Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

21 El poder de Skâra

Ni se formaron agujas bajo los pies de los Esimeos ni llovió una gota de agua durante los tres días siguientes. El tiempo era clemente y el ejército esimeo aguardaba con paciencia a que los rebeldes se rindieran. Todakwa había advertido de que, si Ashiwa padecía maltratos, sufrirían la cólera de Skâra doblemente y que el castigo máximo sólo se aplicaría a los líderes de la revuelta mientras los Shalussis se rindieran a tiempo. Pese a la aplastante superioridad esimea, su insidiosa respuesta no había hecho más que avivar la rabia de los Shalussis.

En medio de la tempestad, el capitán y Dashvara habían dado órdenes de minimizar el contacto con los Shalussis para evitar tensiones. Así, los Xalyas trataban de no involucrarse demasiado, ayudaban en las tareas diarias, recogían agua del río, alimentaban y ordeñaban el ganado y, en fin, hacían básicamente lo mismo que en Aralika, sólo que ahora trabajaban para unos salvajes y no para los adoradores de la Muerte… Aunque la mejora era mínima, era alentadora. Como decían los sabios estepeños, cuando se está en el fondo de un pozo, no se puede bajar más.

Un creciente trueno de cascos hizo desviar la mirada a Dashvara de las lejanas tiendas esimeas. Acababa de regresar una patrulla shalussi del este y, desde la colina del templo en ruinas, pudo ver al jinete en cabeza de fila apearse con rapidez de su montura y entrar en el cuartel general de Zefrek.

Noticias y más noticias, y a los Xalyas no nos informan de nada, refunfuñó Dashvara para sus adentros.

Por suerte, tenía a Tahisrán. De no ser por él, no se habría enterado ni de la mitad de lo que pasaba en Lamastá y menos de lo que se tramaba detrás de las líneas esimeas. La sombra era capaz de deslizarse un poco por todas partes, aunque aún nunca se había atrevido a acercarse a las tiendas de los sacerdotes de la muerte cuando estos estaban despiertos, de ahí que no pudiera decir gran cosa sobre las intenciones del jefe esimeo. Cuando, la víspera, Miflin sugirió que le clavara un puñal a Todakwa mientras dormía, Tah se había horrorizado y, aunque el Poeta aseguró a todo el mundo que sólo había estado bromeando, la sombra se había quedado muy meditativa y, al anochecer, se había largado a dar un paseo y no había vuelto a aparecer desde entonces. Raras veces Dashvara había visto a Miflin tan avergonzado. Algunos opinaban que Tah había ido a matar a Todakwa y lo habían pillado, otros que se había marchado para siempre… Conociéndolo, Dashvara más bien apostaba a que se había ido simple y llanamente a dar un largo paseo, tal vez haciendo un rodeo para ver a Kuriag. Según Tah, el joven Dikaksunora, como digno alumno de Maloven, andaba desesperado buscando un remedio pacífico al conflicto. Pues ojalá lo encontrara, pero Dashvara dudaba mucho de que el desprecio ancestral que enfrentaba a todos esos clanes pudiera ser barrido con sentido común.

—¡Dash! —exclamó de pronto Kodarah—. ¿Has visto eso?

Siguiendo la mirada del Pelambrudo, Dashvara volvió a interesarse por el campamento esimeo. Algo ahí se estaba moviendo.

Se acercó al muro de escombros y oteó en lontananza junto con Kodarah y Lumon. Frunció el ceño. Parecía como si…

—Malditos —siseó un Shalussi no muy lejos de donde estaban—. Malditos, malditos, malditos…

Y tan malditos, aprobó Dashvara sombríamente. Los Esimeos estaban alineando esclavos shalussis ante sus líneas. Los guerreros los adelantaron lo suficiente para mostrarlos bien a los rebeldes. Entonces, se detuvieron y esperaron. Dashvara meneó la cabeza, desconcertado.

—¿Qué pretenden? ¿Que les entreguemos a Ashiwa a cambio de esos esclavos?

Lumon guardó la mirada fija en los ocho Shalussis durante unos instantes más antes de afirmar:

—No son esclavos. Son rebeldes. Creo reconocer a uno. Son de la patrulla que defendía la vía del sur.

