Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna
—¡Yira! —exclamó Dashvara, aterrado. Antes de que cayera al suelo, la tomó entre sus brazos, preso del pánico. Los ojos de la pequeña sursha estaban cerrados.
Atasiag se agachó junto a él con cara ensombrecida.
—Ha abusado de sus energías. No le quites el embozo, idiota.
—No se lo he quitado. ¿Qué quieres decir con que ha abusado de sus energías?
—Estaba utilizando sortilegios para disimular a Asmoan lo de… ya sabes qué. Ya le dije que era remoto que se diera cuenta pero… En fin, se ha agotado, eso es todo. Algún día me matará del susto. Sigamos avanzando.
Algo tembloroso, Dashvara levantó a la sursha y siguió a Atasiag y a Sheroda por las calles del Distrito del Dragón con ganas ya de volver junto con sus hermanos. Aquel día estaba compitiendo con los más turbadores de su vida. Había pasado toda la mañana en un barco, medio mareado, se había deslomado descargando barriles con ladrones dentro, se había casado, había descubierto que su amo era un demonio y ahora Yira se desmayaba…
—¿Y qué pasaría si él la descubriera? —preguntó de pronto—. Al fin y al cabo, si él y tú sois… lo que no he oído, no debería asustarlo demasiado verla.
Ya se estaban metiendo en la calle de Sheroda, junto a un canal. Atasiag se detuvo y lo miró con cara sombría.
—Te equivocas. Yo no soy como los de mi calaña. Por lo general, somos unos fervientes detractores de… esa energía —murmuró, señalando a Yira—. Si la descubrieran… prefiero no pensar en qué pasaría. Sigamos.
Le dio la espalda y Dashvara lo contempló con los ojos agrandados.
—Oh… diablos —maldijo. Y siguió avanzando.
Llegaron ante el portal, Sheroda lo abrió y Atasiag alzó una mano para pedirle a Dashvara que esperara fuera. Este gruñó y se sentó en el umbral sin soltar a Yira. A saber lo que tramaba ahora ese demonio. Tardó una eternidad en volver a abrir la puerta y, cuando lo hizo, iba vestido con atuendos oscuros republicanos y con un pañuelo negro ajustado alrededor de la cabeza.
—Dámela. La llevaré a un cuarto y Sheroda cuidará de ella. Tranquilo, mañana a la mañana estará como nueva —prometió.
A regañadientes, Dashvara le dio a Yira y Atasiag desapareció por una puerta del corredor. Pronto volvió a aparecer, salió y cerró detrás de él.
—Sígueme.
Dashvara frunció el ceño pero lo siguió.
—¿Adónde vamos ahora?
Atasiag no contestó y la aprensión empezó a vibrar en el corazón de Dashvara. Recordaba muy nítidamente las palabras de Asmoan. “Yo no lo mandaré matar”. Lo había dicho con tal tranquilidad… Pero era absurdo pensar que Atasiag pudiese querer matarlo por lo que había oído: al fin y al cabo también sabía que Sheroda era una shijan y él había dado por sentado que Dashvara no hablaría de ello. Y, por supuesto, Dashvara había guardado el secreto. Además, él iba armado con dos sables mientras que Atasiag tan sólo debía de llevar una daga escondida y poco más. Claro que, si eran magos, a lo mejor tenía otras técnicas para defenderse…
Francamente, Dash, deja de pensar disparates. Conoces a Atasiag. Sea un demonio o no, sabes que no sería capaz de matarte.
Cuando se metieron en una callejuela completamente desierta, Dashvara empezó a preocuparse. Rompió al fin el silencio.
—Maldita sea, Eminencia. ¿Vas a decirme adónde vamos?
Atasiag giró levemente la cabeza y se encogió de hombros.
—Quiero enseñarte algo.
Dashvara se detuvo, nervioso.
—Muy bien. Pero dime antes qué es eso que quieres enseñarme.
