Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala
«¿Quiénes somos sin sentimientos?»
Yánika Arunaeh
* * *
A través de mi máscara de destructor, veía a Yánika, sentada en el asiento de enfrente del teleférico que bajaba a Kozera. Jiyari se encontraba a mi lado, dibujando.
Me había costado más de lo acostumbrado entender lo que pasaba. Nos habíamos despedido demasiado rápido de las armónicas para que pudiera analizar su comportamiento, pero el de mi hermana y el de Jiyari me bastaban para entender que algo en mi plan no había funcionado del todo. Durante la bajada en vagón hasta Ámbarlain, había estado reflexionando sobre el caso a solas, no pudiendo hablar de ello en voz alta por culpa de los oídos indiscretos. La conversación que había tenido con Yánika en el camino hacia el teleférico que salía de Ámbarlain para Kozera había sido más productiva que mis cavilaciones y me había confirmado que, efectivamente, mi Datsu me impedía sentir como lo hacía normalmente. Sin embargo, no me explicaba por qué Yánika y Jiyari actuaban tan raro. Los dos estaban sombríos, a mi parecer. Aunque no sabía si por abatimiento, cansancio, tristeza o decepción o qué. Era difícil determinarlo. Al cabo, me decidí a preguntarlo.
—«No habéis dicho una palabra en mucho tiempo,» advertí. «¿Es porque estáis cansados? Deberías dormir, Yani. El teleférico este tiene seis etapas y esta es la más larga. No llegaremos a Malafad hasta el fin de ciclo. Te despertaré cuando…»
—«No es eso,» me cortó Yánika. «No estoy cansada. Estoy bien.»
No lo dudé. A Yánika no le gustaban las mentiras. La miré a través de mis ojos protectores… y ella bajó la vista hacia sus manos. El silencio volvió a caer entre nosotros. Las voces de los demás pasajeros me alcanzaban con nitidez. Los sentados más cerca callaban, pero más lejos uno hablaba de su tía enferma y otro de las excelentes lupas que fabricaban en Donaportela… Me dio un repentino picor en la frente y fui a quitarme la máscara pero Jiyari me lo impidió con la mano y un:
—«No puedes.»
Era la tercera vez que me lo decía. Al parecer, mi Datsu se había desatado tanto que tenía los ojos rojos en fondo negro, algo antinatural que podía «provocar malas reacciones a mi alrededor» y causar problemas. Mi razón y experiencia me decían que Jiyari estaba en lo cierto, así que olvidé el picor y dejé caer la mano sobre mi regazo.
—«Perdón.»
Eché un vistazo por la ventanilla. Esta estaba cada vez más opaca por la suciedad. No, me fijé. No era suciedad: eran insectos. Había oído hablar del larguísimo teleférico que salía de la provincia de Ámbarlain y bajaba hasta Kozera. Tenía en total cinco paradas intermediarias, seis tramos. Y uno de ellos pasaba por una caverna llena de hormigas azules voladoras. Uno de los numerosos problemas del nuevo teleférico del que se vanagloriaban los kozereños: las hormigas azules estropeaban los cables y obligaban a los transportistas a tener a gente revisándolos constantemente.
—«¿Por qué no me escuchas?» dijo de pronto Yánika.
Desvié los ojos de las hormigas azules y miré a mi hermana. Yánika sentía algo. Algo negativo. Un sentimiento desagradable por no entender surgió en mí… y se zambulló en el vacío.
—«No has dicho nada, Yani,» le hice notar, tras un silencio. «No puedo escucharte si no me dices nada.»
Yánika suspiró y meneó la cabeza.
—«No te hablo con palabras. Pero deberías sentir lo que te dice mi aura. Me prometiste que volverías.»
Esa era la otra frase que me había repetido varias veces en Ámbarlain. Vuelve. Aquello me hizo acordarme de la carta que me había enviado Madre. Vuelve. Escrito con letras mayúsculas y tinta de un azul parecido al de las hormigas que se pegaban a la ventanilla.
—«Otra vez,» murmuró Yánika. «Inténtalo otra vez. Por favor, hermano…»
Sus ojos negros brillaban. Lloraba. ¿De tristeza? Fruncí el ceño y le repetí lo que le había dicho entonces:
—«Lo siento, Yánika. No lo consigo. Pero lo seguiré intentando,» aseguré. «Te lo prometí.»
—«Más te vale,» murmuró Jiyari. «Un Pixie sin sentimientos no es un Pixie. Tranquila, Yánika. Tu familia sabe mucho de bréjica… Lo ayudarán.»
Yánika asintió, volviendo a clavar la mirada en sus manos. Jiyari continuó dibujando a lápiz en su cuaderno. Y yo seguí meditando sobre mí mismo y mi entorno y, de paso, observaba las hormigas a través de mi máscara.