Dashvara hizo una mueca y prefirió no preguntarse qué le había sucedido al resto de la patrulla… aunque tampoco albergó gran esperanza para los supervivientes. Como se iban agolpando los espectadores en la colina, los Esimeos determinaron que ya tenían suficiente público y, uno a uno, hicieron arrodillarse a los ocho prisioneros. Un sacerdote-muerto que había llegado entretanto pasó detrás de los prisioneros y, posando la mano sobre cada cabeza, iba clamando palabras que apenas se percibían desde la distancia pero que no sonaban menos terribles. Entonces, inexplicablemente, uno de los prisioneros se derrumbó, agitado de convulsiones y gritando de dolor. Pronto lo siguieron los demás. Al de unos instantes, ninguno de los ocho prisioneros se movía. Los Esimeos regresaron a su campamento dejando ocho cuerpos atrás y un silencio helado.

¿Estarían aún vivos? Dos Shalussis fueron a comprobarlo y desde la distancia todos adivinaron la verdad por sus gestos: los prisioneros habían muerto. El sacerdote los había matado con sus cánticos. Skâra, la mismísima Muerte, les había robado la vida a manos de su sirviente. Ante tal demostración de poder, el temor hacia el Dios de la Muerte encogió todos los corazones de Lamastá, incluido el de Dashvara.

—No era más que un burdo espectáculo —escupió este sin embargo en voz alta mientras bajaba la colina del templo rodeado de Xalyas—. Han debido de envenenarlos antes.

Más de un Xalya asintió pero ninguno pareció creérselo del todo, y menos los muchachos que habían sido esclavos en Aralika: todos ellos se mostraron muy afectados por lo sucedido. Cuando Dashvara pilló a uno de ellos murmurando una plegaria en galka, le echó una mirada incrédula y el chaval se puso rojo como una garfia.

Liadirlá qué han hecho los Esimeos con nuestro pueblo…, se lamentó.

Al pie de la colina, se estaba formando un numeroso y ruidoso grupo de Shalussis. Sobre el vocerío, uno tonó con gestos bruscos:

—¡Arrasemos con el templo! ¡Enseñémosles a esas ratas que no nos asusta su Dios!

Su bramido vengativo fue acompañado de un trueno aprobador y, en unos instantes, sin siquiera ir a consultar a Zefrek o Lifdor, decenas de Shalussis se encaminaban de vuelta colina arriba con herramientas de todo tipo. El resto del día lo dedicaron a destrozar con ánimo el templo de Skâra y a usar los escombros para levantar obstáculos alrededor del pueblo. Al atardecer, enterraron a los ocho Shalussis asesinados arriba de la colina y Zefrek dirigió en persona la ceremonia junto con Lifdor. De lejos, Dashvara y sus hermanos los vieron pasar uno a uno para ofrecer sus respetos a los muertos y regalarles objetos de la vida corriente que habían caracterizado sus vidas de alguna forma u otra. Cuando poco faltaba ya para que se diera por terminado el rito, Dashvara se levantó.

—Dash —carraspeó Makarva—. ¿Adónde vas?

Dashvara se fijó en las miradas curiosas de los Xalyas y se encogió de hombros.

—A hacer el Xalya —contestó.

Y se alejó colina arriba. No dio ni unos pasos antes de que una buena decena de Xalyas lo siguiera. Primero, las miradas de los Shalussis que repararon en ellos fueron recelosas, luego curiosas y, cuando Dashvara llegó ante las tumbas, se agachó y posó el Ave Eterna de madera sobre uno de los montículos de tierra, se hicieron vacilantes, sorprendidas pero no hostiles, pues entendían que su gesto no pretendía más que enseñar respeto. Así, tanto Zefrek como Lifdor realizaron movimientos de cabeza en señal de agradecimiento. Dashvara reprimió un resoplido.

Esto no lo hago para ti, Lifdor, masculló para sus adentros.

Y entonces se preguntó ciertamente por qué rendía así homenaje a unos Shalussis que tal vez hubiesen participado a la caída del torreón xalya. Tal vez por la simple muerte, se dijo. Tal vez porque simplemente morir de esa forma, indefenso, prisionero, ante los ojos impotentes de su propio pueblo, era una de las peores muertes posibles. Y le inspiraba tal rabia contra los Esimeos que aquellos ocho hombres muertos le resultaban en ese instante casi hermanos. Casi.

