Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna
El capitán ragaïl reaccionó primero frunciendo el ceño, escéptico, y luego se encogió de hombros y, sin contestar siquiera, lanzó a uno de sus hombres:
—Ve a avisar a Su Excelencia.
—Lo he oído —replicó entonces una voz entre los soldados.
Estos se apartaron y Kuriag Dikaksunora se adelantó. Lo seguían Lessi, Zraliprat, Asmoan y Api. El joven elfo iba abrigado con una espesa capa de pieles y, al costado, llevaba una daga. Una daga, se repitió Dashvara, incrédulo. ¿Desde cuándo el pacífico Dikaksunora llevaba armas? Kuriag se cruzó con sus ojos antes de girarse hacia los jinetes que habían perseguido a Dashvara y que llegaban en ese instante en un potente trueno, levantando una densa polvareda. Entre los Esimeos, estaba Ashiwa, el hermano de Todakwa, se fijó Dashvara. Uno de los sibilios exclamó desde su caballo:
—¡Mis respetos, Excelencia! Este hombre se ha fugado del campamento de mi amo con ayuda de esa mujer. Los venimos siguiendo desde Lamastá. Y pensamos que otros dos han tomado la dirección norte.
Kuriag asintió lentamente. Su expresión más bien impasible no tranquilizó a Dashvara. El sibilio se apeó.
—Con vuestro permiso, Excelencia. Arviyag me ordenó que lo trajera de vuelta.
Kuriag frunció el ceño.
—He visto aquí todo lo que quería visitar y pensaba volver ya a Lamastá. Puedes regresar e informar a Arviyag de ello, soldado. Mis hombres se ocuparán de los otros dos fugitivos. Y de estos.
El rostro del sibilio, pese a su natural inexpresividad, reflejó cierto rencor cuando sus ojos se posaron sobre Dashvara, como si fuese culpa de este que no hubiera pegado ojo durante toda la noche… y en cierto modo lo era. Asintió secamente.
—Sí, Excelencia. Sin embargo, nos han informado de que esa mujer no es vuestra esclava sino una emancipada. Se adentró en la mismísima tienda de nuestro amo. Sus actos reclaman castigo. Pido permiso para llevármela.
Dashvara se tensó y se tragó a medias un gruñido ronco, girándose hacia Kuriag. Este inspiró.
—Yira es la hija adoptiva de un buen amigo mío de Titiaka. Confío en Arviyag para que lo tome en cuenta.
Dashvara se quedó pasmado y, más que eso, indignado. ¿En serio le estaba dando Kuriag autorización a ese sibilio para que se llevase a Yira? Se levantó bruscamente, interponiéndose entre su naâsga y los sibilios.
—¡Ni se os ocurra tocarla! —bramó—. Es una ciudadana.
—Es una emancipada —replicó Kuriag. Su tono seco pilló a Dashvara desprevenido. Lo suavizó ligeramente cuando agregó—: Arviyag se contentará con pedirle una indemnización a Atasiag Peykat.
Dashvara resopló.
—¡Pues que lo haga! Pero no se llevará a Yira.
Kuriag lo observó con unos ojos exasperados.
—Me temo que estás en una mala postura para exigir nada, Dashvara de Xalya.
Diablos, diablos, diablos… Dashvara sintió la mano de Yira posarse sobre la suya. Se la apretó. Esto sí que no lo había previsto. Se suponía que Yira era una amiga íntima de Lessi y se llevaba bien con Kuriag. ¿Por qué diablos este dejaba que se la llevaran? Para castigarte, Dash. Para enseñarte que te has portado mal… ¡Ojalá pudiera explicarle las consecuencias de lo que suponía dejar a Yira en manos de los hombres de Arviyag! Al ver que tres sibilios se le acercaban, se apresuró a lanzar:
—Arviyag tiene a todo mi pueblo encadenado. Os lo suplico, Excelencia. No sabe de qué es capaz ese hombre. Si me permitís hablaros en privado…
El propio capitán ragaïl lo interrumpió agarrándolo del brazo junto con uno de sus hombres, apartándolo a la fuerza de Yira. Y como los sibilios agarraban a esta, Dashvara jadeó, quedó bloqueada una ristra de maldiciones en su garganta, y balbuceó un moribundo:
—Liadirlá…
Cuando quisieron quitarle los guantes para maniatarla, Yira se resistió debatiéndose y soltando un caos armónico, los Ragaïls deshicieron sus sortilegios y Dashvara estalló en maldiciones. Tuvo la cordura de maldecir en oy'vat. Cuando finalmente le quitaron a la sursha el guante derecho y desvelaron la mano de huesos, cayó sobre el torreón de Amystorb un silencio de puro estupor. Dashvara lo aprovechó. Su mente en efervescencia espabiló lo suficiente para percatarse de que los dos Ragaïls que lo agarraban se habían quedado igual de atónitos ante el espectáculo que los demás. De un estirón, se liberó y se abalanzó hacia Amanecer, evitó el brazo de un sibilio, agarró el cuello de la yegua y se subió tan rápido que el dolor punzó en su brazo, pero apenas se dio cuenta de ello. Sus ojos estaban posados únicamente en Yira. Tendió su mano hacia ella y… dos sibilios que estaban en su camino lo agarraron y aprovecharon que aún no había logrado equilibrarse para estirar sobre él. Dashvara cayó pesadamente al suelo y el dolor invadió su mente en una explosión. Oyó a Amanecer relinchar, sorprendida, y la sintió frotar el hocico contra su hombro, como para asegurarse de que no estaba herido. ¿Herido? Sí. Lo estaba mortalmente. Su corazón había estallado en mil pedazos. Porque tenía la seguridad de que, el tiempo que consiguiera enderezarse de nuevo, Yira estaría muerta. Muerta.
