún no puedo creer que Lotus participara en una guerra así y se reencarnara en un miembro del Gremio…» Se cubrió el rostro con la mano, murmurando: «Válganme las Profundidades, yo que no creía en fantasmas, sólo veo apariciones del pasado desde hace unos días. Tal vez sea cierto que los destinos persiguen a la gente. Sea como sea, esos Zombras y dokohis parecen decididos a esperar el regreso de Lotus. Mi madre hasta mandó subir a los presos de Makabath que cayeron al lago, y aun con esas esos dagovileses se niegan a marcharse sin la ‘nahó Rotaeda’. ¡Qué pesados! Pues que esperen sentados. No la liberaré hasta que haya cumplido su promesa. Nuestro reino no teme a los terrestres,» afirmó con orgullo. Y frunció el ceño, absorta. «Aun así, es frustrante saber que no recuerda siquiera quién es. Y Melzar sólo sabe lo que Rao le ha contado. Es frustrante,» repitió. «Pensar que soy la única que lo recuerda todo.»

Mientras la escuchaba hablar, la estupefacción fue creciendo en mí como una marea. Espiré, atónito, mirándola con fijeza, y solté al fin:

«¡¿Tafaria?!»

La nurona esbozó una sonrisa como diciendo “ya te ha costado entenderlo” y dio unos pasos majestuosos por la sala presentándose:

«Soy Sassarah Tafaria Ors'En'Kalguia, princesa de Merbel,» Su gruesa cola de nurona se balanceaba rítmicamente. «No pensaba nunca encontrarme con ninguno de vosotros, pero supongo que, en cuanto entrasteis en estas mazmorras, era de esperar que llegarais aquí. Al fin y al cabo, hoy en día, los portales de las mazmorras no son como en la antigüedad. La mayoría de los visitantes aterrizan en el laberinto. Y los que no… quién sabe qué les ocurre.»

Agrandé los ojos. ¿Quería eso decir que Rao, Chihima y los Zorkias…? Si no habían llegado ni al Jardín ni al Laberinto de la Muerte, ¿dónde estaban ahora? Abrumado por tanta incógnita, sacudí la cabeza e intervine:

«Un momento, ¿has dicho… la princesa? ¿No se supone que Rao reencarnó a Tafaria en un recién nacido abandonado?»

La princesa volteó bruscamente y palidecí recordando mi precaria situación.

«Fui abandonada,» admitió con sorprendente soltura. «Mi madre siempre ha sido una reina estricta con su pueblo y consigo misma, y más aún antaño. No podía aceptar que su descendiente fuera una criatura defectuosa como yo, con branquias deficientes. Así que mandó que me dejaran en un templo terrestre en la frontera dagovilesa. Meses después, unos bandidos norteños atacaron el templo y le prendieron fuego antes de marcharse. Sobreviví al incendio de milagro pero hubiera muerto de hambre de no ser por Rao. Cuando me encontró, no sabía de quién era hija, obviamente, y reencarnó a Tafaria, pensando cumplir mi deseo de nadar a voluntad… pero no se fijó en que mis branquias no funcionaban. Según Melzar, sigue pensando que me hizo un favor. Bueno,» rió por lo bajo, «supongo que es mejor estar encerrada en una gran sala aislada con vistas a un bello reino que en una lágrima dracónida. He llegado a amar a mi pueblo y a ser amada por él pese a mis defectos. Contempla, Kala. ¿No es un hermoso lugar?»

Se detuvo ante la barandilla, admirando la ciudad de Merbel. Me levanté y me acerqué, guardando juiciosamente las distancias, consciente de que los dos guardias observaban uno y cada uno de mis movimientos.

«Un… hermoso lugar sin duda.»

