Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala

12 Los ex-dokohis

Nos despedimos de los aldeanos de Zif-Erdol pronto a la mañana, en cuanto Yeren decidió que lo más seguro era transportar al “humano ex-dokohi” a Firasa de inmediato. Rokuo, el alcalde de la aldea, nos ofreció un gran queso a modo de agradecimiento y Yabeko de Dris nos dio una bendición járdica y aseguró que no faltaría en dársela también al Gurú del Fuego todos los días y que hasta le pediría permiso para renovar el santuario y darle vida de nuevo. Ya antes de que nos fuéramos, los aldeanos habían comenzado a fabricar una cubierta circular de madera bien maciza para tapar el pozo ya que por lo visto este no parecía traer tan buena fortuna.

«No es por nada,» dije, mientras nos poníamos en marcha detrás del carruaje que llevaba a Yeren y al ex-dokohi inconsciente, «pero todavía no nos has mencionado cómo es que te has encontrado en este asunto.»

Le hablaba al muchacho gnomo pecoso altanero que ya desde la mañana había puesto el grito en el cielo porque lo habíamos acostado sobre un jergón de paja. Para vengarse un poco, Yabeko le había dado pan duro para desayunar.

Xarifo avanzaba con paso rígido, de malhumor.

«No fue culpa mía,» lanzó. «Y no me apetece explicaros nada. Sólo quiero que ese tipo me devuelva lo que me robó ayer al usar su truco de magia conmigo.»

Señalaba a Livon con el mentón. Este caminaba delante, cabizbajo. Su humor no se había mejorado, aunque ya más que tristeza por lo ocurrido sentía, según Yánika, rabia contra los dokohis. Enarqué una ceja pero fue Sirih quien intervino con tono seco:

«Los Ragasakis no robamos. Que te quede bien claro eso, mocoso.»

«¿Cómo te atrev…?»

«Como mucho accidentalmente habrá olvidado permutar un objeto que tenías tú,» lo corté con calma. «Cuando no lleva la capa, tiene más dificultad para conservarlo todo. Así que, si él te ‘robó’ algo, probablemente tú recibiste algo a cambio.»

«¡Sí, una factura de El Parat! Una maldita tienda de comida rápida. La tiré a un foso,» escupió Xarifo. «Yo lo que ando buscando es un papel mío que me pertenece.»

«Valga la redundancia,» suspiré. «Livon. ¿Tienes ese papel?»

Livon giró una mirada apagada hacia mí y hacia Xarifo. Meneó la cabeza sin mucho interés.

«Tengo las manos atadas, ¿cómo lo voy a saber? Búscalo tú.»

Xarifo frunció el ceño.

«No meto mis manos en un bolsillo de aventurero ni loco. Dicen que están llenos de chinches.»

“¡Pero qué zafio!” se indignó Myriah.

«¿Tú te crees todos los cuentos?» replicó Sirih. «Búscalo si tanto te interesa.»

El gnomo le lanzó una mirada fruncida, echó un vistazo a su alrededor como para tratar de averiguar quién era el que hablaba por bréjica y preguntó:

«¿Alguien tiene un guante?»

Nadie le contestó. Al final, se decidió a tentar la pesca en los bolsillos de Livon, por lo que supuse que el tal papel realmente debía de ser importante. Tras inspeccionar los dos bolsillos de los pantalones con esmero, fulminó al permutador.

«¿Dónde lo has metido?»

Livon no estaba de humor para soportarlo, lo ignoró y siguió andando. Xarifo estuvo gruñendo durante media hora lo menos antes de que le dijera yo:

«Es posible que sepa dónde está. Pero para que te lo diga tendrás que contarnos un poco qué ocurrió, cómo es que los dokohis os cogieron a Orih y a ti y cómo os engañaron.»

«¡Si esa boba mirol no se hubie…!»

Lo agarré de su cabellera roja agregando:

«Y sin insultos.»

