Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 4: Destrucción
«Un buen líder no sólo tiene que ganarse la confianza de los demás: también debe tener confianza en estos.»
Zella
* * *
La niebla apareció en el túnel mucho antes de que llegáramos al Gran Lago. En la espesa bruma, no se movía casi el aire y yo mismo me sentía perdido. Recordé la sensación. Aquellos días, cuando había ido con Lústogan al fuerte de Karvil, había tenido la misma.
—«Se cuenta,» murmuró Aroto en el enorme silencio, «que en algunas nieblas como esta aparece el Abrazo de la Muerte.»
Avanzábamos casi a ciegas. La luz de mi piedra de luna apenas lograba atravesar la niebla.
—«¿El… Abrazo de la Muerte?» repitió entonces Livon.
—«Sí,» susurró Aroto con voz tétrica. «Siempre hay una Dama Pálida que vive en esta niebla. La de aquí vive en el Gran Lago. Echa niebla por su boca, fuuum, fuuum, y cuando encuentra a un hombre que le gusta, lo abraza con sus brazos gélidos y hermosos, y le da un beso que lo manda muy lejos, muy lejos…»
—«Muy lejos,» repitió Livon.
—«Hasta la muerte.»
Se oyó de pronto un ruido sordo y un grito de sorpresa. Por el movimiento de aire, entendí con diversión que Aroto le acababa de dar un abrazo a alguien. Oí un golpe y un ruido de dolor.
—«¿Qué pasa?» se alarmó Livon. «N-no… No puede ser que la Dama Pálida…»
—«¿No dijiste que sólo abrazaba a hombres?» gruñó la voz de Sirih.
—«Attah…» graznó Aroto. «Me equivoqué, eso es todo… ¡Au, la arpía madre! Era una broma… Kasrada… Diablos con la daerciana,» masculló entre dientes.
La voz de Chihima dijo entonces:
—«Aroto, en vez de hacer el tonto, mira hacia delante. Eres el único que puede ver a través de esta niebla.»
Enarqué una ceja. De modo que sus ojos extraños, con el círculo brillante que se dibujaba en sus iris… no eran una mutación sólo estética.
—«Conque lo hizo queriendo…» rezongó Sirih.
Minutos después, Aroto anunció:
—«Veo el fuerte. Unas cuantas personas junto al embarcadero, pasajeros, supongo. Delante del fuerte, hay cuatro más. Guardias seguramente.»
¿Cómo diablos podía ver todo eso? Por más que escudriñáramos la niebla Kala y yo, no veíamos nada.
—«Perfecto,» dijo Rao. «Nos pararemos antes de llegar al fuerte para reconocer la zona. Vamos. Intentad no meter ruido.»
—«No meteremos,» aseguró Sirih con voz súbitamente arrogante. «Somos armónicas, ¿no te lo hemos dicho? Yo hago ilusiones. Y Sanaytay es una experta de sonido armónicos. Su silencio ahoga todo.»
La burbuja de silencio me alcanzó y Sanaytay informó suavemente:
—«Nadie os oirá mientras no os alejéis de mí.»
Sentí que los Cuchillos se paraban. Y entonces se oyó un resoplido.
—«¿En serio?» dijo Aroto. «¿Funciona?»
—«Las armonías no son tan fáciles de manejar,» apoyó Rao. «Nosotros sabemos silenciar nuestros pasos, pero… ¿silenciar varios metros?»
—«¿Es posible?» insistió Aroto.
Los dos estaban asombrados. Chihima callaba. Sirih soltó una risita suficiente.
—«Claro que es posible. Pero requiere mucha práctica. Nosotras tuvimos al mejor maestro ladrón de toda Daercia.»
—«Hermana…» intervino Sanaytay. «No hace falta… que hables de él.»
Noté la aspiración brusca de Sirih. Esta murmuró:
—«Vaya, lo siento, lo siento, Sanay. Pero… es que era el mejor.»
—«Sólo nos lo parecía,» la contradijo Sanaytay con dulzura. «Déjalo, Sirih.»
Callaron y seguimos en silencio. Sabía que ambas armónicas habían huido de Daer hacía menos de un año, pero apenas había oído hablar de su maestro. Siempre eran algo enigmáticas en cuanto a su pasado… y aun así tanto a la una como a la otra se le escapaban de cuando en cuando recuerdos de su vida pasada. En esa ocasión, algo en el tono de voz de ambas me dio a entender que ese maestro armónico tenía mucho que ver con todo lo que les había sucedido… y por la manera de hablar en pretérito de él tuve la triste impresión de que no estaba ya entre los vivos. Pero no pregunté. No me atrevería…
Dejé de pensar en ello cuando noté un súbito cambio en el movimiento de la niebla. El túnel se ensanchaba y el techo era mucho más alto ahora. Estábamos en una caverna. La caverna que tocaba la orilla sur del Gran Lago rodeado de roca.
Nos sentamos, a ciegas, escondiendo nuestras luces y dejamos a Aroto partir a explorar junto con Chihima. Tenían por misión fijar el punto más seguro para desembarcar a los dokohis que liberaríamos y cerciorarse de que los guardias del fuerte no sospechaban nada.
—«¿Está la burbuja de silencio?» murmuró Rao.
—«Lo está,» aseguró Sanaytay. Se oyó una piedra rodar y se apresuró a advertir: «Pero no tiréis piedras fuera de mi alcance porque esas sí que meterán ruido.»
—«Fui yo,» dijo Saoko. Su voz provenía de mi izquierda. «Perdón.»
—«Creía que había sido yo,» suspiró Jiyari, a mi derecha.
—«Bueno,» carraspeó Rao. «Tengo que confesaros algo antes de que empecemos. Sabemos que las barcas de los dokohis se dirigen hacia la parte oeste del lago… pero no sabemos más. Tenemos algunos lugares posibles, pero podríamos tardar más de lo esperado en encontrar el laboratorio. Lo bueno es que algunos peregrinos pasan hasta varios días junto a la gárgola. Esperan ser curados y esas cosas… Así que no llamaremos la atención de nadie si necesitamos más tiempo de lo previsto para buscar el laboratorio.»
—«En eso tal vez pueda ayudar,» intervino Zélif. «Tengo un radio de alcance bastante amplio.»
Rao marcó una pausa.
