Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala
Dolor, miedo, aprensión, sumisión, odio, destrucción… Ya todo eso había quedado atrás.
También la amistad, el amor, la luz, el perfume de las rosas, la felicidad de saber quién era, de saber con quién estaba, de sentirse en una familia… Ya no subsistía más que el resabio, la sombra de una vida de infierno y amor. Una sombra que lo perseguía sin soltarlo.
¿Acaso siquiera había existido de veras, esa vida anterior?
¿Acaso existía él, en ese instante?
¿Quién era?
El joven observó las aguas calmas y oscuras del lago Raz. Había oído decir en su escuela que en algunos lugares esas aguas eran tan profundas que ni un nurón era capaz de bajar tan abajo por culpa de la presión. Algunos lo llamaban el Lago del Último Sueño, pues se decía que ahí vivía una criatura capaz de dormirte con su sola brisa. El sueño que entonces se tenía era supuestamente el más hermoso de todos… pero nadie despertaba para contarlo. Una hermosa leyenda, pensó, apoyándose en el borde de la barcaza. Pero los saijits no parecían darle mucha importancia: desafiando las leyes de la naturaleza, habían llenado grandes extensiones de la costa con cultivos de talvelias y los aldeanos se paseaban con sus canoas inspeccionando sus campos de algas. Era la primera vez que veía esos campos. O al menos eso creía. En el mar de Afáh, no crecían talvelias: necesitaban agua dulce. También era la primera vez que viajaba solo. La experiencia lo inspiraba —había rellenado ya todo un cuaderno de dibujos de gente, paisajes y fantasías— pero, al mismo tiempo, estaba inquieto. Porque aún tenía que tomar una decisión.
Apartando un mechón rubio de su cabello, se giró hacia la proa de la barcaza. La gente hablaba animadamente. Ya poco quedaba para llegar a Donaportela.
Pronto, sus ojos, oscurecidos por sus largas pestañas, pudieron contemplar las luces de la ciudad que se alzaba a lo lejos. Sus fulgores contrastaban con el silencioso lago, cuyas aguas negras apenas reflejaban luz.
Cuando avistó el alto edificio con cúpulas azuladas moteadas de piedras de luna, sonrió. Al fin. La Biblioteca de Donaportela. Imponente y hermosa, tal y como se la habían descrito. Llena de horrendos y soporíferos libros…
Al pasear una mirada vaga por los pasajeros animados a borde de la barcaza, se cruzó con los ojos curiosos de una muchacha de pelo rosa. Fue un efímero instante, pero sintió en ese momento una avalancha de confianza. Y así, tomó su decisión.
Sonrió para sí y murmuró:
—«Quiero… recordar.»