Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

10 Negocios

Kuriag Dikaksunora tardó tres días más en decirles qué estaba tramando. Cuando, al fin, se enteraron, no fue gracias a Kuriag sino a Asmoan, quien al venir a comer, dejó escapar de pronto un:

—¿Para cuándo habéis decidido partir, Excelencia?

El elfo disimuló mal una mueca.

—Aún no lo sé. Una semana, tal vez. Mañana, Atasiag saldrá de prisión y se realizará la boda. El sacerdote de Cili llegará esta misma noche. Le he reservado el mejor cuarto de este albergue.

—¿Ya has… realizado la compra? —preguntó el agoskureño con tiento.

El Legítimo se aclaró la garganta y le miró a Lessi antes de asentir.

—Sí. Mañana mandaré a los Xalyas a elegir los caballos… Supongo que se las arreglarán mejor que nadie.

Todos estaban escuchándolos y aquellas palabras hicieron alzar la cabeza bruscamente a más de uno. Dashvara se levantó con lentitud.

—Er… Disculpad un momento. ¿Quién va a darnos el dinero para comprar esos caballos?

El Legítimo lo miró con desafío.

—Yo.

Dashvara asintió. Aquello concordaba con lo que había dicho Api.

—¿Qué es lo que pides a cambio?

Esta vez, el Dikaksunora se ruborizó y desvió la mirada antes de fijarla de nuevo en el señor de los Xalyas.

—Vuestro servicio —contestó.

Dashvara enarcó una ceja.

—Esa es una respuesta vaga.

Lentamente, el elfo dejó su cuchara en el plato vacío.

—¿Puedo hablar contigo a solas?

—Faltaría más.

Tras compartir una mirada expectante con sus compañeros, Dashvara siguió al Legítimo hasta su cuarto. La cama estaba cubierta de libros. Cerró la puerta detrás de él y se cruzó de brazos, esperando explicaciones.

Kuriag pareció ganar en confianza mientras cruzaba el cuarto hasta la ventana. Soltó con voz firme:

—Atasiag os prometió que os liberaría y os compraría todo lo necesario para llegar sanos y salvos a vuestro hogar, pero él mismo, en la cárcel, me confesó que de momento no podía permitirse gastarse tal cantidad de dinero. Su negocio, como comprenderás, está siendo atacado de todas partes, incluso desde dentro. Lo han acusado de estar relacionado con una organización ilegal de intercambio de bienes, y según él las pruebas presentadas tan sólo pudieron salir de miembros importantes de la Hermandad del Sueño. Su mejor vía de escape es volver a Titiaka. Los Yordark están de su lado. Y yo también. Le he prometido que, si volvía a Titiaka, le prestaría mi voz en el Consejo por espacio de un año. Y le he ofrecido pagarle la fianza para que sea libre de regresar a la Federación. Una vez ahí, decidan lo que decidan los jueces republicanos, no podrán hacerle nada, si acaso prohibirle la entrada a Dazbon.

Dashvara lo escuchó de principio a fin y soltó:

—Le pagas la fianza a Atasiag Peykat. Y cumples su promesa con tu propio dinero. No sé si he de desconfiar de tanta generosidad o arrodillarme para darte las gracias.

Kuriag Dikaksunora se rebulló.

—No será necesario que te arrodilles. Con la fianza… también os he comprado a vosotros.

Por un segundo, Dashvara creyó haber oído mal. Luego no supo si tomarse aquello en serio o echarse a reír de tamaña burla.

—Os liberaré —se apresuró a decir Kuriag, antes de que a Dashvara se le ocurriera decir algo—. Simplemente, no estoy preparado para volver a Titiaka. No con todo lo ocurrido. Necesito tiempo para recapacitar y… pensé que un viaje a la estepa me cambiaría las ideas. Conoceré la tierra de mi… de mi naâsga —sonrió con timidez—, y a cambio de vuestra protección obtendréis no solamente caballos y armas sino también mi apoyo desde Titiaka… cuando regrese.

—Un viaje a Rócdinfer para cambiarse las ideas —repitió Dashvara, y se carcajeó—. Debo admitir que me has sorprendido. ¿Para qué demonios nos has comprado a Atasiag? Simplemente pagándonos los caballos y los sables, te habrías ganado nuestra protección para el viaje.

Kuriag suspiró levemente.

—Bueno. Se trata, básicamente, de una cuestión política. Si me marchara a la estepa sin escolta oficial, crearía un escándalo en Titiaka. Un Legítimo viaja con sus sirvientes. No podría marcharme así, sin más. Sería…

—Un escándalo —completó Dashvara, pensativo.

—Sí.

—Y, dime, ¿no causaría más escándalo si supieran que estás comprando el esclavo que mató a Rayeshag Korfú?

Kuriag se encogió de hombros.

—Ninguno. Según se cuenta, tú sólo estabas defendiendo a tu amo. En realidad, tu valor como guardia aumentó después de lo de la Arena. Gowel Alfodrog, el embajador, me contó que Rishag Kondister le propuso a Atasiag comprarte por seiscientos escudos. Y Faag Yordark subió el precio a mil.

