Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna
La tierra temblaba bajo sus pies. Los cinco cabecillas salvajes se acercaban a él con el sable desenvainado. No había piedad en los ojos de ninguno. Sólo muerte. Qwadris le dio el primer tajo y se desvaneció en la niebla oscura que poblaba la estepa. Shiltapi, el gran negro Akinoa, fue el siguiente. Levantó su hacha enseñando sus dientes amarillos y, sin pronunciar sonido alguno, la abatió. En ese momento, Dashvara pensó, confuso:
Te mataron los Shalussis. Raxifar me mintió. ¡Estás vivo!
Sintió entonces, viniendo de detrás, la hoja fría de Nanda de Shalussi aplicarse contra su garganta.
Eso es justicia, reconoció con calma. Yo te hice lo mismo.
Cuando desapareció Nanda y Dashvara murió por tercera vez, le tocó a Lifdor de Shalussi acercarse a él; pero cuanto más se acercaba, menos se lo veía y, finalmente, el salvaje desapareció antes siquiera de que pudiera alcanzar a Dashvara. Ya no quedaba, en esa estepa muerta y oscura, más que la silueta tatuada de Todakwa, el hijo de la Muerte. En un silencio suspenso, el Esimeo abrió la boca y una voz de ultratumba resonó en la mente de Dashvara:
—Vuestra meta es la derrota. La civilización gana, el pasado pierde.
—Pierde… —decía el eco.
—El Ave Eterna no existe.
—Pierde, pierde…
De pronto, la tierra se puso a temblar emitiendo un ruido chirriante y el rostro de Todakwa se transformó en una calavera que iba aumentando y aumentando de tamaño, acercando su boca de muerte hacia Dashvara, hacia la estepa, hacia todo lo que lo rodeaba…
Dashvara despertó en un sobresalto. Al contrario que las demás noches, ni Paopag había pasado a hablarle ni Darigat había venido con sus dedales. No por ello se libraba de las pesadillas, ni mucho menos. Desde que Paopag lo había dejado, se había despertado lo menos una decena de veces, sudoroso, agotado, angustiado, rodeado de oscuridad y de silencio. Tal vez ni siquiera fuera de noche. No tenía forma de saberlo más que por la comida que le traían… y a veces no siempre recordaba haber comido. El tiempo se le embrollaba y dejaba de tener sentido.
Aquella vez, sin embargo, la puerta se había abierto y una luz iluminaba ahora el cuarto. Sólo había ahí un jergón, dos sillas y una mesa robusta. En el marco de la puerta, Dashvara consiguió distinguir varias siluetas. Reconoció la de Paopag y una mezcla de angustia y alivio, de odio y apego, se apoderó de él.
—Paopag —pronunció con voz lenta, enderezándose torpemente.
Sus movimientos, saturados de energía ajena a su cuerpo, eran torpes y patosos, al igual que su mente. Sin embargo, ahora notaba una ligera mejoría, debida seguramente a que aquella noche no había recibido visitas.
Con andar titubeante, se dirigió hacia la mesa, como de costumbre. Para sorpresa suya, Paopag lo detuvo con una mano.
—No, hijo. Hoy vamos a tratarte como a un príncipe. Ven.
Lo cogió del brazo con suavidad, como a un niño perdido, y Dashvara se dejó llevar sin preguntas. Ni siquiera se le ocurrió que pudiera hacerlas.
No dejó de sentir desconcierto cuando Paopag le señaló que se metiera en una tina que varios trabajadores estaban llenando de agua. Dashvara obedeció y el agua caliente lo revivió. Al menos un poco. Cuando salió de la tina, le volvieron a dar la camisa, la túnica, la armadura de cuero y la capa azul de los Dikaksunora. Incluso le devolvieron el shelshamí. En su abotagamiento, Dashvara sintió una pizca de ironía. Acababan de destruir al señor de los Xalyas y esos extranjeros seguían vistiéndolo con el pañuelo del liderazgo. Era ridículo.
Paopag lo inspeccionó de pies a cabeza y le sonrió.
—Listo. ¿Recuerdas las lecciones?
Dashvara asintió e iba a soltarle el rollo como siempre pero Paopag lo detuvo con diversión.
—Confío en ti para impresionar a nuestros invitados. Andando.