Creo que más que mi mirada fue la de Livon la que lo apaciguó y Xarifo se decidió finalmente a hacernos una relación de lo ocurrido, concisa y mayormente creíble:

«Cuando fui a la Casa Roja, me jugué un dinero. En vez de cobrar al principio, redoblé mi apuesta, gané y me llevé un papel que atestaba mi número. Tenía que ir a cobrar a la noche, pero vosotros no me dejasteis y, cuando me di cuenta de que me habíais robado el papel, ya estabais lejos. Conseguí liberarme de la cuerda de padre y busqué vuestra cofradía de buscanueces. Me encontré con un cuatro ojos que me dijo que esperara, que había una que se iba a un pueblo perdido a por vosotros, así que esperé.» Su mueca de disgusto se hacía cada vez más pronunciada. «Pero yo no me imaginaba que íbamos a hacer el camino a pie. Es más, la loca esa quería correr. Al final, se cabreó conmigo y montó todo un follón en la vía pública. Un tipo con su carreta nos preguntó que adónde íbamos y nos propuso llevarnos. Como ya anochecía, aceptamos. Parecía un tipo bastante normal.»

«¿Qué pinta tenía?»

El gnomo hizo un gesto con su barbilla puntiaguda hacia el carruaje de Yeren que ya nos había tomado bastante ventaja.

«Era ese.»

«¿El barbudo?» preguntó Sirih.

«Mm,» confirmó Xarifo. «Sólo que llevaba gafas de sol. Dijo que era un lechero de Zif-Erdol.»

«¿Tú has visto a muchos lecheros con gafas de sol?» resopló Sirih.

«¡No me interrumpas! En Trasta, llevar gafas de sol está de moda. Pensé que era por eso.» Su mirada se envenenó ante la carcajada de Sirih, pero continuó con inesperada paciencia: «El tal humano nos invitó pues a beber un vaso de leche. Yo enseguida sentí que había algo dentro.»

«Seguro,» repliqué, escéptico. «Y os quedasteis dormidos.»

Xarifo asintió, ralentizando.

«Lo último que recuerdo antes de quedarme dormido fueron sus ojos. Eran igual de blancos que la leche que bebimos.»

«Dokohis,» explicó Sirih. «Son medio espectros, medio saijits.»

«Eso ya lo sé,» replicó Xarifo, mordaz. «Yo lo que quiero ahora es recuperar mi papel. Me importan un nabo vuestros problemas. Me lo prometiste,» me recordó.

Asentí.

«Cierto. Tu papel probablemente esté en los bolsillos del barbudo, puesto que Livon permutó con él. Puedes salir corriendo para intentar alcanzarlo, o puedes seguir caminando tranquilamente con nosotros.»

Tras una vacilación, Xarifo echó un vistazo a sus sandalias y decidió quedarse con nosotros. Por lo visto, correr no era algo que lo agradase.

«Creía que los gnomos corrían rápido,» dejó escapar Sirih, burlona.

«Cállate la boca, daerciana,» se sulfuró Xarifo.

«¿Y tu padre?» inquirí para calmar los ánimos. «¿No habrá puesto un precio a tu cabeza otra vez?»

«¿Buscando kétalos, parásito?» gruñó el gnomo.

«No,» aseguré. «En realidad, no me interesa.»

Xarifo parpadeó. Y caminó en silencio un instante.

«¿No vas a llevarme de vuelta a mi padre?»

«No me interesa, te digo. Haz lo que te plazca. Pero te diré una cosa: si sigues despreciando a los desconocidos por defecto, acabarás más solo que la una.»

Aquello, extrañamente, lo calmó y lo ensimismó durante el resto del trayecto. Cuando llegamos a Firasa, pasamos por casa de Yeren, no solamente por el dichoso papel sino para asegurarnos de que el ex-dokohi seguía inconsciente e inofensivo. Sin el collar, se suponía que ya no era controlado por un espectro, pero ignorábamos qué tipo de saijit era. Podía haber sido un bandido, un asesino… o un honesto pastor de cabras. Tampoco sabíamos si era subterraniense o de la Superficie, pero lo que sí sabíamos era que, como dokohi, llevaba un buen rato trabajando en la Superficie para sus congéneres. Me pregunté cuántos saijits realmente habían pasado por ese Pozo de la Nada.

«¡No puede ser!» exclamó Xarifo.

Oí la voz de protesta de Yeren pidiendo silencio desde la habitación. El gnomo apareció ante el umbral abierto de la casa del curandero, rojo de contrariedad.