—¡Arazmihá! —exclamó de pronto una voz.
El grito encontró eco en otras gargantas. Dashvara logró al fin alzar la cabeza y lo que vio lo dejó boquiabierto. Su naâsga había desvelado su cabello blanco y su rostro mórtico como desafiando la muerte y tanto los Esimeos que acompañaban a Kuriag como los que habían venido persiguiéndolos habían reaccionado no con horror sino con evidente maravilla. La prueba era que varios habían caído de rodillas y seguían clamando:
—¡Arazmihá!
Si recordaba bien Dashvara sus clases de galka, la palabra significaba «la mensajera». Y no cualquier mensajera, adivinó con asombro. La habían tomado por la mensajera de Skâra.
La reacción de los Esimeos confundió aún más a los sibilios y titiakas. Los primeros se habían arredrado con espanto mientras que los Ragaïls, más firmes, trataban de evaluar fríamente la situación. Ni se atrevían a ejecutar a la muertoviviente ni se atrevían a acercársele. Con el rabillo del ojo, Dashvara vio cómo varios se habían posicionado ante Kuriag Dikaksunora, temiendo tal vez que Yira pudiera convertirse en un peligro real para su protegido. Asmoan tenía los ojos brillantes enrojecidos y una expresión de horror en el semblante. Lessi estaba muy pálida y movía los labios como murmurando una plegaria a Cili. En cuanto a Kuriag… el joven elfo parecía haber recibido un yunque en la cabeza.
—Hey —le murmuró entonces una voz cercana—. ¿Tú lo sabías, verdad?
Api se había agachado junto a Dashvara. Este tenía la impresión de que un brizzia le había aplastado el brazo derecho. Gruñó.
—Es mi esposa. Claro que lo sabía, chaval.
Api sonrió debajo de su capucha.
—Claro —repitió—. Y Atasiag también, supongo.
Dashvara puso los ojos en blanco, entendiendo adónde quería ir a parar ese joven demonio. Que Atasiag hubiera adoptado a una niña nigromante cuando los demonios abominaban las artes de la muerte era…
—Interesante —dijo Api al no recibir respuesta inmediata. Sí, interesante cuando menos, completó Dashvara. Por no decir que aquello podía atraerle serios problemas a Atasiag cuando la noticia volara hacia Titiaka. El muchacho agregó—: Pues tu esposa tiene una suerte de mil demonios. Esos adoradores de la muerte están literalmente extasiados.
Por toda respuesta, Dashvara gruñó, enderezándose pese al dolor. Le cogió el hocico a Amanecer con ambas manos mientras esta piafaba, inquieta, y le murmuró suavemente:
—Tranquila, daâra. Todo va bien.
—Todo va bien —aprobó Api con ligera burla.
Amable, el joven demonio le tendió una mano para ayudarlo a levantarse. Dashvara vaciló, mirándolo con extrañeza. Le he hablado a Amanecer en oy'vat y ese muchacho me ha contestado en común… De verdad voy a acabar por creerme que los demonios saben hablar la lengua sabia de los Antiguos Reyes. Meneando la cabeza, ignoró la ayuda de Api mascullando un «no estoy herido, chaval» y prefirió levantarse agarrándose al cuello inclinado de Amanecer. No estaba herido, de hecho, o eso creía, pero estaba muerto de cansancio y toda la agitación en su entorno no lo ayudaba a centrarse. Una vez de pie, sin embargo, toda su atención se fijó en su naâsga. La mirada de esta reflejaba una mezcla de asombro, inquietud y miedo y, cuando se cruzó con ella, Dashvara hizo una mueca, adivinando que ninguno de los dos tenía la menor idea de cómo manejar la situación. Dio un paso hacia Yira, pero se detuvo al ver a Ashiwa de Esimea en persona arrodillarse ante ella. El Esimeo dijo algo, pero lo hizo en galka y Dashvara no logró entenderlo. Y, obviamente, su naâsga menos. Pero, diablos, ¿cómo imaginarse que la mensajera de Skâra desconocería la lengua de sus adoradores? Dashvara reprimió un resoplido y giró la cabeza hacia los Ragaïls. El capitán Djamin se había reunido con Kuriag y le hablaba en voz baja y agitada mientras el joven seguía con los ojos clavados en la magia negra y azulada que vibraba en el rostro de Yira. Negro para la muerte y azul para la inmortalidad, pensó Dashvara, maravillado.
—Loada sea Skâra —murmuró.
Loada cien mil veces, se dijo, respirando entrecortadamente. Porque sus creyentes acababan de salvarle la vida a Yira. Al menos de momento.