* * *
En los Subterráneos, sólo los modernos y vanguardistas hablaban de «noche» para referirse al tiempo típico de sueño en un determinado lugar. Se lo llamaba comúnmente o-rianshu, «gran tiempo de descanso», en contraposición a rigú, «tiempo de actividad», que señalaba el tiempo del día entre el cual la mayoría de la gente desayunaba y cenaba. Sentado sobre un borde de piedra en la gran plaza de Doneyba, última parada antes de Kozera, estaba pensando en la terminología y en lo mucho que podía afectar la luz de las piedras de luna o del sol en una civilización cuando Jiyari regresó de la cola del teleférico diciendo:
—«Malas noticias. El último tramo está en obras. Hace unas horas, se estrelló una cabina de mantenimiento y murieron tres trabajadores.»
Sentada junto a mí, Yánika inspiró con brusquedad. Jiyari me contempló, sin poder mirarme realmente porque seguía llevando la máscara.
—«¿No te parece triste?»
Enarqué las cejas.
—«Claro. Pero tomaremos otra ruta. Seguro que la compañía habrá puesto anobos gratis…»
El resoplido de Jiyari me interrumpió.
—«No hablaba de eso. Hablaba de los tres trabajadores que murieron.»
Me sentí confuso.
—«Ya… Claro. Perdón. Murieron. Es normal.»
—«¿Es normal que se mueran?»
—«No,» dije, frunciendo el ceño. «Quiero decir… sí. Es normal que, si mueren, sea triste. ¿No? Por eso no hablé de ello,» me defendí.
Jiyari se quedó mirándome unos segundos antes de menear la cabeza.
—«En fin… La compañía ofrece buñuelos gratis para hacerse perdonar. Hay buñuelos de zorfo,» insistió. «¿Tenéis hambre?»
Yo aún estaba intentando sopesar la intensidad de mi hambre cuando Yánika me agarró de la mano y estiró para que me levantara.
—«Te encantan los zorfos, hermano,» dijo con una sonrisilla. «Claro que tienes hambre.»
Era la primera vez que la veía sonreír desde que habíamos salido de Firasa. Era un buen signo, pensé. Y me encogí de hombros.
—«Si tú lo dices.»
Tras comer unos cuantos buñuelos, esperamos con el resto de viajeros en una esquina de la plaza. Doneyba tenía apenas quinientos habitantes, pero la plaza bullía de vida. De un lado, se alzaban las casas, del otro se abría un enorme abismo con gigantescas columnas y una amplísima caverna. Abajo, había una tierra cubierta de humareda, luego un bosque, un poco más lejos unas colinas de hierba azul con campos, y más allá, la villa portuaria de Kozera junto al mar de Afáh. Y aún más allá, estaba la isla de Taey. Sólo que no se veía. Las luces de Kozera, en cambio, destacaban.
—«Por más que se contemple, la Villa del Mar sigue siendo igual de hermosa, ¿eh?»
La voz a mis espaldas me hizo girarme. Era un humano de barriga prominente y ropa flamante. Se inclinó con cierta dificultad y dijo:
—«Buen rigú, mahí. Me llamo Yamel Afyhraga, sub-director de la compañía del teleférico. ¿Formas parte de los viajeros a Kozera, verdad? No he podido más que fijarme en tu máscara de destructor y estaba preguntándome si aceptarías un pequeño trabajo para arreglar uno de nuestros problemas. Si es que tienes tiempo, por supuesto.»
Hubo un silencio. Entonces el sub-director carraspeó.
—«Esto… Verás. Cuando cayó la cabina de mantenimiento, lo hizo en el Aristas, una zona llena de estalagmitas justo ahí abajo. Y el problema es que una de las estalagmitas se desmoronó y otra está a punto de hacerlo. Si fueses tan amable de destruir esta última antes de que nuestro equipo de rescate se acerque a la cabina…»
Hubo otro silencio. El sub-director se puso rojo.
—«Entiendo… Debí haberme fijado, ya estás trabajando en otro asunto, ¿verdad?»
Negué con la cabeza.
—«No. No estoy trabajando. Y seré tan amable de destruir la estalagmita. Tenemos que hablar de precios.»
El sub-director inspiró y asintió con energía.
—«Sí. Claro. Tu precio es el mío.»
Fruncí el ceño detrás de mi máscara. ¿Tenía que elegir un precio? Bueno… Ese tipo de trabajo era considerado trabajo urgente y a la vez de una dificultad media. Pregunté:
—«¿Qué altura tiene la estalagmita?»
—«¿Eh…? ¿Altura? Bueno… ¿Unos seis metros? Es enorme.»
—«No, es mediana,» repliqué. «¿Qué circunferencia en la base?»
—«Yo… No la he medido. ¿No será mejor que la veas simplemente? Puedes bajar por el montacargas de mantenimiento. Está asegurado. Por cierto, hablando del precio, ¿quinientos kétalos es bastante?»
Vacilé y asentí.
—«Es bastante.»