Dashvara resopló, sin dar crédito a lo que oía. ¿Acaso se había perdido algo?

—Estos titiakas están locos.

Kuriag Dikaksunora esbozó una sonrisa.

—Oficialmente, yo te he comprado por mil quinientos. Aunque a los demás los he comprado sólo por trescientos. Salvo a los Honyrs: Faag Yordark no los quería vender por menos de quinientos cada uno. Y a Raxifar… bueno, a Raxifar lo compré por bastante más —carraspeó—. En cualquier caso, se trata de un gasto del todo razonable, dada la fortuna de mi familia. —Su sonrisa se ensanchó ante la expresión superada de Dashvara—. Al fin y al cabo, eres el Resucitado y el último Rey del Ave Eterna.

Y supongo que te alegras de ser el amo de tan ilustre personaje, masculló Dashvara para sus adentros.

—Estupendo —dijo—. De modo que nosotros te llevamos de paseo por la estepa, rezando por que los Esimeos no nos caigan encima, y luego te llevamos de vuelta. Y ahí se acabó la historia, ¿verdad?

—Exacto.

Dashvara asintió.

—Entonces estamos de acuerdo.

—Sólo una cosa más —apuntó Kuriag, con voz indecisa—. Será necesario que paséis por la embajada… esta misma tarde por ejemplo… para oficializar la venta.

Dashvara lo miró con fijeza.

—En eso ya no estamos tan de acuerdo —masculló—. ¿Vais a marcarnos?

Kuriag desvió nerviosamente la mirada.

—Es necesario, como comprenderás…

—Y un infierno —lo cortó Dashvara con viveza—. Arréglatelas para oficializar la venta como quieras, pero no con esas marcas.

Irritado, abrió la puerta y salió del cuarto. Asmoan ya se había marchado y Lessi palideció cuando vio la expresión de Dashvara. Ella estaba enterada de todo, entendió. Su irritación cayó de pronto como un saco de plomo. Se sentó a la mesa y soltó:

—El Dikaksunora nos promete caballos y armas a cambio de que lo escoltemos a la estepa.

Todos lo miraron con curiosidad.

—Eso parece una buena noticia —comentó el capitán, con el tono de quien está ya listo para escuchar el lado problemático del asunto.

—Lo es.

—Ya. ¿Entonces por qué tienes cara de haberte cruzado con una manada de Esimeos, hijo mío?

Dashvara suspiró y echó una mirada hacia el corredor. Kuriag Dikaksunora había cerrado la puerta. No: la había dejado entornada. Puso los ojos en blanco y lanzó:

—Para poder hacer ese viaje, tu yerno necesita o cree necesitar decir a todo el mundo que nosotros, sus acompañantes, somos esclavos suyos. Algo que ha hecho sin consultarnos, claro. Nos ha comprado a Atasiag a cambio de su libertad bajo fianza. Y esperad, que hay más, porque incluso ha comprado los Honyrs a los Yordark y Raxifar al Korfú. Para festejarlo, ahora quiere hacernos marcar en la embajada.

Un largo silencio siguió sus palabras. Makarva dejó escapar una carcajada incrédula. Y otros lo imitaron. Orafe bramó:

—¡Va a marcarse su madre! Yo no me meto en esa embajada ni muerto.

El capitán se levantó del sofá, remangándose el uniforme con calma.

—Creo que es hora de que tenga otra buena charla con mi yerno.

Dashvara lo vio alejarse por el corredor y llamar a la puerta entornada con delicadeza. Segundos después, esta se cerró detrás de él.

—No puedo creerlo —dijo Zamoy tras un silencio—. Ese tipo no tiene ni mi edad. ¿Y quiere ahora que lo llamemos amo?

—Nooo, con Excelencia será suficiente —rió Dashvara con sarcasmo.

Esperaron con cierta inquietud a que volviera el capitán. Tardó una eternidad, pero finalmente salió junto con Kuriag Dikaksunora. Este último tenía una expresión indecisa; el capitán en cambio parecía plenamente satisfecho. Se acercó y dijo:

—Xalyas, no es una maldita marca lo que nos va a separar de la estepa. —Posó una mano paternal sobre el hombro del Legítimo—. Una pequeña marca en el brazo a cambio de la estepa. No es mal negocio. Todos a la embajada.

Dashvara se quedó de piedra. Vale, Kuriag era un buen tipo, tenía un Ave Eterna respetable y seguramente cumpliría con su palabra pero… diablos, era un Dikaksunora, un titiaka y el hijo del Maestro esclavista. Como habría dicho Sashava, ¿dónde se había quedado la dignidad xalya?

Al reiterar la orden, el capitán obtuvo que los demás Xalyas se movieran a regañadientes de sus sitios. Dashvara no se movió ni un ápice.

—Dashvara —le soltó el capitán con paciencia, desde la puerta de entrada—. Kuriag no nos traicionará. Me lo dice mi Ave Eterna. Venga, ¿qué importa una maldita marca?

