Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

13 La huida

La travesía de los túneles de Aïgstia los ensombreció a todos y a los Xalyas más impacientes llegó a enervarlos seriamente. La oscuridad, la impresión claustrofóbica y la proximidad obligada con los Ragaïls arrancaban expresiones tensas e inquietas e imponían un silencio tan sólo interrumpido por los cascos de los caballos, las botas de los guerreros y algún que otro comentario. Los únicos en hablar animadamente eran Kuriag y Asmoan. Durante las pausas y aun durante la marcha, se enfrascaban en largas conversaciones. Según Lessi, hablaban de cosas variadas, pero el Ave Eterna y los Antiguos Reyes eran temas recurrentes.

—Tengo la impresión de haberme casado con un shaard —resopló Lessi al segundo día, divertida.

Así que, aprovechando, Zorvun le propuso a su hija que viajara junto a ellos y así Lessi pudo escuchar las historias rocambolescas de Api. El tercer día, en un momento en que andaban todos por un túnel irregular teniendo cuidado con que no se tropezaran los caballos, Dashvara preguntó:

—Di, chaval. Eso de que montaste sobre un dragón, ¿es cierto?

Api caminaba unos pasos detrás y llevaba un rato en silencio, como ensimismado. Alzó la cabeza y sonrió.

—Pues claro. Y uno grande.

Dashvara le dedicó una mueca escéptica y se volvió para mirar bien por donde andaba. Entonces, Api apuntó alegremente:

—Se encontraba en plena Ied, en realidad cerca de los muelles, donde los Palacios Abandonados. Era un dragón magnífico, cubierto de cuernos y escamas azules. Me he subido a él muchísimas veces. Sobre todo porque desde el morro se podía saltar para zambullirse en el mar directo. Era divertido. —Marcó una pausa—. ¿He mencionado que era de piedra?

Dashvara reprimió una risotada.

—No, pero empezaba a olérmelo —aseguró.

Puso los ojos en blanco y siguieron en silencio. No mucho después, llegaron al final del atajo y desembocaron en el camino principal. Ahí, el túnel era más ancho, más alto y, sobre todo, estaba mucho mejor cuidado. Giraron a la derecha. De ahí, según el mapa que llevaba Asmoan, les quedaba menos de media hora antes de ver el sol. Dashvara aceleraba el ritmo inconscientemente y lo desaceleraba cada vez que se aproximaba demasiado a los dos Ragaïls que abrían la marcha con sus linternas. Entornó de pronto los ojos. Eso… ¿era una luz o un reflejo de las linternas?

No pudo determinarlo porque en ese instante una sombra pasó ante sus ojos…

“¡Dash!”, exclamó Tahisrán con voz horrorizada. “¡Hay una carreta fuera del túnel! Y he oído un grito. No me he atrevido a acercarme. Hay demasiada luz.”

Dashvara se detuvo en seco y ordenó en un bramido:

—¡Alto!

Los dos Ragaïls de delante se giraron, sorprendidos, y él explicó:

—La salida está cerca. Habría que mandar unos centinelas para ver si está todo seguro. Podría haber problemas.

Ambos Ragaïls intercambiaron una mirada y se encogieron de hombros. Uno propuso:

—Puedo ir yo.

—Te acompaño —decidió Dashvara—. Lumon, coge tu arco y ven conmigo. Los demás, seguid avanzando despacio y permaneced atentos.

—Voy contigo —intervino Makarva desde detrás—. Ya sé que resucitas y todo lo que quieras, Dash, pero, si te pasa algo, mi Ave Eterna morirá de vergüenza.

Dashvara no protestó: le dejó las riendas de Amanecer a Zamoy y el Ragaïl, el Arquero, Mak y él se alejaron con rapidez por el túnel, seguidos discretamente por la sombra.

“No parecía que se oyeran choques de espada”, añadió Tah.

