Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos
Zefrek de Shalussi.
Por un momento, Dashvara creyó que su mente no funcionaba correctamente. Finalmente, la obviedad lo golpeó con violencia y dudó entre echarse a reír de la sorpresa y preguntarle a Zefrek qué demonios estaba haciendo ahí. No hizo ni lo uno ni lo otro. Simplemente permaneció inmóvil y enmudecido.
El Shalussi le soltó una mirada asesina y escupió en su dirección. Se debatió, pero Maef, Orafe y Shurta lo tenían bien inmovilizado.
—Contesta —insistió Zamoy, cogiendo al hombre por los pelos—. ¿Quién te mandó asesinar a Dashvara de Xalya?
—Si es que realmente quería matarlo a él —reflexionó el capitán—. Tal vez su objetivo fuese Atasiag.
El aludido se había mantenido a una distancia prudente y parecía esperar a que el señor de los Xalyas reaccionase.
—No —suspiró al fin Dashvara, saliendo de su mutismo—. Ese hombre es Zefrek hijo de Nanda. Supongo que venía a vengarse del asesinato de su padre. —Todo desdén fue barrido por una oleada de pesadumbre y, sintiendo más lástima que miedo, se agachó junto al Shalussi. Este intentó morderlo y Maef lo tiró para atrás.
—¡Maldito salvaje! —exclamó Miflin.
Dashvara detalló a Zefrek. Iba vestido como un marinero de Matswad, como un pirata pobre, desgreñado y flaco. Alzó la vista hacia el rostro del salvaje y sostuvo su mirada gélida. No estaba loco, comprendió. Seguía siendo el Shalussi orgulloso que había estado a punto de matarlo en la estepa. Simplemente había estado aferrándose a lo único que lo mantenía aún con vida: la venganza.
—Es irónico —dijo al fin—. Triste —añadió—. Y absurdo. —Marcó una pausa sin desviar la mirada de los ojos fulminantes de Zefrek de Shalussi—. Tu padre iba a morir, Shalussi. Estaba enfermo. Y no era un buen hombre. Te diré lo mismo que te dije la última vez que nos vimos: acorté sus sufrimientos. Lo hice por venganza y no por compasión, es cierto.
Calló sin saber qué añadir. No podía convencer a Zefrek de nada. No podía hacerlo entrar en razón. Hubiera necesitado años para conseguirlo.
¿Y entonces qué, Dash? ¿Vas a matarlo? ¿O vas a dejar que siga corriendo por ahí e intente tal vez otra vez asesinarte?
Dashvara alzó la mirada hacia el sable que sostenía ahora Zamoy. De verdad había estado a punto de empalarlo con él, pensó, incrédulo. Después de haber sobrevivido a la Frontera, a Titiaka y al océano, venía ese loco y casi lo mataba justo cuando por fin la posibilidad de volver a la estepa se volvía factible. ¿E iba a dejarlo con vida? Vaciló. Vaciló durante un buen rato. Y, de pronto, ocurrió algo inesperado: Zefrek soltó un sollozo y se puso a llorar.
—Mi pueblo me vendió —croó—. Mi propio pueblo me vendió. Yo no hice nada para merecer eso. Esa tradición estúpida… Yo no estaba enfermo. Era mi padre quien estaba enfermo. Pero mi pueblo me vendió de todas formas. Como a un traidor.
La desesperación de Zefrek estremeció el corazón de Dashvara. Estuvo a punto de darle una respuesta típicamente xalya y decirle que no se extrañase, que quienes lo habían traicionado eran Shalussis, que no había honor entre los Shalussis… Pero calló sabiamente.
—Lo lamento, Zefrek —murmuró—. ¿Puedo… hacer algo por ti?
El Shalussi asintió, aturdido.
—Mátame, Xalya. Tú mataste a mi padre. Mátame a mí también. Mi vida ya no tiene sentido. Soy un pirata. Un ladrón. Pero ni el oro significa ya nada para mí. Mátame —repitió.
Dashvara se había puesto lívido. Con la garganta seca, alzó una mirada hacia Zorvun. Er… Y ahora, ¿qué hago, capitán? ¿Le digo que se mate solito si tanto le apetece morir? Vio a Zefrek agrandar los ojos y desviarlos hacia su izquierda. Acababa de ver a Raxifar y sin duda debía de preguntarse qué hacía un Akinoa entre unos Xalyas. Dashvara se aclaró la garganta.
