Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 4: Destrucción
Isla de Taey, año 5620: Drey, 8 años; Yodah, 15 años.
—«¡Vamos, arriba!» me gritó Yodah desde la pequeña cima.
Seguí subiendo, jadeante, evitando los hoyos y agarrándome a las rocas. Estaba llegando cuando me tropecé y retomé el equilibrio de milagro. Yodah resopló tendiendo las manos.
—«Cuidado, ¿te has hecho daño?»
—«No,» repliqué, escondiendo mis palmas rasgadas.
Me senté junto a él. Me tomó una mano.
—«No se miente, tonto. Si tu hermano se entera, me echará una de sus miradas…»
—«No se lo diré,» aseguré.
Yodah se encogió de hombros y paseó una mirada por el Mar de Afáh y las columnas de la enorme caverna. Señaló una roca unos metros más abajo sobre el peñasco que habíamos escalado.
—«Di, experto. ¿Eso qué es?»
—«Gabro,» contesté, mirándolo con curiosidad. ¿En serio no sabía lo que era?
—«¿Y esto?» Tocó el suelo rocoso donde nos habíamos sentado.
—«Lutita.»
Yodah se carcajeó.
—«¿Qué nombre es ese? ¿Luqué?»
—«Lutita.»
Volvió a carcajearse. Lo miré con extrañeza.
—«La lutita es una roca sedimentaria con detritos clásticos,» agregué.
Yodah se atragantó y le di golpes en la espalda.
—«Estás tonto,» le dije.
Yodah sonrió de oreja a oreja.
—«¿Lo estoy? Bah…» Se recostó contra una roca lisa de basalto. «Mejor que mi tío, que nunca sonríe.»
Enarqué una ceja.
—«¿Tu tío? ¿Qué tío?»
Me echó una mirada con los párpados casi cerrados.
—«El único que tengo: Mewyl. Ya lo has visto. El que tiene una pequeña cicatriz en forma de estrella en la mejilla. Se la hizo una medusa.»
Agrandé los ojos.
—«¿Una medusa?»
—«Sí…» Sus ojos chispearon y se enderezó diciendo: «Di, Lutita.»
Fruncí el ceño.
—«Yo no soy lutita.»
—«Así te llamas desde hoy. Todo buen destructor tiene un apodo. ¿No lo sabías?»
Negué con la cabeza y, al ver la expresión de Yodah, supe enseguida que se burlaba de mí. Me ensombrecí mientras él repetía:
—«Di, Lutita. Tengo una idea. El primero que le haga reír a mi tío Mewyl podrá pedirle al otro un deseo.»
—«¿Un deseo? ¿Qué tonterías son esas?» repliqué.
Yodah rió y me dio una suave colleja diciendo:
—«¡Siempre tan animado con los juegos, Lutita! ¿Es que piensas que vas a perder y por eso no te atreves?»
Lo miré con aburrimiento.
—«No es eso. Es que mi padre me dijo que no molestara a los mayores.»
—«Ah,» sonrió Yodah con burla. «Es verdad que hace poco montaste una buena en el templo, ¿verdad? Gravaste en la roca de la entrada un poema para el Gran Monje. ¿Cómo era ya? Tu padre nos lo recitó a todos con orgullo para que no se perdiera en el olvido: ‘El abuelo destructor calvo como el mármol es y su cabeza tan dura es que diamante parece que es’. ¿Si será que tienes alma de poeta, Lutita?» Se carcajeó. «Fue genial. ¡Sólo te faltaban los detritos clásticos! Anda, ¿por qué te sonrojas? ¿Entonces apostamos para lo de mi tío?»
Me encogí de hombros pero la diversión de Yodah era pegadiza.
—«De acuerdo. ¿Pero por qué quieres que ría Mewyl?»
—«Mm…» Con expresión alegre, Yodah se recostó de nuevo en el basalto mirando en lontananza. «Porque Padre me dijo que nunca había visto a su hermano reír tampoco. A lo mejor no es capaz.»