—«¿Cuánto de amplio?»
—«Depende del objeto a percibir. Si, por ejemplo, hay una puerta de madera a cincuenta metros, la percibiré. Si me concentro en una dirección, podría percibir a más distancia.»
Silbé mentalmente. Caray. Sabía que Zélif era buena perceptista pero… por Sheyra, ¿tan lejos percibía? Rao permaneció callada un momento.
—«Bien,» dijo al cabo. «Dos armónicas, una perceptista y… Livon es permutador, ¿verdad? Me gusta ese truco… Supongo que no lo puedes usar tanto como quieres.»
—«Er… esto, no,» admitió Livon. «Es un sortilegio más bien voraz. Tres veces al día son mi máximo.»
—«No es mal equipo,» murmuró entonces Rao. «No es para nada un mal equipo, Kala. Pensaba pediros que no entrarais en el laboratorio pero… he cambiado de opinión. Nos ayudaréis.»
Noté una leve emoción en su voz, como si estuviese anticipando ya el rescate. Reprimí un resoplido. Había pensado pedirnos que no entráramos en el laboratorio… ¿En serio? ¿Acaso pensaba que tres Cuchillos iban a conseguir sacar a los dokohis sin ser vistos y sin alertar a nadie?
Entonces, sin oírla acercarse, percibí la voz baja de Chihima:
—«El próximo pasaje sale dentro de una hora. Será mejor que nos preparemos.»
Nos preparamos. Habíamos revestido ya nuestros disfraces. Yo había revestido por encima de mi uniforme de destructor una túnica roja bien viva. Según Rao, con tanto tatuaje, tenía pintas de gran creyente de Netel, dios del Fuego, del Sacrificio y del Sustento. Incluso a la luz de las linternas, con esa niebla, mi piel gris se confundiría perfectamente con la de un drow y mis ojos rojos sobre fondo negro parecerían del todo normales.
“Enseña más para que vean menos”, decía Rao. Siguiendo su cita, nos había aconsejado los grupos. Chihima y ella seguirían haciendo de sacerdotisas de Neeka respaldadas por Naylah, lancera independiente. Jiyari y Zélif formarían el segundo grupo desempeñando el papel del hermano mayor y la hermana pequeña que iban a ver a la gárgola a pedirle buena fortuna para sus difuntos padres en el más allá. Rao había disfrazado a la pequeña faingal para hacerla parecer una niña humana y… la verdad es que estaba muy conseguido. Con ojos brillantes, Naylah le había asegurado a la líder que le iba muy bien el vestido con lacitos… Fue la primera vez que vi a Zélif sonrojarse de esa manera. Sólo había logrado tranquilizarse cuando la niebla del lago había empezado a esconderla.
El tercer grupo lo conformábamos Kala y yo, Sirih, Sanaytay y Saoko. El Pelopincho y yo éramos dos parientes drows fieles de Netel encargados por nuestra familia de pedir consejo a la gárgola para que eligiese entre las dos humanas cuál sería el mejor sacrificio para festejar el Triduo de Netel a finales de mes. Para los seguidores de Netel, «sacrificio» tenía muchos significados: según había oído, la mayor parte de las veces los «sacrificados» eran bañados de vino o de harina de la última cosecha, los hacían bailar alrededor del triángulo de Netel, y eran en definitiva los «héroes» de la fiesta. De ahí que Rao hubiese acicalado con cuidado a las dos armónicas. Ya no las veía en esa bruma, pero sin duda las había dejado como a dos candidatas impecables. Y al fin, Aroto y Livon formaban el cuarto y último grupo, dos hijos de burgueses que venían a visitar la isla y a pasárselo bien. No sé por qué tenía la impresión de que ambos iban a cumplir su papel a la perfección.
El tercer y cuarto grupo llegaríamos del norte, los otros del sur. Así, nos alejamos silenciados por la burbuja de Sanaytay, rodeando la caverna. Entre guijarros y rocas y con esos ropajes, el avance no era sencillo. En un momento, Sanaytay soltó un grito de sorpresa. Sentí con mi órica que su pie se hundía entre las rocas.
—«¡Sanay!» jadeé.
Lancé instintivamente un sortilegio para intentar ver a través de la niebla. Por un momento, los vi a todos. Aroto, Livon y Saoko, detenidos ante mí, Sanaytay caída de pie entre las rocas con expresión desorientada en su atrevido vestido, Sirih agrandando los ojos…
—«¡Pero qué haces, Drey!» protestó la pelirroja. «Si nos ven ahora, la pifiamos. Sanay, ¿estás bien?»
—«S-sí,» aseguró ella sacando el pie. «Resbalé, eso es todo. Está todo muy húmedo. Lo siento.»
—«Tened cuidado,» murmuró Aroto. «Kala, no hagas el tonto.»
—«No he sido yo, ha sido Drey,» gruñó Kala.
—«De hecho,» intervine, «si hubiese sido Kala, nos habríamos quedado sin tallo y sin niebla en todo el lago…» Kala gruñó y sonreí: «Perdón. De ahora en adelante tendré cuidado.»
—«Más te vale,» suspiró Aroto. «Decidme que todavía nos protege esa burbuja de silencio porque si no ya la hemos liado y bien.»
—«Sigue,» aseguró Sanaytay. «Pero tú estás casi en el límite. No os alejéis de mí.»
Mientras reanudábamos la marcha hacia el túnel del norte, oí a Saoko murmurar:
—«Qué fastidio.»
El buen mercenario no había tenido que cambiar mucho la ropa, quitando un gran triángulo de Netel bien vistoso como medallón. Tras varios intentos por convencerlo para que se pusiese un cinturón rojo, color del dios, Rao había desistido: cuando quería, Saoko era más sordo que una roca.
Al llegar a la parte norte de la ruta, íbamos a esperar un poco antes de tomar la dirección del fuerte y del embarcadero cuando oímos una carreta que se acercaba desde el norte. No nos dejó otra que ponernos en marcha sin más dilaciones. Aroto y Livon caminaban delante con unas linternas que emitían tanta luz que las vimos con claridad durante un buen rato hasta que se distanciaran. Mi piedra de luna, en comparación, era inservible en ese lugar. No tardé en oír salpicaduras de agua y unas voces. Estábamos cerca.