Dashvara lo siguió fuera de la sala. Subieron escaleras. Y, por primera vez, vio la luz del día. Es decir, por primera vez desde que… Bueno, ¿desde que era Dash, el esclavo de Paopag? De Kuriag, rectificó con un tremor. Kuriag, no Paopag.
—Dash —dijo de pronto la voz de Paopag.
Dashvara se percató de que se había parado en medio de un pasillo sin darse cuenta. Reanudó la marcha. Finalmente, desembocaron en un salón en el que se oían ruidos de cubiertos y voces. Tras ver a Kuriag en cabeza de mesa, Dashvara dejó de interesarse por las caras. No veía a Yira, no veía a ningún Xalya: lo demás era polvo para sus ojos.
Paopag lo detuvo de un gesto y ambos esperaron. Dashvara ya no se mareaba tanto y constatarlo retuvo toda su atención hasta que, de pronto, Paopag lo empujó suavemente hacia delante. Los comensales se habían girado hacia ellos y lo escudriñaban con descaro. Un pequeño rayo de lucidez le hizo entender que tenía que hacer algo.
Las lecciones, pensó. Tienes que repetirlas.
Y las repitió con lentitud, estremeciéndose porque en su imaginación su cuerpo seguía recibiendo descargas y seguía sufriendo. El sentido se le escapaba, para él ya no eran más que sonidos. Aunque, en el fondo, sabía que en otra vida habría palidecido de haber escuchado a cualquier Xalya renegar del Ave Eterna de esa manera pero… ya no era un Xalya, no era ni siquiera un hombre. Era un esclavo. No había acabado su cuarta frase cuando, para desconcierto suyo, un comensal lo interrumpió carcajeándose:
—¿Y este hombre es al que adoran dos mil ciudadanos? ¡Cualquier profeta en Titiaka lo supera!
Se oyeron risas. Un titiaka humano de mediana edad intervino:
—Confieso que estoy decepcionado. Pero tal vez las maneras de este salvaje sean debidas a que se siente intimidado.
Las carcajadas barrieron la mesa.
—¡Intimidado! A lo mejor —convino Arviyag con una leve sonrisa mientras se elevaban comentarios bromistas.
En aquella comitiva, sólo dos personas no mostraban ni pizca de jovialidad aparte de Dashvara: Kuriag y Paopag. El primero estaba pálido. El segundo parecía impaciente y observaba a Dashvara con atención. Este se había girado hacia él, aturdido. Su apatismo iba siendo reemplazado poco a poco por una sensación de ansiedad y su respiración se precipitó. Deseaba volver a la sala con la mesa y el jergón. Deseaba silencio. Deseaba que Paopag lo sacara de ahí. Pero no se atrevía a pedir.
—¡Y bien! —dijo entonces Kuriag. Su voz tembló ligeramente y carraspeó para afirmarla—. Nos dices que ese cuento del Ave Eterna no son más que fantasías. Eso significa que tú y tu pueblo os equivocasteis y venís equivocándoos desde hace siglos. Cili todopoderosa castiga a los paganos. Y un buen titiaka ha de aplicar su Ley.
Dashvara asintió. Mientras tanto, Paopag se había acercado a él y lo ayudó a arrodillarse murmurándole:
—Cili todopoderosa…
Era el principio de la lección. Dashvara la recitó tratando esta vez de no comerse las palabras.
—Cili todopoderosa, arranca de esta alma la araña de sombras que la envilece. Por la Serenidad, perdóname. Por la Cortesía, perdóname. Por la Discreción, perdóname. Por la Constancia, perdóname. Por la Paciencia, perdóname. Por el Sacrificio, perdóname. Por la Dignidad, perdóname. Por la Fortaleza, perdóname. Por la Simpatía, perdóname. Por la Humildad, perdóname. Por la Compasión, perdóname. Por las Once Gracias que enaltecen tu gloria, acoge tu… acoge a tu súbdito y haz que las gracias… que las desgracias caigan sobre mi alma si rompo tu Ley.
Calló, bloqueándose de pronto. Le había salido fatal, pensó. Había fallado dos veces al menos. Y algo le decía que no había terminado, que le faltaba una frase, y mientras se devanaba los sesos para encontrarla, sintió una mano posarse sobre su shelshamí y una voz profunda decir:
—Cili todopoderosa es clemente con la ignorancia y acepta tu arrepentimiento.