La estupefacción fue dando lugar poco a poco a reacciones varias. Los Esimeos, acercándose de rodillas, hablaban todos a la vez, transportados, en una algarabía en galka de plegarias, peticiones y bendiciones a la Mensajera. Y Ashiwa, como hermano de Todakwa, no demostró menos fe ni fervor. Al fin y al cabo, todo en la imagen que desprendía Yira les señalaba que era sin lugar a dudas una mensajera de Skâra. Los sibilios, por su parte, se habían reagrupado y echaban miradas interrogantes a Kuriag Dikaksunora y al capitán ragaïl, esperando su intervención. Y esta no vino. En su lugar, fue Ashiwa quien, percatándose de que su gente estaba dando la nota y que Yira no contestaba probablemente porque no entendía el galka, se levantó, se inclinó hacia la mensajera y pronunció en común:
—Permíteme, Arazmihá, gozar del honor de guiarte hasta nuestros señores Todakwa y Daeya para que puedas entregarles el Mensaje.
El mensaje, se repitió Dashvara, confuso. Liadirlá… ¿qué mensaje? En ese instante, dos Ragaïls le cortaron la visión, lo agarraron y medio lo arrastraron lejos de ahí. Dashvara no protestó. Ahora que Yira se encontraba a salvo, ya nada lo inquietaba más que dormir. Dormir. Sí, ojalá hubiera podido dormir durante todo el día. Pero no le dejaron. Tras meterlo en una tienda —la de Kuriag—, lo registraron, le quitaron el shelshamí, lo arrodillaron y, aferrándolo, uno le golpeó el puño contra el vientre sacándole todo el aire de los pulmones.
—Esto por haberte burlado de nosotros, Xalya —le masculló el Ragaïl. Y, posando la mano sobre su cabeza, la chocó sin mucha fuerza contra la tierra agregando—: Como levantes la cabeza, estrenarás mi látigo.
Dashvara tampoco protestó ahí. Los Ragaïls se mostraban más clementes de lo que hubiera sospechado. Tal vez a ellos también les inspirase lástima. Al fin y al cabo, la Compasión era una de las Gracias de Cili y esos soldados de élite eran buenos cilianos…
En esa postura estaba seguro de quedarse dormido en escasos minutos. Por desgracia, Kuriag llegó demasiado pronto. Oyó su voz junto a la entrada de la tienda. Oyó cascos de caballo. Y oyó gritos varios que le hicieron entender que los federados estaban levantando el campamento. Finalmente, percibió ruidos de pasos en la tienda y un Ragaïl lo estiró de los pelos para que se enderezara. Dashvara alzó los ojos hacia Kuriag. La expresión de este no le dijo nada bueno. El joven elfo comenzaba a estar más que harto de las sorpresas que le reservaban sus esclavos.
—Lo sabías —lanzó con tono entre incrédulo, asqueado y acusador—. ¿Atasiag lo sabe?
Dashvara meneó pesadamente la cabeza y respondió un parco:
—No.
Kuriag chasqueó la lengua, agitado, acercándose a él.
—Dime la verdad, Xalya —exigió—. ¿Atasiag lo sabe?
Dashvara inspiró con calma y lo miró a los ojos.
—Atasiag fue mi amo antes que tú. Aunque lo supiera, no lo traicionaría. Pero te aseguro que él no sabía que Yira usaba las artes de Skâra —mintió.
Un brillo contrariado pasó por los ojos de Kuriag. Sus manos se abrían y cerraban en forma de puño. Dashvara reprimió una mueca burlona.
¿Qué, Excelencia? ¿Tenemos ganas de usar el látigo? Pues adelante, úsalo. Demostrarás que tu Ave Eterna no es tan pacífica como decías.
Kuriag debió de ver la burla en su expresión pues emitió un resoplido y graznó:
—Sigue burlándote de mí, Dashvara, y sabrás lo que significa tener un amo titiaka.
Dashvara sintió una oleada de decepción y tristeza al oírlo.
—No me burlo de ti, Excelen…
—Silencio —lo cortó Kuriag. Y realizó un brusco ademán—. Creí erróneamente que el Ave Eterna era un ideal, un modo de vida hacia una civilización de paz y tolerancia. Me engañaste, Xalya. El Ave Eterna es un engaño. Una estafa. Murió con los Antiguos Reyes. —Meneó la cabeza y rectificó—: Murió con Maloven. Pero la esencia, la energía que vibraba en los Antiguos Reyes, murió con ellos. Y no regresó ni regresará nunca a tu clan.
Dashvara frunció el ceño. La energía que vibraba en los Antiguos Reyes… Los demonios, entendió con un escalofrío. Kuriag se refería a los demonios. ¿Le habría hablado de ello Asmoan? A todas luces. Pero no parecía haberle contado todo. En especial, no parecía haberle hablado literalmente de demonios. De lo contrario, si hubieran descubierto que los Xalyas eran descendientes de demonios… el Liadirlá sabía lo que habría pensado su benevolente amo, pero desde luego no habría empleado la palabra «paz» o «tolerancia».
Como el silencio se alargaba, Dashvara luchó contra el cansancio y trató de encontrar una respuesta. ¿Que el Ave Eterna era una estafa? ¿Un engaño? Jadeó y dejó escapar:
—Eso es… absurdo, Excelencia.
Recibió una dura colleja de parte de un Ragaïl. Kuriag alzó una mano para invitar a este a la moderación.