El sub-director me animó a que lo siguiera. Jiyari murmuró:
—«No sé si me gusta esto…»
—«Tengo que bajar contigo, hermano,» dijo Yánika.
Cierto. Si ella se alejaba, el espectro podría intentar de nuevo controlarme. Aunque… puesto que el aura de Yánika no me alcanzaba, ¿tenía acaso algún efecto? ¿Realmente la necesitaba? No lo tenía claro.
El sub-director se excusó de que no podía bajar con nosotros porque el montacargas no soportaba pesos como el suyo y dejó amablemente que Jiyari nos acompañara.
—«El equipo os explicará todo abajo,» aseguró el hombre.
Sacudió la cuerda, haciendo bajar una pequeña campanilla todo lo largo, para avisar a los de abajo. Entonces, la máquina se puso en marcha y los tres comenzamos a bajar por el gran acantilado de Doneyba, hacia las tinieblas del Aristas. Era una caída libre de trescientos metros. Algo menos que la de la Cascada de la Muerte cuyo tremor del agua se percibía aunque esta se encontraba a más de veinte kilómetros al norte.
—«El Aristas,» murmuró Jiyari mirando hacia la oscuridad con rostro pálido. «Dicen que ahí hay todo tipo de bestias, además de pozos de lava y estalagmitas que caen… Espero que el equipo de rescate tenga mercenarios de escolta.»
Yo examinaba la estructura del montacargas. La madera era de buena calidad pero las cuerdas eran muy viejas y parecía que no se había usado aquella máquina desde hacía bastante tiempo. ¿Cómo habría bajado entonces el equipo de rescate? Tras unos instantes en que tan sólo se escuchaban los crujidos de la cuerda, solté:
—«No está tan asegurado como lo ha dicho el gordo.»
Jiyari y Yánika me miraron con ojos agrandados. ¿Estaban sorprendidos? ¿Asustados? Mi hermana, de pronto, dejó escapar una carcajada. Jiyari resopló.
—«Dice que estamos en peligro, ¿y te ríes? Si nos estrellamos ahora, ni el dios Tatako nos hará una crónica.»
—«Perdón,» sonrió Yánika. «Es sólo que no esperaba que llamara al sub-director así. Pero no te preocupes, Jiyari, mi hermano es un gran experto órico: si se rompe la cuerda, nos salvará. ¿Verdad, hermano?»
Asentí.
—«Es posible.»
—«¿Es posible? ¿No estás seguro?» jadeó Jiyari.
Lo miré con extrañeza.
—«Digo que es posible. De modo que os salvaré. Si no fuera posible, no podría hacerlo. ¿Entiendes?»
Jiyari marcó una pausa, alzó los ojos hacia las estalactitas y se agarró a una de las cuerdas laterales soltando:
—«Una lógica aplastante. Te entiendo.»
En silencio, contemplamos las tinieblas que poco a poco nos tragaban. Sólo la luz de las linternas en las cuatro esquinas del montacargas alumbraba la pared irregular del acantilado. Miré esta con atención, examinando la roca. Era variada. Un saliente estaba hecho de rocaperita, una roca fósil con una mezcla de resina y darganita con la que se hacían joyas y vasijas y se acorazaban barcos. Vi mucha roca-musgo, cubierta de un líquido venenoso durante la mitad de su ciclo y de un líquido apestoso en la otra —era con este último que se fabricaba el camún, la bebida alcohólica por excelencia de los subterranienses. Más abajo, vi aparecer un filón de rocarreina. No era típico verla en la caverna de Kozera. De haberle enviado un puño órico, el impacto habría resonado como el mismísimo Gong de Norobi, diosa de la Justicia. Los Pueblos del Agua usaban precisamente la rocarreina para los gongs y las alarmas y también para el famoso Baile de Norobi: cada año en el mes de Osuna, los pueblagüeños sacaban sus castañuelas de rocarreina y bailaban durante todo el o-rianshu con el fin de expulsar el veneno del cuerpo de la diosa y resucitarla. Yo nunca había participado en esos bailes, pero los había visto.
Un súbito bandazo me sacó de mis pensamientos.
—«Esto me está poniendo nervioso,» admitió Jiyari.
Observé sus gestos, su mano exageradamente apretada a una cuerda mientras que la otra se limpiaba el sudor del cuello por el calor creciente que subía del Aristas. Asentí.
—«Ya veo. Pero no tienes por qué. Llegaremos abajo sin problemas. De haber subido el gordo, no habría estado tan seguro, pero nosotros no pesamos tanto…»
Me interrumpió la carcajada de Yánika. Alguien podía reír de alegría o de nerviosismo y me pregunté qué clase de risa era esa. Me interesaba saberlo porque, a fin de cuentas, Yánika era mi hermana y mi razón me decía que debía ocuparme de ella.
—«¿Tú también estás nerviosa?» le pregunté.
Yánika se pasó una mano por un ojo y esta vez sentí algo, creo. Sí. Sentí preocupación. Porque había visto una lágrima.
