Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis

4 El Lago Blanco

Llegados a cierta altura, el sendero dejó de ascender tanto y Livon se detuvo al de un rato, indicando algo con el índice.

«¡Mirad! ¿Veis aquel pico tan grande del otro lado del valle? Es la Aguja. Desde ahí se ven Firasa, las termas de Skabra y los campos del norte. Eso cuando las nubes dejan ver algo.»

El pico que señalaba descollaba de las demás montañas y estaba rodeado por una boina de nubes. La Aguja, me repetí. De hecho, tenía una forma de aguja o de estalagmita gigante. Miré a Livon con incredulidad.

«¿En serio lo has escalado?»

«¡Dos veces!» afirmó él. «La segunda fue para tomar imágenes fijas para un cartógrafo y tuve que usar su aparato raro que pesaba más que una cabra. La primera vez fue más divertido. Tenía doce años y subí con Baryn. Él es un monje yurí, así que va siempre en busca de todos los prodigios de la naturaleza.»

Desvié la mirada de la Aguja, interrogante.

«¿Yurí?»

«Un amante de la naturaleza,» explicó Livon. «¿De verdad nunca oíste hablar de los monjes yurís? Se pasean por toda la Tierra Baya bendiciendo la Shanhâ. La Madre Tierra. Son gente de buena fe, aunque un poco especiales,» confesó, rascándose la sien. Indicó una brecha en la montaña. «Venid. Es un atajo. Nos ahorrará una hora de marcha.»

Asentí y me giré súbitamente hacia los árboles con una inexplicable incomodidad. Desde Donaportela, sentía de cuando en cuando como si alguien nos estuviera espiando. Poco antes de partir de la ciudad, me había abalanzado hacia la esquina de una calle con el fin de resolver el misterio… Sin embargo, no solamente no había visto a nadie sino que el aura sorprendida de Yánika había invadido toda la calle, turbando a los transeúntes. Me contuve de repetir la experiencia.

Livon encendió una linterna y lo seguimos adentro del túnel. Este era algo estrecho, pero resultó ser más bien corto y pronto desembocamos junto a un gran lago de agua tan blanca como la leche bordeado de guijarros, flores y árboles. El sol iluminaba la ribera y la brisa se arremolinaba junto al agua, dulce y caótica.

«El Lago Blanco,» declaró Livon. «Se dice que ahí dentro vive un demonio del agua resguardando un tesoro, pero no conozco a nadie que lo haya visto. Del otro lado, hay un paso hacia el cañón de Elel. A partir de ahí sólo hay un camino posible, así que nos bastará con espantar al imp para que se vaya lo suficientemente lejos.»

«Me parece un buen plan,» aprobé.

Mientras seguíamos, consulté la piedra de Nashtag de mi anillo. Esta tenía un ciclo de veinticuatro horas como las piedras de luna durante el cual su color verde tomaba matices diferentes. La gente común no la usaba como reloj preciso, pero mi experiencia con las rocas me había enseñado a evaluar las etapas del ciclo del Nashtag con buena precisión. Por lo que enseguida supe que llevábamos más de hora y media andando. Y tardaremos un buen rato en rodear el lago, estimé.

«¿Por qué tiene ese color el lago?» pregunté, curioso.

«¿Bonito, eh? Es por las sankras,» contestó Livon. «Es una planta sagrada que crece en el fondo. Los peregrinos suben hasta aquí sólo para darse un chapuzón.»

Mientras avanzábamos, se animó a darnos los nombres y propiedades de las plantas con las que nos cruzábamos y así aprendí que esos tallos finos y altos eran bambúes, que esas flores blancas y esponjosas eran aladenas, buenas para desinfectar, y que esos arbustos en forma de araña sólo florecían al anochecer.

Cuando salimos del bosquecillo de bambúes, reparé en el edificio de madera y en el pontón que se avanzaba sobre el lago. Tres saijits humanos conversaban junto a la orilla. Al acercarnos, se giraron y, sobre dos de ellos, reconocí los tatuajes de Mahúra, la Regidora del Aire. Era una de las diosas más veneradas en los Pueblos del Agua.

«¡Livon!» voceó el único que no tenía tatuajes.

«Hablando del dragón,» sonrió Livon. «Ese es el monje yurí del que os hablaba. ¡Baryn!» exclamó, alzando la mano con energía.

Nos acabamos de acercar. El tal monje yurí era un humano de mediana edad, pelo castaño y ojos claros. Me impactó constatar que le faltaba un brazo. ¿No había dicho Livon que siempre iba buscando prodigios de la naturaleza? Pues alguno de esos prodigios debía de haberle costado caro.

«¿Habéis dado la vuelta al lago, no?» lanzó Baryn. «Dime, Livon. ¿No has visto nada extraño?»

Livon negó con la cabeza, sorprendido.

«Todo estaba como siempre.»