Iba a levantarse y dejar a los Shalussis atrás cuando vio a un chicuelo xalya agacharse a su vez junto a él y posar una pluma al lado de su figurina. Se llamaba Jokuey y, según sabía, había sido hijo de una familia de pastores de cabras. Al contrario que otros niños, apenas metía ruido en el refugio, pero en esos cuatro días siempre se había acordado de darle de comer a su preciada paloma enjaulada. Dashvara esbozó una sonrisa y revolvió el cabello grasiento del niño antes de levantarlo con el brazo sano loándolo:

—Tu Ave Eterna ya empieza a entender el Dahars de tu pueblo, pequeño.

El chicuelo no respondió pero no dejó de mirar su pluma ofrecida por encima del hombro de su portador mientras se alejaban. No bien hubo dado diez pasos, movido por una súbita inspiración, con el corazón encendido, Dashvara se giró hacia los rostros de los Shalussis y tronó:

—¡Hombres de la estepa! —Su voz profunda desgarró el aire—. Los Esimeos pagarán todas estas muertes. ¡Y sus líderes asesinos lo pagarán con su vida! Ellos creen que son los amos de este lugar. Los Antiguos Reyes pensaban lo mismo y acabaron muy mal. Esas serpientes aún no han entendido que nadie ha de reinar en la estepa. Ningún clan tiene derecho a esclavizar a otro como lo ha hecho Esimea. Y, si los Esimeos no lo entienden, ¡se lo enseñaremos nosotros por las armas!

Se giró hacia Zefrek y Lifdor de Shalussi y concluyó:

—Si no atacamos ahora, ellos lo harán.

Ambos Shalussis intercambiaron miradas. Entre los demás, se elevó un gruñido que resultó ser más bien aprobador aunque los Xalyas no dejaron de adoptar una formación levemente defensiva por si las moscas; Boron cargó con un pequeño Jokuey cuyas cejas se habían fruncido por tanto escándalo.

Finalmente, Lifdor reaccionó antes que Zefrek. El grandullón se acercó a Dashvara sin aprensión y declaró con calma:

—Siento decirlo pero tu propuesta demuestra tu inexperiencia, joven Xalya. Atacar ahora sería un error táctico.

Dashvara enarcó una ceja y replicó:

—¿En serio? Pues a mí me parece que es el momento ideal para ganar tiempo. Hay que molestarlos. Hay que estorbarlos lo suficiente para impedir que lancen una gran ofensiva antes de que nos lleguen los refuerzos.

Y antes de que la moral caiga por los suelos, completó para sí. Lifdor emitió un carraspeo burlón.

—¿Los refuerzos? —repitió—. ¿No estarás hablando de los Ladrones de la Estepa? Ese pueblo jamás se ha metido en ninguna guerra. No vendrán.

—Vendrán.

No había sido Dashvara quien había hablado esta vez sino Sirk Is Rhad, el único Honyr que se había quedado entre los Xalyas. Su rostro, deformado por la cicatriz, reflejaba una confianza inquebrantable.

—Mi pueblo vendrá y se unirá al clan de los Xalyas —afirmó.

Se elevaron voces un poco por todas partes. Lifdor alzó una mano para calmar los ánimos y su solo gesto tuvo efecto.

—Aunque vinieran —dijo el jefe Shalussi con menos burla que antes—, no creo que pasen de cien guerreros. Y corrígeme si me equivoco pero tengo entendido que los Ladrones de la Estepa tienen prohibido luchar contra los saijits.

Aquello generó una mezcla de sonrisas burlonas y expresiones curiosas. Sirk Is Rhad puso los ojos en blanco.

—Nuestra Ave Eterna nos prohíbe matar sin conocer previamente los actos de nuestra víctima —admitió—. Pero te aseguro que, si alguien intenta robarnos nuestro ganado, no se irá sin haber probado nuestra justicia. Por algo los extranjeros nos llaman los mejores guerreros de la estepa.

Su voz no sonó arrogante, más bien franca, pero Dashvara estuvo seguro de que más de un Shalussi sintió ganas de comprobar en aquel instante tal aseveración. Zefrek intervino:

—Unas pequeñas maniobras de diversión no pueden venir mal. ¿Tienes pensado algún ataque en especial?

Dashvara afirmó con la cabeza.

—Básicamente, atacar las avanzadillas, quedarnos con sus armas… y recuperar el control de la vía sur.

Zefrek asintió, convencido.

—¿Quieres encargarte?

Dashvara sonrió.

—Será un placer.

—Me uno a la partida —intervino una voz entre los Shalussis.

