Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 4: Destrucción
«Mi mejor amigo de infancia fue un anobo. Mi segundo, un héroe.»
Bluz
* * *
La Vanganisa se encontraba en el barrio central de la capital. Según Sharozza, teníamos cita a las quince horas con el contacto de nuestro cliente, así que nos tuvimos que poner rápidamente en marcha después de comer. Los horarios eran diferentes en Dágovil que en el templo porque el ciclo de luz de las piedras de luna, en el techo, cambiaba completamente. Así pues, para los dagovileses de la capital a las quince horas acaba de empezar el día. Cenaban a las tres de la noche. Eso significaba que nos quedaba un largo día de trabajo.
—«Está bien que por una vez el cliente nos pague el alojamiento,» se alegró Sharozza mientras andábamos a buen paso por la avenida.
Hice una mueca.
—«Pues a mí me da mala espina. Eso significa que el trabajo va a durarnos más de un día.»
—«Bueno…» Sharozza vaciló. «A lo mejor nos dura dos. ¡Pero, teniendo en cuenta la paga, tendremos todas las comodidades posibles!»
Fruncí el ceño, enfriado.
—«Tú dijiste que nos llevaría un día.»
La Exterminadora me dedicó un guiño bien visible confesando:
—«Si hubiese durado más no habrías aceptado venir, ¿no?»
Le devolví una mirada sombría. Resoplé de lado pero no contesté. Eché un vistazo atrás. Por una vez, no me encontré con Saoko. Le había pedido que se quedara con Yánika. Yodah decía que tenía muchos lugares interesantes que enseñarle a esta, pero cuando yo le había preguntado durante la comida qué pensaba enseñarle, sólo contestó cosas raras: que si la tienda de una vidente que atinaba más que la media, que si un barbero muy entrañable totalmente incapaz de dejar de hablar, que si una asociación de marginados de la sociedad y otra que se dedicaba a intentar entender el lenguaje de los gatos. En cuanto había oído eso Rao había preguntado si podía unirse, y Yánika había sonreído contestando, chistosa:
—«¡Claro que sí, Raozella!»
Ya imaginaba a los tres brejistas paseándose por Dágovil y visitando sitios raros. En fin… Yodah era así. Y Rao, por lo visto, no le iba a la zaga para algunos gustos. Sentí un poco de compasión por Jiyari y Saoko por dejarlos en tal compañía.
—«¡Ajá!» dijo Sharozza. «Aquí está. Hace como un lustro que no entro ahí.»
Apenas entrado en La Vanganisa, entendí que aquel era un establecimiento caro, de esos a los que iban los altos funcionarios, los grandes comerciantes, titulados y miembros del Gremio. Adopté instintivamente la actitud fría y distante que caracterizaba habitualmente a los Arunaeh. No me apetecía nada caer en las lisonjas y el modo afectado de esa gente.
Al ver nuestros inequívocos atuendos de destructor, un criado humano se acercó enseguida a nosotros y se inclinó diciendo:
—«Bienvenidos a La Vanganisa, mahis. Se les espera en un cuarto de atrás. Si hacéis el favor de seguirme.»
Lo seguimos. Sentí unas cuantas miradas girarse hacia nosotros a medida que cruzábamos la parte delantera de la taberna y pasábamos ante cubículos separados por biombos. Los cuartos de atrás, por lo contrario, estaban separados por espesos muros de roca. El criado llamó a la puerta de uno, recibiendo inmediata contestación, y se retiró en silencio mientras nosotros entrábamos.
Kala desvió la mirada de la alfombra roja que cubría la estancia hacia los cojines, la mesilla, el bufete… Le volví a tomar el cuerpo para centrarme en el contacto de nuestro cliente.
Era un drow de mediana edad, de ojos tan rojos como los tenían los típicos drows de Dágovil. Llevaba una túnica oscura de manga corta y un cinturón blanco, así como un gorro rojo en la cabeza que lo designaba como criado especial de una familia. Normalmente, sobre esos gorros oficiales, aparecía el símbolo de la familia a la que servía, pero ese drow lo había doblado de tal forma que el símbolo no se veía —signo de que, teóricamente, no estaba ahí por trabajo. Pero su rostro tenso y sudoroso decía lo contrario. Se inclinó con rapidez.