«O eso te pareció, Livon,» le replicó Baryn alzando el índice con tono sabio. «¡Si supieras cuántas cosas cambian en un solo minuto! Las hormigas trabajan, el bambú crece, un gorrión atrapa un gusano y una planta muere… La Naturaleza cambia más de lo que creemos.»

«Eso es verdad,» concedió Livon con una sonrisa.

«Sea como sea,» agregó el monje yurí con tono súbitamente dramático, «hoy se ha aventurado otro cazatesoros en el lago y todavía no ha vuelto. Ya llevan tres desaparecidos en un mes. Una tragedia. Le avisé al joven de hoy de que el agua sankra es traicionera, pero él no escuchó mis palabras. ¡Shanhâ!» exclamó, llevándose la mano al corazón. «Sin duda la Madre Tierra le reserva una reencarnación en sankra.»

«Nuestro compañero es un buen nadador y un nurón,» retrucó uno de los Mahúres, ofendido. «Aún es pronto para enterrarlo.»

«¡Iluso! Aunque pueda respirar bajo el agua, no puede filtrar el sedante de la sankra,» argumentó Baryn. «Lo más probable es que se quede dormido en el fondo hasta su muerte.»

Pese a querer permanecer tranquilos, los dos compañeros del cazatesoros evidenciaban una creciente inquietud. Un súbito golpe contra la caja desvió mi atención. Hacía tiempo que el imp no había mostrado señales de vida, pero ahora se puso a golpear rítmicamente la madera. La inquietud de Yánika se arremolinó en su aura y de pronto uno de los cazatesoros juró:

«Por Mahúra… Sí que está tardando. Pin, ¿no crees que deberíamos ir a buscarlo?»

«Tal vez, pero… no sé nadar, Yango,» farfulló el otro Mahúr.

«Mar-háï, iré yo,» replicó el tal Yango mientras se limpiaba unas manos sudorosas en su chaqueta y echaba ojeadas nerviosas al agua blanca.

Sabiendo que la inquietud de Yánika intensificaba la de los demás, le agarré a mi hermana del brazo y solté un «ahora volvemos,» antes de alejarme con ella. Cuando estuvimos suficientemente lejos, posé la caja sobre la hierba verde y observé cómo se balanceaba con los golpes. Las runas empezaban a deshilacharse y el ruido se filtraba cada vez más.

«Hermano…» dijo Yánika, nerviosa. «¿Podemos abrirla ya?»

Vacilé y entonces mi mirada se fijó en una brecha situada a unos cuantos metros del edificio. Junto a esta, había un cartel de aviso.

«Ese debe de ser el cañón de Elel,» señalé con la barbilla.

«Liberémoslo ahí,» propuso Livon, alcanzándonos.

Enarqué una ceja, eché un vistazo al monje yurí que hacía aspavientos con su único brazo, ocupado en hablarles a los cazatesoros, y asentí, recogiendo la caja.

«Curioso tipo,» dejé escapar mientras nos dirigíamos hacia el cañón.

«¿Baryn? Mm, y es más curioso aún cuanto más lo conoces,» sonrió Livon. «Él fue quien me presentó a la cofradía hace siete años. Cuando no tiene otra cosa que hacer, visita los lugares sagrados de los alrededores y los protege.»

«¿Con bendiciones?» me burlé.

«No,» rió él. «Con cualquier cosa, en realidad. Una vez, unos pudientes de la capital quisieron construirse un pequeño palacio a orillas de este lago y le ayudé a Baryn a atraer un espectro hasta aquí, desde Elel. No se volvió a oír hablar del palacio.»

Le devolví una media sonrisa, divertido. No se podía decir que fuera un método muy limpio, pero por lo visto eso poco les importaba a Livon y a Baryn.

Llegamos ante el cañón y nos metimos unos metros antes de detenernos.

«Crearé un campo de fuerza para que no se atreva a venir hacia aquí,» dije, posando la caja. «No os acerquéis.»

Había estado trazando ya el sortilegio en camino y lo lancé casi enseguida. Una pequeña barrera de fuerza se levantó justo a mis espaldas, dejando a Yánika y a Livon a cubierto. Me agaché junto a la caja y saqué la llave.

«¡Vaya!» exclamó Livon con tono alegre. «¿Eres celmista?»

Lo miré de reojo contestando:

«Sí. Soy destructor de oficio.»

«¿Destructor? ¿Eso significa que puedes destruir material?» se impresionó Livon.

Me sorprendí. ¿No había oído nunca hablar de los destructores? Supuse que en la Superficie no eran tan útiles, pero aun así… Confirmé:

«Básicamente sí. Aunque…» Recogí una piedra, aumenté la presión y, en un instante, cayó de mi palma una lluvia de arena. Sonreí. «Las rocas son mi especialidad.»

Los ojos grises de Livon destellaban de curiosidad e impresión. Yánika, en cambio, esperaba con impaciencia tamborileando con sus dedos… Giré la llave en la cerradura y esperé. La criatura había dejado de dar golpes y la tapa no se abrió. Tendí la mano y la abrí bruscamente antes de dar un paso rápido hacia atrás. Una cara gris clara asomó, parpadeante.