Atasiag se giró en la estrecha calle. Lo poco que se podía ver de su rostro estaba sumido en las sombras.
—Estás asustado.
Su voz sonaba decepcionada. Dashvara hizo una mueca.
—No. Sólo tengo dudas. Es un poco natural.
—No lo es. Soy tu amo: deberías confiar en mí —retrucó Atasiag. Dashvara reprimió mal una risa sarcástica. Tras un silencio, el titiaka añadió—: Y ahora no confías en mí. Me sorprendes, Filósofo.
Dashvara rió entre dientes.
—Tú me has sorprendido más a mí esta noche, Eminencia. Si dudo es porque simplemente no tengo ni idea de qué es eso de ser un… ya sabes. Tal vez lo que me hayan enseñado sobre esas criaturas en la estepa sean sólo mentiras, pero la palabra no suena muy halagadora de todas formas.
Sintió que Atasiag se acercaba y retrocedió un paso. El titiaka se paró.
—Esto es ridículo, Filósofo. Sigo siendo el de siempre. ¿Quieres ver lo que soy realmente? Pues adelante. Acércate. Te lo enseñaré. No es nada del otro mundo. Los cambios físicos son mínimos. Acércate —ordenó.
Dashvara inspiró hondo, se tragó sus aprensiones y se acercó. Atasiag encendió muy levemente su linterna y Dashvara pudo de pronto ver sus ojos rojos como la sangre y sus pupilas negras reducidas a unas rendijas. Con una mano, el demonio apartó el pañuelo negro de su rostro y unas marcas más oscuras que la noche aparecieron, nítidas en su cara de humano.
—¿Satisfecho? —soltó.
Dashvara vio sus dientes afilados, pero no se arredró. El tono de Atasiag rezumaba una clara irritación. Y también había un deje de expectación y miedo. Y cómo no iba a sentir miedo: le estaba enseñando a Dashvara algo que probablemente lo hubiera condenado a muerte en una ciudad saijit. Dudaba de que Dazbon admitiese bien a los monstruos que se transformaran así. Pese a que, según él, los cambios fueran «mínimos», el aspecto de su amo era bastante escalofriante. Pero con lo habituado que estás ya a ver cosas extrañas, Dash, no debería asustarte. Tragó saliva.
—Satisfecho —murmuró—. Perdón, Eminencia.
Atasiag enarcó una ceja. Sus marcas desaparecieron y sus ojos, clavados en los de Dashvara, volvieron a ser castaños oscuros. Apagó la linterna ladrona.
—Entonces, ¿confías en mí?
Dashvara asintió sin dudarlo.
—Sí.
—Bien —suspiró Atasiag. Parecía aliviado.
—Bueno… ¿qué querías enseñarme?
—No seas impaciente. —Dashvara notó un claro cambio de tono en su voz: esta había vuelto a ser más alegre y ligera—. Sígueme y lo verás.
Lo siguió sin poder evitar hacerse una inquietante pregunta: ¿qué habría hecho Atasiag si él hubiera salido corriendo o si hubiese desenvainado los sables? Bien recordaba que, al ver a la shijan transformada, su primer reflejo había sido buscar sus armas. Luego había intentado huir pero el hechizo de la shijan se lo había impedido… A lo mejor Atasiag tenía poderes parecidos y simplemente los utilizaba en casos de extrema necesidad. ¿Quién sabe? Sinceramente, Dashvara prefería no averiguarlo jamás.
Dejó sus elucubraciones a un lado mientras Atasiag se detenía junto a un muro, casi al final del callejón. Lo vio agacharse y estirar algo pero en la oscuridad fue incapaz de adivinar el qué.
—Adentro —murmuró el ladrón.