—«Drey,» murmuró entonces Sanaytay mientras avanzábamos. «Hay… algo que quiero decirte antes de romper la burbuja.»
Me giré hacia ella pero me cuidé mucho de apartar la niebla para mirarla.
—«¿De qué se trata?» preguntó Kala, intrigado por su tono de voz.
Sanaytay carraspeó.
—«Bueno… No quieres que te reconozcan como destructor, ¿verdad? Si vas a hacerte pasar por un sirviente de Netel, no deberías enseñar que sabes usar órica.»
Kala gruñó contra mí mentalmente.
—«Seré prudente,» aseguró.
—«No es eso…» La noté que se rebullía. «Estás moviendo el aire. Lo sé porque justo alrededor de ti… no hay niebla.»
Agrandé los ojos al percatarme de ello y Kala masculló:
“En serio, Drey… ¿por qué siempre estás haciendo cosas raras?”
“No son cosas raras,” me defendí. “Es lo típico que hace un destructor. No requiere casi tallo. Es instintivo. No me había dado cuenta. Ahora lo paro.”
Fue más fácil decirlo que hacerlo. Hasta cuando consumía todo el tallo energético, era capaz de sentir mínimamente el movimiento del aire y controlarlo alrededor de mi cuerpo. Siempre lo había hecho. Desde que era un niño. Parar totalmente mi actividad órica era casi como tratar de dejar de respirar. Me concentré e hice lo que pude. Al de un rato, murmuré:
—«¿Ahora mejor?»
Hubo un silencio y Sanaytay confesó:
—«No lo sé… Tal vez se note menos.»
—«¿Es que no sabes dejar de usar tu órica?» resopló Sirih, incrédula.
Hice una mueca.
—«Es un reflejo. No es fácil matar un reflejo. Tranquilas, de camino al embarcadero le pillaré el tranquillo.»
Lo pillé. Al llegar donde se vendían los billetes de pasaje, oí la voz de Naylah decir con una voz seca inhabitual en ella:
—«Tres pasajes. Yo voy con ellas.»
Había unos cuantos peregrinos que esperaban junto al muelle y nosotros llegamos justo con los peregrinos de una diligencia. Apenas veíamos las siluetas de los que adelantábamos para ir a comprar los pasajes. El vendedor ni siquiera nos miró. Dije «cuatro» y nos dio cuatro billetes. Pagué con el dinero que me había dado Rao y pronto estuvimos esperando con los demás junto al embarcadero, sentados sobre unos bancos de piedra. La gente murmuraba. Hablaba poco. Yo me centraba para no responder a mi impulso de ir a verificar con órica el número de personas que respiraba a mi alrededor. Pero bueno… ¿tal vez fuéramos una treintena en total? Supuse que no era un número atípico: la isla de la gárgola Axtayah era famosa.
Me había ensimismado preguntándome por qué el Gremio había elegido un lugar como aquel para esconder uno de sus laboratorios cuando Kala alzó una mano y empezó a hurgarse la nariz. Chasqueé mentalmente.
“Kala, no me toques las narices.”
“Son mías,” replicó él. “¿Qué pasa, te doy envidia? Reconozco que es divertido. Yo antes cuando era de acero, la piel no era extensible así y…”
“Y ahora aprovechas que nadie te ve, ¿eh? Vamos, déjalo y dame la mano derecha.”
“¿Para qué la quieres?” se sorprendió Kala.
“Para esto.”
La hundí en mi bolsillo hasta mi diamante de Kron y me concentré para pasar el rato. Kala suspiró.
“Eres aburrido. Siempre con tu diamante. ¿Y si Sharozza tiene razón y no puedes romperlo?”
“Entonces se lo devolveré a Lúst. Pero lo conseguiré,” afirmé. “Porque soy el Pequeño Genio del Viento.”
Hubo un silencio. Entonces, Kala rió:
“¡Engreído! ¿En serio te lo crees?”
“No,” reconocí. “Vamos, ¿quieres dejarme en paz? Intento concentrarme.”
Kala me dejó con un chasquido acompañado con un gruñido que se perdió en la niebla.
—«Me aburro,» dijo en voz alta.
—«Qué fastidio,» replicó Saoko sentado a nuestro lado.
Kala alzó la vista hacia la niebla iluminada y densa como una cortina e inspiró, aprobando:
—«Qué fastidio.»
* * *
Cuando el tiempo vino de embarcar, no había avanzado con mi diamante, pero me había enterado de la vida de algunos peregrinos. Uno era un padre con su hijo medio tonto que venía a pedir un milagro a la gárgola por segunda vez. Otra era una vieja adepta de Mahúra que viajaba a la isla todos los años a pedir salud y fortuna para su aldea y, sobre todo, para sus tres hijos, sus siete nietos y sus dieciséis bisnietos. Hablando con esta, una pareja de jóvenes mencionó las ofrendas que traían para la gárgola —unas velas de cera blanca y un gran tarro de miel— para que sus colmenas de kérejats fueran prósperas y su nuevo hogar fuera feliz y duradero. Los demás peregrinos guardaron silencio.
Kala se sentó en el banco que rodeaba el borde de la barcaza. Esta cabeceaba salpicando agua y su madera crujía mientras los peregrinos se subían.
—«¿Estáis todos?» preguntó el barquero.
Se veía su fornida silueta a través de la niebla, iluminada por la fuerte luz rojiza de una linterna.
—«¡Estamos todos!» aseguró una voz desenfadada. ¿Sería Aroto? En tal caso, imitó a la perfección al muchacho burgués cuando agregó: «A remar, barquero, ¡que queremos ver la gárgola!»
El barquero no replicó y esperó a que su ayudante embarcara. Entonces, dio un golpe de espadilla al muelle, nos alejó de la orilla y el silencio se hizo casi completo, interrumpido tan sólo por alguna tos y los golpes del remo.
Kala se giró para mirar las aguas. Incluso con la poca distancia que nos separaba de estas, apenas se veían en esa oscuridad. Yo me repetía regularmente que no debía usar órica, que si la gente empezaba a verme más que a los demás iba a llamar la atención; Kala se divertía acariciando el agua cálida del lago. En un momento, creí sentir algo gelatinoso en la yema de los dedos y Kala se sobresaltó exclamando:
—«¡Un monstruo!»