—«Buen rigú.»
—«Buen rigú,» respondimos.
—«No esperaba que fuerais a ser tres,» confesó el contacto.
En realidad, éramos cuatro. Kala debió de pensar lo mismo pues las comisuras de nuestros labios se curvaron. Sharozza se adelantó y, adoptando un tono profesional y mesurado poco propio de ella, le entregó la carta al drow diciendo:
—«Reglas de seguridad laboral para trabajos de esta envergadura. No supone ningún problema, ¿verdad?»
El contacto cogió la carta pero no la abrió. Tuvo un tic nervioso y se aclaró la garganta diciendo:
—«Ninguno. Aunque siento deciros que la recompensa no aumentará por ello. El asunto es delicado…» Echó un vistazo hacia la puerta que Bluz había dejado abierta y, percatándose, este iba a cerrarla cuando el otro dijo: «Seguidme, por favor. Creo que entenderéis más rápido si lo veis con vuestros propios ojos. Por aquí.»
Sentí urgencia en sus gestos. Ni siquiera nos había invitado a sentarnos y ya nos conducía hasta el lugar de trabajo sin explicarnos nada. En el momento en que salía de la estancia, me fijé en el brazalete que llevaba en la muñeca. Inspiré, suspenso. Se parecía mucho a los brazaletes que había visto en el laboratorio del Gran Lago.
Sharozza y Bluz salieron tras nuestro guía sin una palabra y Kala los siguió. No salimos de la taberna por la entrada principal: La Vanganisa estaba por lo visto conectada a un tramo de túneles privados. De lo cual deduje que, de haber sabido quién era el propietario de la taberna, habría sabido muy probablemente qué familia era la que nos iba a pagar esos doscientos mil kétalos.
Al de un rato de avanzar por túneles, me di cuenta de que, si hubiese tenido que volver a La Vanganisa solo, me habría perdido con toda seguridad. En un momento, cruzamos una puerta guardada por dos drows armados. Nada en sus uniformes me ayudó a adivinar el nombre de nuestro empleador. Tras recorrer otro túnel igual de desierto, subimos unas escaleras, pasamos por un pasillo mejor iluminado y desembocamos en un enorme patio empedrado con cuatro estatuas. Reconocí el lugar de inmediato al posar la mirada sobre las siluetas pétreas que se alzaban, formando un cuadrado en el centro. Los Cuatro Inventores, los llamaban. Estábamos en la Academia Celmista de Dágovil.
La última vez que había estado ahí había sido para pasar unos exámenes de destructor, con doce años. Recordaba un patio animado de estudiantes y profesores de todas las edades. Aquel día, sin embargo, el patio estaba casi desierto. Habíamos pasado ya por delante del enano barbudo Graken, el Tercer Inventor, cuando caí en la cuenta de que, con la Feria, la Academia cerraba siempre sus puertas. Lo sabía porque Varivak, que era un gran asiduo a la biblioteca de la Academia, solía tomar sus vacaciones en esa época del año para volver a Taey y evitar de paso las invitaciones a bailes y cenas de la Corte de Dágovil.
Mientras cruzábamos el gran patio, Bluz me dedicó una sonrisa diciendo:
—«Estas estatuas, las esculpió el abuelo de nuestro Gran Monje. ¿Lo sabías?»
—«Lo sabía.»
—«Son grandiosas,» se maravilló. «La última vez que estuve aquí, apenas me fijé en los Inventores. Es que tenía los exámenes para el diploma oficial. Recuerdo que estaba más nervioso que una pulga.»
Rió nerviosamente. Le devolví una sonrisa burlona.
—«Contrariamente a ahora.»