Nahô, Alteza, princesa… ¿Cuál de esos títulos se usaría para hablar con ella? En realidad, seguramente ninguno, dado que los nurones de Merbel no hablaban abrianés. Como Tafaria seguía observando su luminosa villa submarina, mis ojos fueron cautivados de nuevo… por la ciudad y por su heredera. Una Pixie del Caos. Parecía genuina. No veía por qué mentiría, de todas formas. Tras un silencio, me atreví a preguntar:

«¿Por qué regresaste a este reino?»

Tafaria puso cara ensimismada. Tardó en contestar.

«Cuando regresé, apenas había cumplido un año,» dijo al fin. «Aun así, recuerdo vagamente aquellos días, probablemente gracias a mi reencarnación. Después de salvarme del templo, Rao se quedó conmigo durante varios meses; entretanto, mi madre la reina envió numerosas expediciones en mi búsqueda. Un día, unos nurones me encontraron y me trajeron de vuelta a Merbel. Resultó que mi madre se había arrepentido de su decisión y quería aceptarme como hija. Aun hoy, lamenta sus acciones pasadas, incluso si ya la he perdonado. Me dio una infancia feliz, me amó y consintió todo lo que pudo. Algo que no conocí en mi anterior cuerpo. Gracias a mi inteligencia precoz, incluso pensaron que había sido bendecida por nuestros dioses pese a mis branquias deficientes.» Se giró hacia mí. «Nunca les hablé de los Pixies. Estaba convencida de que Rao había muerto. ¿Por qué, si no, no vino a buscarme? Eso me dije. No se me ocurrió pensar que la memoria de un recién nacido no es fiable, incluso cuando lleva una mente madura. No recuerdo bien lo que pasó pero… parece ser que Rao también olvidó los detalles cuando se reencarnó. Según Melzar, sólo recuerda haberme reencarnado en nurona y no recuerda cómo me perdió. Es extraño,» murmuró. «Recuerdo mi vida anterior como si fuera ayer, pero soy la única en haber echado a un lado el pasado. Sin Rao para reencarnaros, sin Lotus para salvarnos, ¿para qué reunirnos los ocho? Perdón por ser un poco derrotista. Y egoísta. Mi vida aquí… ha sido mi mejor cura contra las Máscaras Blancas. Y el mejor regalo que podía darme Rao. Pese a las branquias,» apuntó con una punta de diversión.

Hablaba de manera abierta, ensimismada y honesta. Sin los recuerdos de Kala, no recordaba bien cómo era Tafaria, pero, de algún modo, su monólogo meditabundo me resultó familiar. Tafaria, la Sirena, que había usado sus gritos sobrenaturales en la evasión del laboratorio, haciendo estallar tímpanos y cristales a su paso… al crecer, había demostrado ser despiadada contra sus enemigos, testaruda y a la vez extremadamente cariñosa con sus hermanos. Por eso, si descubría que yo no era en realidad ningún Pixie… dudaba que se lo tomara bien. Tragué saliva y comenté:

«Estoy seguro de que Rao se alegraría de ver que tu infancia fue feliz.» Y se llevaría una buena sorpresa si supiera que había fusionado a Tafaria en el cuerpo de una princesa… Carraspeé. «Por lo demás, tal vez no seas la única en olvidar adrede. Aún nos queda por encontrar a Mani. Es decir, Roï Zaku. En cuanto a Lotus… como habrás podido ver, no recuerda nada y cree ser únicamente la hija adoptada de los Rotaeda. Puede ser que sus recuerdos estén simplemente sellados. Antes de meternos en las lágrimas, estableció un vínculo energético entre los Pixies y, me pregunto, tal vez si reunimos a todos los Pixies consiga recordar algo…»

«¿Y si no quiero que recuerde?» me interrumpió ella. Me erguí, asombrado. ¿Cómo? Con el mentón alzado, me miró de soslayo. «Precisamente porque recuerdo el pasado, no quiero que nuestro Padre recuerde.»

Me turbé. Ah.

«Ciertamente… sería hacerle un favor no hablarle de su pasado,» admití.