Se oyó una risa burlona entre los pasajeros. ¿Aroto otra vez? ¿U otra persona? En cualquier caso dijo:
—«No empecemos con malas bromas, por favor. Será un pez. Esto es un lago.»
—«No hay peces en este lago,» replicó una voz profunda. Esa venía de la popa. ¿El barquero? «Hay monstruos que protegen la gárgola. Y son cada vez más numerosos. Procurad no tocar el agua.»
Monstruos, me repetí. Bromeaba, ¿verdad? La voz de la vieja intervino, divertida:
—«Vamos, buen barquero, no los asustes. Mientras no alberguemos malos pensamientos en nuestros corazones, los guardianes de la gárgola nos protegerán también a nosotros y Axtayah, creadora de milagros, cumplirá nuestros deseos.»
Nadie contestó, pero noté que el ambiente entre los pasajeros se había enfriado notablemente.
Tardamos un rato más en llegar a la isla de la gárgola. No sé cómo el barquero consiguió encontrarla en esa niebla oscura. Supuse que era una cuestión de experiencia. Calculé que, de necesitar volver a nado por cualquier incidente imprevisto, me llevaría casi media hora. Eso si no me agarraba el tobillo algún guardián mosqueado…
Puse los ojos en blanco y, en cuanto el barquero ató la barcaza al muelle, salté a este. Una silueta se chocó conmigo y Kala se inquietó:
—«¿Quién es?»
Oí un farfulleo.
—«¿Saoko?» se sorprendió Kala agarrándolo del brazo. «¿Estás bien?»
—«¿No me digas que te has mareado?» resopló Sirih por lo bajo, reuniéndose con nosotros. Su rostro estaba tan cerca del mío que sentía su aliento cálido.
Saoko gruñó.
—«Estoy bien, maldita sea. Salgamos del muelle.»
—«Te has mareado,» confirmó Sirih, incrédula y burlona, siguiéndolo.
Sanaytay y yo anduvimos tras sus pasos. No sabía qué nos esperaría en la isla, pero me había imaginado que habría algún asistente para recibir a los peregrinos y venderles baratijas, algún sirviente de la gárgola para dar consignas o qué sé yo. No vino nadie. Una vez todos los peregrinos en la playa, fuera del muelle, se oyó la voz cascada de la vieja decir:
—«El camino… Ah, el camino, sí, es por aquí, chavales, por aquí.»
No sabía a quiénes se lo decía, pero todos los peregrinos nos pusimos a seguir el ruido de los pasos. Los susurros se perdían en la niebla. Yo me retenía a duras penas de sondear mi alrededor con órica. En un momento, comenzamos a ascender por un sendero bordeado de juncos que, al de un rato, dejaron paso a troncos más gruesos. Una súbita exclamación nos hizo alzar la cabeza.
—«He… he visto algo moverse,» dijo una voz. «Parecía un zorro.»
—«Un gato,» replicó otro. «Sólo era un maldito gato.»
¿Sería Samba? ¿O Tchag?
—«También podría ser un guardián de la gárgola,» intervino una mujer, burlona.
Entonces, oímos un silbido que nos puso a todos los pelos de punta.
—«¿Y… y eso?» balbuceó Livon.
—«Es un canto para alejar los malos espíritus,» explicó la voz tranquila de la vieja, delante. «Vamos, queridos, no os asustéis. Esta es una isla sagrada. Si no albergáis oscuridad en vuestro corazón, no tenéis qué temer.»
De nuevo, sus palabras parecieron echar sobre todos nosotros un velo frío de mal augurio. Kala sintió un escalofrío. Yo empezaba a hartarme de las supersticiones de los peregrinos. Sentía el miedo flotar en la fila acompañado por murmullos nerviosos: ‘por los dioses’, decía uno, ‘a mí me dijeron que no era peligroso’, ‘¿qué hago? ¿qué hago? ¡olvidé confesarme al sacerdote antes de venir!’ y ‘papá, papá, tengo miedo, ¿dónde está la gárgola, di?’.
—«¡Vamos, cobardicas, no os paréis!» protestó la voz impaciente de Aroto. «Oscuridad en el corazón la tenemos todos, hasta la gárgola, porque el corazón es un órgano interno y está bien metido dentro a la sombra. Si estuviera fuera, estaríamos muertos. Venga, arriba.»
Dudo de que el elegante argumento de Aroto tranquilizase a muchas personas pero se movieron de todas formas. Todos habían venido aquí para ver a la gárgola, al fin y al cabo.
Alcanzamos finalmente un terreno cubierto de hierba azul y constaté que la niebla, aunque presente, era menos densa ahí. Ante nosotros, apareció una imponente construcción circular con escaleras que lo circundaban y unas columnas. Parecía ser un quiosco muy antiguo. Mientras me acercaba, observé las dos estatuas que se alzaban a ambos lados del camino. Estaban hechas de mármol blanco. Una representaba a un enorme anobo con un jinete que alzaba su espada quebrada hacia la otra estatua, una gran gárgola sentada con los pies cruzados y los ojos cerrados, ajena a la amenaza. ¿Ajena o resignada?, me pregunté, contemplándola con curiosidad.
—«Daxmof,» lanzó de pronto Saoko.
Ese era mi nombre de momento. Uno de los más típicos que se ponían las familias drows de Dágovil. Entendí que todos los peregrinos estaban ya en el quiosco y Kala se apresuró a seguir a las armónicas y al mercenario por los escalones hasta la explanada circular. La niebla entraba en esta sin problema alguno, pero pude avistar las siluetas de los peregrinos que, tras dejar sus mochilas en un rincón, se arrodillaban ahora ante el pilar central, trifacético y decorado con dibujos. Sobre este, como sujetando el techo con sus alas abiertas, se alzaba una enorme gárgola blanca iluminada por una gran piedra de luna. La miré con admiración… pero supe enseguida que eso no era más que una estatua. ¿Acaso la gárgola Axtayah existía realmente?
Mientras Kala imitaba a los peregrinos y se arrodillaba, constaté que éramos más saijits que antes. Media decena ya estaba ahí cuando habíamos llegado. Debían de estar esperando quién sabe qué milagro.