Dashvara se giró, vio el rostro barbudo moreno del que había hablado y ladeó la cabeza. Le resultaba familiar. Entonces, cayó en la cuenta y su sonrisa se ensanchó. Era Andrek de Shalussi, el hermano mayor de Rokuish. No es que le hubiera caído muy bien tres años atrás, le había parecido un hombre impulsivo y de ideas fijas, pero el tiempo los había cambiado a ambos. Tal vez a mejor. Así que inclinó solemnemente la cabeza.

—Cualquier ayuda es bienvenida.

Y ciertamente muy bienvenida pues, ahora que eran sólo dieciocho Xalyas armados, sin sus aliados lo tenían mal para conseguir nada. Pero, como esperaba, los Shalussis estaban de humor sociable aquel día, sólo tenían una idea en mente: vengar a sus hermanos muertos.

* * *

Después de cuatro días de inactividad, Amanecer estiraba del bocado, ansiosa por salir al galope, pero Dashvara la retenía con firmeza. Con todas las energías curativas que le había metido Tsu esas dos últimas semanas en el brazo herido, este estaba casi curado y, pese a las consignas del drow, Dashvara confiaba en que, en caso de necesitarlo, sería capaz de luchar y usar al menos un sable.

El sol poniente ya enrojecía el cielo cuando la tropa de jinetes, compuesta de una quincena de Xalyas y de una treintena de Shalussis, alcanzó los Meandros Rocosos del río Bakhia, al suroeste de Lamastá. Hicieron un rodeo para llegar desde el sur y, cuando el cielo oscureció, salieron de entre las colinas y avistaron la fogata de la avanzadilla esimea. Según los espías de Zefrek, eran una veintena. Dashvara no esperó a organizar ni planear. Tras observar unos instantes el campamento, tan sólo lanzó en voz queda pero profunda:

—Recordad: cuantos más prisioneros hagamos mejor. A por ellos, estepeños.

Y lanzaron el ataque. Estaban ya a mitad de camino cuando un centinela dio la alarma. No por ello llegaron menos al campamento pillando a sus víctimas por sorpresa entre bramidos, gritos y un trueno de cascos. Los Esimeos reaccionaron realizando una formación de defensa desesperada, pero unos cuantos quedaron separados y el ataque duró un suspiro: los Xalyas los arrinconaron alrededor de la fogata y, con un sable inmaculado en la mano, Dashvara bramó:

—¡Rendíos, posad las armas y os perdonaremos la vida!

Los rostros de los Esimeos, iluminados por el fuego, reflejaron un brillo de esperanza. No tardaron en rendirse todos. Dos de ellos habían recibido heridas leves. El resto estaba indemne. Los despojaron de todas sus pertenencias, armas, mantas, caballos y víveres.

—¿Y el centinela? —soltó Andrek.

Dashvara echó una mirada hacia la estepa oscura y respondió con una pizca de diversión:

—Que corra y explique lo ocurrido a Todakwa.

La vuelta a Lamastá se hizo bordeando el río por la orilla sur. Pese a que el camino fuera más directo, era de noche y llevaban a prisioneros, con lo que tardaron lo mismo o más que a la ida. Cuando avistaron las luces lejanas de Lamastá y del campamento esimeo, un valiente trató de escapar. Habiéndose liberado quién sabe cómo de la cuerda que lo maniataba, se abalanzó hacia el río… y no llegó a él con la cabeza sobre los hombros. Cuando Dashvara oyó el silbido de sable y el chasquido de agua, hizo una mueca pero no comentó nada. Sobre todo porque el Shalussi que había actuado era padre de uno de los ocho asesinados aquel día… Difícilmente podía hablarle de clemencia y tacto y sólo cabía esperar que aquello calmaría al menos un poco su dolor.

En cualquier caso, el trato recibido por el evadido convenció a los demás prisioneros de que más les valía comportarse y llegaron a Lamastá sin más incidentes. El éxito de la excursión fue acogido con alegría y pronto fueron redistribuidas armas y caballos. Aunque fueron respetadas las vidas de los prisioneros, los Shalussis los maltrataron todo lo que pudieron escupiéndoles insultos y blasfemando contra Skâra. Pese a todo, no los tocaron. Por ley tácita, reconocían que era Dashvara quien, como líder de la expedición, tenía derecho de vida sobre ellos. El problema era que, con eso, Dashvara también tenía la obligación de encargarse de alimentarlos si decidía dejarlos con vida… y los Shalussis ahí no tenían por qué ayudarlo.