No dijo más, probablemente porque no tenía más detalles que dar. La luz fue haciéndose cada vez más intensa y finalmente salieron del túnel. La primera sensación que tuvo Dashvara fue la de liberación. La segunda, la del horror. Porque acababa de avistar una carreta volcada y a una criatura bípeda y escamosa que intentaba alcanzar a una saijit aterrada, subida a un saliente de piedra del profundo cañón rocoso. Esta ni siquiera vio a las cuatro siluetas que salían del túnel: su mirada buscaba febrilmente una asidera para seguir escalando la roca.

—Nadros rojos —escupió Makarva, desenvainando los sables.

Dashvara barrió el lugar y se sintió aliviado al no ver a más nadros. Agarrando a su vez los sables, lanzó:

—Atraigámoslo lejos del túnel. Si explota, podría dañarlo. Ragaïl, no te muevas de aquí.

Los tres Xalyas se alejaron con rapidez, rodeando la carreta. Delante de esta, pudieron ver el cuerpo sin vida de otra mujer, con una ballesta descargada a su lado. El caballo había debido de liberarse y salir disparado… probablemente perseguido por el resto de la manada de nadros, entendió Dashvara con un escalofrío.

En cuanto estuvieron lo suficientemente lejos en el corredor rocoso, Lumon disparó con su arco. Le dio en una escama del cuello y, aunque no lo hirió, lo distrajo y la atención del monstruo se desvió de la estepeña subida a las rocas. Los Xalyas se distanciaron los unos de los otros. Si tan sólo tuviesen aceite-frío para impedir que explotara una vez muerto… Maltagwa había fabricado lo suficiente para rellenar una cantimplora, pero no la tenían precisamente a mano ahora. Cabía la posibilidad de intentar distraer a la criatura hasta que uno de los tres regresara con la cantimplora, claro, pero lo más sencillo sería matarla y que cayera en un lugar más ancho del corredor.

—¡Ven, dragonzuelo! —dijo Dashvara agitando su sable negro en dirección de la bestia—. No seas cobarde.

Fue cobarde a medias. Tras verse acorralado de tres sitios, el nadro rojo emitió un potente rugido y se abalanzó hacia Makarva, que estaba en medio del camino que llevaba fuera del desfiladero. Los nadros rojos eran monstruos y no se distinguían por su inteligencia, pero ahí el instinto de supervivencia y el alejamiento de la manada imperaron.

—¡Apártate! —lanzó Dashvara.

Makarva se apartó de golpe y el nadro rojo, en vez de escaparse, se arredró emitiendo repetidos rugidos para llamar a sus congéneres. Dashvara meneó la cabeza, sin entender. Se suponía que el dragonzuelo debería haber salido corriendo a por su manada. A menos que… Cuando el nadro se giró y se abalanzó esta vez hacia el Ragaïl y la entrada del túnel, Dashvara sintió la sangre helársele en las venas.

—¡Por el Liadirlá, la manada está en el túnel principal! —bufó.

Y esta vez embistió, no ya para distraer a la bestia para que se fuera sino para detenerla antes de que llegara al túnel. Que explotara en el desfiladero siempre sería menos grave que que explotara en el túnel. Antes de que hubiera podido pensar mucho, tenía los sables hundidos entre las escamas de la bestia. Cayó, arrastrado por el peso y maldijo, retirando los sables y volviéndolos a hundir en las piernas y las garras. Era triste, pero el nadro tendría que esperarse un poco antes de morir. Dejando a la criatura rugiendo, dolorida e inútil, Dashvara liberó sus sables y salió corriendo hacia el túnel gritando:

—¡Salid todos! ¡Ahora!

Los primeros Xalyas no tardaron en salir, montando a caballo. Api se había subido al de Tsu.

—¡Tenemos nadros rojos detrás! —informó Orafe.

—Y a uno delante —replicó Dashvara, señalándolo.

—¿Andan cerca? —inquirió Lumon.