El suelo era liso, también de mármol, blanco y estriado con bandas grises irregulares. Al tocarlo, me dio la impresión de que estaba cubierta de energía. ¿Alguna barrera de esas que algunos usaban contra los ‘malos espíritus’ tal vez? Ayudándole a Kala, posé las manos contra el mármol y la frente contra estas. Algunos murmuraban sus plegarias. Yo murmuré una para Netel y otra más baja para Sheyra, para que supiese bien que pese a las apariencias Ella iba delante.
“¿Crees que Sheyra te oye?” preguntó Kala más curioso que burlón.
“Me da igual que me oiga,” contesté con franqueza. “Yo me oigo.”
Sirih y Sanaytay estaban teniendo más problemas que yo con todo eso. Eran daercianas y, como bien nos había avisado Sirih, no tenían casi ni idea de las religiones de su país, como para conocer las de los subterranienses. En eso, Saoko tampoco les iba a la zaga. Los tres eran unos ateos confirmados y era yo el que les había enseñado las bases de las plegarias en el camino. Jamás se me habría ocurrido que un día me haría profesor de religión.
Estuvimos así arrodillados durante largo tiempo antes de que, uno a uno, los peregrinos se decidiesen a acercarse al pilar. Chocaban su frente contra una faceta y pedían un deseo, antes de pasar a la segunda y a la tercera. Era el ritual convencional de las capillas waríes, sólo que normalmente no se pedían milagros sino el perdón. Pero esa era la capilla de una gárgola, no la de unos sacerdotes. Tenía entendido que para estos los lugares de culto de criaturas como Axtayah eran antros paganos. Pero las tradiciones eran duras de quitar.
Una vez que yo mismo hube golpeado suavemente tres veces la frente contra el pilar pidiendo a la gárgola que nos indicase cuál de las dos candidatas aportaría más riqueza a mi clan y satisfacción a Netel, volví a por mi mochila mientras los murmullos se alzaban monótonamente en la capilla. De reojo, vi la forma de un gato negro desaparecer en la bruma. Tuve una brusca sospecha y, paseando la mirada por las siluetas brumosas, confirmé: Aroto, Rao y Zélif ya se habían ido. Se suponía que la abuela de Rao le había dicho a esta exactamente dónde encontrar las barcas. Una vez encontradas, Aroto y Zélif embarcarían y explorarían el lago en busca del laboratorio. Y cuando diesen con él, volverían a por nosotros.
Bien. Me puse la mochila a cuestas. Tenía tiempo de sobra para visitar el lugar. Me moví escaleras abajo.
“¿Adónde vas ahora?” preguntó Kala.
“A buscar a la gárgola. La que está sobre el pilar es falsa.”
Me resistía a creer que la gárgola no existía y era una mera escultura. Rodeé la gran capilla y constaté que ahí había más estatuas de gárgolas de mármol blanco. Algunas estaban de pie, otras sentadas, y en unas pocas deletreé inscripciones viejísimas en signos caéldricos que parecían indicar nombres. ¿Qué pueblo había creado esas estatuas? Desde luego, no eran los dagovileses. No solamente el arte era demasiado basto, sino que aquella capilla era vieja tal vez de mil años o más y el pueblo de Dágovil como tal tan sólo existía desde hacía ochocientos. Lo que estaba claro era que esos escultores habían estado obsesionados con las gárgolas, y también con mostrar la violencia saijit: ahí aparecía un humano empalando a una gárgola, allá una elfa con armadura aplastando a una gárgola recién nacida. La disposición de las estatuas parecía azarosa y dos veces nos detuvimos Kala y yo, asustados, a unos centímetros escasos de la punta de una lanza marmórea que acababa de surgir en la niebla. Faltaban trozos, manos, armas, cabezas caídas con el tiempo, pero por lo general las estatuas estaban en buen estado. Una lástima que el arte de esos escultores no hubiera sido más fino, porque el material era bueno.
¿Pero dónde estaba la gárgola Axtayah? ¿Acaso era una leyenda?
Había regresado hasta la gárgola junto al camino, ante el jinete con lanza, y deslicé una mano por una de sus alas replegadas fijándome en que, en comparación con las otras estatuas, esa estaba muy bien hecha. Apenas la toqué, mi corazón dio un bote y retrocedí bruscamente. Sorprendido, Kala me entorpeció y caímos sobre la hierba azul. Instintivamente, amortigüé la caída con órica y la niebla se arremolinó. Solté para mis adentros una disculpa a mis compañeros y traté de estabilizar de nuevo la niebla, pero nunca me había entrenado a eso y mis intentos fueron vanos, si no contraproducentes.
“¡Pero ¿qué haces?!” se enojó Kala, enderezándose. “Dijiste que no usarías tu órica…”
“Es ella,” lo interrumpí. “La gárgola.”
Kala se puso en pie mascullando:
“Sé más claro, Geniecillo del Viento. ¿Te ha asustado la gárgola? ¿Por qué esa y no las otras?”
“Porque esta es la real.”
Kala se petrificó y guardó un silencio sobrecogido. Ambos fijamos una mirada turbada en la gárgola blanca. Ahora el asustado era Kala. Yo ya me había repuesto y, abandonando mi inmovilidad, avancé hacia ella, rodeándola. Me estremecí un poco cuando vi sus ojos negros abiertos. Ella sabía que yo la había diferenciado de las otras. No había otra explicación. Pero… ¿por qué se escondía? ¿Sería tímida? ¿O quizá estaba harta de recibir peregrinos? Pero entonces… ¿qué clase de gárgola sabia era?
Mantuvimos la mirada largo rato hasta que dije por lo bajo:
—«No diré nada a nadie. No quiero molestarte.»
Hubo un silencio. Y, de pronto, la gárgola se movió. Tendió una mano hacia mí y sentí el pánico de Kala. Pero yo estaba tranquilo. No había oído hablar de que la gárgola hiciera daño a los peregrinos. De hacerlo, dudaba de que la hubieran dejado viva.
Entonces, sentí su mano dura y grande posarse sobre mi cabeza, aplastando mi pelo rebelde. Me recordó un saijit acariciando la cabeza de un perro.
—«Eres el segundo,» murmuró. «El segundo en poco tiempo en diferenciarme de todas las demás gárgolas. Nunca me había pasado ser descubierto tan pronto. ¿Será la edad?»
