Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies
«El Alma es una camisa que pones toda la vida.»
Sisela Dradzahín, El gorrión de la luna
* * *
Las pruebas escritas se hicieron al oral para acelerar las cosas: durante tres horas estuve respondiendo a preguntas variadas sobre física, matemáticas, geografía, geología, mineralogía, gemología y demás; entonces, Dalfa me hizo pasar por una prueba más práctica consistente en reconocer una serie de rocas que me enseñaba e iba guardando a medida en un gran cofre cerrado con llave: había ahí rocas banales mezcladas con gemas muy valiosas. Di un nombre a todas. Cuando me enseñó una aleación rara, la reconocí enseguida:
—«Corvrio.»
Cité su composición y sus usos en las fábricas. Dalfa la recogió, inmutable, y me enseñó otra. Y esta vez hice una mueca. Sorprendentemente, era del mismo material que el cofre que habían robado los Zorkias y que yo había abierto en el Aristas. No recordaba el nombre.
—«Esto… Sé destruirla,» dije, «pero no recuerdo el nombre. Es durable, de textura granular, resistente a las rayaduras, al agua, al calor y a la presión, no resiste a los ácidos, su color siempre es de un verde grisáceo…»
Me perdí en explicaciones sin dar pese a mis esfuerzos con el nombre y callé cuando Dalfa recogió la piedra y me dio otra.
Estábamos sentados a una mesa, en la biblioteca, en la misma sala donde Draken se había instalado para charlar con Reik, sólo que ahora los dos habían dejado de hablar para ir pasándose la botella de camún como dos viejos compañeros. Y esa era la segunda que descorchaban. Cuando había entrado ahí, había visto al Zorkia sin la máscara y, aunque llevaba aún la venda sobre la frente para ocultar el Ojo de Norobi, estaba casi seguro de que Draken y Dalfa ya sabían perfectamente quién era. Al fin y al cabo, la noticia de la captura de los Zorkias fugitivos había debido de propagarse por toda Dágovil, y la evasión de uno de ellos no debía de ser secreta tampoco.
Eché un vistazo a la piedra.
—«Rocaleón.»
La respuesta me parecía suficiente pero, bajo la mirada de Dalfa, entendí que exigía más y puse los ojos en blancos.
—«La rocaleón. Una roca de lo más común en los Subterráneos, formada de dos ciclos, uno en que libera oxígeno, otro en que lo atrapa. Es de colores oscuros, su contenido mineral es de cuarzo, sulfuros…»
Reprimí un suspiro. ¿Qué destructor no conocía perfectamente la composición de la rocaleón? Pero seguí hasta que Dalfa se mostrase satisfecho y pasase a otra muestra. Esta vez fruncí el ceño y tendí la mano para tocarla. Me detuve a un centímetro al notar la presión que se operaba hacia dentro de esa roca y agrandé de pronto los ojos.
—«¿Roca vampírica? ¿En serio?»
Dalfa sonrió por primera vez en toda la prueba, pero no dijo nada. Cerré un ojo, tratando de recordar. Diablos. La roca vampírica era tan poco corriente que muchos destructores seguramente nunca habían visto ninguna. Yo la había visto una vez, en la cárcel de Kozera…
Lo recordaba bien. Tenía diez años y una curiosidad natural me había empujado a preguntarle a la tía Sasali qué era lo que significaba ser inquisidor. Ella, que operaba en Kozera, me había propuesto ir a verificarlo con mis propios ojos. La cárcel de Kozera, el Volcán, como la llamaban, estaba situada sobre una parte magmática, en una pequeña isla alejada de la ciudad. En las escasas horas que había pasado ahí, había visto de todo: cuerpos esmirriados y musculosos, miradas enfermizas y fieras, muecas de asco, sonrisas tímidas, rostros indiferentes, y ojos llenos de odio que se posaban sobre mi tatuaje de Arunaeh. Y, entre todo eso, recordaba bien al criminal acurrucado en su celda apartada, tratando en vano de escapar de la roca vampírica del suelo que le succionaba poco a poco la sangre, arrancándole gemidos de dolor. Era a ese que la tía Sasali había venido a interrogar y lo había visto salir de la celda teniéndose apenas en pie. Me había preguntado si ese castigo no era excesivo, hasta que me había enterado de que ese hombre había aniquilado a una familia para robarla y que si no lo habían ahorcado aún era porque tenía cómplices que no habían sido atrapados. En dos horas, la tía Sasali le había hecho soltar toda la verdad, con nombres y todo, y el asesino había vuelto a su celda vampírica con unas palabras de consuelo de mi tía: “Tranquilo, pronto terminará tu dolor.”