Solamente por ser quién era, Lotus era perseguido, detestado y adorado por los dokohis, temido en todos los Pueblos del Agua, codiciado por sus conocimientos celmistas entre los nahós del Gremio de las Sombras, rebuscado por sus orígenes Arunaeh… Francamente, ¿quién desearía recordar un pasado con tantas pésimas consecuencias? Tafaria ladeó la cabeza, pensativa.

«Has cambiado. Sin duda, el Kala de antes querría recuperar egoístamente a su Padre. El Kala de antes no pensaría en las consecuencias y, al encontrar a uno de los Pixies, estoy casi segura de que lloraría de alegría.»

Attah… Tamborileé nerviosamente sobre la barandilla contestando:

«Lloro de alegría por dentro. Diecisiete años cambian a cualquiera.»

Tafaria me sondeaba, suspicaz.

«Mm. Di. Por lo que sabemos, Rao atravesó el portal de Makabath y se perdió. Melzar, Boki, Lotus y tú estáis aquí. Y dices que nos falta por encontrar a Roï Zaku… ¿Y Jiyari? ¿Sabes dónde está?»

«¿Boki está aquí?» resoplé, incrédulo.

«Otro que no recuerda nada,» suspiró Tafaria asintiendo. «Y tan cabezota como siempre. Kibo,» pronunció con cierto sarcasmo. «Vino con los Zombras a por Lotus, o más bien a por Erla Rotaeda. Cuando Melzar me dijo que era Boki, lo hice bajar aquí, a mi palacio. Este está protegido por una capa de azalga, así que no hay que temer el agua de fuera.» dijo, señalando la cortina de agua milagrosa que rodeaba toda la sala. «Esperaba que te despertaras para llamarlos a ambos. Ahora se encuentran fuera, visitando la ciudad o haciéndole compañía a Lotus, algo de eso.»

Apoyado contra la balaustrada, alcé la cabeza, confuso.

«Están… ¿en el agua?» pregunté.

«¡Exacto! Para salir, usamos escafandras especiales,» explicó con tono entusiasta. «Las diseñé yo. Son seguras, pero tenemos pocas, obviamente porque… soy la única en usarlas a diario para salir de mi palacio. Recibimos pocas visitas de terrestres por el portal de la plataforma de arriba porque da a un sitio del norte de Dágovil poco accesible, y por nuestro segundo portal, que da al océano Mírvico, sólo entran criaturas marinas de modo que… Merbel es una ciudad apartada del mundo de los terrestres. Y pretendo cambiar eso,» declaró, echándome una mirada orgullosa. «Lotus, Erla Rotaeda, reparará el monolito que guía a la Superficie. Madre aprueba mi plan. Estar conectados con Rosehack nos ofrecerá un mundo de posibilidades.»

Sus ojos brillaban de ansias de aventura. Conque, a cambio del antídoto para Psydel, le había pedido a Erla que reparara un portal…

«Si lo que quieres es comercio,» dije, «¿por qué no empezar con el portal que va a Dágovil? Aunque no sea fácil de acceso…»

«Jamás,» me cortó Tafaria. Sus ojos se iluminaron. «Mi pueblo tiene malas relaciones con los dagovileses. Y yo, como Pixie, los odio particularmente.»

Por el Gremio, entendí. Asentí, suspirando.

«¿Crees que Erla podrá reparar el portal? »

La princesa se encogió de hombros.

«No pienso liberarla hasta que lo haga. De hecho, no pienso dejar que los Pixies os marchéis hasta entonces. ¿Algún problema?»

Pestañeé.

«B-Bueno…»

Prefería evitar volver a Dágovil escoltado por un grupo de Zombras o dokohis pero entre eso y quedarme toda la vida en un palacio bajo el agua…

«Mmpf,» gruñó Tafaria para sí. «Lotus prometió reparar el monolito, y cuando Lotus hace una promesa, siempre la cumple, ¿verdad?»