—¡Pisándonos los talones! —graznó el Gruñón—. Deberíamos haberlos oído llegar, pero nada. Estos túneles deben de estar encantados o no me lo explico.

—La rocaleón ensordece el ruido —comentó Tsu.

Varios lo miraron con sorpresa. Siempre se les olvidaba que el drow no había sido xalya toda su vida ni mucho menos y que había ido a la universidad de Titiaka durante años. El Pelambrudo resopló:

—¡En cualquier caso, los Ragaïls están en primera línea!

Dashvara esbozó una sonrisa torva.

—Pues a ver si sus trucos de mago les sirven contra los nadros.

—Muchachos: salgamos del desfiladero —los apremió Sashava.

Dashvara asintió, agarró las riendas de Amanecer, montó y se posicionó entre el nadro moribundo y la expedición, de suerte que esta tuvo que pasar a la izquierda de la carreta. Le alcanzaron rugidos provenientes del túnel y, cuando vio a Kuriag salir junto con Asmoan con los ojos agrandados, reprimió una sonrisa insana. Bienvenido a la estepa, Excelencia… El elfo detuvo su caballo y preguntó:

—¿Quién es esa mujer?

Dashvara enarcó una ceja. Vaya. Se había olvidado completamente de la estepeña encaramada en las rocas. Alzó una mirada hacia ella y la vio igual de aterrada ahora que unos minutos antes. Tenía unos treinta años, rasgos estepeños, atuendos coloridos… Ropa shalussi, consideró Dashvara. Acercó la montura a la pared rocosa.

—¡No temas! —le soltó—. Ya puedes bajar de ahí.

La Shalussi vaciló. Dashvara insistió, impaciente:

—Hay otros nadros rojos por la zona: no deberías quedarte aquí. La otra mujer y tú os dirigíais hacia Dazbon, ¿verdad? —Lo había deducido por la posición de la carreta. Meneó la cabeza—. Nosotros vamos en sentido contrario, pero de todas formas con la manada de nadros rojos que está en los túneles no te aconsejo tomar esa dirección. Er… ¿No vas a bajar?

La estepeña, sin una palabra, comenzó a bajar de la pared rocosa. Con una ojeada, Dashvara constató que Kuriag se había quedado a mirarla y resopló.

—¡Siga, Excelencia! No se detenga. Ya me ocupo de ella.

El joven elfo tragó saliva pero asintió y se alejó por el desfiladero. El tiempo que la Shalussi aterrizara al fin en el suelo, Dashvara ya había levantado a la mujer muerta para pasársela a Arvara. La Shalussi se alisó la ropa con una mano nerviosa y sus ojos se deslizaron hacia su compañera. Dashvara carraspeó.

—Siento que hayamos llegado tarde para ella. Supongo que querrás darle un entierro digno. ¿Hay algo valioso en tu carreta, mujer shalussi?

La estepeña frunció el ceño. Negó con la cabeza.

—No —suspiró—. Sólo… —Se mordió el labio y, subiéndose a la carreta, movió un lienzo y descubrió a una niña de unos cuatro años que se había quedado escondida ahí. La cogió entre sus brazos. Dashvara asintió, alegrándose de que al menos hubiesen llegado a tiempo para salvar a dos almas.

—Boron —lanzó—. Llévatelas.

El Plácido asintió y ayudó a madre e hija a subirse al caballo. Dashvara suspiró ruidosamente y volteó su montura. Más de un Xalya se había quedado atrás a ayudar a los Ragaïls en la retirada, entre los cuales Zorvun, por supuesto. El problema era que luchar en un túnel no era práctico. Y menos cuando…

Se oyó una explosión y Dashvara se puso lívido. Diablos, diablos, diablos. Giró bruscamente la cabeza, pero el nadro moribundo seguía viviendo. La explosión había venido de dentro del túnel. Se metió con Amanecer adentro. El estruendo de rugidos se mezclaba a los bramidos de los guerreros. Que la rocaleón ensordecía el ruido, decía Tsu… Pues menos mal. Dashvara bufó:

—¡Retirada! ¡No los matéis!