—«¿Estás llorando?»
—«No…» aseguró mi hermana. Y me miró con atención. «Por un momento… he pensado que estabas volviendo.»
—«Pensar es fácil,» repliqué. «Pero no puedo volver si ya estoy contigo.»
Yánika me enseñó un mohín infantil.
—«Ya sabes a qué me refiero, hermano. Confío en ti. Volverás.»
Su imagen para hablar de mi Datsu era una inútil complicación que no correspondía a nada de manera acertada. Pero no se lo dije porque ya estábamos llegando abajo, donde nos aguardaba un hombre encapuchado con una linterna posada a sus pies. Aterrizamos sobre una estructura de madera y salimos. El encapuchado se inclinó respetuosamente.
—«Yey, bienvenido, destructor. Te estábamos esperando. Por aquí.»
En las sombras, había otros saijits, me fijé. ¿El equipo de rescate? El aire se movió a mi alrededor. Tres a la izquierda. Cinco a la derecha. Vi aparecer las sombras encapuchadas en las tinieblas del Aristas. Uno tenía zapatos verdes. El que nos había hablado tenía botas de cuero viejo, un cinturón dorado y un galón en la capucha con un signo escrito en rojo. No. No era un signo. Era sangre. Me detuve.
—«¿Sois el equipo de rescate?»
—«No lo parecen,» murmuró Jiyari. Me agarró del codo, tembloroso, como para estirarme de nuevo hacia el montacargas. «¿Ha-has visto? Van armados.»
Era cierto, todos tenían espadas. ¿Serían los mercenarios de escolta?
—«Siento el engaño,» dijo entonces el del galón. «No sé qué os habrá contado nuestro agente para atraeros hasta aquí, pero no hay ni rescate ni diamantes en este lugar. Os lo explicaré. Seguidme.»
Jiyari, de tez habitualmente bronceada, se había puesto pálido. Mal signo. De modo que la historia del gordo sobre la estalagmita a punto de caerse era una mentira. Probablemente lo de «sub-director» fuera falso, entonces. Pero…
—«¿Y el accidente de la cabina de mantenimiento?» pregunté. «¿Eso también era mentira?»
—«A-ahora que lo pienso,» intervino Jiyari en un murmullo, «uno del teleférico dijo algo sobre el Bosque de Gan… La cabina debió de caer más lejos. No en el Aristas. L-lo siento. Ya me parecía que ese humano tenía cara demasiado buena para ser sub-director pero aceptaste tan rápido… ¿S-se puede saber quiénes sois?» añadió, alzando una voz insegura.
—«No tenéis por qué saberlo,» replicó el del galón. «En marcha.»
Los nueve encapuchados nos hicieron caminar a través de un bosque de pilares rocosos. Todos los alrededores estaban compuestos de roca ígnea y vi más de una grieta en el suelo rocoso por el que se escapaban humaredas de humo cálido. Por lo que la lava aún seguía fluyendo ahí abajo, entendí. Me agaché para tocar una pequeña estalagmita y de pronto una mano me agarró del brazo con fuerza. ¿Jiyari? No, uno de los encapuchados.
—«Nada de trucos raros,» me masculló.
Estaba aún analizando la situación cuando llegamos a una pequeña cueva metida dentro del enorme acantilado y nos pidieron que nos quitáramos las mochilas.
—«¿Armas?» preguntó uno.
—«Soy el único en tener una,» contesté.
Y saqué una navaja, que generó risitas entre los encapuchados.
—«Eso no es un arma, hombre,» dijo uno, y me la dejaron.
Yo iba a decirles que, a mi ver, sí que era un arma, y potencialmente igual de mortífera que una espada pero la súbita inspiración aguda de Jiyari junto a mí me desconcentró. Ante nosotros, el del galón se había quitado la capucha, desvelando su rostro. Era un kadaelfo de mediana edad, de pelo negro largo y liso y de cara alargada, atravesada por numerosas cicatrices, entre las cuales una iba de la ceja al mentón pasando por un ojo. En su frente, llevaba una gran elipsis marcada al rojo vivo. El Ojo de Norobi, entendí. Los justicieros de Dágovil recurrían a esa técnica sobre ciertos criminales especiales.
—«Eres un antiguo prisionero,» observé. Y eché un vistazo a los demás encapuchados. «¿También ellos?»
—«Lo dicho,» dijo el del galón, «no necesitáis saber quiénes somos. Sabed simplemente que estábamos atravesando el Aristas con nuestros anobos cuando sufrimos un ataque de nadros y nos quedamos atascados aquí abajo con un cofre que pesa como un dragón. No teníamos dinero para comprar nuevos anobos, así que le encargamos a un tipo que nos hiciera venir a un destructor a cambio de una promesa. Tu trabajo, pues, consiste en abrir este cofre. Lo abres y os vais con una grata recompensa. ¿Alguna queja?»