Bluz caminaba como si estuviese hecho de madera rígida. Se sonrojó violentamente y confesó bajando la voz:
—«Es mi primer trabajo de envergadura. Doscientos mil kétalos…»
—«No es poco,» concedí. «Pero relájate, Buz. Draken te habrá enseñado que siempre hay que guardar la calma durante el trabajo, ¿no?»
Bluz hizo una mueca y masculló algo sobre su nombre por lo bajo antes de asentir replicando con fuerza:
—«Descuida, mahí, no deshonraré el templo. Haré lo que tengo que hacer.»
Sus ojos rezumaban toda la indecisión que su voz trataba de ocultar. Suspiré interiormente. Por más que hubiese pasado los exámenes, Bluz seguía siendo un destructor sin mucha experiencia. Y su carácter inseguro no lo arreglaba.
De pronto, Kala le lanzó una sonrisa llena de confianza.
—«Así se habla. ¡Muéstrame que eres un gran destructor!»
Se le encendieron los ojos al joven humano. Inclinó la cabeza con firmeza:
—«¡Lo haré, mahí!»
Mi sonrisa se ensanchó.
“Caray, Kala. Si un día me canso de trabajar, podrías relevarme como consejero espiritual. Se te da de maravilla.”
Kala me respondió con un resoplido satisfecho.
Llegábamos al ala derecha del gran edificio de la Academia. Este tenía varias plantas, esculturas discretas sobre su roca color arena y unas cristaleras coloridas donde se reflejaba la luz de las piedras de luna. En ningún otro lugar había visto unas cristaleras tan grandes como las de la Academia de Dágovil.
Nuestro guía entró en el edificio y nos hizo subir hasta el segundo piso, donde nos cruzamos con varios empleados atareados. Llamó a una puerta de dos batientes vigilada por dos guardias y empujó sin esperar respuesta. La sala que apareció ante nuestros ojos era amplia, bien iluminada por varios focos de luz blanca. Había varias personas en el centro, alrededor de un gran bloque de cristal rojizo con cinco puntas que se alzaban como un abanico. La del medio medía unos tres metros. Una materia enverdecía todas las puntas. Desde la puerta no podía ver si esa materia estaba dentro del cristal o fuera…
—«Les esperábamos,» decía una voz tranquila. Me giré dándome cuenta de que me había perdido las presentaciones. Ante nosotros, se alzaba un drow alto y corpulento vestido con la típica sotana de profesor de la Academia. Echaba un vistazo a la carta desplegada del Gran Monje mientras aseguraba: «Que seáis tres no supone ningún problema. Entiendo las precauciones, Sharozza de Veyli, y agradezco vuestra venida. Este trabajo, como tal vez sospecháis, no es sencillo. Veréis, necesitamos que retiréis un objeto prisionero de las Gemas de Yarae sin que estas se estropeen. Permitid que os lo muestre.»
Marqué una ligera pausa antes de seguir al drow. ¿Las Gemas de Yarae? Esa era la reliquia que habían usado Lotus y Rao durante la guerra para crear dokohis, la que Pargwal de Isylavi había ido a desatar de la roca en Doz hacía apenas dos semanas… Miré detenidamente el bloque de cristal. ¿Realmente esas eran las Gemas?
—«Tal vez hayáis oído hablar de lo ocurrido en Doz el otro día,» retomó el profesor corpulento. «Al parecer, los fanáticos que secuestraban esta reliquia se suicidaron para sellarla. Es decir, donaron enteramente su jaipú, su energía interna viva de la que se nutren las Gemas de Yarae. Tal cantidad no solamente las selló sino que las volvió mucho más fuertes. Observaréis que esta sala está llena de runas,» agregó en modo explicativo, señalando las formaciones rúnicas luminosas y concéntricas que cercaban las Gemas. «No son sólo alarmas de seguridad ni mucho menos, sino runas de contención. Las Gemas absorben el jaipú. Sin esa protección, no podríamos estar de pie aquí tan tranquilamente. No matan lo suficientemente rápido para que no dé tiempo a alejarse, pero cuando uno las toca… es otro cantar. Anteayer lo probamos con un reo condenado a muerte: cinco minutos basta para absorber la energía vital de un saijit.»