Pero sabía que era difícil pedirles algo semejante cuando los nadros rojos, ellos, no tenían tantos reparos. Otra explosión hizo temblar el túnel y una lluvia de polvo los cegó. Entonces, la voz de Djamin vociferó:

—¡Retirada!

Ya era hora…

Dashvara salió otra vez del túnel para no cortar el paso y se alejó al trote rápido, seguido de cerca por los demás. Un estruendo de explosiones puso a Amanecer al galope y Dashvara tuvo que controlar su impulso. ¡Por el Ave Eterna! Si el túnel había quedado en pie después de eso, se comía las botas.

El desfiladero no era muy largo y pronto desembocaron en la estepa. Ante él, se extendían llanuras interminables cubiertas de hierba. La emoción comenzó a invadirlo pero enseguida su alegría fue reemplazada por el deber del momento: de un vistazo se aseguró de que estaban todos ahí sanos y salvos, volteó a Amanecer y oyó a Zorvun mascullar:

—Serán idiotas…

Dashvara apostó a que hablaba de los Ragaïls. Vio a estos últimos ponerse en formación ante el desfiladero.

Mucha disciplina y mucha magia, pero luego no son capaces de correr cuando hay que correr.

El caballo del capitán ragaïl trotó hasta la altura de Kuriag y Dashvara se acercó con Zorvun. El joven Legítimo asentía con la cabeza, sombrío. Alcanzándolos, Dashvara comentó con calma:

—Dejadme adivinarlo: el túnel se ha venido abajo.

Djamin se aclaró la garganta.

—Es posible —admitió.

Dashvara sonrió con sorna.

—Los comerciantes no se podrán quejar: dejamos detrás de nosotros un camino sólido y seguro. Ni un troll se atreverá a pasar por un camino tan bien guardado.

Vio al capitán ragaïl apretar los dientes y a Kuriag mirarlo con una mezcla de incomodidad e incredulidad. Dashvara apostó a que de haber sido los Xalyas y no los Ragaïls los que hubiesen provocado el accidente estos no habrían sido tan comprensivos. Como defensa para ellos, era cierto que en Diumcili no se encontraban nadros rojos. Con paciencia forzada, Djamin retrucó:

—No será difícil volver a abrir la ruta. De momento, alegrémonos de que sigamos todos vivos.

Dashvara lo miró con burla pero tan sólo replicó:

—Será mejor que nos alejemos de aquí antes de que caiga la noche.

Sólo cuando taloneaba su caballo, pensó en Tah y, de pronto inquieto, preguntó a sus hermanos por él. Fue Api quien contestó palmeando su saco abultado:

—Todo en orden.

Dashvara enarcó una ceja al percibir cómo la sombra confirmaba mentalmente, divertida. Bueno, suspiró. No había sido la llegada tranquila que esperaba, pero por fin estaban en la estepa. Echó un vistazo a su alrededor. Unos cuantos Xalyas tenían los ojos fijos en el horizonte. Algunos miraban hacia el noreste, directamente hacia Xalya.

Qué extraño, ¿verdad, hermanos?, murmuró para sí, irguiéndose sobre Amanecer. Volvemos a una estepa en la que hemos pasado casi toda nuestra vida y parece casi como si no la hubiéramos visto en veinte años. Sólo tres años. Tres años y tantas cosas han cambiado…

Pero hemos vuelto.

Sonrió con la mirada perdida en las lejanas colinas y llanuras. Oyó unos cascos de caballo muy cercanos. Yira se detuvo a su derecha. Sobre su embozo, sus ojos negros lo observaban con intensidad.

—Así que esta es tu estepa, Dashvara de Xalya.

Dashvara sonrió, le cogió la mano izquierda enguantada y la besó con dulzura.