—¿Absurdo? —repitió el titiaka entonces—. No lo es. De hecho, la realidad es esta: los Xalyas renegaron del Ave Eterna hace dos siglos. Traicionaron a su rey con otros pueblos de la estepa. Como este de Amystorb —dijo, señalando vagamente la dirección del torreón—. Condenasteis el reino a desaparecer. Os matasteis entre vosotros. Y si no lo hacéis ahora es porque no podéis hacerlo. Porque, si mandas ahora a tu pueblo a luchar, se extinguirá para siempre. No porque desees no luchar. No porque no seas capaz de matar. Antes de huir dijiste que elegías la esperanza y que elegías los sables, pero pronto te diste cuenta de que eras demasiado débil. Y de que tu única esperanza aquí… era yo.
Sus ojos verdes se giraron hacia él con una mezcla de desafío y autoridad. Agregó:
—Entiendo ahora que me equivoqué contigo, Dashvara. Quieres salvar a tu pueblo y no existe nada más para ti. Respeto tus sentimientos. Pero no respeto tus maneras. Traicionaste mi confianza una y otra vez y demostraste no ser capaz de ocuparte mejor que yo de tu clan. Y para colmo huyes del campamento de Arviyag y Garag suplicándome ayuda cuando les ordené expresamente a mis primos que se encargaran de vosotros durante mi ausencia. ¿Acaso pensaste que Arviyag estaba castigando a tu pueblo sin mi consentimiento?
Dashvara le devolvió una mirada de puro asombro y otra oleada de tristeza mezcla de culpa y temor le encogió el corazón.
¿Qué esperabas?, se gruñó. ¿Que después de haberte reído de él ante todo el mundo varias veces te lo perdonaría con sólo arrodillarte ante él? No sólo has perdido su confianza, Dash. También has atacado su dignidad. Su familia lo está poniendo derecho y no serás tú quien cure su Ave Eterna porque eres tú el que se la ha apuñalado.
Suspiró en silencio y, con sinceridad, admitió:
—Lo pensé, Excelencia. Con todo mi respeto, lo pensé. Lo siento.
Ambos se miraron a los ojos hasta que Dashvara bajara la vista pensando: Siento que ninguno de los dos podamos liberarnos de lo que somos.
—No finjas —dijo entonces Kuriag con viveza rompiendo el silencio—. No finjas una sumisión que no sientes.
Dashvara no pudo evitar soltar un resoplido divertido.
—Te aseguro que la siento, Excelencia. La siento y la padezco pero la padecería mucho más si dejaras a mi pueblo en manos de Arviyag.
—Entonces tal vez es lo que debería hacer —replicó Kuriag con evidente irritación—. Para domar un caballo, se empieza atándolo muy corto antes de darle más libertad, ¿no es cierto?
Dashvara, sin mirarlo, no contestó.
No, federado. Para domar un caballo antes hay que dejarlo correr. Tragó saliva. De modo que ya no quieres liberarnos. Nos quieres para ti solito, ¿verdad? Porque tu familia te ha dicho: ya basta. Porque realmente te has creído que los Xalyas somos incapaces de arreglárnoslas. Porque somos un pueblo perdido y abandonado que no tiene ni un «Ave Eterna» vibrando dentro. ¿Acaso has olvidado lo que te enseñó Maloven, Kuriag? El Ave Eterna no es una estafa, no es una energía, es una estrella guía que brilla en todos los corazones.
Le hubiera gustado decírselo, pero Kuriag no le dio tiempo. Con tono tenso y saturado, ordenó:
—Sacadlo de aquí. Dentro de media hora nos pondremos en marcha.
Los Ragaïls levantaron a Dashvara y lo sacaron de la tienda. No lo maniataron, era inútil. Simplemente lo recondujeron junto a Amanecer y uno le dijo:
—Siéntate aquí y espera a que se dé la orden de partida.
Dashvara asintió sin despegar los labios, tranquilizó a Amanecer, relajó la silla y el arnés y, pese a su cansancio, siguió cuidándola dándole de beber antes de hacerla tumbarse. Se recostó al fin contra ella echando un vistazo a su alrededor. La mayoría de las tiendas estaban ya plegadas, los sibilios ensillaban sus monturas y algunos estepeños se habían adelantado para abrir la marcha. A lo lejos, atravesando la llanura hacia el sureste, se avistaban todavía las lejanas siluetas de una decena de jinetes. Eran Ashiwa y sus hombres. Y, sin lugar a dudas, se habían llevado a Yira. Dashvara no dejó de sentir un dolor sordo pese a saber que su naâsga estaba más a salvo con los Esimeos que con los federados. Dudaba de que Todakwa y su esposa fueran a mostrarse tan crédulos como Ashiwa pero…
Pero la respetarán de todas formas, afirmó mentalmente.