Mi atención se había centrado en el cofre que había señalado en un momento. Me acerqué sin que nadie me lo impidiera y me agaché, posando una mano sobre la tapa. Tenía un tamaño de un metro y medio sobre unos cuarenta centímetros de alto. Un verdadero baúl. Tras unos instantes, parpadeé, confuso. No reconocía el material. Ni siquiera el de la cerradura.
—«Esto… no es metal,» dije. «¿Qué es?»
—«¿Tú eres el destructor, no?» me espetó el del galón. «Y por cierto, ya que he tenido la educación de mostrar mi rostro, me gustaría que me correspondieras.»
Cierto, aún llevaba la máscara. Pero no podía quitármela y enseñar mi rostro tal vez gris ceniciento y de ojos rojos y negros. Encontré un argumento convincente:
—«Como sabrás, es una máscara de destructor. La necesito para trabajar.»
Me senté junto al cofre y posé ambas manos sobre el misterioso material. ¿Textura leñosa? Hubiera podido ser, pero incluso así me resultaba extraña. No era varadia. Y desde luego no era metal.
—«¿Habéis probado el fuego?» pregunté.
Hubo un silencio.
—«¿Pero qué clase de destructor eres?» masculló el del galón. «No queremos destruir lo que está dentro. Si dañas el contenido, lo pagarás con tu vida. ¿Entiendes?»
Entendía que me estaba amenazando. Giré la máscara hacia él, posé mis ojos sobre Yánika y Jiyari bien vigilados por dos encapuchados y me pregunté por qué mi hermana no los estaba afectando con su aura. Cada vez que había algo amenazante, solía reaccionar de esa manera. Claro que todavía no había ocurrido nada realmente irreversible. Y el del galón, pese a todo, no parecía ser un bandido que mataba sin razonarlo antes. Asentí al fin sin una palabra y me interesé de nuevo por la caja fuerte. No llegué a ninguna conclusión. En realidad, no estuve examinando el material, sino reflexionando sobre mi situación. Era consciente de que, en mi estado, mis capacidades de análisis estaban en cierto modo en ventaja y desventaja. Ventaja porque las emociones no me importunaban. Desventaja porque, precisamente, las emociones ayudaban a tomar decisiones, a evaluar la importancia de las cosas y a ir más rápido a lo esencial. Y yo carecía de esa capacidad. Por lo que necesitaba más tiempo.
—«Me va a tomar tiempo,» dije al fin. «Pero la abriré.»
—«Cuento con ello.»
Así, el del galón me dejó tranquilo con mi tarea, mandó que Jiyari y Yánika se sentasen no muy lejos y advertí que varios encapuchados salían de la cueva.
—«Van a vigilar los alrededores,» explicó el del galón. «Hace unos días que llegamos y los nadros siguen acechándonos, pero estaréis bien mientras os quedéis en la cueva.»
Una manera de decir: no podéis escapar. Asentí en silencio y volví a centrarme en la caja. Ignoraba cuánto tiempo había pasado cuando oí, no muy lejos de ahí, un gruñido seguido de una explosión. Un nadro, pensé. Los nadros explotaban una vez muertos. Cerré los ojos y concentré mi órica en un punto de la cerradura. Había soltado ya unos cuantos sortilegios imprecisos para tantearla y ahora tentaba mi suerte. No funcionó. Fruncí el ceño. Aquella caja… ¿con qué clase de material estaba hecha?
Fue entonces cuando tuve una iluminación. ¿Había dicho que no era metal? ¿Acaso yo conocía todos los tipos de metales? Casi todos. Pero no todos. Y aquel… sí, aquel coincidía con las características de una aleación que había estudiado una vez, hacía tiempo. O más bien «ojeado» más que estudiar, porque siempre me habían interesado más los minerales que las aleaciones. Se trataba de una aleación metálica flexible, difícilmente rompible por la fuerza bruta, pero podía ser cortada con un filo muy preciso. No por una espada, pero sí por un filo de órica. Sin embargo… ni recordaba bien qué elementos eran utilizados para fabricarla ni recordaba el nombre de la aleación. ¿Acero de Bertenio? No, no era acero. ¿Corvrio? Tampoco. Todas ellas eran aleaciones extraordinarias, pero de distintas características. Estaba casi seguro de que el herrero Pad de la forja me había hablado de ella… Buscaba el nombre con suma concentración cuando Yánika dijo de pronto:
—«Hermano. Hace un buen rato que no sueltas sortilegios a la caja. ¿Es normal?»
Parpadeé, la miré a través de mi máscara y carraspeé.
—«Perdón.» Tendí la mano hacia la cerradura, seguro ahora de lograr romperla, pero me detuve. «Yánika. Estos hombres… ¿te asustan?»
Yánika hizo una mueca.
—«Claro que me asustan. Son criminales. Jiyari dice que la caja…»
Jiyari le tapó la boca y entendí que no quería que los encapuchados oyeran lo que había dicho sobre la caja. ¿Alguna información que había descubierto?