Era un sacerdote de Cili, que se había levantado de la mesa para perdonarlo. Dashvara sintió una leve energía tantearlo y, cuando alzó la cabeza, creyó ver un destello de comprensión y compasión en los ojos del sacerdote. El alivio lo invadió al comprobar que no le importaba a ese sacerdote que no hubiera recitado la lección entera.
—Levántate, criatura de Cili. Sirve bien a tu amo y Cili estará satisfecha.
Dashvara se puso de nuevo en pie y ahí se acabó el asunto. Paopag lo condujo fuera del salón y, cuando estuvieron lejos, le dijo:
—Misión cumplida, buen hombre. ¿Ves qué sencillo? Has tranquilizado a toda esa gente y has hecho todo lo que tenías que hacer. Y aquí te dejo —declaró mientras llegaban ante una puerta—. Ahí afuera, te está esperando tu gente. —Le palmeó el hombro—. No te apesadumbres demasiado sobre tu estado: cualquier hombre acaba así después de dos semanas de tortura. Dentro de unos días empezarás a sentirte mejor, descuida. Buena suerte, estepeño.
El desconcierto de Dashvara era total. ¿Que afuera lo estaba esperando su gente? ¿Su pueblo? ¡Era tan increíble! Le agarró a Paopag del brazo cuando este hizo ademán de alejarse de nuevo por el pasillo.
—No —gruñó—. Espera. Paopag, espera. No puedes dejarme así. Mi pueblo… va a pensar que me he vuelto idiota —jadeó—. Y es cierto. Tengo arena en la cabeza. Arena que quema. En serio.
Paopag hizo una mueca, molesto, y liberó su brazo de una sacudida.
—Te recuperarás de eso —aseguró—. Te aseguro que, si hubiera querido volverte idiota, habría usado técnicas todavía mas intensivas. —Tendió una mano y abrió la puerta agregando con sequedad—: Ve.
Dashvara salió a regañadientes. Su temor fue barrido en cuanto vio que efectivamente, más allá de la patrulla sibilia que guardaba la puerta, se encontraban Makarva, Lumon, el capitán… Ignorando completamente a los sibilios, se dirigió hacia los suyos apretando el paso. Sus hermanos se avanzaron a su vez en pelotón llamándolo por su nombre y soltando palabras en la lengua salvaje… La lengua sabia, rectificó una vocecita en su mente. El oy'vat. La lengua de los Antiguos Reyes… Era tan extraño y hermoso volver a encontrarse con unos hermanos que creía haber perdido, volver a andar por un mundo familiar y, sin embargo, al mismo tiempo… al mismo tiempo algo, en su interior, no lograba emocionarse de veras. Se sentía como un espectro moviéndose en un mundo al que no pertenecía. La energía de los dedales lo tenía encadenado y muerto.
El alboroto de voces se tranquilizó rápidamente y las expresiones se hicieron inquietas. Alguno escupió una maldición dirigiendo sus ojos hacia los sibilios que guardaban la casa donde se hospedaban los titiakas… Consciente de que su falta de reactividad los estaba turbando a todos, Dashvara se esforzó por dedicarles una leve sonrisa y pronunció:
—Misión cumplida, hermanos.
Y resopló con una media risa de loco, pues incluso en ese estado no pudo evitar pensar:
Te destrozan, te humillan, te esclavizan y te roban el alma, y a ti sólo se te ocurre repetir las palabras de Paopag. Misión cumplida. Sí, misión cumplida: has enterrado el alma antes que tu cuerpo, gran señor.
Su risa no pareció tranquilizar a nadie, al contrario.
—Ven, hijo mío —le dijo el capitán, estirándolo—. ¿Te han herido?
Dashvara frunció el ceño y meditó unos instantes antes de llegar a la conclusión de que, cuanto más abriera la boca, más se notaría que su espíritu estaba descarriado. Se agarró a ese pensamiento y, por toda respuesta, se contentó con menear la cabeza.
Sus hermanos lo guiaron a una gran caballeriza cubierta donde se habían instalado todos los Xalyas a la espera de que Kuriag saliera de Aralika y retornara a Titiaka. Le dieron comida, pero Dashvara apenas la tocó. Nadie le pidió que les hablara de lo que le habían hecho: Tsu debía de haberles explicado lo esencial. Cuando vio a este sentado en una esquina con un libro olvidado en la mano, Dashvara entendió que esos días tampoco habían sido clementes con el drow. Hubiera querido ir a verlo, hablarle, decirle algo que borrase el sufrimiento de ambos… pero estaba demasiado agotado para ello. Así que, al de unos instantes, simplemente se tumbó sobre el jergón adonde manos hermanas lo habían conducido y cayó pesadamente dormido.