«¿Uh?» soltó. Se levantó lentamente, confuso. «Esto… ¿Dónde estoy? … ¿Quiénes sois?»

¡Habla!, me dije, atónito. El aspecto de la criatura —delgada, con dos brazos, dos piernas y dos orejas puntiagudas— no me impactó tanto como el ver que llevaba unos pantalones verdes cortos, un collar metálico y una cuerda clara alrededor de su cabello blanco. No medía más de cuarenta centímetros de alto y tenía una cabeza más parecida a la de los trasgos, pero, quitando eso, parecía claramente un saijit. Un saijit en miniatura. Súbitamente, el haberlo transportado en una caja durante tanto tiempo me llenó de incomodidad.

El imp parpadeó y repitió:

«¿Dónde estoy?»

Sus ojos se habían fijado en el cielo azul. Probablemente no hubiera visto nunca el cielo, entendí. Más increíble aún, no parecía estar a punto de echar a correr. ¿Es que nuestra presencia ni siquiera lo asustaba?

«¿Puedes quitar la barrera?» preguntó Livon.

Viendo el aspecto del imp y su confusión, mis aprensiones se habían volatilizado y deshice el campo de fuerza.

«Listo,» dije.

Livon dio un paso hacia delante, otro, y se agachó junto a la caja. El imp y él se miraron con intensidad.

«¿Esto es… un imp?» preguntó en un murmullo, desconcertado.

«Imp o no, está claro que no es una criatura infernal,» opiné.

«Eso parece,» coincidió Livon. «Pero… créeme, cuando lo perseguimos no nos dijo una sola palabra. Se escondió y nos volvió locos dando vueltas.»

El imp hinchó las mejillas, se agarró a un borde de la caja y se alzó sobre este acercando sus grandes ojos a nosotros.

«¡Lalarú!» canturreó. Se sentó y le miró a Livon con una ancha sonrisa antes de preguntar con clara confusión: «¿Por qué me habéis metido en la caja? ¿Quiénes sois?»

Yánika vino a colocarse junto a mí, igual de curiosa que yo. Livon musitó:

«Tiene pinta de ser muy joven…» Irguiéndose un poco, alzó una mano de saludo acompañada de una sonrisa amigable. «Soy Livon. Y estos son Yánika y Drey. Siento la pregunta pero… ¿realmente fuiste tú el que descarriló esos vagones?»

El imp parpadeó.

«¿Vagones?» Echó para atrás su cabeza repitiendo con cara pensativa: «Vagones, vagones, vagones… ¡Ni idea!» declaró al final y sonrió ampliamente presentándose: «Yo soy Tchag.»

Incluso tenía nombre. Meneé la cabeza, asombrado. ¿Podía tratarse tal vez de una criatura domesticada por saijits? En los Subterráneos, los había con mascotas de todo tipo. Y, si de verdad era muy joven, cabía la posibilidad de que se hubiera perdido.

«En realidad, te capturamos porque nos dijeron que un imp estaba causando problemas en Salderburu,» explicó Livon. «¿No eras tú?»

«¿Problemas?» repitió Tchag frunciendo el ceño con perplejidad. «A mí no me gustan los problemas. Yo estaba pasando por el túnel donde está el árbol grande con comida amarilla… No, ¡es verdad! El árbol ya no estaba. Desapareció. Las cosas cambiaban. Pero yo seguía buscando… buscando… Yo estaba muy solo y buscaba…» Sus labios temblaron y sus ojos brillaron. Se retorció las manos. «La verdad es que no sé qué busco,» confesó.

Sus palabras no podían ser más confusas. Livon iba a contestarle a Tchag cuando un súbito grito atravesó el aire.

«¡¡Socorro!! ¡Ayud…! ¡Ayudadme!»

Nos giramos bruscamente hacia el Lago Blanco. Uno de los Mahúres, el tal Yango, se había metido en el lago y, por lo visto, tenía un problema. Se agitaba en el agua blanca como si se estuviese ahogando. Era imposible que no supiese nadar si había llegado tan lejos de la ribera, lo que significaba que probablemente algo le había mordido o que se había enmarañado con una planta del fondo. No quería dejar a Yánika sola con el imp pero suponía que este no representaba un real peligro y… lo más lógico era ayudar al Mahúr. Podía intentar sacarlo de ahí impulsándome con la órica antes de que se ahogara, liberarlo con un sortilegio de destrucción si era preciso y acercarlo a la orilla. No era un habitante de los Pueblos del Agua por nada: había pasado muchas horas nadando en el lago junto al Templo del Viento.

Entonces me fijé en que Livon ya se había abalanzado hacia el pontón a la carrera, dejando su mochila atrás. Eso ha sido rápido, pensé, sobrecogido. Livon no había dudado un solo segundo antes de precipitarse. Sin embargo…

«¡Ayud…!» se atragantaba el Mahúr.