¿Esperaba acaso mi aprobación? Sorprendido, asentí.

«Entiendo. Pero un portal hacia la Superficie… ¿acaso es posible?»

Con la mirada posada en la ciudad, Tafaria enseñó una sonrisa de lado, burlona.

«Funcionaba hace mil años, ¿por qué no funcionaría ahora?»

Una lógica aplastante. La nurona estaba sin duda segura de sí misma y de la honestidad de Lotus. Sólo que ahora Lotus no era el Lotus de hacía cincuenta años precisamente.

«No me has contestado a mi pregunta, por cierto,» agregó. «Sobre Jiyari.»

«Oh. Estaba conmigo antes de que cayera en el lago,» contesté. «No sé qué le ha pasado después de eso, pero iba bien acompañado así que… si todo fue bien habrán conseguido pasar la barrera rúnica y llegar a la plataforma.»

Callé, reparando en la mirada fruncida de Tafaria fijada en mí. Pensé entonces que seguramente Kala no habría sido capaz de evaluar la situación como yo y habría gruñido sin pausa hasta asegurarse de que Jiyari, Rao, Lotus y Melzar se encontraban bien. Tras haber tenido a Kala tanto tiempo en mi cabeza, no era tan difícil prever sus reacciones. ¿Qué podía hacer para ser más creíble? Decir que estaba terriblemente preocupado ahora no sonaría natural.

«Esto… Agradecería tener noticias suyas y de sus compañeros,» añadí. Mar-háï, Kala jamás habría hablado de manera tan formal…

«Que han pasado la barrera rúnica, ¿dices?» soltó Tafaria con el ceño fruncido. «Lo dudo mucho. Nuestras llaves rúnicas vienen de la Villa Arcana. Sin ellas, es imposible romper una barrera de los Arcanos. Ni Zeïpuh ha conseguido nunca romperla por mucho que se chocara contra ella cuando nadaba en el lago de azalga. Con lo cual, Jiyari sigue en las marismas… Eso si no ha tenido problemas con Zeïpuh,» murmuró, súbitamente inquieta.

«¿Zeïpuh?» repetí, interrogante.

«Oh.» Parecía de pronto algo nerviosa. «Es una hidra. No creo que la hayas visto. Conmigo es muy cariñosa, pero sé que puede ser un poco agresiva con otros saijits. De cruzarte con ella, la recordarías. Huh-huh…»

Me quedé mirándola, boquiabierto. La hidra, ¿cariñosa con Tafaria?

«Dánnelah… ¿Le has puesto nombre y todo?»

«Es… mi amiga de infancia,» confesó con una sonrisilla culpable.

¡¿S-Su amiga de infancia?! Tragué saliva. Si llegase a saber cómo la había tratado yo en el lago… Debí de bajar demasiado la vista hacia mis heridas porque Tafaria dijo entonces:

«P-Por supuesto, las heridas que recibiste no tienen nada que ver con Zeïpuh. Es normal que no recuerdes como te las hiciste. Las marismas de Kayshamui son traicioneras, llenas de bichos…»

¿Se estaba burlando de mí?

«¿Quién ha dicho que no recordaba?» resoplé. ¿Acaso esperaba que hiciera un esfuerzo de amnesia para perdonar a la hidra? Ya-náï: no cuando aún veía tan claramente su enorme garganta abierta, ansiosa de engullirme. Empezaba a entender el súbito nerviosismo de Tafaria. Ante su expresión culpable, levanté los ojos al techo y suspiré. «Sea como sea, no hace falta preocuparse por la hidra porque estoy seguro de que mis compañeros han pasado la barrera. El runista que nos acompaña en nuestro grupo definitivamente es capaz de romper una barrera arcana,» afirmé. De no ser el caso, prefería no imaginarme en qué situación estarían ahora, atrapados en las marismas, en compañía de… Zeïpuh.

Tafaria había adoptado una expresión intrigada.