Su voz, suave y sabia, parecía la de un saijit. Hasta tenía un pronunciado acento de Dágovil. Adivinaba sin dificultad quién había sido el primero en reconocer a la gárgola. No podía ser otra que Zélif. Cabizbajo por la mano que pesaba aún sobre mí, carraspeé. Tranquilizado y hasta emocionado, Kala me robó la palabra diciendo:
—«Eso mismo hacía mi padre… cuando era un niño.»
Hubo un silencio. Alcé la vista. Los ojos de la gárgola estaban llenos de ternura. Pero, al mismo tiempo, me parecía que estaba triste. Yánika lo hubiera sabido mucho mejor que yo. Al pensar en ella se me hizo un nudo en la garganta. Hubiera deseado que estuviera aquí, conmigo, viendo a aquella magnífica criatura. Seguro que le habría gustado.
—«El amor de un padre a un hijo,» contestó Axtayah en un murmullo, «no tiene precio.»
Esta vez, noté una indiscutible tristeza en su tono. Kala se turbó de pronto.
—«Pero… ¿por qué? He visto las estatuas. Los saijits matando a gárgolas… Si eso se esculpió, es porque esos horrores muy probablemente pasaron de verdad. Si tú estás aquí solo en esta isla… ¿cómo es posible que no odies a los saijits?»
La mano sobre mi cabeza se hizo más ligera y se apartó. Los ojos negros de la gárgola parecían dos lagos serenos y, a la vez, vacíos.
—«Ah… Eso pasó hace muchos siglos,» murmuró con voz lenta. «Mis antepasados lucharon contra los saijits. En la guerra, las emociones son siempre ardientes, extremas y estúpidas. Los saijits fueron subyugados. Éramos más fuertes que ellos. Pero la sumisión genera desesperanza, la desesperanza genera odio. Mi clan liberó a los saijits pero el odio persistió. Los saijits se vengaron y el clan de las Gárgolas Blancas apenas sobrevivió. Su odio se apagó. Ese odio. Murió en el corazón de los saijits para renacer en el mío, en Axtayah. Pero tú no sabes nada. La vieja peregrina no sabe nada. Dice que este lugar castiga la oscuridad de los corazones saijits. Ojalá fuera cierto.»
Sus ojos negros me atravesaron. De pronto, más que paternales, parecían los de un depredador. Retrocedí. Y la gárgola enseñó sus dientes.
—«Retrocede. Huye,» aprobó. «Los milagros son oscuridad.»
Alzó de pronto la cabeza hacia la capilla, como percibiendo movimiento y, sin esperar, se levantó y desplegó las alas para echar a volar. En el último instante, entendí. Entendí que aquella gárgola sabía algo sobre lo que ocurría en el lago. Algo con lo que ella no estaba de acuerdo. No me lo pensé dos veces. Necesitábamos información y cuanto antes mejor, ¿verdad? En vez de echar a correr, cuando agitó las alas Axtayah, me abalancé y me agarré a una de sus patas con garras.
Sentí una violenta sacudida, despegué del suelo y, entre la bruma y el fuerte remolino de aire, Kala gritó mentalmente:
“¡¿Qué demonios?! ¡Dreeey! ¿Qué demonios?”
“Tranquilízate,” jadeé, agarrándome con todas mis fuerzas. “Sobre todo no te sueltes.”
A Kala se le desbocaba el corazón y por su culpa mis manos se volvieron sudorosas. Veía las volutas de niebla hacerse cada vez menos densas a medida que ascendíamos en la caverna. Había piedras de luna arriba y pude ver a la gárgola blanca batir las alas y soltar un gruñido bajo al reparar en mi peso. Grazné:
“¡Cálmate, Kala! Si caemos, podré amortiguar. No moriremos.”
“¿Estás loco, Drey?” se lamentó Kala mientras ascendíamos aferrándonos como podíamos a la gárgola. “¿Por qué me haces esto?”
No contesté. De hecho, no sabía muy bien qué estaba haciendo. Cuando la gárgola giró, mis músculos empezaron a darme punzadas. Avisté una luz rojiza a lo lejos. Esa debía de ser una luz del fuerte de Karvil. El fuerte en sí no era muy alto, pero tenía una torre que se alzaba sobre la bruma. Lo recordaba por haber alisado su suelo años atrás y haber echado un vistazo al mar de niebla sombría del Gran Lago. Sólo esperaba que no pudieran vernos desde ahí.
Estábamos a los dioses saben cuántos metros de altura cuando la gárgola se metió en un recoveco de la caverna, agitó la pata para arrojarme al suelo y se posó. Me raspé contra la roca dura al aterrizar y parpadeé en la oscuridad. Me temblaba todo el cuerpo.
—«Maldita sea,» lanzó la gárgola. «¿Por qué te has agarrado a mí, saijit?»
Me enderecé con dificultad, recuperando el aliento. Los ojos de la gárgola brillaban, pero apenas le veía el rostro porque la poca luz que nos alcanzaba venía de detrás de ella. Paseé mi órica por la cueva y constaté que esta era más profunda de lo que mi sortilegio podía sondear. Tan lento fui contestando que Kala se sintió en deber de colmar el silencio:
—«Verás… Lo he hecho por una razón. Ya te la voy a explicar en detalle.»
“Drey,” añadió para mí en un siseo, “¿puedes dejar de explorar la cueva? ¡No me dejes solo hablando con la gárgola! Eres tú el que nos ha metido en esto…”
Hice una mueca y asentí.
—«Lo siento.»
—«¿Lo sientes?» repitió Axtayah. «¡Y yo más! ¿Sabes a qué se arriesga mi reputación si llega a pasarle algo a un peregrino? ¡Podrías haber muerto!»
¿Estaba preocupado? Carraspeé.
—«Ya… Perdón. Sólo quería preguntarte algo. Te fuiste muy rápido.»
La gárgola resopló y bufó por lo bajo, pero se sentó, retomando la misma posición que antes.
—«Por eso no entiendo a los saijits,» masculló. «Venís aquí a por milagros y luego sois capaces de echar vuestra vida a perder por cualquier estupidez. Como esos tipos a los que vi hace poco que llevaban cuarenta años buscando la Fuente de la Juventud. Llegarán a viejos y habrán desperdiciado su vida. Saijits,» repitió con voz cansada. «Me sacan de quicio.»
Kala sonrió solo.
—«A mí también.»