Dashvara cruzó la mirada de Yira. Al verla asentir imperceptiblemente, como para animarlo, él suspiró y se levantó.

—Raxifar, será mejor que vayamos.

El Akinoa tampoco se había movido.

—Una pequeña marca —insistió Dashvara—. Ya tenemos dos. Una más no nos matará.

Tras unos segundos, sin una palabra y con el rostro impenetrable, el gran negro se incorporó. Bien. Dashvara echó un último vistazo a las mujeres xalyas antes de seguir a sus hermanos y a Kuriag.

Afuera, diluviaba. El tiempo que cruzaran el Distrito del Dragón y llegaran a la embajada, sus uniformes se les pegaban al cuerpo y sus botas chasqueaban. Kuriag, por supuesto, iba bien resguardado debajo de un paraguas, regalo, según dijo, del embajador.

Tras echar un breve vistazo al documento que les tendió el Legítimo, los Ragaïls les abrieron el portal y los estepeños pasaron adentro. Enseguida, Dashvara tuvo la impresión de haber vuelto a Titiaka. El gran edificio blanco con cristaleras, las dos fuentes y los jardines le recordaban con fuerza a la capital diumciliana. La presencia de los Ragaïls lo puso nervioso. Había al menos una veintena en la parte cubierta del patio. El destello inquieto en los ojos del capitán lo intranquilizó todavía más. De todos los estepeños ahí presentes, Dashvara era el único en ir armado.

—Por aquí —les señaló un Ragaïl.

Pasaron por una pequeña puerta lateral, a una sala vacía, donde, tras aguardar un rato, aparecieron tres funcionarios, uno con el tan esperado contrasello de Atasiag Peykat, otro con el de los Korfú y otro con el de los Yordark. Se pusieron en línea y los funcionarios les depositaron el contrasello antes de que otro llegara y les imprimiese el sello de los Dikaksunora en el brazo: un ave azul que irónicamente le recordaba a Dashvara al Ave Eterna.

Cuando el producto se introdujo en su piel, sintió además del habitual picor una extraña descarga que le llenó el brazo de hormigueo. Sólo faltaba ahora que los hubiesen envenenado o algo, pensó, inquieto.

—Todo lo que sintáis es normal —declaró el funcionario con cara complacida, al notar la sorpresa de los estepeños—. Para estas tecnologías, los Dikaksunora siempre han sido adelantados con respecto a las demás familias Legítimas. Usan sellos multifuncionales.

No se extendió sobre esas «funciones» y, en ese momento, a Dashvara lo último que le apetecía era oírlo hablar de estas. Al fin, los hicieron pasar a otra sala, donde dos jóvenes Ragaïls les trajeron una pila de uniformes con los colores azules y blancos de los Dikaksunora. Tres sastres se dedicaron a recortar y ponerlos todos a medida. Dashvara tenía realmente la inquietante impresión de haber retrocedido meses y estar de vuelta en Titiaka. Cuando toda esta transformación llegó a su fin y salieron al patio, ya no llovía y los charcos brillaban bajo los rayos tímidos del sol.

—¿De verdad son tan buenos luchadores como dices? —preguntó una voz.

Erguido en la escalinata principal de la embajada, un hombre obeso con una larga melena rizada contemplaba a los estepeños con esa típica mirada evaluadora de los ciudadanos titiakas a la que Dashvara estaba más que acostumbrado. Al lado de ese mastodonte, Kuriag Dikaksunora parecía un niño.

—Son muy buenos —afirmó el elfo—. Y no puedo desear mejores guías que ellos para adentrarme en la estepa.

—¡Ah! Has nacido con el espíritu aventurero, muchacho. Pero te entiendo perfectamente. Si fuese más joven, probablemente te habría acompañado. Viajar abre la mente. Aunque me temo que no has elegido el lugar más seguro para tu primer gran viaje.

—No será mi primer gran viaje —aseguró Kuriag—. Ya he viajado a Ryscodra. En la capital, no puedes pasearte por las calles sin estar rodeado de una buena escolta o te asaltan y te dejan muerto por robarte lo que tienes en la faltriquera.

—¡Por la Serenidad! —se espantó el embajador, aunque probablemente debía de saber ya todo eso—. Pero no te entretendré más. No quisiera retrasar los preparativos para la boda.

—De hecho, aún tengo que dar la bienvenida al sacerdote. —Kuriag se inclinó ante el embajador—. No puedo más que estarte agradecido por haberme facilitado el uso de tus palomas mensajeras y de tus sirvientes.

—Y yo me siento honrado de haber tenido la oportunidad de siquiera ayudarte, Excelencia.

Con su cuerpo difícilmente podía inclinarse, pero lo intentó de todas formas. Tras unas cuantas frases formales más, Kuriag Dikaksunora bajó la escalinata y pasó ante sus nuevos sirvientes con la prestancia de un joven Legítimo. Tras una vacilación, los estepeños lo siguieron hasta el portal. Tan sólo cuando lo cruzaron Dashvara empezó a relajarse. Volvían a estar en territorio republicano. Al fin.