Iba a llegar demasiado tarde, pensé.

«Yánika, vigila al imp,» lancé.

Mi hermana asintió. Su aura se había llenado de tensión y miedo y, tal vez por ello, el imp se había hecho un ovillo contra la caja, mirando su alrededor con los ojos muy abiertos. La famosa criatura infernal parecía más una presa que un depredador, me burlé. Iba a desviar la mirada cuando, de pronto, lo vi aspirar aire y… su cuerpo gris destelló un instante de energías y desapareció. ¿Cómo…?

«No se ha movido,» aseguró mi hermana. «Está asustado, eso es todo. ¿No vas a ayudar a Livon?»

Noté su impaciencia y, con una mueca de disculpa, dejé mi mochila y eché a correr hacia la orilla del lago, sin mucha esperanza de llegar a tiempo. Livon había alcanzado la punta del pontón. Sin embargo, en vez de zambullirse, se detuvo. ¿A qué esperaba? Aceleré. Estaba llegando junto a la ribera cuando la cabeza del desdichado desapareció de la superficie; alzó una mano temblorosa y abierta pero esta, a su vez, fue atraída hacia abajo de golpe. El agua era tan opaca que era imposible adivinar lo que había ahí abajo…

Me detuve junto al pontón, me giré hacia Livon y… parpadeé. En lugar de al kadaelfo de pelo azul y capa roja, vi a Yango tirado sobre las tablas y escupiendo agua. Abrí los ojos como platos.

Dánnelah, pensé, anonadado. ¿Cómo diablos…?

Del edificio, salía el monje yurí cargando con una cuerda. El tal Pin lo ayudaba con movimientos torpes pero, cuando vio a su compañero, dejó caer la carga y echó a correr gritando:

«¡Yango!»

Alcanzó el pontón y lo seguí para comprobar que Yango respiraba ahora con más tranquilidad. ¿Pero dónde demonios estaba Livon? Eché un vistazo hacia el cañón y vi a Yánika con la mirada fija en la escena pero no vi al imp. En verdad, poco me importaba si se había fugado. Mi atención se centró en el lugar donde Yango había estado a punto de ahogarse un momento antes. Y cuando vi las burbujas blancas, mi corazón se aceleró.

No acababa de entenderlo pero por lo visto había algo vivo ahí debajo y, por pequeña que fuera la posibilidad, si Livon estaba ahí dentro, no podía dejar que se ahogara…

Se oyó de pronto un chasquido y una forma apareció en la superficie del agua, arrastrando otra. Ambas se separaron y nadaron con rapidez hacia la orilla. Eran el nurón y Livon. Este último destilaba buen humor. Dejé escapar un suspiro de alivio. Salí del pontón y me apresuré a regresar al cañón para recoger las mochilas y la caja. Resultó que el imp, ahora bien visible, se había vuelto a meter en esta. Alzó hacia mí unos ojos llenos de tranquila curiosidad.

«Tchag,» le solté. «Eres libre. Procura simplemente no acercarte a los saijits.»

El imp me miró con cara sorprendida. No parecía muy avispado ni muy dispuesto a marcharse. Suspiré y cargué con la caja. Yánika preguntó:

«¿Livon se ha teletransportado, verdad?»

Giré la cabeza hacia el aludido. Sentado sobre la arena de la orilla, el Ragasaki le estaba ayudando al nurón a quitarse los últimos restos de una especie de alga que se le había enroscado en el tobillo; el nurón agitaba la cola, impaciente, el agua brillando sobre su piel escamosa, y Baryn, el monje yurí, observaba la planta destrozada con cara apenada. Mientras salíamos de la brecha de vuelta hacia al lago, asentí, pensativo.

«Ha debido de permutar su cuerpo con el de Yango,» razoné.

Según sabía, la permutación modulaba la energía órica de manera completamente diferente a los sortilegios de destrucción y, en teoría, era bastante más difícil de aprender. De modo que tú también eres celmista, pensé. Una sonrisa se dibujó en mis labios.

«¡Ya está!» declaró alegremente Livon, lanzando el alga al lago. «Deberías desinfectar la herida.»

Llegábamos junto a ellos cuando Baryn, con el puño en la cadera, soltó:

«Espero que no hayas dañado demasiado las plantas. Si he entendido bien, eras tú el que le estaba agarrando el pie a tu compañero. ¿Acaso intentabas matarlo?»

El nurón resopló.

«Claro que no. Estaba atrapado por esa maldita planta. Cuando agarré a Yango… no lo pensé. Lo confundí con una planta. Esa sankra todavía me tiene algo confuso… Lo siento, compañero,» dijo.

El aludido se arropaba en su capa, tiritando.

«No acabo de entender lo que ha pasado,» confesó.

«Ah, y sin embargo es fácil de entender,» soltó Baryn, tapándose a medias una sonrisa suficiente. «Sólo hay una solución posible. ¿No lo veis?» se burló y reveló: «Livon es un permutador.»