«¡Pues no lo tiene! ¿Por qué no lo tiene?» me lanzó, acusador.

Fruncí el ceño. Si él no lo tenía, entonces… De pronto, me percaté de que había algo más en mi bolsillo además del diamante de Kron. Había un papel. O más bien había habido un papel. Porque durante el viaje lo había estado desmigajando sin pensar… hasta que no quedara más que polvo. Me sonrojé levemente.

«Pues… Vaya. Qué sorpresa. Dime… ¿Y en esa Casa Roja no vale con presentarte simplemente? Seguramente habrán apuntado tu nombre, y fijo que te reconocen por la cara…»

«Esa casa de apuestas no funciona por nombres ni por caras, ¡funciona por boletos!» me gritó el gnomo. «¡Estoy muy enfadado!»

«Ya lo veo,» carraspeé. Y más si averiguaba la verdad… Las permutaciones de Livon a veces podían ser bastante molestas. Chasqueé la lengua. «¿Cuánto dinero perdiste?»

«¡Diez mil!» graznó el muchacho. «¡Diez mil kétalos! Una cantidad con la que no podrías ni soñar. Con eso quería devolverle lo robado a mi padre, y quería mandarlo a freír sapos en el río. ¡Con los diez mil habría sido libre!»

«Pues… ya lo siento,» dije con sinceridad.

«Esto no quedará así,» afirmó con rabia. «Os haré pagar, a ti y al otro kadaelfo. Me debéis diez mil.»

«Si lo hubiésemos cobrado nosotros, sin duda,» convine. «Pero no lo hemos hecho. El papel se perdió. Cosas que pasan.»

Nos alejamos, tomando el camino hacia la cofradía. El gnomo protestó hasta el final de la calle, donde se paró, silencioso, a contemplarnos.

«Está muy triste,» dijo Yánika. «¿No podemos ayudarlo?» Suspiré y ella añadió: «Te sientes culpable.»

Seguro, aunque no era exactamente por eso… Meneé la cabeza.

«No podemos hacer gran cosa por él. No es dinero lo que necesita ese chaval: es una lección de humildad.»

* * *

El ánimo de los Ragasakis estaba bajo. Podía notar el estrés en el aire que rodeaba la mesilla de la cofradía a la que nos habíamos sentado todos. Lo notaba casi tan claramente como debía de notarlo Yánika. Aunque esta parecía muy concentrada en reducir su aura para no empeorar las cosas. Tenía ganas de estar con ellos y, a la vez, quería dejarlos solos para no volverlos más lúgubres de lo que ya estaban, adiviné.

Tras enterarse de los detalles, Naylah apretaba Astera con más firmeza de lo normal sin apartarse de ella. Loy estaba particularmente afectado. Al fin y al cabo, Orih para él había sido como una hermana pequeña salvaje a la que había consolado, regañado, enseñado mil cosas… El secretario de los Ragasakis estaba pálido y conmocionado. Se había desplomado sobre un cojín y no se había movido. La vieja Shimaba posó en la mesilla una tetera llena de agua caliente y hierbas y, mientras yo me dedicaba a servir tazas con la esperanza de romper el hielo que se había formado en el ambiente, la anciana clavó su mirada vivaz en el collar del permutador.

«¡Puah! Ni el peor infierno nos robará a Livon. Sigues siendo el mismo permutador alocado de siempre, chaval,» le lanzó, palmeándole su mata de pelos azul. Y se irguió diciendo: «Ragasakis: ahora tenemos razones personales para acabar con esos dokohis. Interrogaremos a ese ex-dokohi en cuanto despierte y le sonsacaremos adónde han llevado a Orih.»

«No creo que nos lo diga,» murmuró Naylah.

Shimaba se quedó mirándola como pensando en algo y frunció el ceño.

«Cierto.»

«No dirá nada,» repitió Naylah, «porque no recordará nada. Y si recuerda… será tal vez dentro de algunos años. Así parece funcionar. El espectro crea su propia sección dentro de la mente, la protege… y sus barreras son tan fuertes que no dejan filtrarse los recuerdos.»

«Es una posibilidad,» concedí.

«No,» replicó Naylah. «No es una posibilidad: es la realidad.»