No había vuelto a asistir a ningún interrogatorio de esos, por fortuna, pero había llegado a entender claramente la vida de los inquisidores de mi familia. Curiosamente, trataban a los criminales con extraño cariño tras torturarlos mentalmente y arrancarles respuestas. Los veían como a niños enfermos pese a los odiosos crímenes que sin duda habían cometido todos los que acababan en la celda vampírica del Volcán.
—«¿Puedo saber en qué estás pensando?» se impacientó Dalfa.
Me sobresalté.
—«Perdón.»
Miré de nuevo la piedra. Ahora me acordaba: había leído un buen artículo sobre la roca vampírica en Donaportela, apenas un año atrás. Le solté de un trecho la composición y las propiedades y Dalfa la recogió, la metió en la caja y cerró esta con llave.
—«Bien. Noventa y nueve respuestas correctas sobre cien. La aleación de cuyo nombre no te acordabas era el yarlion.»
Diablos, es verdad, el yarlion, pensé. Quise convencerme de que me acordaba, pero en realidad tenía que reconocerlo: se me había olvidado completamente. Oí más que escuché unas palabras patosas de Draken, seguidas de la risa estentórea de Reik, y me giré hacia ellos, incrédulo. Los dos estaban borrachos perdidos.
—«¡Hey!» lanzó Draken, captando mi mirada y alzando la botella. «¿Aprobaste ya? ¡Uníos a nosotros! ¡Hip! ¡venga, Dalfa!,» lo animó y, tras unos segundos en que pareció perder el equilibrio pese a estar sentado en su silla de ruedas, clamó: «¡Drey, muchacho! Tu compañero me gusta. ¿Sabes por qué? ¡Porque bebe tan bien como yo! ¡Y camún del bueno!»
Se carcajeó. Dalfa y yo intercambiamos una mirada elocuente y el consejero se levantó.
—«Draken. Tenía pensado recurrir a ti para que Drey pasara la prueba de la batalla rocal, pero me da a mí que mejor la hace solo.»
—«¿Eeeh? ¿La batalla campal?» repitió Reik, hipando, mientras Dalfa rebuscaba en el armario metálico. «¿Vosotros también hacéis batallas campales?»
—«¡Rocales, buen hombre!» lo corrigió Draken inclinándose en su silla y posando una mano sobre el hombro de este. «Dime. ¿Cuántos años tienes?»
—«¿Eh? Cincuenta. No, cincuenta y dos.»
—«¡Caray! ¡Cincuenta y dos! ¡Pasaste la edad de los sabios! Yo tengo sesenta y dos. Eso significa que estuviste en la guerra, ¿no? Como eres Zorkia, debiste de verla de cerca…»
Reik se ensombreció y rechazó la botella que le tendía Draken.
—«Estuve,» murmuró.
—«¿Ah?» dijo Draken, mirándolo con una sonrisa sorprendida. «¿No te alegras de haber estado?»
—«Qué voy a alegrarme,» replicó Reik con una pizca de lucidez. «Perdí a unos cuantos compañeros. Que sepas,» agregó, aceptando al fin la botella, «que los Ojos Blancos no tenían un ápice de piedad. No eran capaces de sentirla. Peores que este,» dijo, señalándome con el dedo.
Le devolví una mueca paciente. No es que me preocupara ya que hablase demasiado, pero me preocupaba su dignidad. Sin embargo, él prosiguió con voz lenta:
—«Estaba entre los novatos todavía. Recuerdo que Danz me dijo: chaval, te has metido en la compañía en el peor momento. Pero yo qué iba a saberlo.»
—«¡Bah, quién sabe cuándo vienen las guerras!» apoyó Draken.