«Tendré que comprobar con mis propios ojos si ese runista es tan bueno.»

Para hacerlo reparar el monolito junto a Erla, adiviné. Suspiré.

«Supongo que no le molestará descubrir una ciudad submarina,» comenté por lo bajo. Al contrario, ya veía la expresión embelesada de Galaka Dra posarse sobre cada bandada de peces luminosos…

«Sigo dudando de que haya conseguido pasar la barrera rúnica,» replicó Tafaria.

«¿Así que tu usabas una llave especial para pasar a ver a tu amiga con dos cabezas?» pregunté.

Tafaria no se ofendió. Parece que hasta le hice recordar buenos tiempos, pues sonrió diciendo:

«Mi padre es arqueólogo y le fascinan los Reinos Profundos y la Villa Arcana. Si has pasado por esta, habrás tenido que ver los muros cubiertos de motivos y jeroglíficos. Son tantos por descifrar y desenterrar que mi pueblo lleva generaciones estudiándolos. Es una fuente de sabiduría tremenda, con tecnologías perdidas, sortilegios perdidos, historias perdidas… ¿Ves?» dijo, haciendo un gesto con la barbilla hacia la ciudad de Merbel. «Aquel edificio que se alza entre las demás casas, el de la gran concha roja, es la biblioteca. Ahí guardamos nuestros libros, escritos en papel marino. Ningún terrestre podría sacarlos de ahí, porque el papel marino se destroza una vez que entra en contacto con el aire. Sea como sea,» carraspeó, dándose cuenta de que se había apartado del tema, «usamos llaves rúnicas de los Arcanos para activar la cápsula que sube desde Merbel hasta la plataforma y también para pasar las barreras. Y no sólo guardamos llaves rúnicas: también conservamos mágaras increíbles. Algunas todavía son usables, otras siguen siendo un misterio, y muchas están medio rotas y tratamos de repararlas. De niña, acompañaba a mi padre cada vez que subía a la Villa Arcana. Así conocí a Zeïpuh y me hice amiga de ella.»

¡¿Tan sencillo?! Resoplé.

«Me extraña que no te devorara cuando te vio.»

«A mí me ve diferente,» sonrió con cierta satisfacción. «Verás. Un día, cuando tenía cinco años, mi padre y yo desenterramos una caja encantada en runas arcanas. No entendimos bien para qué servían esas runas pero abrimos la caja sin problemas. Dentro descubrimos un gran huevo negro con puntos dorados. Lo primero que pensamos fue: hubiera lo que hubiera dentro de este huevo estará muerto desde hace milenios. Bueno… El caso es que mi padre se despistó y toqué el huevo con la mano. El huevo se abrió y apareció Zeïpuh. Primero sacó una cabeza, luego la otra… Tropezaba y emitía chillidos como cuando le maullaban los gatos a Rao. Me pareció tan bonita y graciosa que le puse un nombre y le serví de madre hasta que se hizo mayor. Sabe que, sin mí, se encontraría realmente sola porque… al fin y al cabo es la única hidra en esas marismas. Si lo hubiese pensado mejor, la habría hecho pasar por el portal de la plataforma cuando todavía era pequeña y podía atravesarlo. Pero… bueno, no está sola. Me tiene a mí, a mi padre, a mis hermanos y a un par de amigos míos. Lo visitamos y le llevamos comida. Me pregunto qué pretenderían hacer los Arcanos metiendo un huevo de hidra en una caja así…»

El silencio se prolongó. Probablemente Tafaria fuera la única princesa de Háreka encariñada con una hidra.

«Espero que no estuviera consciente dentro del huevo durante tantos años,» solté de pronto.

Tafaria me echó una mirada curiosa.

«Creo que no lo estaba. Si Lotus nos durmió en las lágrimas para que no perdiéramos el juicio y estuvimos en ellas durante poco más de treinta años, Zeïpuh no habría aguantado dos mil años en esa caja.»