Yango frunció el ceño y agrandó de pronto los ojos, girándose hacia Livon.

«¿Eso significa… que nos intercambiaste de sitio?»

Livon asintió, sonriente.

«Supuse que algo te retenía, así que tenía ya el puñal preparado para liberarme. Por poco lo hago de veras y te corto la mano,» se disculpó ante el nurón. «Por cierto, la segunda permutación me salió algo torcida. Me temo que al permutar contigo me he quedado con tu bolsa. Aquí la tienes,» dijo alegremente, dándole una pequeña bolsa opaca y abultada. El nurón agrandó mucho los ojos, verificó su cintura y agarró la bolsa con febrilidad mascullando algo ininteligible. Livon se levantó, me sonrió y enarcó las cejas al ver al imp en la caja. Se allegó a nosotros. «¿Por qué no se ha marchado?»

Me encogí de hombros, divertido.

«Debe de haberse encariñado con la caja.»

Una súbita exclamación me sobresaltó. Baryn se me acercó contemplando el imp con maravilla.

«¡Puede ser cierto! ¡Una goórgoda! ¡Pero la planta se extinguió hace dos siglos!»

Alcé una comisura de labio, ligeramente arredrado. ¿Una planta?

«Er… Baryn, me temo que no es una goórgoda,» intervino Livon con delicadeza.

«¡No! Sin duda, debe de ser una variante,» convino el yurí, frotándose la barbilla.

Resoplé, exasperado.

«¿Estás ciego? Tchag no es una planta.»

«¡Ja! ¿Cómo lo sabes, listillo?» replicó Baryn. «Las goórgodas cambian de aspecto y no siempre están enraizadas…»

«¿También hablan?» me burlé.

«¡Mm!» Inspiró hundiendo su mano entre su cabello alborotado y asintió: «Se sospecha que tenían un método de comunicación…»

«Yo soy Tchag,» intervino el imp. Y confirmó: «Tchag. Ese soy yo.»

Baryn abrió la boca, la cerró y se quedó mirando la criatura, enmudecido. Livon carraspeó, ofreciéndonos una sonrisa molesta.

«No os asustéis por Baryn,» dijo. «A veces saca conclusiones antes de pensar…»

«Hablas como si a ti no te pasara,» replicó Baryn sin perder su compostura.

No desviaba los ojos de Tchag. Yánika miraba al extravagante monje yurí con expresión a la vez curiosa y divertida. Sin duda debía de estar pensando: hermano, hermano, ese sí que es especial.

«Disculpen,» intervino el Mahúr llamado Yango, acercándose. Sus dos compañeros lo seguían, el uno con timidez, el otro cojeando. «Te llamas Livon, ¿verdad? Quisiéramos agradecerte la ayuda, aunque no sabemos muy bien cómo. ¿Tal vez os apetezca una taza de té de Kozera?»

«Oh,» se sorprendió Livon. Sonrió anchamente. «Es muy amable, ¡acepto! Me quito esta ropa hundida y voy.»

Kozera, me repetí. Ya no me cabía duda de que esos tres venían de los Subterráneos. El cazatesoros sonrió.

«Así como se comparte el Aire de Mahúra, se comparte el té.»

No pude evitar soltarle una mirada escéptica. Por cómo los Mahúres habían estado cuchicheando junto a la ribera, estaba claro que el nurón había encontrado algo de valor en el fondo del lago y eso desde luego no parecían querer compartirlo. Detalle que me molestó, porque Livon había arriesgado su vida por ellos.

Fuese como fuese, compartimos amigablemente el té de Kozera en el interior del pequeño templo de madera. Baryn parecía haber recobrado cierta cordura y nos habló de las leyendas del Lago Blanco, de sus tesoros y su demonio del agua. Cuando dio a entender que quienes robaban algo en el lago recibían la maldición de este, noté la mueca molesta del nurón seguida de un leve resoplido de incredulidad. Pese a mí, mi curiosidad se acrecentó. ¿Qué clase de objeto podían haber sacado del lago? ¿Gemas? ¿Monedas? ¿Mágaras?

«Seré directo,» dijo Baryn entonces. «A mí no me interesa, pero Livon tiene derecho a saber. ¿Qué habéis encontrado en el lago?»

La pregunta ensombreció el rostro de los Mahúres. Livon echó una mirada fruncida al monje yurí.

«Baryn,» se quejó. «Si te interesa, sé directo de verdad y di que te interesa. Yo no quiero saber nada.»

Baryn se carcajeó con voz profunda.

«¡Mentiroso!»

Livon suspiró, negándose por lo visto a reñir con Baryn. El nurón agitó levemente su portentosa cola e intervino:

«Os pido perdón. Creo que ha habido un malentendido.» Con sus ojos globulosos y negros, ojeó a sus compañeros antes de admitir: «No somos cazatesoros. Trabajamos en un hospital de Kozera. El agua sankra tiene muchas propiedades benéficas, pero es cara y nuestro hospital no tiene los medios para comprarla, así que… esperamos poder reproducirla en el hospital para nuestros enfermos. Mi esposa, en especial,» murmuró.