—«Sí… Pues eso. Me fugué del templo en mal momento, eso es todo. Tenía doce años y nada en la cabeza. Pero si algo hice bien fue marcharme de ese infierno. A veces me digo que debería haberme quedado con la tropa de artistas que me encontré en el camino, pero… claro,» dijo frotándose la frente, «lo olvidaba, murieron todos. Qué perra la vida, ¿eh? Dicen que los dioses no perdonan los pecados, y nosotros los Zorkias cometimos tantos… hip… Ohawura me perdonará, creo. Si no me perdona Ella, ¿quién lo hará…?»
Calló cuando le puse una mano en el hombro. Me había levantado sin pensarlo y había recorrido la distancia que nos separaba con una creciente inquietud.
—«Reik, por favor,» carraspeé. Con la otra mano, volví a colocarle la venda que había desajustado al frotarse la frente. «¿Qué tal si dejas esa botella? Y Draken, tú…»
—«La prueba aún no ha terminado,» me cortó Dalfa, sentándose de nuevo con otra caja entre las manos. «Siéntate. Esos dos se serenarán con el tiempo. Tú concéntrate.»
Le eché una mirada perpleja. ¿Es que no le importaba tener a dos borrachos al lado delirando? Le quité la botella a Reik y la vacié en un tiesto donde crecía una planta. Draken se carcajeó. Reik ni se enteró: estaba ensimismado, recordando oscuros pasados, y sus ojos brillantes se habían llenado de lágrimas. Lo que faltaba, que el comandante Zorkia se echase a llorar.
—«Dioses de los demonios,» mascullé.
Tras devolverle la botella vacía a Draken, retomé mi asiento. Dalfa me dio un juego de rocas en un saquito en el que ponía el número cinco. Indicaba el nivel. Y ese era el más alto, y el requerido para los Monjes del Viento iniciados. Eché las piedras sobre la mesa y las conté. Eran veintidós. Acepté el plato hondo de madera que me acercaba el consejero y, bajo su mirada atenta, me dispuse a reducir en polvo todo eso, mientras Draken caía dormido, risueño, agarrando su botella y Reik se sostenía la cabeza con ambas manos, dejando correr una tristeza que había mantenido adentro desde hacía demasiado tiempo.
* * *
Cuando llegó el o-rianshu, Dalfa ya me había apuntado en la lista de destructores del templo y me había dado hasta la sólida túnica de monje que solían poner los miembros por encima de su uniforme cuando trabajaban. Le ayudé a tender a Draken en su habitación y él me ayudó a llevar al Zorkia borracho y deprimido a un cuarto vacío. Dejé ahí mi mochila y mi nueva túnica y seguí al consejero hasta el refectorio. Al parecer, el Gran Monje me invitaba a compartir la cena. Yo me había imaginado que no estaría solo, pero no esperaba ver a la treintena de monjes que había ahí. Cuando entré en la sala, fui acogido por miradas escudriñadoras. El Gran Monje, de pie, en cabeza de mesa, alzó una mano para imponer silencio.
—«Dalfa, ¿qué tal las pruebas?»
—«Casi perfectas,» contestó el consejero.
El Gran Monje se mostró obviamente complacido y se giró hacia mí.
—«Drey, por favor. Estamos en familia: quítate esa máscara y ven a sentarte junto a mí.»
Me había preparado para que me invitara a sentarme junto a él, pero no para que me hiciera desvelar el rostro a todos los monjes. Tragué saliva y me incliné.
—«Gran Monje, no creo que…»
—«¿Acaso vas a comer ocultando el rostro a tus hermanos?» me interrumpió el Gran Monje. «Dime, ¿es reversible esa mutación?»
Diablos… Los demás monjes ya debían de imaginarse que mi cara se había llenado de pústulas o qué sé yo.
—«No lo sé, Gran Monje,» contesté.
—«Bueno. Que sepáis, todos, que Drey sufrió hace poco una mutación que le ha oscurecido la piel. La causa…» Se giró hacia mí con una ceja enarcada. Apreté los dientes. Ni loco le iba a revelar todo sobre los Pixies en un lugar como aquel. «Desconocida, por lo visto,» concluyó el Gran Monje.