Ciertamente. Me llamó la atención entonces una sombra que se acercaba a la galería con rapidez. Un nurón. Sus potentes coletazos azotaban el agua, impulsándolo hacia delante. Atravesó la cortina de azalga sin detenerse y aterrizó de bruces en el suelo nacarino, salpicando agua y mascullando.

«Layath…» gruñó Tafaria. «¿Siempre se te olvida que mi palacio no es de agua o lo haces queriendo?»

«Her-Hermana,» espabiló Layath, masajeándose la nariz, aún sentado en el suelo. «Acabo de bajar de la cápsula con Padre. Ha pasado algo increíble. Un grupo de aventureros ha conseguido abrir la barrera arcana de la plataforma, pasar y cerrarla detrás.»

Tafaria agrandó mucho los ojos. Naarashi aprovechó su asombro para escaquearse y correr hacia mí con sus patas cortas escondidas en su pelaje. La recogí, sonriéndole levemente. Al fin volvía a mí. Suspiré, aliviado, tanto por ver en forma a mi pequeña diosa como por la noticia: Galaka Dra había conseguido forzar la barrera.

«¡Te juro que no es mentira!» afirmaba Layath, levantándose. «Si no me crees, pregúntale a Padre. Ha bajado a los responsables y ahora está interrogándolos en el Pabellón Rojo.»

«Te creo, Layath. ¿Cuántos son?»

«Diez. Según dicen, sólo uno de ellos ha abierto la barrera. Un joven de pelo largo y negro. Pero lo más extraño…» Sus ojos chispearon. «Es que cinco de ellos, incluido el runista, llevan un símbolo especial en su ropa.»

«¿Un símbolo?»

«Tres círculos morados. ¿No te recuerda algo?»

Tafaria frunció el ceño.

«¿Tres círc…?» Entonces, se quedó boquiabierta. «¿Arcanos?»

Era la primera vez que oía relacionar esos tres círculos con los Arcanos. En el Jardín, había visto el símbolo de un círculo con una estrella en medio, representación de un Ojo de Eol y símbolo de la eternidad para el ya desaparecido pueblo élfico, según Bellim. Había pensado que los tres círculos que llevaban los cinco milenarios derivaban de eso. Pero por lo visto no era tan sencillo.

«¿Y si fueran reales?» se entusiasmó Layath.

Tafaria sacudió la cabeza.

«Bobadas. Los Arcanos desaparecieron hace más de mil años. ¿Has visto a Zeïpuh?»

«Salí de la barrera a verla. Está de malhumor. Algo ha debido de pasarle por culpa de esos terrestres.» Palidecí mientras Layath insistía: «Oye, Tafi, volviendo al tema de los Arcanos, piénsalo, si fueran reales…»

«¿Está al corriente Madre de todo esto?» lo interrumpió Tafaria.

«Padre me ha enviado a informarla…»

«¿Entonces qué haces informándome a mí antes?» exclamó la princesa, resoplando. Agarró a su joven hermano y lo apremió empujándolo hacia la balaustrada: «Si vuelves luego con Padre, dile que trate bien al grupo, que entre ellos hay una amiga llamada Jiyari.»

«¿Eh? ¿Otro Pixie?»

«Ya lo has oído.»

Layath se fijó entonces en mi presencia y se paró contra la balaustrada, repeliendo las manos apremiantes de su hermana y diciendo:

«¡Vaya! ¡Estás despierto! Y vivo. Cuando te recogí, parecías muerto…»

«¡Layath!» gruñó Tafaria.

¿Era él el que me había agarrado del pie justo después de salir del lago de azalga, al caer en las aguas de Merbel? Supuse que debía agradecérselo.