Bajé la vista hacia el saco impermeable que llevaba a la cintura, adivinando al fin su contenido. Livon emitió un sonido sorprendido. Obviamente la historia lo había impactado.

«Pero… ¿por qué no haberlo dicho antes?» preguntó. «Podríais haber pedido ayuda.»

El nurón hizo una mueca y le echó un vistazo incómodo a Baryn.

«Creíamos que este lago era sagrado y que estaba prohibido alterarlo. Aun así, pensamos que por coger una sola planta no dañaríamos el… ecosistema,» articuló.

Hubo un silencio.

«El ecosistema,» repitió entonces Livon. Entornando los ojos, se giró hacia un Baryn de cara inocente. «Baryn, ¿qué les has estado contando? El lago es sagrado,» reconoció. «Pero dudo de que quitar una sola planta pueda dañar el lago.»

«He cogido dos,» admitió el nurón.

«Lo mismo. Además, dos no serán suficientes para crear bastante agua sankra para un hospital,» opinó Livon. «Os ayudaré a coger más.»

Baryn le echó una mirada fruncida, se frotó el mentón, se levantó con las manos en los bolsillos y suspiró:

«Ya veo. No tenía ni idea de que fuerais de un hospital. Asumí un poco rápido que erais cazatesoros, pero… eso es lo que pasa cuando uno no se presenta debidamente. Sea como sea, por esta vez, haré una excepción. Baryn Alterdaga os ayudará,» declaró con súbita determinación. Emitió una risa burlona añadiendo: «El guardián del lago se fue esta tarde a hacer compras a Firasa y me ha dejado a cargo de este sitio. Así que por hoy yo decido las reglas. Eso sí, mantendremos esto en secreto,» exigió.

Intercambié una sonrisa con Yánika. Ese monje yurí podía parecer arrogante y algo lunático, pero bien que había corrido a por una cuerda cuando Yango se ahogaba y bien que ahora se prestaba voluntario para ayudar. Alcé una mano.

«¿Puedo ayudar yo también?» pregunté.

Los tres Mahúres nos miraban, anonadados.

«Yo… no sé cómo agradecerles,» admitió el nurón.

«No queremos causar problemas,» añadió Pin farfullando.

«Silencio,» replicó Baryn, alzando bruscamente el índice. «La Naturaleza me inspira el mayor respeto, pero ante todo soy humano: no dejaré que mueran enfermos si puedo impedirlo. Bien. Primero necesitamos un buen recipiente para mantener las plantas vivas. Vuestros sacos dejan que desear. ¿Tenéis más material en vuestra carreta? Venid,» añadió al ver que uno de ellos asentía.

Salió con los tres kozeranos a inspeccionar los materiales que estos habían traído. Tras terminar mi infusión, me tumbé contra la madera del suelo y bostecé en el renovado silencio.

«Yánika,» dije. «¿Qué vas a hacer con Tchag?»

El imp incluso había aceptado una taza de té y se había quemado la lengua. Ahora, pegado contra uno de los muros, murmuraba para sí en una extraña postura, moviendo los pies rítmicamente. Yánika puso cara pensativa.

«No lo sé,» confesó. «¿No puede venir con nosotros?»

El imp golpeó la cabeza contra el suelo, boca abajo, para mirarnos con ojos súbitamente emocionados.

«¡Sí, quiero ir con vosotros!»

«Ya-náï rechacé. «Como se ponga a descarrilar vagones, nos culparán a nosotros.»

«¡Yo no descarrilo vagones!» protestó él.

«Dice que no fue él,» lo defendió Yánika.

«Mmya. Ni siquiera sabe lo que son los vagones, Yani,» suspiré.

Yánika se levantó y fue a agacharse junto al imp. Las acrobacias de este la divertían.

«¿Quién te enseñó a hablar?» preguntó.

«¡La bruja Lul!» contestó Tchag con una sonrisa, enderezándose de un bote. Se tiró de bruces con el mentón sobre las manos. «¿Puedo ir con vosotros?»

«¿No tienes un mejor sitio adonde ir?» se extrañó Yánika.

Tchag negó con la cabeza y mi hermana se giró hacia mí. Resoplé de lado y me enderecé. Mar-háï, ¿de verdad Yánika quería viajar con esa criatura? Esta parecía más bien alegre, así que suponía que no afectaría negativamente el aura de mi hermana, pero aun así, era una preocupación más…

«Que venga si quiere,» intervino Livon, dejando su taza vacía. Me giré hacia él, sorprendido, mientras él añadía: «Me sentiría mal si lo dejara marcharse hasta las Tierras de Elel. Es una zona peligrosa. Por ahí viven espectros y bandas enteras de vampiros.»

Tchag había abierto mucho los ojos, obviamente asustado.

«¿Espectros? ¿Vam… piros?»

