Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 4: Destrucción
—«Maestro. He vuelto a tener un sueño.»
Sentado sobre la rama de un tawmán, el maestro seguía el vuelo de un colibrí. El discípulo apenas miró los agarres antes de bajar a las ramas más bajas del árbol y sentarse ágilmente junto a él.
—«Estaba perdido como ese colibrí,» continuó. «Daba vueltas y vueltas por unos túneles cada vez más pequeños hasta que levantaba la cabeza y veía el cielo azul, y entonces pensaba: ¿por qué los demonios no podemos volar hacia la libertad? Y desperté.»
El maestro sonrió levemente sin abandonar su expresión serena. Tras escuchar el goteo de la pequeña caverna durante un largo silencio, alzó la mano abandonando su inmovilidad y señaló el colibrí.
—«Es el mismo de la semana pasada.»
—«¿El mismo?» resopló el discípulo. Tenía el plumaje igual de azul pero, aun así… «¿Cómo lo sabes?»
—«No lo sé.»
El discípulo puso los ojos en blanco. Entonces se deslizó hasta el suelo.
—«¿Quieres que lo saque de nuevo, verdad?»
—«Los colibríes son pájaros del cielo, no de los Subterráneos,» contestó simplemente el maestro.
El niño hizo una mueca.
—«Pero son tan rápidos que no son fáciles de atrapar,» masculló por lo bajo.
Fue de todas formas, arrastró los pies por la hierba, dio unos brincos sobre unas piedras y se sentó cerca del montón de rocas que bloqueaba casi la salida a la Superficie. Entonces, se concentró en su sryho para poder calmar al pájaro cuando se acercase. Y esperó con la misma tranquilidad que una gota en un lago. Esperó mucho, pero era de prever con esas tareas que le asignaba su maestro. La luz, en el exterior, declinó, la cueva se llenó de sombras aún más densas y el aprendiz seguía ahí sentado, esperando.
Ocurrió en un parpadeo. De pronto, el colibrí aleteó hacia él. El niño lanzó su sryho apaciguador y el pájaro se acercó sin miedo. ¡Esta vez no se le escaparía! Se abalanzó. Al segundo siguiente, estaba entre sus manos. Lo cogió con delicadeza, procurando no tocar las alas, porque un colibrí era frágil. Lo alzó sobre su cabeza.
—«¡Mani! ¡Maestro! ¡Ya lo he cogido!»
El maestro no había cambiado de postura en todo ese tiempo, pero ahora se deslizó hasta el suelo y se acercó. Apenas echó una ojeada al colibrí cuando dijo:
—«Libéralo al cielo.»
El niño asintió y con paso enérgico saltó de roca en roca hasta alcanzar el agujero. La última vez, había liberado al colibrí justo después de pasar por una zona llena de viejas telarañas inquebrantables, creadas y abandonadas por unos narkogs. Esta vez fue más lejos, reptó hacia la luz del ocaso teniendo cuidado con no apretar demasiado el pecho del pájaro. Entonces, se levantó, salió afuera y sintió la brisa pura de la Superficie. Miró las nubes alargadas, algunas aún enrojecidas, otras azul oscuro, y se giró hacia el maestro al comprobar que este lo había seguido.
—«¿Crees que volverá a quedarse atrapado en la cueva?» preguntó el niño.
—«La Sreda lo sabe.»
El niño inspiró el aire, levantó la mano y dejó que el colibrí escapara. Este echó a volar, las alas coloridas vibrando como las de un insecto. Ambos lo vieron desaparecer colina abajo, hacia los árboles frondosos. Los ojos del niño se alzaron más allá del bosque, hacia el mar y el archipiélago, hacia las torres blancas. Su maestro le había dicho que aquella enorme ciudad se llamaba Trasta y era la capital de Rosehack.
—«¿Por qué los saijits se encierran siempre en un mismo sitio?» preguntó. «¿Por qué hacen ciudades?»
El maestro contemplaba aún la espesura del bosque, apoyándose en su bastón.
—«Porque, como algunos de nosotros, necesitan una casa a la que llamar hogar, a la que amar y a la que regresar.»
Se oía el trino de los pájaros mientras la luz desaparecía gradualmente del cielo. El niño se agachó y recogió una piedra redonda. Apuntó al cielo, entornó un ojo, la arrojó y la miró caer. Emitió un ruido sordo al aterrizar en la tierra seca.
—«Maestro. ¿Por qué sólo los pájaros pueden volar?»
El maestro sonrió y extendió desde su holgada manga negra una mano paternal que posó sobre la cabeza de su discípulo.
—«Algunos insectos también pueden. Y las mílfidas aladas. Y los dragones.»
—«Evades la pregunta,» le reprochó el niño. «¿Por qué ellos pueden volar y nosotros no? Y no me digas que somos demasiado pesados, porque los dragones pesan más. ¿Por qué?» repitió.
La sonrisa del maestro se ensanchó sin mostrar, sin embargo, todos los dientes.
—«No sólo se llega a la libertad volando, Rood. También se llega andando o simplemente esperando.»
Y diciendo esto se giró hacia el bosque de nuevo, profundo en sus meditaciones. Tampoco le había contestado a su pregunta.