—Es tan mía como tuya, naâsga —murmuró. Volvió su mirada hacia las llanuras y meneó la cabeza—. Tal vez te parezca un poco vacía al principio, pero hay más en ella de lo que uno ve. La estepa —realizó un amplio ademán—, hay que sentirla.

Los ojos de Yira sonrieron y, tras unos segundos, se giraron ellos también hacia el inmenso horizonte. Comentó:

—Es como un océano. Sólo que, en vez de olas, hay colinas y, en vez de barcos, hay caballos.

Dashvara se atragantó al ver comparar su estepa con el mar.

—Pero los caballos no zozobran, naâsga. Cabalgan sobre tierra firme. La estepa es franca y sencilla. Quitando, por supuesto, las serpientes rojas, los nadros, los escama-nefandos, los Esimeos… —enumeró. Yira resopló, divertida, y Dashvara agregó—: Pero me alegra que te parezca como un océano si… eso te hace sentir más como en casa.

Yira ladeó la cabeza y sus ojos destellaron, aún sonrientes.

—Soy un alma nómada. Allá donde vaya mi corazón está mi casa.

Dashvara tragó saliva, emocionado, y asintió sabiendo que ninguna palabra hubiera podido expresar su alegría de saber que su naâsga se encontraba a su lado, en su hogar, en su estepa. Se giraba de nuevo hacia esta, ensimismado, cuando una voz llamó:

—¡Dash!

Dashvara se giró para ver a Zamoy acercarse al trote. El Calvo se detuvo y explicó:

—La mujer shalussi dice ser una esclava fugada de Esimea. Cuando le hemos dicho que éramos Xalyas, por poco se desmaya. ¿Qué hacemos con ella?

Dashvara se encogió de hombros.

—Dile que nosotros, al contrario que su pueblo, no acostumbramos matar a gente inocente y que…

—Dash —protestó Yira.

—Y que la señora de los Xalyas decidirá de su suerte —terminó Dashvara con una sonrisilla.

La sursha lo miró con los ojos entornados, resopló y dijo:

—Creo que de momento le corresponde más a Kuriag Dikaksunora decidir.

Dashvara enarcó una ceja.

—Diablos, es verdad. Iré a preguntar a nuestro amo lo que opina.

Resultó, sin embargo, que Kuriag precisamente estaba hablando ahora con la Shalussi y, cuando llegó Dashvara, oyó al Legítimo declarar:

—Con mi protección, los Esimeos no osarán ponerte la mano encima.

—Te prestaré ropa —intervino Lessi con voz suave—. Nadie podrá confundirte con una esclava. ¿Qué dices?

La mujer shalussi los miraba con expresión de puro asombro. Soltando la mano de su hija, se arrodilló ante ellos diciendo:

—Nos habéis salvado la vida a mi hija y a mí. He sido esclava durante muchos años, pero nunca he servido a un amo que lo mereciera. Si de alguna manera puedo seros útil, yo, Hezaé, lo haré.

Kuriag asentía, sin saber qué contestar. Lessi sonrió.

—Será un placer tenerte a mi lado.

La estepeña se levantaba ya y Dashvara intervino:

—¿Puedo preguntarte, Hezaé, de qué zona de Esimea vienes?

La Shalussi giró la cabeza hacia él y su expresión se hizo medrosa.

—Estuve viviendo muchos años en Aralika, la Villa de la Torre. Pero hace dos años nos trasladaron a mí y a mi hermana más al sur. Donde el antiguo pueblo de Lifdor.

De modo que Lifdor también había caído en las redes de los Esimeos, dedujo Dashvara. Toda la estepa había caído. Quedaba por esperar que los Honyrs, ellos, no lo habían hecho. Comentó:

—Dos años. Eso significa que estabas aún en el pueblo principal de Todakwa cuando cayó el torreón de los Xalyas.

Hezaé asintió y, ante el oído atento de los Xalyas, dijo:

—Vi llegar a los esclavos xalyas. Eran niños y mujeres en su mayoría. Algunos… los sacrificaron para su dios.