Se sentó ante la gárgola tomando la misma posición, piernas y brazos cruzados agregando:
—«Los saijits me vuelven loco porque no los entiendo. Pero aprendí poco a poco que todos los saijits como yo no eran siempre monstruos. Unos te ven como una herramienta y se sirven de ti, pero también los hay que te ven como a un amigo y quieren que seas feliz. No todos los saijits son monstruos,» afirmó.
Sin precedentes, silbé mentalmente. ¡Kala defendiendo a los saijits! Se veía que había estado pensando largo y tendido en ello por el tono apasionado que empleó y, pese a su afirmación patéticamente simple, me arrancó una sonrisa aprobadora. La gárgola entornó los ojos.
—«Por mis ancestros. ¿No me digas que has venido aquí a filosofar?»
—«No,» reconocí entonces tomando la palabra. «Como digo, quería hacerte una pregunta. ¿A qué te refieres con que los milagros son oscuridad? ¿Qué es lo que pasa en este lago? ¿Lo sabes, verdad? Sabes sobre lo del laboratorio.»
La gárgola se enderezó bruscamente y se quedó un momento en silencio.
—«¿Qué sabes tú de eso?»
Meneé la cabeza. Ya que había empezado a hablar de ello, no me corté.
—«Una amiga mía ha sido raptada y llevada ahí. ¿Sabes dónde se encuentra la entrada?»
—«¿Y por qué te lo diría?» replicó Axtayah. «Ya me han hecho preguntas indirectas sobre ello. Nunca he contestado a ellas. ¿Por qué te contestaría a ti?»
Fruncí el ceño. Y repliqué:
—«Porque yo soy el primero en decirte que necesito conocer esa entrada para ir a salvar a alguien. Los demás eran simples espías, ¿verdad?» Hubo un silencio. «Entiendo que no quieras hablar,» proseguí. «Vives tranquilamente en tu isla, los peregrinos te traen regalos y comida todos los días, eres una criatura sagrada… Pero no te gusta la situación. Se te ve en la cara: no te gusta estar sirviendo a los saijits.»
—«¡No los sirvo!» gruñó. Dejó escapar un largo suspiro y me fulminó con la mirada. «No te diré nada, saijit. Por más que hables. Me dijeron que a los espías los dejara correr mientras no supieran demasiado. Tú pareces saber demasiado. Podría agarrarte y llevarte a ellos. ¿Es que quieres morir, saijit?»
Fingió un tono amenazante que no nos engañó ni a Kala ni a mí.
—«¿Por qué los sirves?» preguntó Kala. «Yo fui una vez un cobaya de los suyos…» Aquello le llamó la atención a la gárgola de manera obvia. «Sé que no conocen los límites. Para ellos, somos células vivas, energías y notas sobre un cuaderno, nada más. Los saijits que están en ese laboratorio estarán sufriendo en este mismo momento. Y a ti te duele saberlo. ¿O no?»
El silencio se alargó. Caían algunas gotas de agua que se deslizaban de las estalactitas de la cueva. La gárgola inspiró súbitamente.
—«No. No es eso lo que me duele más,» dijo. «Pero ¿qué propones? ¿Que vayamos a liberarlos? Antes de que empecemos, los habrán matado a todos. Estoy atado,» reconoció de pronto.
Kala abrió la boca pero se la cerré, meditativo. Sus últimas palabras encerraban una verdad implícita. Si decía estar atado, eso significaba que…
—«Attah. ¿Tienen gente tuya ahí encerrada?» entendí, asombrado. «¿Gárgolas?»
Axtayah desveló sus dientes en una mueca feroz y gruñó con tono reacio:
—«Mis dos hijos. Nartayah y Axtabah. Antes vivíamos aquí en paz con los saijits pero hace doce años unos canallas que trabajaban para el Gremio de Dágovil los capturaron. Sólo me dejan entrever a uno una vez al año. A ellos, por fortuna, no les han hecho nada.»
No les han hecho nada, me repetí. Fruncí el entrecejo, cavilando. La rabia creciente de Kala no me ayudaba.
—«Los odio,» graznó Kala, agitado. «Los odio…»
—«¡Cálmate!» le gruñí en voz alta también. Ignorando la mirada extrañada de la gárgola, agarré un guijarro y lo destruí con la mano desnuda antes de soltar: «¿Qué es lo que buscan? ¿Para qué capturar a tus hijos? No lo entiendo. Vosotros sólo concedéis milagros.»
La gárgola me enseñó una sonrisa sarcástica.
—«Sólo. Sí. Mi familia creó la leyenda de la isla milagrosa de Axtayah para salvaguardar la isla de los saijits. Parece una paradoja, ¿verdad? Sin embargo, ese era el objetivo de mi abuelo Axtayah. Después de sesenta años sirviendo de fetiche religioso para poder quedarme en la caverna de mis ancestros, los saijits eligieron mi isla para sembrar sus horrores.» Sus ojos negros centellearon con ese mismo brillo terrible que le había visto antes. «Quisiera decir que, como gárgola sabia, he superado el odio. Antaño lo creía. Me di cuenta de que a la gran sabiduría se tarda toda una vida en llegar y que también se puede olvidar. Antaño era un estafador. Ahora ya no soy más que un cobarde en el cuerpo de una Gárgola Blanca,» murmuró Axtayah. «La humillación más grande la siente aquel que no es capaz de proteger a sus seres queridos.»
Me había echado en cara el querer filosofar, pero ahora él era el más hablador. Su tono resignado le arrancó a Kala un bufido.
—«¡Pues no la sientas!» le dijo. «Si no quieres ser un cobarde, no lo seas. Dinos dónde está la entrada y salvaremos a tus hijos. No estamos solos. Tenemos a más amigos ahí abajo, expertos infiltradores. Los científicos no se enterarán de nada. No te rindas. Siempre hay esperanza. ¿O es que quieres seguir siendo un cobarde?»
Temí, por un momento, que su sermón hubiese enfadado a la gárgola. Pero esta no replicó de inmediato. Me observó con ojos penetrantes, se masajeó un hombro y un ala, y entonces preguntó:
—«¿Tienes doble personalidad, verdad?»
Los dos nos sonrojamos y protestamos al mismo tiempo, resultando en un atragantamiento conjunto. Axtayah se levantó.