«¡Ah! Ahora que lo pienso,» agregó el joven príncipe. «Allá arriba, me he encontrado con tu gemelo. Se me ha tirado encima casi literalmente de lo preocupado que estaba por ti. Le he dicho que estabas curándote. Y tu hermana menor me dio esto para ti… Una hermosura, lástima que no tenga cola ni cresta…» Tafaria lo empujó dentro de la cortina de azalga y su exclamación se ensordeció. Sonrió alzando una mano: «¡Yô!»

Salió nadando con la agilidad de un pez y desapareció detrás de una enorme medusa que pasaba. Me había lanzado una bolsa. En ella, estaba mi piedra de luna. Quedé desconcertado. ¿Por qué me mandaba eso mi hermana? No necesitaba particularmente una piedra de luna ahora. Más bien necesitaba un buen mediador para explicar el malentendido una vez que Kala revelara su identidad a Tafaria.

La princesa se había vuelto a sentar en su trono, pensativa. Comenté:

«Tu hermano rebosa de energía.»

«Mm. Es cuatro años menor que yo. Mi padre dice que de pequeño le mordió una anguila eléctrica y se quedó hiperactivo.»

Sonreí.

«Todo lo contrario de mi hermano mayor.»

Tafaria alzó la mirada.

«Ahora que lo recuerdo, Melzar comentó que Rao te había reencarnado en un Arunaeh. Así que eres de la misma familia que Lotus. Y que Nalem.»

Me sobresalté, sobrecogido. Todos los Pixies sabían que Lotus era un Arunaeh, pero… ¿de qué conocía Tafaria a Nalem?

«¿Conoces a mi abuelo?»

Tafaria esbozó una sonrisa nostálgica.

«¿Tu abuelo? Así que ya es abuelo. Cómo pasa el tiempo. ¿Y sigue vivo?»

«Se pasa el día con las rocas pero sí, sigue vivo,» dije.

Sonrió como alegrada y se recostó contra el asiento recordando:

«Me lo encontré una vez. Después de la evasión del laboratorio, pasamos por los acantilados de Temedia. ¿Recuerdas?»

Era la primera vez que oía decir que los Pixies habían viajado hasta Temedia. Eso estaba al sureste del mar de Afáh. De ningún modo habían podido estar ahí “de paso”. ¿Cuántas vueltas habían dado por los Pueblos del Agua antes de salir a la Superficie? En cuatro años, supuse que habían podido dar muchas.

«Habíamos seguido la Serpiente Rocosa que va casi hasta la isla Sheyra y nos habíamos instalado al pie de una gran columna,» recordó Tafaria. «Ya en aquella época, me gustaba cantar. Lo malo es que entonces mi voz tenía un poder tremendo e hice caer varias estalactitas gordas del techo del mar de Afáh.»

Agrandé mucho los ojos, cayendo de pronto en la cuenta.

«La leyenda de la Sirena del Desastre,» murmuré. Dioses… Había contado la leyenda a Livon hacía tiempo, hablando de las ventajas del Datsu y de cómo mi abuelo había conseguido acercarse a la sirena y tranquilizarla con palabras. “Mi abuelo no es de los que se impresionan fácil: no creo que se lo haya inventado.” Eso le había dicho a Livon y ahora me daba cuenta de lo poco que yo mismo había creído en la historia en realidad. Pero era cierta. Y esa criatura tan extraña que había conocido mi abuelo… era Tafaria, una Pixie del Caos.

Háblame de coincidencias, suspiré.

«Nalem Arunaeh,» continuó Tafaria. «Me hizo una gran impresión. Se acercó sin miedo y me sonrió. Un hombre dulce como pocos, y sensible, y paciente…» Me atraganté con la saliva. ¿Dulce, sensible, paciente? ¿Mi abuelo? ¿Dónde? Prosiguió: «Me enseñó que el canto está para embelesar y no para aterrar a la gente. En el momento, no le entendí del todo pero… os convencí a todos para cambiar de lugar y dejar a los barcos tranquilos, ¿no lo recuerdas?»

«Desgraciadamente, no,» admití.