—«¿Qué dice?» preguntó el del galón. Se había sentado sobre una roca de la entrada, jugueteando con una piedra de granito. «¿Qué dice el rubio sobre la caja?»
Yánika se había puesto pálida. Hubo un silencio. Entonces, Jiyari balbuceó:
—«No he dicho nada.»
—«¿En serio? ¿Entonces por qué estabas mirando el lado de la caja con tanto esmero? Te habrás fijado seguramente en el signo medio borrado.»
Lívido, Jiyari no giró la cabeza hacia la caja y no contestó. El del galón sonrió. Una sonrisa torcida, me fijé. No era una sonrisa amigable.
—«El Gremio de las Sombras de Dágovil,» dijo, «nos ha causado más sufrimiento que lo que pueden pagar las riquezas que haya en ese cofre.» Giró de pronto sus ojos hacia mí. «Vuelve al trabajo.»
—«El trabajo ya está terminado,» dije. «Sé cómo abrir tu cofre. Pero antes tengo que hacerte una pregunta.»
Los ojos del del galón se habían iluminado y los tres encapuchados restantes en la cueva se agitaron.
—«¿Sabes cómo abrirlo?» preguntó el del galón levantándose. «Entonces ábrelo. Luego hablamos.»
Vacilé y él añadió:
—«¿Sabes el odio que les tengo a algunos dagovileses? Es un odio tan fuerte que a veces destiñe y se contagia a los que, como tú, tienen un ligero acento de Dágovil. ¿No querrás que te lo enseñe?»
Meneé la cabeza.
—«No lo entendería,» repliqué en un susurro.
El hombre del galón enarcó una ceja.
—«¿No lo entenderías?»
—«El odio,» expliqué. «Para entenderlo, antes hay que sentirlo un mínimo.»
Ajeno a su reacción, me giré y posé la mano sobre la cerradura. Si tan sólo pudiera acordarme del nombre de esa aleación… Me acordaba del esquema sobre su composición y textura, me acordaba de sus características generales, pero no recordaba el nombre. No importaba, razoné. No importaba el nombre. Lo que importaba era abrir la caja y ser liberados de esos hombres.
Precisé el sortilegio, lo afilé y lo lancé. La cerradura emitió un cliqueteo muy débil. Pero no levanté la tapa.
—«Si hay ahí dentro un tesoro,» dije, «y si lo habéis robado al Gremio de Dágovil, significa que no os pertenece. Por consiguiente, probablemente no querréis tener testigos. Matarnos sería una manera de acabar con el problema. Pero yo no debo morir, porque aún tengo que proteger a mi hermana y cumplir con mis promesas. De modo que, si elegís esta opción, estallaré la cueva y os aplastaré a todos. Sin embargo, si elegís dejarnos ir, no hablaré del cofre y mis hermanos tampoco lo harán.»
Hubo un profundo silencio. Entonces, Jiyari repitió en un murmullo:
—«¿Tus hermanos?»
Lo miré y ladeé la cabeza.
—«Tú y yo no lo somos de verdad,» admití, «pero… sentí que lo éramos.»
Los ojos de Jiyari se encendieron.
—«¿Lo sentiste?»
Marqué una pausa.
—«No, no siento nada, sólo creí…»
—«¿Quieres abrir la caja de una maldita vez?» me espetó el del galón e imprecó: «Kasrada… Ya basta de parloteos. Abre el cofre, destructor. Te aseguro que si lo haces saldréis de aquí con vida.»
Me levanté y me giré hacia él. El kadaelfo tenía los ojos entornados y los labios torcidos en una mueca… ¿impaciente? ¿colérica? ¿aburrida? Por Sheyra… qué lejos estaba de comprender nada. Entonces, anuncié:
—«Ya está abierto.»
Aquello generó otra pausa. Probablemente por la sorpresa. Entonces, el del galón se adelantó y entreabrió la tapa para comprobar que lo que decía era cierto. Hubo exclamaciones de asombro. Tenían que ser de asombro, ¿verdad? Entonces, el del galón volteó hacia mí. Su expresión había cambiado. Sonreía con los labios apretados en una fina línea.
—«Sin duda. Que sepas que no mato a la gente que me complace. Espera afuera a que te dé la recompensa, pero antes dime tu nombre y enséñame tu rostro.»
Inspiré. Espiré. Inspiré. Espiré… Así durante un rato hasta que contesté:
—«Tú no me has dado tu nombre, pero me has enseñado tu rostro. Yo no te enseñaré mi rostro, pero te daré mi nombre. ¿Te parece justo?»
El del galón hizo una mueca y, de pronto, se rió.
—«Qué tipo más raro eres. Me parece justo.»
Incliné levemente la cabeza.
—«Drey Arunaeh.»