—Zefrek de Shalussi. Tú no eres un pirata. Eres un Shalussi. Eres un estepeño. No estás mortalmente herido, ni yo tengo nada contra ti. Por consiguiente, tu honor debería impedirte reclamar la muerte. —Se levantó y añadió—: Te presento a Raxifar de Akinoa. Tal vez ya os conozcáis. —Raxifar negó levemente con la cabeza—. Bueno, ahora os conocéis. El padre de Raxifar mató a mi padre y murió a manos de los Shalussis. Yo maté a tu padre, pero lo hice en nombre de Vifkan de Xalya. Y ahora… —meneó la cabeza sin esperanza— si me das tu palabra de que no intentarás matarme, yo prometo ayudarte a regresar a la estepa y recuperar a tu pueblo.
Arrodillado ante él, Zefrek jadeó, estupefacto. Hubo un largo silencio. Entonces, Dashvara ordenó:
—Soltadlo.
Orafe y Maef vacilaron.
—Dash —carraspeó el Gruñón—. ¿Estás seguro? Este hombre parece estar medio loco.
—No está loco —replicó Dashvara—. Sólo está perdido.
Esta vez no discutieron y dejaron de acorralar al Shalussi. Este se levantó con las piernas temblorosas.
—¿No vas a matarme?
Dashvara negó con la cabeza.
—No, a menos que no me des otra opción.
Zefrek esbozó una mueca de desdén.
—Malditos Xalyas. Nunca os entendí. —Su voz se quebró—. Yo ya no pinto nada en Rócdinfer.
—Tampoco aquí —le retrucó Dashvara—. Tu pueblo ha sido esclavizado por los Esimeos, Zefrek de Shalussi: tal vez puedas intentar ayudarlo. —Frunció el ceño ante el destello de sorpresa que se reflejó en los ojos del joven salvaje—. ¿No lo sabías?
Zefrek negó con la cabeza y murmuró:
—No. —Suspiró ruidosamente—. Malditos Esimeos.
Varios Xalyas sonrieron, Dashvara incluido.
—Está bien —pronunció Zefrek—. Si tú no me matas a mí, yo tampoco te mataré a ti. Supongo… que tenías razones válidas para matar a Nanda de Shalussi.
Dashvara tuvo la impresión de haber conseguido algo imposible. Pero el caso era que Zefrek le había dado su palabra. Y su instinto le decía que la mantendría. Al fin, Dashvara realizó un gesto de cabeza y respondió:
—Ojalá nunca tuviésemos razones válidas para matar a un hombre, Zefrek de Shalussi.
Un destello casi burlón pasó por los ojos del Shalussi. El destello se intensificó cuando giró levemente la cabeza y vio algo que pareció tomarlo por desprevenido. Dashvara se volvió para ver a un joven avanzar por el patio con una daga en la mano. Tenía la mirada fija en Raxifar y temblaba como un pájaro en su primer vuelo. Era Kuriag Dikaksunora. El joven estudiante había salido de la habitación de Lanamiag Korfú y, detrás de él, Fayrah y Lessi llegaban a la carrera, seguidas del esclavo de Kuriag. Exasperado, Dashvara soltó una maldición.
—¡Deja esa daga, Kur! —exclamó Fayrah con una voz aguda—. ¡No le hagáis daño! —suplicó.
Dashvara resopló. Qué ideas, sîzin. Pues claro que no voy a hacerle daño.
Intercambió una mirada con Raxifar y este se encogió de hombros. Dashvara puso los ojos en blanco cuando vio al joven Legítimo tirar la daga al suelo, hacia el guerrero akinoa, con un gesto despectivo. Lo oyó escupir:
—Yo no seré un asesino como tú.
—Un placer volver a verte, Kuriag Dikaksunora —lo saludó Dashvara con calma.
El joven ciudadano retrocedió. Su pecho ascendía y descendía frenéticamente.
—¿Un placer? —repitió Kur tembloroso.