Inspiré. Supongo que no me queda otra… De pronto, marqué una pausa.

«Un momento. Has dicho ‘Que venga si quiere’. ¿Eso significa que te lo vas a quedar tú?» le pregunté a Livon, extrañado.

Pensativo, Livon golpeó el índice contra sus labios y rió quedamente apuntando:

«¿Por qué no? Tal vez pueda convertirse en un buen Ragasaki.»

Observé cómo la pequeña criatura se reajustaba cuidadosamente la cuerda alrededor de su pelo blanco e hice una mueca entretenida.

«Sin duda.»

«Y… Bueno, ¿no vais a venir vosotros también?» preguntó Livon.

Enarqué una ceja.

«¿A Firasa?»

Yánika rió.

«¡A la cofradía, hermano! Tú también quieres ser un Ragasaki.»

Parpadeé. ¿Me había perdido algo? ¿Yo, un Ragasaki?

«¿De dónde te sacas que quiero ser un Ragasaki?» mascullé.

«¿No quieres?» se extrañó Yánika.

Puse los ojos en blanco.

«No nos han invitado, Yani.»

«Yo os invito,» afirmó Livon. «Está claro que tienes el alma de un Ragasaki. De otro modo, no habrías propuesto ayudar para lo de las sankras y te habrías desentendido del imp. Así que… si no sabéis qué hacer, al menos podéis pasaros y ver si os gusta.»

Lo miré, sobrecogido. ¿Lo decía en serio? No podía negar que me gustaba la idea pero… ¿De verdad Yánika quería esto? Me giré hacia ella, la vi sonreír y dejé de dudar.

«Me pasaré,» prometí.

«¡Me alegro! Además, ya conoces a nuestro líder,» agregó Livon.

¿El líder? Agrandé los ojos.

«¿El yurí?»

¿Ese lunático?, agregué interiormente. Livon se carcajeó.

«¡No! Él tiene de líder lo mismo que yo. Hablo de Zélif.»

Zélif… Me erguí.

«¿La pequeña faingal rubia? ¿En serio?» Resoplé de lado. «Imposible. Si parece una adolescente.»

«No lo es,» dijo Livon. «No sé qué edad tiene, pero ella fundó la cofradía hace quince años y, en los casi siete que la conozco, no ha cambiado una pizca. Ella…»

De pronto, se tambaleó y por poco perdió el equilibrio. Me levanté de un bote para darle mi apoyo, inquieto.

«¿Estás bien?»

Livon meneó la cabeza como para despejarse la mente.

«Yo… Estoy bien. He usado mucha energía, me temo. Permutar dos veces seguidas no es fácil, pero hacerlo en el agua lo es todavía menos.»

Sonreí, ladeando la cabeza, preguntándome cuántas veces me había pasado a mí lo mismo durante mis entrenamientos.

«Esas permutaciones… Fue impresionante,» dije.

«¿En serio te pareció?» se alegró. «Lo malo es que no puedo hacer más de dos seguidas. Todavía me queda mucho por aprender.»

«¿Dónde la aprendiste?» pregunté.

«¿La permutación?» Sonrió. «La aprendí solo.»

Lo miré con admiración. ¿Había aprendido una técnica como la permutación sin ayuda?

«Recibí ayuda para las bases,» matizó. «Shimaba me echó una mano con la teoría. Ella no sabe de órica, ¡pero se conoce la biblioteca de Firasa de memoria! Además, tenemos libros muy buenos en la cofradía. Como dice Baryn, la voluntad paga más que cualquier empleador,» citó.

Le devolví la sonrisa, divertido, y apunté:

«Pero la voluntad no lo hace todo. Estás cansado. Me ocuparé yo de las sankras.»

Livon parpadeó, sorprendido.

«¿Lo dices en serio? Vaya. Gracias, Drey… pero ahora estoy mejor.»

«Ya-náï repliqué. «Vengo de los Pueblos del Agua. Sé nadar bastante bien. Déjame a mí. Lo único… si le pasa algo a Yánika mientras estoy en el lago, destruiré todo lo que se me cruce por el camino. Aviso,» dije con tono alegre pero franco.

Livon me observó, curioso, y asintió firmemente.

«De acuerdo.»

Satisfecho, corrí la puerta y salimos los tres del edificio hacia el pontón, seguidos de Tchag. Me quité el chaleco, los zapatos, el pendiente en forma de lágrima y el anillo de Nashtag antes de mirar el agua blanca. La rocé suavemente con un sortilegio órico.

«¡Tú puedes, hermano!» me animó Yánika.

«¡Tú puedes, hermano!» le hizo eco Tchag.

Vi al imp subido a un poste, sonriéndome con evidente alegría, y puse los ojos en blanco. ¿Quién diablos sería esa bruja Lul que le había enseñado a hablar? A saber. Lo que estaba claro era que de momento no parecía ni pícaro ni retorcido, más bien todo lo contrario. Terminé de atarme la melena negra y les lancé:

«Ahora vuelvo.»