No obvié cómo sus ojos se agrandaron levemente, pero no le di especial importancia, ni tampoco a la mirada fija que le echó a Yánika. Sin embargo, se la di cuando dijo con voz profunda:
—«Arunaeh… ¿eh? Conocí a un Arunaeh. Un inquisidor. En Makabath, la cárcel de Dágovil.» Sus labios se habían torcido en una mueca antinatural. «Soy un hombre de honor. Cumpliré con mi palabra y te dejaré ir. Pero ahora que sé que tu familia es un antro de monstruos capaces de destruir la mente de la gente sin ningún escrúpulo… he de decir que me cuesta no desenvainar la espada y decapitarte en este mismo instante así que… desaparece de mi vista.»
No me lo hice repetir. No era tan extraño que un grupo de antiguos prisioneros, tal vez fugitivos, odiasen a los Arunaeh. Probablemente estuviera hablando de mi tío Varivak de Dágovil. Era un inquisidor. Y, como unos cuantos miembros de nuestro clan, se dedicaba a sacar respuestas con bréjica y técnicas de presión psicológica. Incliné la cabeza, le di la espalda y dije:
—«Yánika. Jiyari. Nos vamos.»
En un profundo silencio, recuperamos nuestras mochilas y salimos de la cueva bajo la mirada oculta de los encapuchados. El del galón cumplió con su palabra y no nos mandó matar apenas salidos a descubierto.
—«Por las trece arpías,» dejó escapar Jiyari cuando ya andábamos entre las estalagmitas. «Creí que no saldríamos de ahí vivos.»
—«Aún es pronto para decir que vamos a salir vivos,» dije echando una mirada a mi alrededor. «La explosión que oí hace un rato era la del cadáver de un nadro.»
Si nos encontrábamos tan sólo con uno de esos dragonzuelos rojos, tal vez pudiera matarlo aplastándolo con una estalagmita… Pero generalmente esas criaturas iban en manada. La situación tenía mal aspecto.
Volvimos adonde el montacargas pero no teníamos ni idea de cómo pedir que nos lo activasen, de modo que finalmente continué caminando y bordeando el acantilado entre las sombras con una piedra de luna medio tapada en la mano. Yánika y Jiyari se apresuraron a seguirme.
—«¿Sabes adónde vas, hermano?» preguntó Yánika.
—«No,» confesé. «Pero lo mejor es bordear el acantilado. Si cruzásemos el Aristas y tuviéramos la suerte de no morir, nos encontraríamos en el Bosque de Gan, que también tiene mala reputación, si mal no recuerdo.»
—«Recuerdas bien,» suspiró Jiyari. «El Gan es un hervidero de escama-nefandos… Estamos en malas tierras.»
Lo estábamos. Pero lo único que podíamos hacer era seguir caminando. No conocíamos la región. Y los encapuchados nos habían dejado a nuestra suerte. Tras andar un buen rato en silencio entre estalagmitas y tinieblas casi impenetrables, Yánika murmuró:
—«Hermano… ¿Qué cosa tan horrible le ha hecho nuestra familia a ese hombre para que se sienta así?»
No dejé de caminar, pero ralenticé el ritmo y contesté:
—«Fue prisionero en la cárcel de Dágovil y, por el Ojo de Norobi que tenía en la frente, diría que no fue un prisionero corriente.» Bajo la mirada aún interrogante de Yánika, me quité la máscara y respiré de pleno el aire cálido del Aristas antes de añadir: «Seguramente, nuestro tío lo interrogó.»
No dije más y seguí pensando para mis adentros. Llevábamos varias horas dando rodeos en ese laberinto de rocas cuando Jiyari jadeó:
—«Drey… Creo que Yánika está cansada.»
—«Tú lo estás,» le replicó Yánika.
—«Lo estoy porque tú lo estás,» protestó Jiyari.
Intercambiaron muecas, los miré a ambos y me encogí de hombros.
—«Entonces, hagamos una pausa.»
No parecía que fuéramos a salir de aquel lugar rápidamente, de todas formas: no había en aquel paisaje tenebroso más que estalagmitas, desniveles rocosos y, de cuando en cuando, algún arbusto raquítico que salía de la roca como un insecto palo gigante y retorcido. Algunos estaban medio carbonizados por alguna repentina erupción de lava; sin embargo, esta debía de estar más profunda ahora porque no habíamos visto de momento más que volutas grises escaparse de las chimeneas en estalagmitas y grietas. Tumbándose sobre una roca llena de estrías de lava endurecida, Jiyari dejó escapar un largo resoplido.
—«Hace un calor de muerte. Es como una sauna.»
—«Las saunas son buenas para la salud,» le hice notar, sentándome en el suelo.
Jiyari giró la cabeza y me miró.
—«¿Esa es una broma? Yánika, ¡ha bromeado! Esa es una buena señal, ¿no?»
Yánika no parecía tan segura. Parpadeé.
—«No era un broma,» confesé. «Pero creo que intentaba mejorar el ambiente siendo positivo. Aunque no lo sienta, entiendo que estáis nerviosos.»