Despertó con la mente poblada de criaturas horribles y sonidos estridentes. Sosteniéndose la cabeza entre ambas manos, tardó un rato en darse cuenta de que lo rodeaban unos cuantos Xalyas y otro rato en percatarse de que, de su garganta, salían ruidos. Le parecieron ruidos ininteligibles hasta que pilló unas palabras:
—Muerte… morir… Paopag… Por favor, muerte… Paopag…
Calló de golpe en cuanto entendió que estaba delirando y la vergüenza lo invadió mientras dejaba caer las manos pese a que su cabeza seguía punzándole.
—Lo siento, hermanos —resopló con el corazón tan encogido que le hacía daño—. Deberíais tirarme al infierno, a los perros, a los nadros… Qué sé yo. Lo siento.
La mano oscura de Tsu se posó sobre su frente. La sintió helada. Shokr Is Set se arrodilló junto a él diciendo con voz serena:
—No pidas perdón por lo que te han hecho tus enemigos. Pide ayuda a tus hermanos y tu pluma volverá a levantarse.
Mi pluma, se repitió Dashvara. Hay algo que no sabes, Gran Sabio: el Ave Eterna no existe. No hay plumas, no hay voluntad, no hay esperanza… Sólo hay sufrimiento.
Notó de pronto un sortilegio fluir en su interior, su mente se oscureció, su cuerpo se estremeció de dolor, y se apartó de Tsu con nerviosismo.
—No —jadeó.
—Sólo intento ayudarte —murmuró Tsu—. Tu cuerpo está saturado de energías. Sólo intento…
—No —lo interrumpió Dashvara.
—Duele, lo sé —susurró el drow con suavidad—. Lo sé. Pero te ayudará, confía en mí.
Dashvara confiaba en Tsu, por supuesto. Y, por no defraudar a sus hermanos, aceptó que lo ayudaran. Tsu dio instrucciones de dejarlos solos y colgaron ante el jergón una tela a modo de biombo. Aún era de día y se oía música lejana. También se oían las voces susurradas de los Xalyas en las caballerizas. Dashvara dejó de preocuparse por el entorno cuando Tsu comenzó a equilibrar sus energías. Más que equilibrar, le daba la impresión de que este lo torturaba, simple y llanamente. Y, sin embargo, en vez de abotagarlo, el dolor aclaraba su mente. Era como si Tsu estuviera arrancando una a una las garras embrutecedoras que se aferraban a esta. El problema era que tanto sortilegio requería mucha energía y el drow acabó mostrando evidentes signos de agotamiento. Viéndolo, Dashvara lo apartó suavemente con una mano.
—Es suficiente, Tsu. Gracias. Estoy mejor. De verdad.
Tenía aún el cuerpo brutalmente entumecido, pero su mente se había aclarado y darse cuenta de ello lo llenaba a la vez de alegría, inquietud, cansancio, vergüenza, esperanza, desesperanza y… Bueno, un sinfín de emociones contradictorias lo atravesaban hasta dejarlo aturdido. Aturdido… pero vivo.
—Un poco más y paro —prometió Tsu.
El drow siguió soltándole sortilegios hasta que realmente no pudo más y fue a acostarse, agotado, con la bendición silenciosa de Dashvara. ¿Cuántas veces habría tenido que usar de esos sortilegios con sus pacientes? Prefería no pensarlo.
Había pasado tiempo y la luz que iluminaba las caballerizas había declinado, pero era aún de día. Dashvara apartó la tela y vio que sus hermanos no se habían alejado mucho. Makarva, Zamoy, Lumon y Miflin jugaban a las katutas en un silencio inhabitual. Apenas asomó él la cabeza, sus hermanos se giraron hacia él. Todos intentaban ocultar, en vano, su viva inquietud. Con los miembros algo temblorosos pero con la firme intención de demostrarles a los Xalyas que no se habían quedado con un señor atontado, Dashvara se levantó y fue a sentarse con los katuteros soltando un suspiro seguido de un:
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
Makarva enarcó una ceja.
—¿Desde que estás en Aralika? Dos semanas.