Una oleada de odio y horror se apoderó de Dashvara nada más imaginarse a los Esimeos sacrificando a niños xalyas para su estúpido Dios de la Muerte. Su puño derecho apretó con fuerza el pomo de su sable.

—Pero dejaron con vida al resto —intervino Alta con una pizca de esperanza.

Hezaé realizó un leve movimiento de cabeza.

—Sí. Pero no puedo deciros cuántos eran. Tan sólo vi a un puñado. Veréis, yo trabajaba en una granja de las cercanías y raramente iba a la ciudad.

Ciudad, se repitió Dashvara. ¿Cuántos habitantes había en esa villa llamada Aralika? Recordaba que el shaard Maloven le había dicho que las tierras esimeas eran el lugar más poblado de la estepa, dado que también eran las tierras más ricas y cultivables. Cinco años atrás, los oficiales xalyas estimaban que vivían ahí dos mil almas. Pero eso era sin contar a los esclavos que habían sido arrancados de sus hogares desde entonces.

La conversación con la Shalussi los puso lúgubres a todos y, cuando se pusieron en marcha para alejarse del desfiladero, apenas intercambiaron palabras. No faltaba mucho para que oscureciera y el capitán ragaïl no tardó en dar la orden de detenerse. Mientras se montaba el campamento y se encendían antorchas, varios Xalyas cavaron la tumba para la hermana de Hezaé. La cavaron aprisa y en silencio y Dashvara apostó a que más de uno pensó: ¿acaso los Shalussis cavaron siquiera un foso para nuestros hermanos caídos en Xalya? No, seguramente no lo habían hecho. Pero también era cierto que aquella Shalussi, esclava desde hacía muchos años, no tenía la culpa.

Una vez acabada la tarea, no se demoraron y, desde la otra punta del campamento, Dashvara divisó a las siluetas de sus hermanos que se alejaban con presteza, dejando a Hezaé llorar a solas su pérdida. Inspiró hondo el aire frío de la noche y, con una mano suave, acarició el hocico de Amanecer. La yegua resopló suavemente de placer. El encuentro con los nadros rojos la había tenido nerviosa durante largo tiempo, pero ahora que Dashvara la estaba cuidando como a una reina, había recobrado entera serenidad. Sonrió y siguió cepillándola diciendo:

—Jamás dejaré que una de esas criaturas te haga daño, daâra. No debes temerlas. Lusombra no las temía: las miraba a los ojos. Volteaba como un ave. Y nunca jamás dejé que la hirieran.

Y así, solo con sus pensamientos y con su yegua, le murmuraba palabras suaves a esta cuando se fijó en una alta silueta maciza que se acercaba. Era Raxifar. Apenas se le veía el rostro en la oscuridad. El Akinoa se detuvo a unos pasos.

—Xalya —lo saludó con voz profunda.

Dashvara hizo un educado gesto de cabeza sin dejar de cepillar su caballo.

—Raxifar.

Desde donde estaban, se oían las voces apagadas de los Xalyas, arrebujados en sus mantas, inhabitualmente absortos. Aprovechando el espacio, los Ragaïls se habían instalado algo más lejos. En cuanto a las tiendas del capitán ragaïl, de Kuriag y de Asmoan, se alzaban entre ambos grupos. La primera tenía los colores rojos de la guardia titiaka, la segunda era blanca adornada con el dibujo azul del pájaro de los Dikaksunora, y la tercera, la del agoskureño, era de un vivo naranja. Con semejante discreción, nos veo saludar a los Esimeos mañana al alba…

—Voy a marcharme —declaró el Akinoa tras un silencio.

Dashvara detuvo su tarea, pero con calma, y dejó que Amanecer se alejara suavemente para pastar hierba. Asintió.

—Lo sé. ¿Se lo has dicho al titiaka?

La luz de una antorcha cercana iluminó la sonrisa burlona de Raxifar. No, no se lo había dicho. Dashvara puso los ojos en blanco.