Todos me miraban. Suspiré. Mar-háï. Si hubiese sabido, no me habría puesto la máscara. Me la quité y me incliné secamente.
—«Perdón por las molestias.»
Me adelanté ignorando las miradas curiosas de los monjes y me detuve junto a la silla asignada. Había sido aceptado de nuevo en el templo, había pasado las pruebas y sólo me faltaba la ceremonia y, sin embargo… no me sentía a gusto.
Pero Padre y el abuelo forman parte de la Orden, me dije. Y entrar en ella era una manera de restablecer el equilibrio.
El Gran Monje comunicó una plegaria a Tokura con voz sonora y se sentó. Siguió un ruido de sillas contra la piedra lisa del suelo. Sentado ya, contemplé la mesa. Pan de baparya, cereales solos y sopa de tugrines. Igual que siempre. Los Monjes del Viento nunca habían destacado por sus artes culinarias y pensé, divertido, que a Yánika se le habría ensombrecido la cara con sólo ver todo aquello.
La cena comenzó banalmente. Un monje dijo que se moría de hambre después de haber entrenado; Bluz se llevó comentarios burlones cuando lo vieron ponerse un platazo de cereales y argumentó que él y Garvel habían trabajado muy duro para sacar esos doagals del túnel y quemarlos.
—«Y, fijaos, nos ayudaron los Zombras,» apuntó Garvel. «Uno nos dijo que estaba tan aburrido que no le importaba echarnos una mano.»
A partir de ahí, se habló de los Zombras y de los Ojos Blancos. Aprendí que el Gremio había enviado a varios equipos de Zombras a investigar la zona del suroeste y a reforzar las fronteras. Por lo que entendí, el Gremio de las Sombras de Dágovil echaba en cara al rey de Lédek no saber imponer seguridad en sus túneles. Sólo que, en la práctica, la zona noreste de Lédek nunca había sido de nadie: estaba demasiado plagada de bicharracos para que nadie quisiera vivir ahí. Lo malo era que, por lo visto, algunas de esas criaturas huían de la zona… y lo hacían por una razón.
Las conversaciones se dividieron por la mesa. Tras los cereales, me serví la sopa, la templé con un leve soplido de órica y tomé una cucharada. Sentí cómo Kala controlaba inconscientemente los músculos de mi boca para torcerla en una mueca. No le dije nada, pero él gruñó:
“Esto es insípido. ¿En serio te la vas a comer así?”
“¿Antes bebías aceite y ahora te has vuelto picajoso?”
“Pásame la sal,” me replicó Kala.
El bote estaba fuera de mi alcance y no quería romper mi silencio pidiéndolo: los monjes parecían haberse olvidado de mi presencia y me convenía perfectamente.
“Pásatela tú,” mascullé al fin.
Kala frunció el ceño.
“Drey. Te prometí que no usaría el cuerpo durante dos días, pero si empiezas a envenenarnos con cosas insaboras…”
“Será insaboro, pero no es veneno,” lo tranquilicé.
“Con un poco de sal, seguro que pasa mejor,” insistió Kala.
Hice una mueca discreta y miré de nuevo el bote de sal. Pero ya no estaba en su sitio. Bluz, sentado enfrente, a mi izquierda, lo había cogido y me lo tendía.
—«No es por nada, pero está mejor con un poco de sal,» me dijo.
¿El joven monje había acaso captado mi mirada y entendido que no me atrevía a pedirlo? Bluz añadió:
—«Oí lo de esta tarde… Espero que mi maestro no te haya distraído demasiado.»
Lo decía como disculpándose de que su maestro fuera un borracho. Tomé el bote carraspeando:
—«Tranquilo, es difícil distraerme. Gracias.»
Eché un poco de sal e iba a posarlo cuando Kala lanzó:
“Rácano.”
Eché un poco más y, cuando probé la sopa, reprimí un suspiro. Estaba demasiado salada. Pero Kala estaba satisfecho. No se podía tener todo a la vez. A mi lado, el Gran Monje hablaba de los últimos trabajos que habían llevado a cabo los destructores del templo y yo asentía mientras comía. Ya estábamos en el postre y yo había rellenado un cuenco de zorfos cuando Bluz se me puso a hablar de la Feria de Dágovil.