Hubo un silencio. Dos semanas en manos de Paopag. Si me dijeran que ha pasado un año, me lo creería directo, suspiró Dashvara. Meneó la cabeza y se recostó contra el muro tratando de ordenar sus pensamientos. Makarva iba a mover una ficha sobre el tablero cuando, de pronto, dejó caer la mano y espiró bruscamente.
—Créeme que no sabíamos nada, Dash. Estábamos encadenados y los Ragaïls nos vigilaban a todas horas. Nos llevaron a la Colina de Skâra, al oeste de aquí, para asistir a una ceremonia, y regresamos a Aralika anoche. Sólo entonces supimos por Tsu que Arviyag…
Makarva vaciló y Zamoy siseó:
—Esa rata debería estar enterrada.
—La muerte es poco para esa escoria —afirmó Kodarah—. Su cabeza rodará a tus pies algún día, Dash. Lo juro por mi Ave Eterna.
Pocas veces se oía al Pelambrudo afirmar algo con tal fervor. Makarva meneó la cabeza.
—Sólo nos han quitado las cadenas esta mañana, cuando nos han dicho que te liberarían. Kuriag…
—¡Ese maldito demonio! —saltó Orafe—. ¡Dijo que lo sentía! Sentirlo y un infierno —escupió con desdén—. Prefería a Atasiag mil veces. Ese muchacho es un peligro en manos de sus primos. Si cree que con disculparse es suficiente…
Zamoy lo cortó graznando:
—¡Si su esposa no fuera la hija del capitán, le habría dado un buen puñetazo en la cara a ese perro traidor! Merecería que lo torturáramos como él ha dejado que hagan contigo, Dash. Ya lo creo que se lo merece.
Calló, sobrecogido, ante la mirada fija de Dashvara. Este negó lentamente con la cabeza.
—No —dijo—. No se merece algo así.
Sinceramente lo pensaba. Kuriag tenía tal vez cierta culpa de haber cerrado los ojos, pero su Ave Eterna había sufrido ya bastante sola cuando los había abierto.
En tu gran generosidad, señor de la estepa, incluso sientes compasión por tu amo torturador, se burló. Todo porque su Ave Eterna ha dejado de ser tan pura e inocente. Y más se oscurecerá cuanto más escuche a sus primos… Y él lo sabe.
Observó la posición de las fichas sin fijarse realmente en ellas. Tras un silencio, soltó:
—¿Y Yira?
Sintió enseguida cómo el ambiente cambiaba y no se le pasaron por alto las muecas indefinibles de sus hermanos. Makarva carraspeó.
—Está bien —aseguró—. No es que la hayamos podido ver mucho estas dos semanas. Los federados no se mezclaban con los Esimeos. Según el capitán, que haya desembarcado tanto diumciliano en Ergaika no le ha sentado bien a Todakwa.
—Esa serpiente no debería sorprenderse —dijo Lumon con calma—. Como dicen, mata a tus vecinos y vendrán otros a quedarse con todo.
Dashvara frunció el ceño e insistió:
—Yira. ¿Dónde está?
Nadie le contestó. Makarva movió una ficha con expresión vacilante y dijo al fin:
—Con los Esimeos. La hicieron subir a la Colina de Skâra para que bendijera el lugar y pasara ahí cinco días y cinco noches antes de pronunciar no sé qué mensaje. Nosotros nos quedamos abajo de la colina, así que no vimos nada, pero al parecer realmente… er… realmente la han tomado por su Mensajera. Y esta noche seguirán de fiesta porque es el Bushkia Baw, la Noche de la Inmortalidad, y… Bueno, Yira será la reina del cortejo, supongo.
Iba a añadir algo pero calló. A su vez, Lumon abrió y cerró la boca, indeciso… Zamoy resopló y lanzó:
—Oye, primo. ¿Por qué no nos dijiste que era…? Quiero decir, Yira es… una persona estupenda, pero es… Liadirlá —graznó, agitado—, nos dijiste que no se quitaba el velo por una tradición sagrada, Dash, y esto… —Emitió un sonido estrangulado—. Oh, diablos, no he dicho nada.
Bajó la vista y movió nerviosamente una ficha sobre el tablero de katutas. Dashvara trató de no ofenderse y, hablando con voz pausada, respondió:
—Mi naâsga usa esa magia para luchar por su vida. No tiene nada de malo.
Makarva asintió enérgicamente.