Dashvara cruzó la mirada de Fayrah. Su hermana había trocado sus pomposos vestidos por una simple túnica malva. Su expresión reflejaba tensión y… miedo. ¿Pero de qué tenía miedo? Con una dulzura que lo asombró, Lessi se acercó a Kuriag y le tomó una mano.
—Ellos luchaban por su libertad, Kur —murmuró—. Luchaban por su vida. No son monstruos.
Kuriag retrocedió dos pasos más hasta que chocó contra uno de los muros del patio.
—Mi padre no estaba amenazando sus vidas —graznó. Su voz se ahogó pero el elfo permaneció firmemente de pie.
Atasiag intervino con tono pausado:
—Te equivocas, Excelencia. Menfag Dikaksunora dio la orden de matarme a mí y de aniquilar a mi guardia. Los Xalyas lucharon por su vida. Los Akinoa lucharon por la libertad. Y ahora, muchacho —añadió pacientemente—, escúchame. Tuviste la mala suerte de caer con unos piratas. Y tuviste la buena suerte de caer conmigo. Devuélveme el favor y deja de causar más problemas. En cuanto Lanamiag Korfú se recupere, tú, él y tus compañeros volveréis a Titiaka.
Los ojos verdes del elfo se llenaron de lágrimas de rabia.
—A cambio de un rescate —siseó—. Eres un bandido, Atasiag. Rayeshag Korfú jamás debería haber confiado en ti. Tu Ave Eterna está podrida. —Sus ojos se fijaron en los de Dashvara y agregó—: Y la tuya también.
Dashvara meneó la cabeza. Jamás hubiera creído oír a un extranjero darle lecciones sobre su Ave Eterna.
—No lo está —afirmó y dio unos pasos hacia él—. Te diré algo, Kuriag Dikaksunora. Si tu padre no hubiese estado provocando guerras por toda la costa, si no hubiese causado indirectamente la muerte de mi clan y el de Raxifar, si no nos hubiese esclavizado a mí y a mis hermanos… entonces te aseguro que no habría muerto bajo un hacha akinoa, porque sencillamente los Akinoa jamás habrían salido de la estepa. —Se detuvo a unos pasos escasos del estudiante y de Lessi y añadió con tono inflexible—: Si pudiese volver atrás y regresar a la Arena, volvería a actuar igual.
Kuriag le sostuvo la mirada.
—Mi padre tal vez fuera un criminal. Sé que lo era. Pero tú también lo eres. Con tus actos, has provocado la muerte de muchas más personas. —Sus labios temblaron—. Tu Ave Eterna está podrida —repitió.
Dashvara titubeó. Varios Xalyas sisearon, indignados; Zamoy bufó.
—¿Quieres que le cierre la boca, Dash?
Dashvara soltó un gruñido.
—Escúchame, Kuriag. El hecho de que el shaard Maloven te considerase digno de sus lecciones… me inspira respeto. Pero no puedes hablar de mi Ave Eterna no habiendo estado en mi situación. Obviamente, tu Ave Eterna es más inocente que la mía y, por lo tanto, es más pura y está menos… podrida. Ojalá la vida te depare sólo alegría. Ojalá no pierdas a toda tu familia, ni tengas que llevar a cabo venganzas que no sirven de nada, ni seas esclavizado por nadie. Revisa tus prejuicios. Intenta entender tu cultura. Intenta entender la mía y la razón de mis acciones. Nunca fui ningún Rey del Ave Eterna, tampoco sé si realmente puedo considerarme un señor, pero lo que si sé es lo que soy: un hombre del Dahars, que protege a sus hermanos como ellos lo protegen a él. Soy un Xalya, Kuriag. Y tú eres un titiaka. Somos diferentes, pero eso no tiene por qué ser malo. Simplemente, los titiakas deben dejar vivir a los estepeños en su estepa y no llevárselos a matar mílfidas y orcos o qué sé yo. Ya tenemos suficiente en la estepa con los nadros rojos, los escama-nefandos y los lobos sanfurientos. —Cerró la boca, la abrió y la volvió a cerrar en silencio. Ya había dicho suficiente.
Kuriag Dikaksunora parecía… curiosamente ensimismado. Cuando Dashvara acabó de hablar, sacudió la cabeza con suavidad. Todo rastro de ira había desaparecido de su expresión y asomó en sus ojos un eco de esa serena afabilidad que le había mostrado a Dashvara en Titiaka.