—«¿De modo que nunca estuviste? Pues algún día deberías ir. Es increíble. La mejor feria de todos los Pueblos del Agua. Y las mejores carreras de anobos, ¿nunca estuviste en una? Mis padres se ocupan de eso, así que, ya te puedes imaginar, de niño iba a la Feria todos los años. Hasta que decidí hacerme destructor.»
Ahogué un bostezo y luché para que mis párpados no se cerraran. En ese momento, envidié a Reik, tranquilamente acostado desde hacía tiempo.
—«¿Por qué decidiste hacerte destructor?» pregunté, por decir algo.
No me había imaginado que esa pregunta le pudiera hacer brillar los ojos a Bluz como dos estrellas.
—«¿En verdad quieres saberlo? Bueno, me resulta incómodo decírtelo pero yo… bueno, yo…» Parpadeé, curioso, al verlo ruborizarse. Bluz confesó: «Fue hace seis años. Estaba viajando con mi familia cuando se derrumbó una roca en un túnel y sepultó a gente. Tuvimos mucha suerte saliendo vivos de esa. Ese día, llegaron tres destructores que estaban en la zona y, entre ellos, había un niño poco mayor que yo. Localizó los cuerpos vivos sepultados y ayudó a los otros dos a destruir roca para salvarlos. Me sentí tan inútil y lo que hicieron me pareció tan increíble que decidí hacerme destructor para ayudar a la gente.»
Me miró con cara tímida, sonrojado. Sabía que ese niño al que había visto era yo. Y sabía que él sabía. Pero ninguno de los dos lo dijo en voz alta. El Gran Monje había dejado de conversar con Dalfa y nos escuchaba con interés. No pudo elegir peor momento Bluz para preguntar:
—«Bueno… ¿Y tú? ¿Por qué decidiste hacerte destructor?»
Oí más de una conversación apagarse a mi alrededor. Me comí el último zorfo y, tras poner cara de estar reflexionando, confesé parcamente:
—«No lo decidí. De hecho, nunca se me había ocurrido que pudiera decidirse.»
Mi respuesta llenó a Bluz de confusión.
—«No es nada extraño,» intervino un tal Sargolio a mi izquierda. «Aunque sea duro confesarlo, aquí hay muchos que han acabado Monjes del Viento por decisión paterna y no por vocación.»
—«Aun así,» terció Lufin alzando un zorfo entre sus dedos, «¿cómo explicas que Drey Arunaeh haya sacado resultados casi perfectos? Sin duda debe de tener vocación.»
—«Su condenado hermano no le dejaba respirar, ¿recuerdas?» lanzó un belarco llamado Alrodyn. «Y de un día para el otro lo dejó plantado. Yo os digo: los Arunaeh siempre han sido honorables. El único que desentonaba ahí era ese hombre.»
Por un momento, se me ocurrió dejarlo pasar pero… la irritación de Kala me decidió a levantarme bruscamente. Me sorprendí igual que los demás monjes, pero volver a sentarme sin decir una palabra habría quedado más raro aún, así que repliqué:
—«Mi hermano no actuó por egoísmo. Es tan Arunaeh como yo. Si llegó al extremo de cometer un robo, lo hizo para mantener una promesa que él consideraba más importante que su propia imagen. No deseaba herir a nadie. Por eso, sé que cumplirá ahora con su palabra y pagará esos dos millones a la Orden.»
En el silencio del refectorio, me incliné.
—«Gracias por la cena, Gran Monje. Será mejor que vaya a dormir.»
El Gran Monje tenía, en los ojos, un brillo cansado. Asintió pero dijo:
—«Una pregunta, Drey Arunaeh.»
Esperé pacientemente a que la formulara.
—«Antes me has dicho que deseabas entender a la gente.» Su tono era tranquilo, pero entendí que estaba preparándose para una de sus puñaladas retóricas y me tensé. Sus ojos dorados se clavaron en los míos. «Aun así, ¿no te has dado cuenta de que Sargolio, Lufin, Alrodyn y Bluz estaban intentando conocerte y aceptarte?»