Dashvara se agachó junto a él y comprobó que se encontraba ahora ante una especie de pequeño túnel abierto. Despedía un olor poco recomendable. Pero de todas formas Dashvara se adentró a gatas, bajando una especie de rampa. Se encontró en las tinieblas más totales. Con cierto alivio, sintió que Atasiag lo seguía. El titiaka cerró la puerta antes de encender la linterna ladrona e iluminar tenuemente el túnel. Este era angosto pero, al de unos pasos, el techo se hacía más alto, permitiéndoles suficiente espacio para mantenerse de pie. Llegaron a una encrucijada y Dashvara se detuvo, interrogante.
—Por aquí —susurró Atasiag.
Pasó delante, eligiendo un túnel que se iba estrechando y se agachó otra vez. Dashvara gateó detrás de él, cada vez más perplejo. ¿Adónde diablos le estaba guiando esa serpiente?
Tras largo rato, empezó a oír un ruido regular que lo hizo fruncir el ceño. Llegaron ante unas escaleras viejas de madera que subían. Estaban llenas de polvo. Una vez arriba, se encontraron ante una pequeña puerta. Atasiag pasó una mano por la cerradura y pareció concentrarse antes de empujarla.
Lo que descubrió dejó a Dashvara todavía más desconcertado. Estaban otra vez fuera, en… ¿una cueva? Aquel rumor fuerte era el océano, entendió. Atasiag cerró la puerta detrás de ellos, intensificó la luz de su linterna y declaró con una ancha sonrisa:
—Esta es la Cueva del Canto Negro. Estamos en los Acantilados de los Huesos.
Un eco solemne retumbó en la gruta. Dashvara carraspeó en silencio.
—¿Y? —preguntó.
—Esta cueva me ha salvado la vida más de una vez —admitió Atasiag. Realizó un gesto para que lo siguiese—. Con cuidado. Hay medusas de roca que viven por aquí. Si las pisas, son resbaladizas y encima se te agarran al pie.
—Fantástico —replicó Dashvara mientras lo seguía con pies de plomo—. Dime, Eminencia, ¿no me habrás traído aquí simplemente para que vea una maldita cueva con medusas?
—¿Y qué si fuera el caso? —Se giró y sonrió al ver la cara fúnebre de Dashvara—. En realidad, te he traído aquí para entregarte algo que te va a interesar.
Dashvara resopló. Mientras caminaban por entre estalagmitas de roca, se fijó en que estas tenían incrustadas numerosas pequeñas piedras que emitían una luz suave. Se sorprendió contemplándolas, embelesado.
—¿Conoce Yira este lugar? —preguntó.
Atasiag negó con la cabeza.
—No. Esta cueva la utilizaba más antes. Hace como cinco años que no entraba aquí. Espero que nada haya cambiado. —Dio unos pasos y se inclinó por encima de una estalagmita partida. Para asombro de Dashvara, metió la mano dentro de un agujero que había en el centro y retiró un objeto. Una botella. Dashvara se carcajeó.
—Esta noche no paras de sorprenderme, Eminencia. Entre tu arrebato ciliano, tu metedura de pata y la botella, me tienes suspenso.
—Cógela y deja de hablar.
Dashvara la cogió. El cristal estaba helado. Aceptó también la linterna e iluminó a Atasiag mientras este seguía trasteando en el hueco de la estalagmita. Sacó una pequeña caja y se la metió en el bolsillo. Se alejó hasta otra estalagmita y se agachó para agarrar del fino hueco de una pared algo que sonaba a madera.
—Ayúdame a sacar esto, Filósofo —resolló.
Dashvara posó la botella y la linterna en el suelo y forcejeó con él, cada vez más curioso. Metieron un escándalo por toda la cueva. Cuando retiraron al fin el arcón, silbó entre dientes.
—¿Vas a hacerme creer que tú metiste eso ahí solito?
—Me ayudó Lisag. Mi hijo menor —explicó.
Dashvara estudió su rostro con sorpresa mientras Atasiag se pasaba una mano sobre la frente empapada de sudor. Vaciló antes de observar:
—Jamás hablas de tus hijos.