Intercambié una mirada con Sharozza. Attah… ¿Y cómo se suponía entonces que íbamos a hacer nuestro trabajo si no podíamos tocarlas? Bluz había palidecido.
—«Por supuesto, depende del área de contacto,» retomó el profesor. «Si tan sólo se tocan las Gemas con una mano, el jaipú tardará unos treinta minutos en reducirse a la mitad, y una hora en agotarse. Pero el trabajo requiere mucha atención y supongo que necesitaréis más tiempo.» Chasqueó los dedos hacia dos jóvenes que llevaban la túnica de estudiante. «Hemos fabricado unos guantes temporales. Dejarán pasar vuestros trazados y os protegerán al mismo tiempo. Deberíais poder aguantar más de tres horas con esto sin problemas.»
Los estudiantes nos tendieron unos guantes finos y blancos atravesados por chispeantes rayos de luz energética. Eran los mismos que llevaba el profesor. Acepté los míos mientras Sharozza preguntaba:
—«La materia verde en las puntas es lo que hay que retirar, ¿verdad?»
—«No,» negó el profesor. «No os ocupéis de las puntas. Lo que hay que retirar… es esto.»
Había dado la vuelta al bloque y me adelanté para ver lo que señalaba: una barra estaba metida en el cristal. ¿Una barra? No. Su extremidad libre tenía un aro, y la otra, hundida dentro de las Gemas, tenía la forma de…
—«¿Una llave?» se extrañó Bluz.
Y una grande. El diámetro medía lo menos tres centímetros. Pero no era el grosor lo que más me inquietaba.
—«¿Cómo se ha metido ahí?» pregunté.
—«Ah…» carraspeó el profesor. «Digamos que un miembro del Gremio quiso probar lo imposible para quitar los sellos y las Gemas se pusieron a absorber la llave. Avanza de dos milímetros apenas cada hora pero… ya lleva ahí dos días. Y su energía está reforzando aún más las Gemas de una manera bastante… increíble.»
Hubo un silencio en la sala. Los tres lo miramos con perplejidad.
—«Pero la llave está hecha de metal, no de jaipú,» objeté. «¿Cómo es que…?»
—«La sacaremos de ahí,» me cortó Sharozza. «La llave podemos destruirla, ¿no?»
El profesor hizo una mueca.
—«Esto es… si no queda otro remedio. Según el contrato son doscientos mil kétalos por retirar la llave de las Gemas sin estropear estas. Pero la llave pertenece a una gran familia que no quiere perderla. Tiene un gran poder bréjico. Por supuesto, si no hay otra opción… destruid la llave. Lo esencial es que la saquéis entera sin estropear el cristal.»
Le miró a Sharozza con esperanza mientras esta contemplaba su nuevo juguete y nos echó un vistazo a Bluz y a mí con una mueca más reservada.
—«Sólo quiero que entiendas, Sharozza de Veyli… que este no es un trabajo para novatos. El Gremio espera grandes resultados de estas Gemas. Si se estropean, íbamos a tener problemas… todos nosotros.»
Mar-háï… Enarqué una ceja, incrédulo. ¿Acaso me acababa de llamar novato? Sharozza desvió al fin la mirada de las Gemas y le dedicó una sonrisa estática.
—«Descuida, profesor Lawyn: los Monjes del Viento somos profesionales. Ahora bien, me gustaría saber una cosa antes de empezar… Entiendo que todos en esta sala están al corriente de para quién trabajamos, porque sois todos gente de los Rotaeda, ¿verdad? Habéis metido la pata usando vuestra llave en las Gemas y queréis que no se sepa. Y lo entiendo. El Gremio es estricto en estas cosas, ¿no?»
Paseé una mirada suspensa por los rostros de los presentes. Recordé así, como por milagro, que los Rotaeda eran la segunda familia más importante del Gremio. Eran famosos celmistas runistas y… los directores de la Academia Celmista. Los profesores y estudiantes eran un poco como sus súbditos. Y aquellos debían de ser sus favoritos.