Llené mis pulmones de aire y, de un salto, me zambullí. El agua era blanca y opaca pero, por lo demás, era sencillamente agua. Sonreí interiormente mientras nadaba y descendía en un silencio casi completo. El agua era más cálida que fría y, de no ser porque no veía nada, me hubiera creído de vuelta en el lago del Templo del Viento.

Fue más sencillo de lo que pensaba llegar hasta el fondo, aunque entendí rápidamente por qué el nurón había tardado tanto en volver: las sankras formaban ahí un verdadero laberinto de raíces y la mayoría eran simplemente imposibles de desarraigar y transportar. Fui a por las más pequeñas, usando sortilegios de destrucción para estallar el suelo. Tras unos cuantos viajes de la superficie al fondo y viceversa, conseguí al fin una sankra del tamaño de mi palma… justo en el momento en que se me enrollaba otra al brazo. La golpeé con órica, sobresaltado. No se partió, pero se alejó como asustada. Dánnelah, pensé. ¿Soñaba o de verdad esa planta parecía moverse con voluntad propia? Por un momento, se me ocurrió que el demonio del agua existía y que lo que me rodeaba era en realidad una única y enorme sankra móvil. En fin, fuera lo que fuera, no iba a arredrarme por tan poco. Cuando regresé al pontón, se habían acercado los Mahúres a esperar. Dejé la pequeña planta y, sin subirme, estimé:

«Me llevará más tiempo de lo previsto. Pero tendréis esas sankras,» prometí.

Y volví a zambullirme.

* * *

El cielo enrojecía y el sol estaba a punto de desaparecer detrás de los montes del oeste cuando llegamos a Firasa y nos apeamos con Livon de la carreta de los tres Mahúres. Estos se marcharon con mil agradecimientos y con una caja hermética llena de agua blanca y plantas de sankra. Cabía esperar que no se les muriesen antes de alcanzar Kozera y su hospital.

Mientras la carreta se alejaba y Livon agitaba expresivamente la mano a modo de despedida, eché un vistazo a mi anillo de Nashtag para evaluar la hora. Este había pasado a un verde profundo. Tal vez adivinando mis pensamientos, Livon opinó:

«Se nos ha hecho un poco tarde. Será mejor que esperéis a mañana para pasaros por la cofradía. ¿Ya sabéis dónde vais a pasar la noche?»

Me encogí de hombros.

«Encontraremos un albergue.»

«Uno cerca del mar,» intervino Yánika.

«¿Cerca del mar?» repitió Livon, meditativo. «Mm… La Calandria está en el camino de la costa. Lo llevan los padres de Kali. Es otra Ragasaki. Si vais ahí, decidles que venís de mi parte. Aunque seguro que hay otros albergues más baratos,» reconoció.

«Gracias por la información,» sonreí. «Nos vemos.»

«¡Hasta mañana!» añadió Livon, alzando una mano y girándose ya.

El Ragasaki se llevó la caja con el imp dormido en ella y nosotros nos alejamos hacia el este.

«¡Mira, Yánika! Esas nubes parecen filones de ópalo de fuego,» dije, cautivado.

Estábamos cruzando un puente y me apoyé contra la barandilla de este con los ojos fijos en el atardecer. Era el primero que veía. Sólo pensar que aquel cielo no tenía techo y que era una enorme capa de aire y más aire… era abrumador.

A mi lado, Yánika había cerrado los ojos, como para sentir mejor la brisa y los rayos del fin del día. Los anillos en sus trenzas rosáceas brillaban como mil fuegos.

«Hermano,» dijo sin abrir los ojos.

«¿Qué, Yani?»

Sus labios se curvaron hacia arriba.

«A mí también me gusta este sitio.»

¿Había dicho yo que me gustaba? Hice una media sonrisa. Escuché el rumor del agua que corría debajo del puente, centelleante, y al mirar las hojas verdes que ahora parecían llamas de fuego bajo la luz del ocaso, sentí mis ojos destellar a su vez.

«Creo que podría acostumbrarme,» confesé.

Yánika sonrió aún más sin abrir los párpados.

«Mm-mm,» apoyó.

No cabía duda de que la Superficie le estaba gustando. Divertido, le revolví las trenzas.

«Este fin de ciclo no cenaremos tugrines,» le dije.

Yánika rió quedamente abriendo sus ojos negros y los alzó hacia el cielo cada vez más oscuro, pensativa.

«¿Crees que saldrán las Lunas?» preguntó.

Según había aprendido en el Templo, existían tres astros nocturnos en Háreka, la Luna, la Vela y la Gema. Sin embargo, no siempre salían todas al mismo tiempo. Hundí las manos en los bolsillos y me aparté del bordecillo con ánimo.

«Ni idea. Lo comprobaremos. Vamos.»

Con ligereza, Yánika me alcanzó mientras cruzábamos el puente en una oscuridad creciente. La rodeaba un aura llena de curiosidad tranquila y alegre.