Atasiag alzó bruscamente la cabeza y Dashvara se ruborizó al darse cuenta de que se estaba metiendo donde no lo llamaban. Señaló el arcón e iba a preguntar si acaso llevaba ahí a algún cadáver de escama-nefando dentro cuando, de golpe, la luz de la linterna se apagó. Atasiag siseó.
—¿Dónde diablos has dejado la linterna?
—En el suelo. Debe de estar por aquí…
—Una linterna ladrona jamás se apaga tan rápido sola. ¿Te has sentado encima?
—No —murmuró Dashvara—. Maldita sea, no la encuentro. —Se tensó—. Oigo ruidos.
De hecho, se oían chasquidos extraños y silbidos no muy lejanos. Atasiag gruñó.
—Eso no son medusas.
Lo oyó levantarse y Dashvara agrandó los ojos en la oscuridad. La luz de las pequeñas piedras no iluminaba lo suficiente para lograr ver algo más allá de las propias estalagmitas.
—Oye, Eminencia, ten cuidado —graznó—. Podrías golpearte con algo… —Oyó un sonido bajo pero agudo que no le dijo nada bueno—. ¿Qué ha sido eso?
Se levantó muy poco a poco, alzando las manos para evitar chocarse con las rocas de la pared. Luego, desenvainó un sable. Oyó los pasos precipitados de Atasiag. ¿Cómo diablos hacía para estar corriendo en aquella oscuridad?
—Filósofo. Ayúdame a transportar el arcón. Nos vamos de aquí.
—¿Qué son? —inquirió Dashvara mientras envainaba el sable.
—Kraokdals. Por alguna razón han subido de los túneles inferiores. Normalmente viven en los Subterráneos. Deben de haberse instalado hace poco. Por la Serenidad, muévete. No querrás cruzarte con ellos.
—¿Y la linterna?
—La tenía una medusa de roca. Son unas malditas ladronas —masculló y resopló por el esfuerzo cuando levantaron el arcón.
—Si tienes… la… linterna —resolló Dashvara—, ¿por qué no la enciendes?
Hubo un silencio y entonces Atasiag dijo:
—Cierto. Total, los kraokdals son ciegos así que no creo que los atraiga. Voy a posar el arcón un momento.
Posaron otra vez el arcón y pronto la luz de la linterna volvió a iluminar la cueva. En un segundo, Dashvara se fijó en tres detalles: en que Atasiag estaba de nuevo transformado en demonio, en que varias masas deformes de color verde brillante se deslizaban por el suelo rocoso y, finalmente, en que una gran criatura semibípeda y verdosa acababa de aparecer por un túnel a una veintena de pasos. El gruñido que emitió la bestia no lo espantó tanto como sus enormes garras y colmillos.
Al segundo siguiente, Dashvara estaba con los sables en mano.
—¡Deja el arcón, Eminencia! —gruñó—. Vayámonos de aquí.
Atasiag sacudió la cabeza.
—Entonces volvámoslo a meter en el agujero. Las medusas serían capaces de robar lo que hay dentro.
Por un instante, Dashvara lo miró con los ojos abiertos como platos. De pronto, el kraokdal dio un golpe contra la roca y se abalanzó hacia ellos. Que eran ciegos, decía. Y un infierno. Dashvara se apartó de la pared con brusquedad. Al ver que Atasiag vacilaba, gritó:
—¡Atrás, maldito loco!