Sus ojos dorados se posaron trémulamente sobre el collar de Livon, sobre el rostro de Livon, sobre los rostros de todos… y apretó con más fuerza aún a Astera.

«Siento no habéroslo dicho antes pero…» murmuró, «yo fui una dokohi.»

Su aseveración pareció paralizar el tiempo.

La miramos todos boquiabiertos. Bueno, no todos. Shimaba parecía saberlo ya. Por lo que Zélif debía de estar al corriente también. Loy se mostraba tan sólo sorprendido a medias, como si le hubiesen confirmado algo que ya sospechaba a pesar de lo chocante que le resultaba. Yo ya había imaginado que Naylah tenía algún pasado con los dokohis, pero saber que ella había sido uno de ellos me hizo el efecto de una ducha fría.

«¿Eras… una dokohi?» jadeó Livon. La noticia lo había sacado de su mutismo inusual. «¿Tú… Nayu?»

Sus ojos centelleaban de estupefacción. Fruncí el ceño.

«La guerra de Liireth acabó hace treinta años. ¿Cómo puede ser que tú…?»

Naylah asintió suavemente.

«Heredé el collar de mi madre. Ella era una dokohi de la guerra. No recuerdo muy bien lo que pasó, yo era aún muy joven y el collar parece incluso haberme borrado recuerdos anteriores. Supongo que mi madre murió y por eso me pusieron su collar. No recuerdo tampoco cómo ni dónde ni quién. Sólo sé… que no estaba sola. Y recuerdo un nombre. Uno solo. El nombre de un hombre que, creo, me cuidó, me educó y me salvó más de una vez la vida.» Se estremeció levemente cuando pronunció: «Kan.»

«Kan,» repitió Sirih, alterada. «¿Era un dokohi?»

«Lo era. Y tal vez siga siéndolo.» Naylah tragó saliva y meneó suavemente la cabeza ante nuestras miradas descaradas. Sus largos mechones plateados caían como una cascada a su alrededor, oscureciendo sus ojos dorados. «Mis recuerdos aún son muy nebulosos. Durante mucho tiempo, creí que esos recuerdos no eran más que alucinaciones. Se las conté a Zélif y a Shimaba. Ellas no querían preocuparme y en el momento no me dijeron nada. Pero en el cráter, con los vampiros… ¿recordáis?»

«Claro que lo recuerdo, te desmayaste,» dijo Livon, ansioso. «Nos pegaste un susto de muerte.»

Naylah le dedicó una leve sonrisa de disculpa.

«Lo sé. Perdón por haberos preocupado. No es fácil… hablar de esto.»

«No tienes por qué hablar,» aseguró Livon.

«Tampoco tengo mucho que añadir,» admitió la lancera. «Es frustrante… pero no consigo recordar más. Si tan sólo pudiese averiguar más cosas sobre mi pasado… Ni siquiera recuerdo cómo me salvé. Shimaba me contó que me encontró Néfikel. Llevaba ya a Astera. Por eso, no sé ni siquiera de dónde saco mi lanza. Tuvieron que dármela los dokohis… a menos que la robase a los saijits.» Su frente se arrugó. «Shimaba dice que no sabe nada más pero… si llevaba una lanza, aunque tuviera en aquella época apenas trece años… seguramente es que me servía de esta. Es posible incluso que…»

Bajó los ojos hacia sus manos como si las viera de pronto manchadas de sangre inocente. Hubo un silencio pesado. El aura de Yánika era taciturno. Los demás callaban, impactados.

«Néfikel, ¿el tercer fundador de los Ragasakis?» pregunté entonces. «¿El que desapareció?»

Naylah asintió.

«De algún modo, consiguió quitarme el collar. No sé cómo. Tal vez fuera uno de los aventureros que lo acompañaban. Zélif dice que no sabe quiénes eran. Tal vez un destructor.»

Uno muy bueno entonces, pensé. La lancera inspiró hondo.