—Te creo, Dash. La elegiste como esposa y eso me basta para considerarla como a una hermana. La conozco. Es sólo que… —marcó una pausa para buscar las palabras y concluyó—: fue una sorpresa.
Otros hermanos y mujeres xalyas corroboraron con resoplidos discretos. Dashvara sintió un leve vértigo, hizo una mueca y dijo lacónicamente:
—Ella no dijo nada, así que yo tampoco.
Makarva sonrió y le dio una suave palmada en el hombro.
—No te estamos echando en cara nada, Dash. Ni a Yira, que conste. Los Xalyas, al fin y al cabo, somos… er… tolerantes, ¿verdad? Oye, ¿qué tal va la herida en el hombro?
Dashvara enarcó las cejas ante el brusco cambio de tema. Tolerantes pero todavía no lo han asimilado, entendió. Bah… Ya lo harían con el tiempo. Entonces, movió el brazo, gesticuló y consideró:
—Supongo que está curado. Lo cual me conviene perfectamente porque… —sonrió con cansada ferocidad— me muero de ganas de decapitar a Arviyag y a Todakwa.
—Yo que tú esperaría en vez de precipitarme —intervino de pronto una voz.
Era el capitán. Acababa de entrar en las caballerizas y se dirigía hacia ellos junto con Sashava y Arvara. Atraídos por la congregación, varios muchachos y muchachas xalyas se acercaron, curiosos. Zorvun le dedicó una expresión alegre a Dashvara.
—Estás más despierto —observó.
—No del todo —admitió Dashvara—, pero Tsu me ha devuelto a la vida. Y no pienso que es precipitarse ir a matar ahora a esos dos diablos después de todo lo que he esperado.
—Hay novedades —replicó Zorvun con tono animado—. Y unas cuantas. He hablado personalmente con Todakwa y… —Paseó una mirada por las caballerizas como para cerciorarse de que ahí sólo había Xalyas y prosiguió—: Primero, Yira lo ha convencido para ayudarnos si nos rebelamos contra los titiakas. Y ayudarnos de verdad: armas para defendernos y ropa, víveres y ganado para pasar el invierno. Y nos ofrece un acuerdo de alianza duradera.
Todos los Xalyas ahí presentes se quedaron mirando al capitán, boquiabiertos. Dashvara se masajeó la frente, aturdido.
—Eso es absurdo. Si nos invita a rebelarnos, se acabaron sus acuerdos con los titiakas. ¿Por qué haría algo tan estúpido?
El capitán controlaba mal su emoción cuando explicó:
—Son los titiakas los que están siendo estúpidos. Allá donde van, creen poder imponer sus reglas, sobornar cabecillas complacientes y llevarse esclavos a puñados, salbrónix, caballos… Bueno, Todakwa será una serpiente traicionera, pero no es un Shalussi enamorado del oro. Estas dos últimas semanas, los titiakas no han parado de burlarse de Skâra, de la Arazmihá, de su pueblo y sus tradiciones… Y no lo aguanta. Por eso, entre otras cosas, quiere volver a echarlos al mar.
Dashvara asimiló sus palabras con profundo desconcierto. No le cabía en la cabeza que Todakwa fuera a enemistarse con sus aliados sólo porque unos titiakas se habían burlado de Skâra… Lumon objetó:
—¿Y cómo quiere echarlos al mar? Sus fuerzas apenas equivalen a las de los titiakas en la estepa. ¿Es que se ha vuelto loco?
—¡A lo mejor se ha creído que la Arazmihá los espantará a todos! —bromeó Zamoy. E hizo una brusca mueca de disculpa—. Perdón, Dash.
Este puso los ojos en blanco. Shurta razonó:
—O Todakwa se ha vuelto loco o quiere que nos rebelemos otra vez para que los titiakas nos condenen a muerte.
Zorvun sonreía. Dashvara carraspeó con paciencia.
—¿Qué nos estás escondiendo, capitán?
Este ensanchó su sonrisa y afirmó:
—Tengo más razones para pensar que esta vez Todakwa no nos está engañando: al parecer, Arviyag y un tío de Todakwa planean montarle una revuelta porque, precisamente, el jefe esimeo no es lo bastante complaciente con sus negocios. —Puso los ojos en blanco—. El problema es que la llegada de la Arazmihá les ha retrasado los planes, Todakwa ha olido la traición y quiere adelantarse. Y, por supuesto, ese Esimeo confía en que tú le ayudarás a echar a los enemigos al mar, Dashvara.