Hubiera apostado sus sables. Sables que no tienes, Dash, se recordó, bajando la vista. Sus ojos se posaron sobre las marcas rojas en sus muñecas y maldijo a Arviyag. Le volvió en mente la expresión satisfecha de su rostro, tres años atrás, cuando había aparecido en la sala de tortura y había escuchado el informe de Paopag. Lo que había pasado entonces se embrollaba en la mente de Dashvara, pero recordaba que, en un momento, el comerciante titiaka había posado la mano sobre su cabeza diciendo con ligereza: “Vivirás, muchacho. Vivirás y servirás a la Federación.” Y había tenido razón: durante tres años Dashvara había servido a la Federación. Y todo indicaba que tendría que seguir sirviéndola. A menos que alguna bendecida serpiente roja mordiera a Garag y a Arviyag. A menos que Kuriag cambiara de opinión… Dashvara suspiró y se frotó los ojos, agotado. La luz de la mañana apenas calentaba la tierra y aún seguía soplando el viento, arrastrando nubes dispersas por el cielo a gran velocidad. El viento venía ahora directamente del desierto de Bladhy y el aire, cargado de una niebla de arena, era seco y frío. Pero no le impidió a Dashvara sumirse pronto en un sueño profundo.
Soñó con que estaba caminando por la estepa, no la del Kawalsh, sino la de Xalya. La hierba rala se convertía en tierra seca y arena, los arbustos desaparecían y el torreón de Xalya, a lo lejos, estaba igual de hermoso que siempre. Estaba solo. No había en aquella vasta extensión de tierra nada más que aire, distancia e inmensidad. Entonces, la voz de su padre lo llamó desde atrás:
—Contempla, hijo, la tierra donde naciste. Respétala porque es tuya y le perteneces.
Dashvara quiso darse la vuelta pero, por alguna extraña razón, no pudo, así que siguió avanzando.
—Los salvajes te robaron la tierra —agregó su señor padre con evidente rabia—. Los salvajes y extranjeros invadieron la estepa y mataron a mi pueblo. A tu pueblo. —Su voz se hizo cada vez más fuerte mientras decía—: Mátalos a todos, hijo. MÁTALOS.
¡DESHÓNRALOS!
El grito fue tan potente que Dashvara despertó con la impresión de tener a una manada de mílfidas gritándole al oído. Se sostuvo la cabeza, jadeando:
—Oh, Liadirlá…
Recibió un leve golpe de bota y, al alzar la vista, vio al capitán Djamin mirarlo con expectación.
—¿Malos sueños? —soltó este.
Abotagado aún de sopor, Dashvara hizo una mueca y se encogió de hombros.
—Sueños estúpidos.
El capitán Djamin enarcó las cejas y lanzó con calma:
—Levanta. Ya nos vamos.
Dashvara asintió y se levantó al mismo tiempo que Amanecer, fijándose en que el cielo ahora estaba del todo iluminado y que había pasado una buena hora desde que se había quedado dormido con ese sueño tonto.
Deshónralos, se repitió. Claro, ¿y con qué quieres que lo haga, mi señor? ¿Escupiéndoles a la cara? Ni tú sabes lo que harías si estuvieras en mi lugar, padre. Sin sables, sin hombres, sin dignidad… Morir así te asustaba tanto que preferiste morir llevando a tus hermanos contigo. No te condeno. Tal vez mi Ave Eterna se agarre demasiado a la esperanza. Pero la tuya se agarraba demasiado al orgullo.
Se percató de que el capitán ragaïl lo observaba con curiosidad.
—¿Pensando en una nueva escapada, Xalya?
El tono era burlón pero amable. Dashvara esbozó una sonrisa.
—No —admitió—. Pensando en el sueño estúpido.
Agarró la cantimplora y bebió de ella antes de preocuparse de Amanecer. La mayor parte de la gente ya se alejaba a caballo, tomando la dirección este. ¿Este?, se repitió Dashvara, frunciendo el ceño. Lamastá estaba al sureste. El capitán Djamin se acababa de subir a su propia montura cuando dijo:
—¿Puedo preguntar en qué consistía ese sueño estúpido?
Dashvara le echó una ojeada sorprendida y estuvo a punto de preguntarle a ver si los esclavos también tenían obligación de contar sus sueños, pero recapacitó y se encogió de hombros antes de subirse a Amanecer.
—Es tan sencillo como que iba andando por la estepa y que mi padre me iba diciendo: mátalos a todos. Me dijo lo mismo unas horas antes de morir. Y el caso es que todavía no los he matado a todos.
El capitán Djamin había fruncido el ceño. Estaban en la cola de la procesión. Delante de ellos, cabalgaban hombres suyos. Kuriag Dikaksunora estaba casi en cabeza de fila junto a su esposa. Tras un silencio, el Ragaïl interrogó con calma:
—¿A quiénes?
Dashvara puso los ojos en blanco.
¿Por qué diablos le estás contando esto a ese extranjero, Dash? Porque el cansancio te hace pensar como un nadro rojo. O porque necesitas simplemente hablar de algo. O hablar de ello con cualquiera. O tal vez no con cualquiera. Hasta ahora Djamin siempre ha demostrado ser un hombre honorable, le tienes respeto y… vas tú y le cuentas historias de matarlos a todos. Muy fino, Dash. A lo mejor te manda maniatar por si las moscas, ¿sabes?
Carraspeó y contestó:
—En el sueño, no lo especificaba. Pero, de todas formas, capitán, era un sueño estúpido, como digo. Nada más.
El capitán no replicó. Al de un momento, observó:
—Es una perla valiosa.
Dashvara enarcó una ceja y vio entonces que el Ragaïl le tendía el shelshamí. ¿En serio se lo estaba devolviendo? Sin duda ignoraba lo que representaba. Con una mezcla de extrañeza y avidez, lo recuperó.