Inspiré, sobrecogido. ¿Que no era capaz de reír? ¿Y pese a todo quería Yodah intentarlo? Bueno, así era Yodah: le interesaban los misterios que tenían las mentes. Sobre todo las de su familia. Sin embargo, al ver al hijo-heredero así, absorto, mirando la lejanía, me pareció ver en él a alguien mayor. Ya no era el muchacho con el que jugaba el año pasado a atrapar kérejats. Tenía quince años y pronto comenzaría a trabajar como inquisidor. Me giré, ensombrecido, hacia las olas que se rompían tranquilamente contra el peñasco.
Echaba de menos a mi hermana pequeña. ¿La abuela Anatha la cuidaría bien, verdad?
* * *
Templo del Viento, año 5623: Drey, 11 años; Yánika, 6 años.
Con mi órica, sentí cómo la mano de Mewyl se movía y pasaba otra hoja del libro. Recostado en el sillón, él leía. Sentado sobre el suelo, del otro lado de la habitación, yo juntaba mallas de darganita. Llevaba varias semanas aprendiendo a fabricar mi propia ropa de destructor y ahora que empezaba a pillarle práctica el trabajo me resultaba repetitivo y a la vez relajante. Le había dicho a Lústogan que, si un día me aburría de viajar para hacer trabajos, me haría fabricante de ropa para el templo. Mi hermano había replicado que, mientras tanto, me contentase con fabricar la mía.
La casa estaba silenciosa. Se oía, afuera, el ruido continuo de la pequeña cascada que acababa en el lago. Padre estaba trabajando en la construcción de un mercado subterráneo en Dágovil desde hacía ya dos meses. Lústogan había sido convocado por el Gran Monje. Y Yánika tenía lección de literatura. De modo que llevaba ya dos horas con Mewyl, a solas. El tío de Yodah había llegado sin avisar y me había pillado con la boca llena de zorfos. Decía que tenía un trabajo en Arhum al día siguiente. Era todo lo que había dicho. Enseguida se había sentado y había cogido su libro.
Tardé un rato en recordar la apuesta que Yodah me había propuesto hacía unos años. Me sorprendió casi acordarme. Ni siquiera lo habíamos probado entonces. Hacerle reír a Mewyl. Este había salido de la isla el mismo día en que habíamos hablado sobre el peñasco y, al año siguiente, Yodah ya no había vuelto a la isla porque había empezado a trabajar como asistente inquisidor con mi tío Varivak.
De reojo, miré a Mewyl. El hombre movía el pie rítmicamente; sus ojos corrían sobre el papel. Incliné la cabeza y leí el título del libro. El dragón equivocó su presa. Inspiré, sorprendido. ¿Un libro de Sirigasa Moa? Era famosa por su literatura humorística. No había leído aquel libro pero… mar-háï, viendo cómo era, cualquiera hubiera dicho que a Mewyl le gustase el humor. ¿O acaso buscaba algo que lo hiciera reír?, me pregunté de pronto. Tal vez lo buscase desesperadamente desde niño…
Ahogué una risa ante el pensamiento. Por Sheyra, ¿en serio eso existía? ¿Un hombre que no sabía reír?
Tras darle vueltas al caso un buen rato mientras ataba mallas, decidí que tenía que ayudarlo. Dejé la camisa de destructor a medio hacer, me levanté y me acerqué.
—«Mewyl.»
El Arunaeh acabó de leer su frase antes de alzar la cabeza y mirarme a los ojos.
—«¿Sí?»
Esa era una de las características típicas de un Arunaeh: cuando conversaba con alguien, estaba siempre atento y nunca a otra cosa. Hundí las manos en mis bolsillos, algo molesto.
—«¿Vas a interrogar a alguien en Arhum?»
Mewyl asintió.