—Lo entiendo —murmuró—. Supongo que, en cierto modo, aunque me repugne reconocerlo, vuestras acciones eran… —su voz se redujo a un murmullo cuando pronunció—: justificadas. —Alzó una mirada decidida hacia Dashvara—. No comparto tu manera de pensar, Xalya, pero la entiendo. Disculpa por haber insultado tu Ave Eterna. El shaard Maloven me enseñó a ser una buena persona. Me enseñó a respetar la vida de todos los seres vivos. Me enseñó a huir de las intrigas, de la hipocresía y de la violencia. Soy cobarde tal vez por huir, en vez de enfrentarme. Pero yo soy así.
Dashvara sonrió, emocionado.
—El shaard Maloven no te enseñó a ser una buena persona —contestó—. Eso es algo que se enseña uno mismo constantemente.
Kuriag esbozó una sonrisa no del todo alegre.
—Tal vez, maestro. Tal vez.
Que lo llamase maestro ahora, después de tanta catástrofe, le pareció mucho más… valioso, aunque no menos ridículo. Súbitamente, Dashvara le tendió una mano y Kuriag, sorprendido, se la estrechó.
—Eres el mejor alumno que he tenido —declaró Dashvara y añadió con tono de mofa—: También es cierto que eres el primero.
Oyó varios resoplidos detrás de él.
—Eres tremendo, Dash —comentó Makarva mientras Kuriag amagaba una sonrisa vacilante.
—Era para animarlo un poco —se justificó Dashvara.
—Bueno —intervino el capitán Zorvun con tono ligero—. Esto ha estado emocionante. Hija mía, si tienes pensado casarte con ese joven federado, avísame antes para que le dé unas buenas lecciones de cómo debe ser un buen esposo xalya.
Lessi se ruborizó mientras los Xalyas se carcajeaban, pero no soltó la mano de Kuriag. Este se había puesto rojo como una garfia. Dashvara sonrió atusándose la barba. Ambos tenían el corazón tan ingenuo que estaba seguro de que se llevarían de maravilla.
—Bien, bien, bien —lanzó de pronto una voz estruendosa desde un corredor—. ¡Qué manías con invadir tu casa de bárbaros, Atasiag Peykat!
Todos se giraron para ver a Kroon salir al patio en su silla de ruedas. Lo seguían Azune, Rowyn, Axef, Aligra y… Sheroda. El patio empezaba a estar más que abarrotado. Sonriente, Atasiag se allegó al monje-dragón, le palmeó el hombro y le replicó con sorna:
—Serán bárbaros, pero qué bien te han ayudado a subirte al barco durante la fuga, ¿eh?
A Kroon no se le veían los ojos, por supuesto: seguía llevando sus aparatosos anteojos negros.
—Bah —respondió—. Ayuda innecesaria. Estoy seguro de que, con la urgencia y tal, habría podido levantarme y correr como una liebre.
Dashvara se echó a reír con los demás. El humor de Kroon no era muy diferente del humor xalya, estimó. Se fijó entonces en que Zefrek de Shalussi se removía inquieto y se acercó a él mientras los demás charlaban alegremente.
—¿Sabes que casi me mataste con esa maldita daga, Shalussi? —le soltó con tono amigable.
Zefrek hizo una mueca.
—¿En el carromato? Mm. Ciertamente, si ese joven Rokuish no hubiese mandado un mensaje a su familia unas semanas más tarde, habría jurado que estabas muerto. Te perforé los pulmones.
—Casi —matizó Dashvara.
Por alguna razón, Zefrek de Shalussi sonrió, aunque su sonrisa le salió torcida.
—Estos años han sido un infierno —gruñó. No se autocompadecía: era una simple constatación.
Dashvara le devolvió una sonrisa tétrica.
—Pues no te prometo que los siguientes no lo sean, pero confío en que serán mejores. —Le palmeó el brazo—. No se pierde nada por ser optimista, Shalussi.