—Gracias. Es una perla del desierto.
Era cierto: su madre la había encontrado cuando aún vivía como una nómada xalya comerciando con las tribus de Bladhy. Y se la había ofrecido a su esposo años más tarde. Casi era extraño que no le hubiese regalado un cráneo en su lugar, pensó con cierta ironía. Tal vez Dakia de Xalya no fuera tan macabra de joven.
Impasible, Djamin no dijo nada más y Dashvara se colocó el pañuelo negro con presteza. Cabalgaron durante largo rato en silencio, cruzaron el arroyo y avanzaron hacia las interminables colinas desnudas que poblaban la región entre Aralika y Lamastá. ¿Sería una especie de atajo para llegar a esta última? No lo parecía. Más bien parecía que estuvieran viajando hacia la primera. El cielo, azul de madrugada, se estaba cubriendo de nubes y un viento helador azotaba a Dashvara. Lo heló hasta los huesos pero, por lo menos, barrió su cansancio. No tardó la lluvia en caer sobre ellos, acompañada de rayos y truenos ensordecedores. Un sibilio señaló a voces a través de la lluvia un árbol solitario que había prendido fuego y Dashvara, fascinado, recordó en ese instante las palabras de la sabia Shalussi: “Las tormentas y la sequía acabarán con tu imperio si no tienes cuidado, Todakwa.” De reojo, vio al capitán Djamin persignarse en nombre de Cili.
La tormenta no duró: pasó casi tan rápido como un relámpago y dejó una estepa apenas más húmeda y un aire diáfano y sereno. Los titiakas y sus esclavos remontaron a caballo echando regulares ojeadas al árbol que seguía llameando en la lejanía. Ahora, se dirigían hacia el noreste, se fijó Dashvara. Aprovechando que el capitán Djamin avanzaba a poca distancia, le soltó:
—No vamos a Lamastá, ¿verdad?
El Ragaïl le echó un vistazo desde su caballo y respondió un simple:
—No.
Realizaron varias pausas durante el día y compraron leche a un grupo de pastores esimeos, pero Dashvara no fue invitado a beber ni a comer. No se quejó. Estaba de todas formas tan cansado que ni sentía el hambre ni sentía el frío. Hasta le costaba percatarse de su cansancio. Hacia el atardecer, se detuvieron al pie de una colina donde se alzaba una antigua atalaya shalussi y montaron las tiendas. Olvidado del resto que se atareaba, Dashvara se ocupó como pudo de Amanecer, le murmuró al oído palabras dulces y la acarició mientras recitaba en oy'vat:
Cabalga, hermano, cabalga,
que el sol luzca en tu camino
y abra las puertas cerradas
a tu Ave Eterna en su nido.
En tu tierra y corazón,
traza tu propio destino,
y honra a tu clan por tu amor,
con la fuerza de tu espíritu.
Cabalga, hermano, cabalga,
hacia el cruel enemigo.
Si quiere robarme el alma,
mis sables serán mi grito.
Hablaba con suavidad y su voz traicionaba más tristeza que vehemencia. Repitió en un susurro:
—Y honra a tu clan por tu amor, con la fuerza de tu espíritu. Amor no me falta, Amanecer —murmuró, acariciándola entre ambas orejas mientras ella posaba su gran cabeza sobre sus rodillas—. Ni me falta valor. Ni me falta el Ave Eterna pese a lo que diga Kuriag. Lo que me falta es…
Sus ojos se alzaron hacia los sibilios y Ragaïls pero apenas se fijaron en estos sino que fueron más allá, hacia los rayos de sol que iluminaban aún el cielo hacia el poniente. Suspiró y volvió a bajar la vista hacia su yegua con una media sonrisa melancólica.
—Lo que me faltan son doscientas perlas como tú. Un estepeño sin caballo es un ave sin alas.
—Bonita frase —dijo la voz de Api. Dashvara se sobresaltó. El joven demonio se acercaba a él con un bol. Se lo tendió y, como Dashvara tardaba en reaccionar, agregó—: Un hombre sin comida es un saco de huesos.
Dashvara hizo una mueca divertida y aceptó el bol.
—Gracias.
—No me las des a mí. Es Djamin el que me ha pedido que te lo traiga. —Se agachó mientras Dashvara engullía la cena y lo observó un momento antes de añadir—: Es curioso el oy'vat. Tan distinto del tajal y al mismo tiempo tan parecido. Un poco más y seré capaz de hablarlo.
Dashvara le devolvió una mirada absorta antes de dejar el bol vacío y preguntar:
—¿Qué es el tajal?
Api sonrió con aire misterioso y burlón.
—La lengua —contestó, insistiendo en ambas palabras—. El oy'vat sale de ella. Pero es mucho más suave y menos gutural y… tal vez algo más sencilla. Sí, creo que lo es. Aprender el tajal es un verdadero infierno. Por eso le pedí a mi mentor que me enseñara. —Soltó unos leves gruñidos como si se le hubiera atascado algo en la garganta y sonrió anchamente—. Acabo de decirte buenas noches.
Dashvara se lo quedó mirando con asombro, pues de hecho creía haber reconocido en ese extraño sonido gutural un simple «Taú srin». Meneó la cabeza.