Sin pensárselo más, volvió junto a Atasiag y lo adelantó para arremeter contra la bestia. Evitó de milagro un zarpazo gracias a una pequeña estalagmita: esta emitió un estruendo cuando estalló en mil pedazos. Sólo faltaba ahora que la cueva se desmoronase sobre ellos. Estaba a punto de recibir un nuevo ataque de la bestia cuando, para asombro suyo, el kraokdal se detuvo y giró su cabeza hacia Atasiag. No tenía ojos: sólo un enorme morro con dientes y pelos. ¡Y menudas garras tenía! Dashvara aprovechó su vacilación y, sin dilaciones, hundió los sables en la garganta del monstruo. Evitó otro zarpazo y retrocedió precipitadamente mientras el kraokdal aullaba, atragantado, y trataba de atacarlo. Tras unos bramidos ahogados, la bestia se derrumbó. Las medusas de roca se apartaron de golpe para evitar ser aplastadas. Viniendo del túnel de donde había salido la criatura, se oyeron nuevos gruñidos.
—¡Oye, Eminencia! —bufó Dashvara—, ahora sí que nos vamos.
Los ojos rojos de Atasiag se clavaron en los suyos.
—Tenemos tiempo. Sacaremos el arcón de aquí.
Dashvara siseó, contrariado, e iba a protestar pero Atasiag insistió:
—Venga, ¡date prisa!
Dashvara lo maldijo mentalmente pero obedeció: envainó los sables, recogió una extremidad del arcón y ambos empezaron a trastabillar por la cueva. Los gruñidos se intensificaban y Dashvara temía que en cualquier momento se encontrasen rodeados por esas criaturas. En tal caso, les auguraba poca probabilidad para salir de ahí. Mira que era cabezota ese loco con su caja…
Alcanzaron la puerta y posaron el arcón. Atasiag empujó las manos contra el batiente de madera y Dashvara adivinó que estaba haciendo algún truco de magia. ¿No podría haberla dejado abierta? pensó. Súbitamente, los kraokdals se pusieron a aullar. Habían debido de oír los gritos de dolor de su compañero.
—Rápido —dijo Atasiag, tirando al fin de la puerta.
—Es inútil —tartamudeó Dashvara mientras cargaba otra vez con el arcón. Los kraokdals estaban ya casi sobre ellos y como él les daba la espalda para llevar la maldita caja no iba ni a poder mirar la muerte a la cara…
—¡Al suelo! —bramó de pronto Atasiag.
Dashvara dejó caer el arcón y rodó sobre el suelo de roca. Una gran piedra se estrelló contra el batiente abierto de la puerta. ¡Sólo faltaba que les tirasen proyectiles! Estaba intentando sacar sus sables cuando una maldita medusa se le agarró al pecho y otra a la pierna. Sin lograr deshacerse de ellas, se levantó y, cuando vio a un kraokdal tirarse sobre él, se despidió de la vida. Por un feliz azar, la bestia resbaló sobre una masa de medusas y cayó de bruces ante Dashvara. Este acabó de desenvainar uno de los sables y le dio un golpe mortal en la cabeza antes de abalanzarse hacia la puerta. Alcanzó el batiente y se detuvo junto a Atasiag en el momento en que otra criatura aparecía entre las sombras de dos estalagmitas, corriendo hacia ellos. No dio crédito a sus ojos cuando vio al titiaka, de rodillas, en el umbral, tratando de estirar el arcón fuera de la cueva.
Está completamente loco…
Varias medusas estaban subiéndosele por las piernas, pero las ignoró y dejó los sables en el descansillo antes de agarrar el asa para juntar su esfuerzo al de Atasiag. Tiró de todas sus fuerzas.
Y el arcón se movió al fin: cayó por las escaleras armando un escándalo. La linterna se apagó, pero Dashvara se apresuró de todas formas a cerrar la puerta ante las narices del kraokdal. Se oyó un golpe tremendo del otro lado de la puerta. El kraokdal iba a romperla, se lamentó.
—Oh, Liadirlá —gruñó. Recogió sus sables en la oscuridad—: Eminencia, vuelve a encender la linterna, ¿quieres? —Frunció el ceño y giró levemente la cabeza—. ¿Eminencia?
Entonces entendió que Su Eminencia se había caído por las escaleras con el arcón.