«Mm,» se ensombreció Tafaria. «Se diría que soy la única que lo recuerda todo.»

Aquello parecía desanimarla. Entonces, su mirada se fijó en Naarashi, encaramada en mi hombro. Ladeó los labios con una expresión absorta y se levantó de golpe, soltó unas órdenes a sus guardias en su lengua y me explicó:

«Voy al Pabellón Rojo. A ver a tus compañeros. Tal vez…» me echó una ojeada de biés, «Jiyari no haya cambiado tanto como tú.»

Tuve un tic nervioso.

«¿Puedo ir yo también?»

«No. Estás herido. Los esfuerzos de los médicos se arruinarían si salieras ahora.»

Attah… Mi intención era estar presente cuando se encontrara con Kala, para que todo se explicara. Pero era cierto que, dadas mis heridas, no me veía nadar a ningún sitio. Ya empezaba a sentirme cansado con sólo estar de pie.

De pronto, vi a la princesa quitarse el vestido de perlas de un movimiento y agrandé los ojos ante su descaro, tan sólo para darme cuenta de que llevaba debajo la misma ropa ajustada que su hermano Layath. Recogió su larguísimo cabello y descolgó de su cinturón una especie de máscara armada con un tubo fosforescente. Mientras se la colocaba sobre el rostro, entendí que debía de tratarse de ese famoso invento que le permitía respirar bajo el agua. ¿Estaría hecho con rocaleón? ¿O bien habría usado una mágara arcana? Ante mi mirada curiosa, Tafaria enarcó una ceja escamosa y desvié la vista, incómodo.

«Por cierto,» dije, «parece que tenéis vuestro propio idioma en Merbel, pero he notado que tu hermano te habla en abrianés. Me ha sorprendido.»

«Mis hermanos y yo adoptamos el abrianés como nuestra lengua secreta cuando éramos pequeños,» clarificó Tafaria. Su voz, a través de la escafandra, sonaba extrañamente masculina. Se encogió de hombros, divertida. «Irónicamente, el abrianés es el idioma más hablado entre los terrestres de allá afuera, ¿verdad? Bueno, allá voy,» declaró la princesa, dando un salto ágil sobre la balaustrada. «Puedes descansar o pasearte por mi palacio. A estas horas, no hay nadie de todas formas. Dejo a Maylin contigo por si necesitas algo.» Señaló al guardia nurón más alto. «Madre me obliga a ser escoltada siempre por alguien por si se me estropea la escafandra. No confía en mis inventos. Así que Zrala y Maylin me siguen desde pequeña. ¡Son como mis segundos padres!» Agarró amistosamente a Zrala del brazo. Esta masculló algo en su lengua como preguntándole a Tafaria de qué estaba hablando. La princesa agitó la mano con inocencia, replicando, y se giró hacia mí. «Si son todos amigos tuyos, intentaré invitarlos a mi palacio. Habrán pasado muchos años desde que no te veía y has cambiado pero…» sus ojos sonrieron, «los hermanos siempre se apoyan entre ellos incondicionalmente, pasen diez o cien años, ¿verdad? Nos vemos. Yô.»

Plegó sus largas piernas de nurona y se propulsó contra la cortina de azalga. La atravesó y pronto estuvo nadando en la ciudad, azotando el agua con su cola en compañía de Zrala. La seguí con los ojos hasta que la perdí de vista, entre bandadas de peces, maunas y algas.

Extrañamente, me llenó de alegría ver a Tafaria nadar así, con la libertad de un ave en el cielo. Sonreí. Tal vez sus branquias no funcionasen, pero su verdadero sueño se había hecho realidad.

Acababa de regresar a mi alfombra y mi almohada, consciente de mi creciente fatiga, cuando de pronto sentí una corriente de energía proveniente de mi piedra de luna; la saqué de su bolsa pestañeando ante su resplandor y oí la voz bréjica de Yánika:

“¡Hermano!”