—Demonios.
Api se echó a reír levantándose con el bol vacío en la mano y repitió en común:
—Buenas noches.
Dashvara asintió y, mientras el demonio se alejaba en las sombras crecientes del crepúsculo, murmuró:
—Taú srin, chaval.
Aquella noche, volvió a tener el mismo sueño, en peor, pues a la voz de su padre se mezcló la imagen de los ojos amarillos de Sheroda, quien le repetía «eres culpable, ¡has matado!», y sumado a los «mátalos a todos» de su padre, se le armó tal jaleo en la cabeza que despertó al de poco de dormirse con la respiración entrecortada y no pegó ojo en lo que quedaba de noche.
Sus ojos contemplaron largo tiempo las estrellas, como hacía antaño en el patio de la casa de Atasiag, sólo que aquella noche no lo acompañaba Yira. La constelación del Escorpión no se veía: era invierno y, en invierno, desaparecía. Hacia la medianoche, las estrellas fueron tragadas por las nubes y, en una calma completa, cayeron los primeros copos de nieve. Habían tardado en llegar. Era mal signo. Como decía el dicho: «Si son los copos tardíos, el invierno será largo y frío». Arropado en su capa y arrebujado contra Amanecer, Dashvara escuchó el silencio del campamento y trató en vano de conciliar el sueño otra vez. Su mente parecía haber olvidado cómo dormir.
Poco antes de que amaneciera, un murmullo turbó su inalterable vigilia. Frunció el ceño y… volvió a oír un murmullo.
“Dash, ¿estás despierto?”
Dashvara sonrió.
—Tah —susurró—. ¿Estás aquí?
Por un momento, creyó haber soñado la voz mental, pero entonces la sombra le confirmó:
“Sí. No sabes qué lío”, suspiró. “Acabo de volver del campamento donde están los demás. Están justo por allá, a unas colinas de distancia. Me han preguntado por ti y les he dicho que estabas bien. Ellos, en cambio… bueno, aparte de los más jóvenes, están todos maniatados y… creo que han azotado a más de uno pero… apenas he podido hablar con ellos porque los titiakas tenían encendidas unas cuantas antorchas alrededor.”
Dashvara se estremeció al oír sus palabras. Maniatados. Azotados. Y Kuriag estaba al corriente. Sí, seguramente lo estaba, ¿verdad? Y estaba dejando a Arviyag maltratar a sus esclavos para domarlos en su propia tierra.
—¿Y Tsu? —murmuró.
“¿Tsu? No lo he visto”, admitió la sombra, y resopló mentalmente mascullando: “No me gusta la nieve. Da cosquillas peor que la lluvia.”
Alarmada por la agitación de Tah, Amanecer alzó la cabeza. Dashvara tranquilizó su yegua de un gesto antes de preguntar en voz baja y curiosa:
—¿Dónde has estado todo este tiempo?
“Oh, bueno…”, carraspeó Tahisrán. “Es complicado. Fui en busca de Yuk y lo encontré pero no pude hablar con él porque lo metieron en las tiendas de los sacerdotes-muertos. Así que luego fui a ver a Api. Y resulta que estaba con Asmoan, Kuriag y sus dos primos y…” Vaciló. “Oí algo que no debí oír. Algo sobre el pacto.”
Dashvara hizo una mueca.
—Oíste que Arviyag y Garag lo invalidarían para los Xalyas —adivinó sombríamente.
“Ajá”, afirmó la sombra, molesta. “Kuriag no quería que os avisara porque temía que fuerais a intentar huir. Me dijo que no os convenía huir, pero no me explicó por qué y… Bueno, resulta que el alba me pilló en el campamento esimeo, me metí en el saco de Api y… Buah, cuando desperté, estaba cabalgando por la estepa visitando tumbas y torreones. Api dice que se fijó “a medias” en que estaba dentro de su saco. Mmpf,” gruñó.
Dashvara no pudo evitar esbozar una sonrisa al imaginarse la sorpresa de Tahisrán al despertarse. Este agregó con tono relativista:
“Supongo que de día de todas formas difícilmente podría haber vuelto a Lamastá sin que nadie me viera. La estepa es mala tierra para las sombras.”
Dashvara asintió.
—Gracias por haber ido a ver a mi pueblo, Tah. Arviyag pagará caro lo que le está haciendo —afirmó y, dándose cuenta de que había alzado ligeramente la voz, la bajó murmurando sin vínculo aparente—: Los Esimeos se han llevado a Yira.
Percibió el asentimiento de la sombra así como su inquietud.
“Lo sé. Api me ha contado lo ocurrido.”
Hubo un silencio. Los copos de nieve seguían cayendo. El cielo, aunque cubierto, empezaba a perder su oscuridad. Yira, pensó Dashvara con una súbita oleada de angustia. Se le acababa de ocurrir una idea horrible. ¿Y si Yira no se encontraba finalmente tan a salvo con los Esimeos? ¿Y si…? Lo asaltó la imagen de su naâsga sacrificada para mayor gloria de Skâra y un tremor lo recorrió entero. Al fin y al cabo, ¿qué sabía él de los Esimeos y su Divinidad? Nada. Tal vez tras transmitir su mensaje, la Arazmihá moriría y… Dejó escapar un jadeo exhausto.