—«Claro. A eso me dedico. En este caso es un espía ledekiano. ¿Por qué?»
Meneé la cabeza. No era lo que había querido preguntarle.
—«Sirigasa Moa,» proseguí. «¿Te gusta?»
Mewyl enarcó una ceja.
—«Claro,» repitió. «Si no, no leería sus libros. ¿No me digas que tú también los lees?»
Moví la cabeza afirmativamente.
—«Para pasar el rato, entre libro y libro de mineralogía… Lústogan me los compra, porque esos libros son algo modernos y no están en la biblioteca del templo. Lúst dice que es bueno variar.»
Mewyl aprobó.
—«Lústogan no será brejista pero sabe de lo que habla. Veo que incluso te deja deberes,» agregó haciendo un movimiento de barbilla hacia el lugar donde había estado uniendo mallas.
Sonreí.
—«Sí. Estoy fabricando mi propia ropa de destructor.»
—«Bien.»
Mewyl siguió mirándome, como esperando algo. ¿Acaso había adivinado qué era lo que tenía en mente?
—«Esto… Mewyl. ¿Conoces a Yodah, no?»
—«Es mi sobrino.»
Me sonrojé de pronto por haber soltado una pregunta tan tonta. Entonces, creí ver las comisuras de sus labios alzarse muy levemente. ¿O me lo estaba imaginando? Lo escudriñé con la mirada.
—«¿Qué tal le va? Hace tres años que no lo veo.»
—«Ah. Le va bien. Se ha mudado a Donaportela hace unos meses para su trabajo y parece querer quedarse ahí. Yo mismo estuve ahí durante años. Es un buen sitio. ¿Qué pasa, chaval? ¿Por qué desatas tu Datsu?»
Bajé la cabeza.
—«Perdón. Es que me preguntaba si alguna vez… si alguna vez tú… Bueno, si tú eres capaz…»
Mewyl cerró el libro con paciencia. Tragué saliva y de repente dejé escapar desde el fondo de mi alma:
—«¡Si no sabes reír, puedo enseñarte!»
Se lo dije así, directamente. De pronto, noté aire a mis espaldas moverse y me giré. Lústogan acababa de pasar por la puerta abierta y me miró con sorpresa. Entonces, nos dio la espalda a medias resoplando ruidosamente. Agrandé los ojos. ¿Se estaba riendo? Pronto la risa ahogada se convirtió en una carcajada limpia. Me puse rojo como un zorfo. Pero Mewyl, él, permanecía sereno. Se levantó.
—«No te preocupes por mí, muchacho. La risa es sólo una de las manifestaciones del buen humor interior. Te lo pasaré una vez que lo termine,» añadió, alzando su libro. «Seguro que te gusta.»
Arrodillado junto al umbral, Lústogan se pasaba la mano por los ojos, enrojecido por la risa. Estaba inusualmente desatado. Carraspeé, aún sonrojado, e incliné la cabeza para agradecer la oferta de Mewyl. Este agregó:
—«Iré a dar un paseo por el lago. Hace tiempo que no pasaba por aquí.»
Salió y Lústogan se calmó. Su sonrisa fue borrándose poco a poco, pero sus comisuras estaban aún algo levantadas cuando me miró y su curva se acentuó enseguida pese a los esfuerzos evidentes que hacía para retomar su seriedad.
—«Drey…» Tosió y se aclaró la garganta, levantándose. Iba a decir algo pero recapacitó y meneó la cabeza anunciando: «Tenemos un nuevo trabajo de bloqueo en Arhum.»
Me erguí. ¿Arhum?
—«Mewyl va a Arhum mañana,» dije.
—«¿En serio? Entonces viajaremos con él.»
Asentí en silencio. Mi hermano añadió:
—«No te preocupes por Mewyl. Cada uno es como es.» Apretó sus labios luchando contra otra sonrisa y agregó con más seriedad señalando la camisa de destructor: «¿Qué tal el trabajo?»