Jiyari suspiró.
—«Está bien, seré sincero. No estoy nervioso: estoy muerto de miedo. Esos tipos ¿sabes quiénes eran, verdad? Hace un año oí decir que unos Zorkias habían conseguido evadirse de Makabath. Apuesto un barril de vino que esos tipos eran Zorkias.»
Zorkias, me repetí. Meneé la cabeza.
—«Me suena el nombre. ¿Quiénes son?»
Jiyari me miró con clara incredulidad.
—«¿Tú eres de Dágovil o de otro mundo? Los Zorkias fueron una compañía de mercenarios de tu tierra. Antes se dedicaban a aplacar revueltas y a mantener las vías seguras, pero hace dos años, mataron a un alto dirigente de Dágovil junto con una decena de civiles, todos inocentes, y el Gremio de las Sombras los apresó a todos. ¿En serio no te suena? En las tabernas de Kozera se estuvo hablando del tema durante semanas. Hasta se compusieron canciones.»
—«Mm… Hace dos años,» medité, «Yánika y yo estábamos en Famessa, del otro lado del mar de Afáh, y no íbamos a las tabernas.»
—«Por Tatako, sí que habéis viajado lejos,» resopló Jiyari. «Pues en Kozera se habló mucho de ello, porque el que se murió, el ministro Jabag, iba a casarse justo con una de las princesas más importantes que hay en Kozera y el plan diplomático cayó muerto. No sé por qué lo mataron, pero los Zorkias siempre han sido unos bestias. Cuando el Gremio de las Sombras los pilló, los Zorkias eran casi doscientos. Pero encarcelaron a menos de cien.»
Fruncí el ceño.
—«¿No dijiste que los habían apresado a todos?»
Jiyari asintió suavemente con las manos detrás de la cabeza.
—«Sí… A todos los que sobrevivieron a la matanza.» Marcó una pausa. «Recuerdo que el maestro Jok dejó el templo para asistir en persona a la ejecución del comandante Zorkia… Pero, como a otros muchos, no le permitieron hablar directamente con Harynlor antes de que muriera. Dijo que había algo raro en el asunto… Mi maestro siempre dice eso cuando no le dejan meter los morros.»
—«¿Harynlor?» repetí.
—«El comandante Zorkia.» Y recitó:
Cortaba al público con sus ojos de acero,
mataba con su corazón de hielo.
Y ni aun cuando la soga le pusieron al cuello
sintió en su alma la paz del arrepentimiento.
—«Resumiendo,» dijo Jiyari, «el comandante era un asesino sin sentimientos y los tipos con los que acabamos de estar estuvieron bajo sus órdenes… y derramaron sangre inocente.»
Tras un silencio en que estuve meditando sobre sus palabras me fijé en que Jiyari se había quedado dormido. Por más muerto de miedo que estuviese el joven aprendiz escriba, más muerto de cansancio estaba. Un asesino sin sentimientos, ¿eh?, pensé. Cuántas veces se hablaba de sentimientos sin tener ni la más mínima idea de lo que significaba la falta de ellos. Su ausencia no significaba mal ni bien. Sólo significaba vacío. Lo más probable era que el tal asesino no hubiese llegado a comandante de haber carecido realmente de sentimientos. Porque ni le habría apetecido. Como a mí no me apetecía nada en especial en ese momento. Sólo me empujaba la razón. Y me decía: tienes que volver a sentir, tienes que proteger a tu hermana, tienes que salir del Aristas vivo…
Recostado contra una estalagmita, alcé una mirada hacia las lejanas luces de Doneyba, arriba del todo del acantilado. Apenas se divisaban a través del velo de humo que cubría la zona. En la lejanía, se oía el chisporroteo del vapor entre las grietas y algún crujido. La respiración de mi hermana, tendida a mi lado, seguía irregular e intranquila.
—«¿Qué ocurre, Yani?» murmuré con suavidad.
Percibí su suspiro.
—«Hermano…» dijo. «Yo… Tal vez lo que diga Jiyari sea cierto. Pero, en verdad, si no me asusté tanto con esos hombres, fue porque no querían hacernos daño. Lo sentí. Ellos… estaban muy cansados. Y el hombre… el hombre que te hizo abrir la caja,» musitó, «estaba muy triste.»
Tendió una mano y agarró la mía.
—«No creo que ese hombre fuera realmente malo.»
—«Pocos lo son,» susurré tras un silencio. «Pero son muchos los hombres que pueden cometer crímenes. La mente es débil. Los saijits son débiles. Tal vez simplemente ese hombre se esté arrepintiendo de su pasado.»
Yánika no contestó. Se quedó pensativa, cerró los ojos y, poco después, su respiración me indicó que se había quedado dormida. No tardé en imitarla, seguro de que mi sensibilidad a las corrientes de aire me despertaría de acercarse un peligro… No sabía cuánto me equivocaba.