—«Bah. No importa. Te diré dónde está la entrada. Pero no te ayudaré más. Si descubren que los he traicionado, matarán a mis hijos. Si lo hacen, os mataré a todos. Me vengaré de todos. Me volveré loco. Así que, por favor, no falles.»
Sonreímos con fiereza.
—«No fallaremos,» dijimos al mismo tiempo, tan acompasadamente que ni siquiera nos comimos las sílabas.
Axtayah echó una mirada hacia afuera, hacia la enorme caverna, y contempló el mar de niebla del Gran Lago con los brazos cruzados.
—«Capturaron a mis hijos,» dijo con voz más tranquila, «porque necesitaban mi colaboración para sus planes. Esos peregrinos… hay una media de cuarenta al día y muchos se quedan a dormir. Les digo que, para que sus milagros se cumplan, deben dormir dentro de la capilla, y ellos lo hacen.»
Se giró hacia mí.
—«Por lo que veo, eres destructor. Debes de estar familiarizado con las energías. Habrás notado que el suelo de la capilla tiene trazados energéticos. Ellos lo llaman la Aspiradora, porque aspira la energía interna de los peregrinos hasta que apenas les queda jaipú. Para que no se den cuenta de ello, todos los o-rianshu coloco un incienso narcótico que los duerme y los deja en trance. Los peregrinos no duermen en todo el o-rianshu, pero tampoco están despiertos. A la mañana, vuelven a la barcaza con la sensación de haber vivido una experiencia divina. Otros se quedan hasta varios días y a algunos tuve que echar a la fuerza porque se habían quedado claramente adictos.»
Sus palabras me llenaron de asco. Con que el laboratorio usaba también a los peregrinos. Pero…
—«¿Para qué quieren esa energía interna?» pregunté. «¿Qué demonios hacen con ella?»
—«Quién sabe,» dijo Axtayah. «Lo que está claro es que la llevan usando desde hace doce años.»
Doce años, me repetí. Eso significaba que ya cuando estaba yo alisando suelos en el fuerte, del otro lado del agua, en la isla, estaban aspirando jaipú. La Aspiradora. Mar-háï… ¿Qué máquina infernal era esa?
—«Un momento,» dije entonces, «si la Aspiradora está en la isla y mandan esa energía hacia abajo…» Sentí mi corazón helarse. «¿El laboratorio está en la isla? ¿En la misma isla?»
—«Debajo,» confirmó Axtayah. «Los experimentadores entran por una trampilla en la zona prohibida. Desde la cripta de mi abuelo.» Recordar semejante profanación le arrancó una mueca de dolor. «Sobre la puerta hay una corona dorada dibujada con unos signos caéldricos y signos de nuestra propia escritura perdida. No te puedes equivocar. A partir de ahí, no conozco los túneles que cavaron. Sólo sé que deben de ser lo bastante altos porque mi hijo Axtabah es más grande que yo y pasa.»
Asentí.
—«Gracias.»
Se lo agradecía de veras. La gárgola apretó los puños.
—«No te mentiré. Yo no hago milagros, pero… si los sacas vivos,» dijo con voz temblorosa, «prometo que me iré muy lejos de aquí. Dejaré la estafa. Huiré de los saijits. Y me dedicaré a ser un sabio de verdad. No debe de ser tan difícil,» agregó con una voz levemente burlona.
Sonreí y me levanté.
—«Saldrán vivos,» prometí. «Como te he dicho, mis amigos son expertos infiltradores.»
Me detuve junto a él, contemplando la caverna. Parecía más pequeña vista de tan arriba. Aunque la mayor parte estaba en las sombras, era una vista magnífica. Una brisa ligera me venía desde la cueva y le eché un vistazo.
—«¿No es un callejón sin salida, verdad? ¿Adónde lleva?»
—«Mm… A la Superficie, a una isla del nombre de Daguettra,» contestó la gárgola para asombro mío. Esbozó una sonrisa. «De pequeño solía ser un aventurero. Me gustaba ver el sol. Aunque a nosotras, las gárgolas blancas, no nos convienen sus rayos. Pero me gustaba ver la hierba verde y las flores. Aquí, en esta isla subterránea tan milagrosa, hay juncos y tawmanes, pero no hay flores. Recuerdo que llevé a mi primer hijo a verlas cuando tenía apenas cuatro años. ¡Se le iluminaron los ojos de una manera!»
Su atracción por las flores me recordó tanto a Jiyari que mi sonrisa se ensanchó. Daguettra. Recordaba haber leído el nombre en algún mapa. Era una pequeña isla de la costa de Rosehack, no muy lejos de la ciudad de Derelm. Saber que había un camino tan cercano que guiaba a la Superficie me llenaba de nostalgia. Hacía ya más de un mes que no veía el sol ni las nubes y, extrañamente, pese a haber sido subterraniense de toda la vida, las echaba de menos.
Inspiré hondo y entonces Kala alzó un puño y dijo:
—«Tus hijos volverán a ver el sol, Axtayah. Cuando doy mi palabra de esta manera, siempre la cumplo.»
“¿Desde cuándo?” le repliqué.
“Desde hoy. ¿Qué pasa?”
Caray. Hoy Kala no solamente me había demostrado que había revisado su opinión sobre los saijits sino que además afirmaba que iba a ser más firme cumpliendo palabras. Me parecía demasiado bonito para ser cierto. Por eso, yo mismo afirmé con el puño en alto:
—«Palabra de Arunaeh. No fallaremos. Aplastaremos a esa gentuza.»
Los ojos de la gárgola brillaron. ¿Estaría emocionada? Sonrió y me empujó suavemente la cabeza con su gran mano. Me daba las gracias por mi buena fe, entendí. Molesto, desvié la mirada y eché un vistazo hacia abajo. Sentí cómo Kala tragaba saliva. Eran muchos metros, reconocí. No tantos como la Cascada de la Muerte, pero unos cuantos, y lo peor era que no sabía lo que había ahí abajo, si arrecifes puntiagudos o agua profunda. Prefería no tener que tirarme de ahí. Carraspeé.
—«Y ahora… ¿cómo piensas bajarme?»
La sonrisa de la gárgola se ensanchó.
—«Así.»
Me agarró y me subió como un saco de drimis al hombro. Dánnelah. La bajada prometía…