—¿Por qué? —Se enderezó, con el corazón acelerado, antes de volver a tumbarse apretando inconscientemente la perla del shelshamí en su puño—. Mi Ave Eterna va a morir, Tah —murmuró—. Me siento como si estuviera cabalgando hacia la Muerte perseguido por unos monstruos. Estoy malditamente atrapado. Sé lo que Arviyag quiere hacer de mí y no sé cómo impedírselo. Pero eso no es lo peor. Si le llega a ocurrir algo a mi naâsga, mi muerte será la más horrible de todas.
Se había quedado con los ojos muy abiertos, contemplando las sombras con la impresión de que una serpiente roja se había deslizado hasta su corazón para morderlo. Fuese por la fatiga o la constante lucha interior, se sentía al borde de perder la cordura, un poco como aquel día en que Atasiag lo había conducido a casa de Sheroda… Sólo que esta vez le duró bastante más. De nada sirvieron los consuelos de Tah: le resbalaron como agua sobre un cristal. Apenas se alumbró el día, desayunó maquinalmente lo que le trajo Api y lo único que consiguió hacer correctamente fue ensillar a Amanecer y subirse a ella para continuar el viaje. Los Ragaïls, los sibilios, los hombres que se habían reunido desde Lamastá… todos le parecían salidos de un mundo irreal y espantoso.
Estás perdiendo los estribos, Dash, le decía una vocecita exasperada. Recapacita: no estás maniatado, nadie te ha torturado aún y ¿por qué lo harían? Kuriag no es como Arviyag. Él os protegerá a todos…
Protegernos y un cuerno, se replicó con viveza.
Bah. Lo que te pasa es que estás muerto de miedo. Por culpa de los dedales. Confiesa, se burló con un siseo mental.
Sus propios pensamientos lo tenían tan ocupado que fue Amanecer quien se encargó de seguir la procesión sin ayuda de su jinete.
Al anochecer, cuando se asentó de nuevo el campamento y Dashvara oteaba de lejos a su pueblo que avanzaba a pie por la estepa, vino Api a darle la cena de nuevo y esta vez le dijo alegremente:
—Parece ser que tu esposa está creando gran revuelo por Aralika. Todakwa va a hacer una gran fiesta dentro de dos semanas y ha invitado a Kuriag para las despedidas.
Dashvara se lo quedó mirando un momento, como atontado, antes de soltar:
—¿Yira está bien?
Api lo observó con curiosidad.
—Sí. No sé gran cosa —admitió—. Sólo que Todakwa la tiene en un pedestal. Oye, Dashvara, ¿sabes qué? Tienes una pinta horrible. ¿Cuánto tiempo hace que no duermes?
Dashvara hizo una mueca.
—He dormido un poco sobre el caballo. Creo.
—¿En serio? —se maravilló Api—. ¿Puedes dormir sobre un caballo? Yo dormí sobre un dragón… ¡pero un caballo!
Estaba impresionado. Dashvara gruñó y realizó un leve ademán antes de interesarse por su bol. Estaba aún masticando sin mucho ánimo cuando oyó ruidos de botas sobre la tierra y una voz seca que dijo:
—Mi amo quiere verte.
Sin sorprenderse, Dashvara alzó unos ojos doloridos hacia el rostro grisáceo e impertérrito del sibilio. Era el mismo que había liderado la persecución. Al no recibir una respuesta inmediata, dos sibilios lo agarraron y Dashvara abandonó su bol, levantándose. Bajo la mirada fruncida e inquieta de Api, se alejó, echando un último vistazo a su yegua, que pastaba tranquilamente unos pasos más lejos, buscando hierba entre la nieve. La vio alzar la cabeza hacia él y chasqueó suavemente la lengua, no para llamarla, sino para decirle que no se preocupase, que siguiese pastando.
De momento no puedes ayudarme, dulce mía.
Pronto dejó de poder verla por culpa de las tiendas, trabajadores y caballos. Lo que pudo ver, en cambio, fueron los Xalyas, a los que los sibilios estaban instalando y maniatando en varias líneas para la noche. Sólo los niños más jóvenes se libraban de tantas precauciones y uno de ellos, al reconocer a Dashvara, quiso acercarse pero su madre lo llamó duramente con un deje de miedo en la voz. En cuanto a los guerreros xalyas, levantaron todos la cabeza hacia él en un mismo movimiento expectante. Zamoy alargó el cuello. El capitán Zorvun puso cara aliviada e inquieta al mismo tiempo. Y, ante tanto ojo, Dashvara trató de parecer más enérgico de lo que se sentía. Intentó caminar erguido y con firmeza e incluso desenfado… Pero en cuanto los sibilios lo metieron dentro de una gran tienda y vio la mesa colocada en medio, su corazón terminó de helarse y perdió su compostura. Sobre esa mesa, había cuerdas. Y detrás de ella, estaba Tsu, remangado y con un estuche negro en la mano.
En el rostro pétreo del drow, sus ojos fulgían, aterrados. Dashvara se sintió bruscamente sumergido por una oleada de recuerdos más vívidos que nunca. El dolor. La impotencia. El terror. La muerte… El dolor, se repitió, mareado. Y se puso a temblar de pies a cabeza.
Tu pluma no va a levantarse de esto, Dash…