Pues morirán de hambre si llega el caso pero no los mataré yo con mis sables, decidió Dashvara.

Y, así, ordenó que llevaran a los dieciocho prisioneros a una casa de piedra y ahí fueron encerrados. Se dirigían de vuelta al refugio cuando el capitán Zorvun se le acercó. No había participado en la salida, pues se había pasado todo el día dando lecciones de lucha al pueblo xalya y tanta actividad lo había agotado.

—Enhorabuena —le dijo, saludándolo.

Dashvara sonrió.

—Gracias, capitán. Ha sido bastante fácil. Los pillamos por sorpresa.

—Mm… Una pena que no lo haya visto —admitió Zorvun—. ¿Qué vas a hacer con los prisioneros?

Dashvara resopló y, al entrar en el refugio, dijo:

—De momento, interrogar al cabecilla y poco más. —Y, respondiendo a una pregunta implícita del capitán, afirmó—: No voy a matarlos. Eso sería seguirles el juego a Todakwa y a Skâra. Nosotros no somos así.

Zorvun asintió, pensativo.

—Me parece correcto.

Dashvara aceptó con una sonrisa el cuenco de leche que le tendía el joven Yuk y bebió mientras el capitán agregaba:

—Por cierto, Dashvara. Tahisrán ha vuelto. Y dice que los Esimeos han localizado un grupo numeroso de gente dirigiéndose hacia aquí desde el noreste.

Dashvara casi se atragantó con la leche. Miró al capitán con los ojos redondos y el corazón acelerado.

—¿A cuánta distancia?

Fue Tahisrán quien contestó por voz mental:

“A dos días. Es decir, a uno ahora. Kuriag te pide que por favor salgas de inmediato de Lamastá hacia el este, que te separes de los rebeldes y que te unas a los Honyrs. Dice que, si conseguís alejaros lo suficiente, Todakwa no irá a por vosotros.”

La sombra no puso mucha convicción en su voz y Dashvara supo por qué cuando agregó:

“Sospecho que Todakwa sabe que de alguna forma Kuriag consigue comunicar contigo, Dash. No creo que conozca mi existencia pero… me da a mí que las informaciones que le da al muchacho están sesgadas. No creo que los Esimeos tengan pensado dejaros salir de Lamastá.”

Dashvara meneó la cabeza y le devolvió el cuenco vacío a Yuk diciendo:

—Aunque nos dejaran huir, abandonar a los Shalussis ahora sería una canallada. Lo cual no quita que de alguna forma habrá que liberar la vía hacia el noreste.

Pese al cansancio, la excitación lo encandilaba todo entero. Pensar que su naâsga estaba tan cerca y constatar que realmente Shokr Is Set había conseguido mover a los Ladrones de la Estepa en favor de su pueblo… era el mejor regalo que hubiera podido pedir en aquellos instantes. Giró sus ojos hacia la forma oscura que se dibujaba entre otras sombras y la luz vacilante de una antorcha y sonrió, feliz.

—Gracias, Tah. Eres un campeón. ¿Sabes que el Poeta ha estado todo este tiempo más inquieto que Pik porque pensaba que te habías ido a matar a Todakwa y te habían pillado?

—Buaj, no pensaba que lo haría de verdad —protestó Miflin, acercándose con una mueca molesta—. Me preocupaba que se hubiera enfadado conmigo, eso es todo.

Dashvara percibió la sonrisa de Tah y los dejó a ambos conversar mientras se alejaba hacia su jergón. Estaba agotado y el brazo había comenzado a quemarle de nuevo. Por eso, cuando se acercó Tsu, dejó que inspeccionara su herida sin protestar. Esta ya estaba cerrada, aunque no del todo cicatrizada. Dashvara comenzó a sentir esa sensación de paz que lo invadía cada vez que Tsu soltaba sus sortilegios curativos. Por unos instantes, luchó contra el sueño, pensando en los Esimeos que cernían el pueblo, pensando en sus nuevos prisioneros, en la relación más amigable que había empezado a surgir entre Xalyas y Shalussis y, por supuesto, en su naâsga. Su voz suave resonaba en su cabeza como si realmente le estuviera hablando. Antes de que el cansancio se sobrepusiera a todo el resto, la oyó susurrar en su mente:

“No porque no me veas no estoy cerca de ti.”