—«Sólo quiero saber,» prosiguió Sharozza, «¿qué le sucedió a mi joven compañero de trabajo, Pargwal de Isylavi?»
Hubo un silencio. Miré al profesor Lawyn con curiosidad mientras este tosía.
—«Bueno… Por lo que sé, ese joven destructor fue mandado a por las Gemas. Las desató eficazmente de la roca del templo en el que estaban incrustadas. Por desgracia, sufrió un gran bajón de jaipú de golpe. Me sorprende que no lo sepas pues se comunicó el incidente a vuestro Gran Monje. Ahora está en la ciudad, recuperándose en la casa familiar. Oí decir que su vida no está en peligro.»
Suspiré interiormente de alivio. Ese Pargwal… Sharozza emitió un gruñido burlón.
—«La amistad entre los Rotaeda y los Isylavi es notoria. Me extraña que no hayáis pedido ayuda a Draken sabiendo que se encuentra en la ciudad por la boda de su sobrino mayor. Dicen que es más hábil que yo y todo, ¿verdad, Buz?»
El joven destructor se estremeció, obviamente incómodo ante el osado parloteo de Sharozza. Intervine:
—«Qué importa, Sharo, estoy seguro de que Draken está descorchando una botella en nuestro honor…»
Una súbita ráfaga de viento impactó en mi cara y me desordenó el cabello.
—«¿Cómo me has llamado?» gruñó la Exterminadora. Sus grandes ojos me fulminaban. Increíble… ¿Tanto le molestaba el apodo? Si lo hubiese sabido antes… Le dediqué una mueca burlona.
—«¿Tan fácil te mosqueas?»
Sharozza abrió y cerró los puños. El profesor me evaluaba con expresión desaprobadora.
—«¿Puedo preguntar de qué familia vienes, muchacho?»
Enarqué una ceja, sorprendido. ¿En serio un profesor de Dágovil no había reconocido mi tatuaje? Estaba algo deformado, es cierto, pero… Lo vi de pronto agrandar los ojos. Antes de que dijera nada, me presenté:
—«Soy un Arunaeh. Drey Arunaeh. Este es oficialmente mi primer trabajo como Monje del Viento.»
Oí murmullos en la sala.
—«Drey Arunaeh,» repitió el profesor. «¿El hermano de Lústogan Arunaeh?»
Era la primera vez que, mencionando mi trabajo de destructor, les recordaba a mi hermano y no a mi abuelo o mi padre.
—«Exacto,» confirmé. «Y ahora, Sharo… zza,» me apresuré a completar el nombre. «¿Qué tal si nos ponemos manos a la obra? Hablaremos una vez hecho el trabajo. Vamos a quitar esa llave.»
Mientras revestíamos los guantes de protección energética por debajo de los de destructor, observé que el profesor Lawyn estaba algo pálido. ¿Acaso temía que no fuéramos lo bastante hábiles para no estropearle las Gemas?
Se alejó para murmurar algo a uno de sus subalternos, que asintió con la cabeza. Estábamos colocándonos las máscaras cuando regresó para decirnos:
—«Lo dejo en vuestras manos. Si pasa algo, tenéis un problema o cualquier cosa, pedid ayuda a mi equipo aquí presente. Estaré ausente un momento. Y, por favor, no olvidéis firmar el contrato. Lo tiene el mismo hombre que os ha guiado hasta aquí. Tojira,» lo nombró. Este ya se avanzaba con las hojas.
El profesor Lawyn salió de la sala con andar pesado. Sus zapatos restallaban contra los azulejos del suelo. Mientras nos dirigíamos hacia una mesa para leer cómodamente el contrato y firmarlo, Sharozza me murmuró con una pizca de satisfacción:
—«Parece que Lúst tiene buena reputación por aquí.»
Reprimí una mueca, dubitativo. Una buena… o una mala. Era difícil saberlo.