Dashvara se carcajeó bruscamente, incrédulo.
—¿Yo? ¿Y cómo? ¿Gritándoles encima, quizá?
El capitán sacudió la cabeza y se puso solemne cuando declaró al fin:
—El círculo de sabios honyrs ha decidido apoyarte. Novecientos Honyrs están marchando sobre Aralika pidiendo que se les restituya a su legítimo señor, el señor del Ave Eterna.
Dashvara se quedó mirándolo con fijeza. Los Honyrs… ¿los Honyrs iban a ayudarlos? En ese instante, no sentía ya cansancio, ni aturdimiento, ni vértigo. Ni siquiera lo estorbaron las lecciones de Paopag cuando se levantó y pronunció con fervor en oy'vat:
—¡Que nuestro Dahars bendiga a los Honyrs! —Inspiró, llenando los pulmones de aire, y afirmó con la voz vibrante de emoción—: Hay esperanza, Xalyas. El Liadirlá existe. El Liadirlá existe —repitió—. Hay esperanza…
Transportado por la emoción, deliró un poco, pero su alegría era obvia y los Xalyas no se inquietaron mucho de que se repitiera. Festejaron con él la buena noticia, aunque con discreción, no fuera que algún Ragaïl o sibilio los oyese y entrara a ver qué pasaba.
Cuando Yuk fue a llevarle a Dashvara un bol lleno de leche, este sonrió, lo aceptó y bebió todo como si bebiera de la misma vida.
—Gracias, muchacho. No hay nada mejor que la leche de yegua para curar un Ave Eterna. —Y como el muchacho sonreía, aseguró señalándose el pecho—: La siento revivir aquí dentro, hermanos. Esas serpientes no me harán creer que me han robado el alma ni que he renegado de algo de lo que no puedo renegar mientras viva. Como decía un sabio estepeño, hay cosas a las que un hombre del Ave Eterna jamás renuncia: a levantarse de nuevo, por más que lo tumben. —Sonrió, porque en realidad no lo había dicho ningún sabio estepeño: lo había escrito él, un día, en la madera de la torre de Compasión… pero qué más daba quién lo hubiera dicho, mientras fuera cierto—. Siento que vuelve a batir las alas —murmuró— y que vuelve a cabalgar por los cielos de la estepa.
Zamoy le dio un codazo a Miflin.
—Poeta, deberías ponerle rima a todo eso. Hoy nuestro señor está inspirado.
Los Xalyas sonrieron. Dashvara frunció de pronto el ceño.
—Por cierto. No sé qué fue de Amanecer. No tuve tiempo ni de…
—Está con los demás caballos —lo tranquilizó Alta, señalando el fondo de las caballerizas, y aseguró con sinceridad—: La he cuidado como si fuera mi propio caballo.
Dashvara le devolvió una sonrisa de agradecimiento. Se sentía revivir segundo tras segundo. El solo pensamiento de que los Honyrs lo apoyaban y venían tan numerosos, la sola esperanza de que los Xalyas no volverían a Titiaka lo embargaban de felicidad. En ese instante, ni siquiera se permitió burlarse de sus esperanzas, ni siquiera le importó que los titiakas pudiesen elegir luchar por quedarse, porque él lucharía, esta vez sí que lucharía. Espantarían a los civilizados hasta el océano. Y los dedales se irían lejos, con Paopag, Arviyag y su maldita civilización.
Los Xalyas comentaban ahora con ánimo la mejor manera de rebelarse y el capitán expresaba sus inquietudes sobre Kuriag y Lessi, insistiendo en que no debía ocurrirles nada malo a ellos. Arrimado a uno de los muros de piedra de las caballerizas, Shokr Is Set los observaba con serenidad sin decir nada. Viéndolo, Dashvara se apartó del resto y se inclinó profundamente ante el Honyr.
—Le estoy eternamente agradecido a tu pueblo, Gran Sabio. Consigan o no sacarnos de aquí vivos, que lo intenten demuestra que su Ave Eterna es la mejor de toda la estepa.
—Y digna de los Xalyas —sonrió Shokr Is Set, inclinando la cabeza a su vez.
Dashvara lo miró con curiosidad.
—No pareces sorprendido de la decisión que han tomado —observó.
Sonriente, el Gran Sabio se encogió de hombros y, con indudable afecto, dijo simplemente:
—Conozco a mi pueblo.