Agrandé los ojos. ¿A… ceptarme? Paseé una mirada por los monjes. Bluz se retorcía las manos. Lufin se rascaba el mentón. Alrodyn se había centrado en sus zorfos. A algunos tan sólo los conocía de vista, con los demás había intercambiado los buenos días cada día de mi infancia sin por lo tanto nunca hablar realmente con ellos. Carraspeé y meneé la cabeza.
—«No me he dado cuenta,» confesé.
—«Y ahí van tus intentos por ser sociable,» sonrió el Gran Monje. «Si no aceptas a los demás, ellos difícilmente van a aceptarte.»
Y, sin embargo, es lo que habían hecho los Ragasakis al principio, pensé. Pero me tragué esas palabras y volví a mirar a mis cofrades. Mi Datsu se desató levemente, contrarrestando mi turbación.
—«Entiendo,» dije al fin. «Buen o-rianshu.»
—«Buen o-rianshu, muchacho,» contestó el Gran Monje.
Salí de la sala preguntándome por qué diablos me sentía incómodo. Yo que no había querido llamar la atención… y hasta me había levantado y todo para decir algo totalmente innecesario. Era casi como si me hubiese sentido ofendido porque despreciaban a Lústogan…
Mientras caminaba por el corredor a oscuras guiándome por la órica, inspiré y solté:
—«Kala, dime que no has sido tú.»
“¿Yo qué?” se sorprendió.
Pasé ante el cuarto donde había dejado a Reik y me detuve ante la habitación vecina, que estaba vacía.
“Tú que me has influenciado,” aclaré. “Parecía como si me hubiese ofendido por algo.”
“¿Tú crees?” meditó el Pixie.
“Pero fuiste tú,” acabé por decir, girando la manilla de la puerta. “Tú te ofendiste.”
Hubo un silencio.
“¿Yo? ¿Quieres decir que me ofendí porque el otro dijo que Lústogan no era honorable? ¿Y cómo no me voy a ofender? ¡Es mi hermano!”
Y lo decía tan tranquilo, el maldito. Cerré la puerta y me apoyé contra esta suspirando.
—«¿Es el tuyo?» repetí en un murmullo. Exhausto, me dejé caer hasta el suelo en la oscuridad total. «Si Lústogan es tu hermano, entonces los Pixies también son mis hermanos, Rao también es mi amada, Lotus también es mi padre. ¿Te das cuenta, Kala?» susurré sintiendo cómo el Datsu se desataba para ahogar mi turbación. «Si me robas lo que es mío, ¿qué derecho tendrías a decirme que no robe lo que es tuyo?»
Atravesé las tinieblas con la mirada.
“¿Estás dispuesto a compartir de esa forma?”
Kala se había quedado sobrecogido, por lo visto, porque no contestó de inmediato.
“Yo…” dijo al cabo. Estaba particularmente turbado. “No lo sé,” confesó. “No lo sé. Todos estos años… es cierto que no los he vivido realmente. Apenas estaba consciente. Sólo cuando desperté conocí a esta nueva familia, pero eso no significa que no sea mía,” afirmó. “Además, hay cosas que no podemos compartir, de todas formas. Que sepas… que yo puedo sentir por Lústogan algo que tú nunca sentirás. Yo puedo sentir por Yánika algo que tú nunca sentirás. Y por Rao… lo que yo siento por ella, tú nunca lo comprenderás. ¿Me equivoco?”
Me paralicé unos instantes, respirando con creciente calma.
“Tienes razón,” dije entonces. “Pero eso podría arreglarse si consigo que el Datsu te proteja a ti.”
Oí un sonido atragantado.
“¿Es que no lo entiendes?” exclamó Kala, incrédulo. “No quiero tu Datsu. Lo quise antaño, pero ya no lo quiero. No ahora que he entendido lo que es. Quiero sentir, Drey. Quiero amar a Rao. Y amo a tu familia, aunque sean saijits, porque ellos me criaron, y porque ellos criaron a Lotus. Entiendo,” dijo ante mi asombro creciente, “entiendo que tú ni siquiera te das cuenta de que el Datsu te protege de la vida misma. Es una técnica de cobardes. Hasta el dolor más grande no excusa el renunciar al amor más sincero. Si he de acabar con el dolor de los Pixies, lo haré sin sacrificios tan grandes. Diablos. Ahora entiendo por qué Lotus se quitó el Datsu. Porque, con él, nunca habría podido amarnos lo suficiente para hacer lo que hizo por nosotros.”