«No sé lo que hice, no sé siquiera si maté o no siendo dokohi, y eso es lo que más me frustra: no saber. Si tan sólo pudiera recordar, seguramente nos sería de ayuda. De momento sólo puedo deciros que el hombre que habéis dejado con Yeren no recordará nada cuando despierte. Sólo sentirá un tremendo vacío y la horrible sensación de haber hecho algo mal.» Alzó la cabeza y sus ojos refulgieron. «Por Astera, juro que iré a por los dokohis, mataré a Liireth si sigue vivo y salvaré no sólo a Orih: a todos los saijits encerrados. Y si no puedo liberarlos rompiendo los collares… al menos me aseguraré de que no cometan más crímenes.» Posó un puño en la mesa. «Salvaré a Kan. Lo liberaré de ese collar maldito para impedir que cometa más crímenes.»

Crímenes en los que tú tal vez participaste cuando eras dokohi, pensé. Pero no la culpaba. Más me inquietaba el nerviosismo cada vez más evidente de Jiyari. Entendí por qué: de alguna manera, él también había llegado a la conclusión de que Liireth y Lotus eran la misma persona. Y él, al fin y al cabo, quería resucitar a Lotus, no matarlo. Quería salvar a nuestro salvador y volver a ver a nuestra familia. Desaté levemente mi Datsu e ignoré la mirada interrogante de Yánika. Yo estaba del lado de los Ragasakis, me dije. Eran amigos míos. Los iba a ayudar. Sin embargo, antes debía asegurarme de que de verdad el Lotus de la Máscara Blanca era Liireth, de que de verdad Liireth era un diablo asesino. Porque Kala no lo percibía así.

«Antes de centrarnos en Liireth,» dije, «deberíamos centrarnos en Zyro. Él es quien dirigió a los dokohis después de la guerra. Si hiciste algo mal, seguramente fue él quien te lo ordenó.»

«Pero Liireth fue quien creó los collares,» argumentó Livon sombríamente. «Si él volviera a la vida de verdad… sería capaz de fabricar más.»

No pude replicar a eso. Yánika suspiró.

«Nayu… Yo estoy contigo. Y sé que mi hermano piensa igual. No pensamos que seas culpable, como yo no soy culpable de que mi aura os ponga a todos nerviosos o tristes. Eres incluso menos culpable porque… ni siquiera podías intentar luchar para retomar el control, ¿verdad? No eras ni una esclava de ese espectro… estabas encerrada, en pausa… Ese espectro te robó años de vida. Pero ahora eres libre. Solucionaremos todo esto juntos. Así actúan los Ragasakis, ¿no?»

Su discurso fue acogido por asentimientos y confirmaciones de todos, por un suspiro de Shimaba y unas lágrimas de Naylah.

«Gracias, Yánika,» dijo esta, conmovida. El aura de mi hermana se llenó de alivio y satisfacción. La lancera tomó una voz más serena cuando comentó: «Según sospecho, Kan tenía que conocer a Zyro y su propósito de resucitar a Liireth. No era cualquier dokohi. Tenía poder y tengo la impresión de que yo no era la única en acatar sus órdenes. Si tan sólo pudiéramos encontrarlo, podríamos sacar muchas respuestas.»

«Pero primero buscaremos a Orih,» afirmó Livon.

«Primero, esperaremos a que vuelva Zélif,» intervino Shimaba. «Según su última carta, no tardará.»

Esa era una buena noticia, me alegré. Dije:

«Bien. Pero, antes que eso, Livon, te quitaré ese collar.»

El aludido agrandó los ojos.

«¿Crees poder hacerlo?»

“¡Pues claro que puede!” intervino Myriah, alborozada. “Es un destructor, ¿verdad? ¿Por qué no lo hiciste antes, cabezahueca?”

«Por la misma razón que no lo hice para Tchag,» repliqué. «Porque no quiero que el hierro negro perfore el cuello y les destroce la tráquea. Pero me entrenaré.»

Mi afirmación generó muecas inseguras.

«¿Crees que podrás hacerlo?» dudó Loy.

«Podrá,» sonrió Livon, mirándome con confianza. «Estoy seguro de que podrá.»

Yánika asintió con igual certidumbre y sonreí. No era una cuestión de poder o no: tenía que hacerlo. Así siempre me lo presentaba Lústogan y así decidí presentarme mi nueva tarea. Me levanté con ánimo.

«¿Conocéis a un buen proveedor de hierro negro por Firasa?»

La vieja Shimaba alzó un índice.

«En eso puedo ayudarte.»