—Te daremos víveres y lo que necesites —prometió—. Y cubriremos tu partida para que ningún Ragaïl te vea.

Raxifar inclinó levemente la cabeza.

—Si logro encontrar a mi pueblo, Xalya, puedes contar conmigo para liberar al tuyo de las garras esimeas.

Dashvara sonrió, conmovido.

—Gracias, Raxifar. Aunque de momento no sé muy bien cómo vamos a hacerlo. Pero lo haremos. Créeme que ayudaré también como pueda a todos los tuyos que cayeron en manos esimeas. Sólo… siento que he de devolverle el favor a Kuriag Dikaksunora antes de meterme de cabeza en el asunto.

Raxifar asintió pensativamente.

—Entiendo. Ese extranjero no tiene mal corazón. Pero difícilmente perdonará del todo lo que le hice a su padre. No consigo entender cómo es que todavía no me ha cortado la cabeza.

Intercambiaron sonrisas tétricas. Dashvara pronunció con solemnidad:

Ayshat, Raxifar de Akinoa. Gracias por haber viajado con nosotros hasta aquí… y por haberme salvado la vida. No sé si algún día nuestros pueblos conseguirán convivir después de todo lo ocurrido pero… sin duda te has ganado el respeto de los Xalyas. En particular el mío.

Raxifar sonrió.

—Akinoa respeta las almas que defienden sus valores y, por ello, no puedo más que responder con el mismo respeto —replicó.

Dashvara resopló y bromeó:

—Pues ojalá los Esimeos siguieran el ejemplo.

Ambos regresaron al campamento y, procurando no atraer la atención de los Ragaïls, consiguieron rellenar un saco de víveres y dos cantimploras. Como era probable que, en cuanto se descubriera la desaparición del Akinoa, los Ragaïls decidieran darle caza, se aseguraron de que el caballo de Raxifar estuviera en buenas condiciones para aguantar la huida. La mayoría de los Xalyas no fue hasta saludar al estepeño negro de viva voz, pero la hostilidad había desaparecido. Con el tiempo, empezaban a ser tolerantes, sonrió Dashvara.

La Gema había recorrido ya un buen trozo de cielo y acababan de cambiar el turno de guardia cuando Raxifar se levantó y Dashvara hizo otro tanto. No se oía, en el campamento, más que un silencio sepulcral. Se alejaron hasta el caballo del Akinoa y ambos se apretaron vigorosamente la mano. Aquel saludo decía más que mil palabras. Dashvara le susurró:

—Que el Ave Eterna te guíe.

—Que Akinoa os dé fuerzas a ti y a tu pueblo —replicó Raxifar con voz igual de baja.

Estiró las riendas del caballo y se alejó, pasando por delante de Sirk Is Rhad, quien montaba la guardia al este del campamento. El Akinoa se perdía ya en la oscuridad de la noche cuando el Honyr murmuró:

—¿Crees que encontrará a su pueblo libre, sîzan?

Dashvara meneó la cabeza con una leve esperanza en el corazón.

—No lo sé —contestó—. Pero, si los Akinoa también fueron sometidos, significa que los Esimeos lo tienen todo. Absolutamente todo.

—Salvo las tierras del norte —apuntó Sirk Is Rhad.

Dashvara asintió en silencio. Salvo las tierras del norte, donde vivían los Honyrs. Esas tierras, colindantes con las de los Xalyas, eran casi tan desérticas como el desierto de Bladhy. Pero seguía siendo la estepa.

Y probablemente se convertirá en tu hogar estos próximos años, si es que consigues deshacerte honorablemente del Legítimo.

Pero, antes, había que hacerle caso al Dikaksunora, aplacar su curiosidad y la de Asmoan… Dashvara tan sólo esperaba que no lamentaría no haber hecho como Raxifar aquella noche y haberse marchado de tapadillo con sus hermanos y las mujeres xalyas. El tiempo lo diría.