Pestañeé. ¿Lotus se había quitado el Datsu? ¿Era eso posible? En cuanto a lo demás… Meneé la cabeza.
“No eres el primero en criticar el concepto del Datsu. Hay gente que piensa que somos unos insensibles, herramientas programadas, monstruos, engendros de la ciencia…” Me levanté y me adelanté hasta la cama desvistiéndome. “Tú que me conoces de cerca… ¿es lo que piensas?”
No recibí respuesta. Dejé el anillo de Nashtag sobre la mesilla, toqué la piedra de juramento colgada a mi cuello… y, sin quitármela, me recosté. Escuché el movimiento del aire tratando de tranquilizarme para que el Datsu pudiera atarse de nuevo… Kala seguía sin contestar.
De pronto, unas lágrimas cálidas brotaron de mis ojos. Me extrañé. ¿Era Kala, que estaba controlando mi cuerpo? ¿Estaba acaso triste?
“Estás llorando,” nos sorprendimos al mismo tiempo.
Marcamos una pausa.
“¿No eres tú?” preguntamos.
Hubo otro silencio de desconcierto y por un momento pensé que había alguna tercera alma en mi mente gastándonos una broma. Entonces, Kala sonrió mentalmente como aliviado.
“Creo que ya lo sabes. Al fin y al cabo… tampoco eres una roca.”
Ni un monstruo, ni un engendro de la ciencia, entendí. Sentí una pizca de alivio a mi vez y me pasé una mano por los ojos húmedos. Mis labios se curvaron en una sonrisa temblorosa, cayendo en la cuenta del por qué me sentía así de afectado.
“Es cierto,” confesé, “que no puedo sentir tan intensamente mi amor hacia mis seres queridos.” Me serené. “Pero no soy insensible ni mucho menos. Mis sentimientos, aunque moderados, son constantes. Mis actos son mesurados y no impulsivos. Sigues sin convencerme. El Datsu… lo necesito.”
“¿Es acaso una droga?” masculló Kala. “De esas, las probé a montones para calmar el dolor. Son asquerosas.”
Sonreí y coloqué las manos detrás de la cabeza, más tranquilo.
“La droga del equilibrio,” dije fulminando la oscuridad, “es más sutil.”
Y en voz alta, admití con ligereza:
—«Los Arunaeh seremos raros, pero me gusta que lo seamos. Puede que sea por el Datsu, porque soy incapaz de no estar satisfecho con lo que tengo… pero al fin y al cabo ¿qué importa? Recuerda bien cómo me sentí cuando me bloquearon el Datsu, Kala… Si Lotus fue capaz de controlar sus sentimientos, será porque era brejista. Pero yo no lo soy. Aun así… me gustaría saber por qué lo hizo,» murmuré, «por qué renunció al Datsu.»
Kala suspiró mentalmente.
“No sé mucho. Sé que al principio lo bloqueó y, cuando renunció del todo… No conozco los detalles porque lo hizo después de habernos metido en las lágrimas, pero Rao me dijo que su familia lo ayudó.”
Jadeé y permanecí en silencio un momento. Su familia… Recordaba haber leído que, cinco años antes de la guerra, un hombre con máscara había sido visto zarpar hacia la isla de Taey. ¿Podía ser que mi abuela Selladora le hubiera quitado el Datsu a Lotus? Pero eso… iba en contra del equilibrio de Sheyra. Tenía que haber otra explicación.
“Estoy cansado,” añadió Kala. “¿No vas a dormirte nunca?”
Puse los ojos en blanco y asentí.
“Me haces pensar más de la cuenta, Kala. Dulces sueños.”
Me respondió un gruñido soñoliento. En el silencio de mi habitación, agarré la piedra de juramento y cerré los ojos tratando de no pensar en Datsus y Pixies. Y, tal vez gracias al Datsu, lo conseguí muy rápido, serenándome tan fácilmente como una gota que cae en un lago. Así, por primera vez en mucho tiempo, dormí en el Templo del Viento que me había visto crecer.