Se alejó hacia donde había visto desaparecer a Fayrah, en la habitación de Lanamiag Korfú. Encontró a su hermana arrodillada junto a una cama. El Legítimo yacía ahí, pálido como la muerte y profundamente dormido… a menos que estuviese muerto. Dashvara vaciló. No quería entrometerse, pero tampoco quería dejar a Fayrah sola, consumiéndose junto a ese joven federado. Finalmente, dio un paso en el interior de la habitación, sacó la estatuilla del águila que le había devuelto el inspector de Compasión y la posó en un baúl, al pie de la cama. Cruzó la mirada brillante de su hermana y tragó saliva antes de inclinar la cabeza y murmurar:
—Se recuperará, sîzin. Confía en él.
Sonrió, reconfortante. No sólo los Xalyas resucitan, sîzin. La dejó ahí y volvió junto con sus hermanos y su naâsga.
—¿Una partida de katutas, Dash? —propuso Makarva.
—¿Aún conservas el tablero? —se extrañó este.
—¡Ja! Y pues sí. No me habría ido sin él —bromeó—. Por cierto, también tengo tu diccionario. Y tu sombra —sonrió.
—¡Yo me apunto! —exclamó Zamoy aproximándose a ellos—. Habláis de las katutas, ¿no?
Dashvara asintió y se miró las uñas.
—Ey, Mak, ¿no nos tendrás preparada una de tus makarvadas?
Makarva soltó un falso lamento de indignación.
—¿Por quién me has tomado, Dashvara de Xalya? ¡Tengo bastantes más de una!
Riendo, este le dio un empujón fraternal y, mientras seguía a sus hermanos fuera del patio, procuró no mirar en dirección de Sheroda. Sin embargo, antes de meterse en el corredor, tuvo la mala idea de girarse hacia ella. La shijan lo observaba. Y sus ojos dorados parecían querer traspasar los suyos para descuartizar su mente.
Tú serás una shijan y un alma pura y sin tachas, pensó. Pero yo soy humano. Enteramente humano. No me puedes pedir que deje de serlo. No me puedes pedir que actúe siempre correctamente. El Ave Eterna pierde plumas. Siempre las pierde. Lo importante es no perderlas todas antes de morir.
Dashvara continuó su camino preguntándose qué era lo que les depararía ahora la vida. Seguían viviendo en casa de Atasiag, su «amo», y aún llevaban su sello, su magnífico dragón rojo, en el brazo. Y lo llevarían hasta la muerte. Quedaba por saber cuándo sobrevendría esta. Pero tampoco valía la pena pensar en ello. Lo cierto era que era mejor no pensar en ello.
Sonrió al repetirse unos pensamientos a los que había estado dando vueltas durante los últimos días en Compasión.
El destino no está escrito, y es un consuelo saberlo. ¿Qué interés tendría el tiempo si se conocieran sus misterios? Un sabio estepeño decía que el mundo da vueltas como una peonza loca, que nunca sabes hacia dónde te llevará pero que, mientras lo veas girar, mientras vivas, siempre encontrará la forma de sorprenderte. O de herirte. O de hacerte reír. Al final siempre encuentra la forma de matarte. Es un hecho: la eternidad nunca tuvo interés salvo para los que no la gozan. Todo ser tiene una vida limitada y hace lo que puede con ella. Yo hago lo que puedo con la mía.
Instalado alrededor de una gran mesa, en la cocina, recogió unos dados, los sopesó y, con una sonrisa afable, los tendió a Raxifar.
—Me honrarías si jugaras con nosotros, Raxifar de Akinoa.
El guerrero negro alzó sus pobladas cejas, echó un vistazo indefinible a los rostros de los Xalyas y, finalmente, tras una larga vacilación, aceptó los dados. Y se los tendió a Zefrek.
—Me honrarías si jugaras conmigo, Zefrek de Shalussi.
El Shalussi rechazó los dados.
—No jugaré a un juego de los Antiguos Reyes.
¿Sabes, Zefrek? Esperaba que dijeras eso. Dashvara se cruzó de brazos e intervino:
—No es un juego de los Antiguos Reyes. Las katutas las inventaron los dazbonienses.
Makarva bufó por lo bajo: Dashvara ya le había explicado la teoría de Hadriks, pero esta nunca lo había convencido del todo. A decir verdad, a Dashvara tampoco, pero aquel momento era más que oportuno para sacarla. Los ojos de Zefrek sonrieron por primera vez.
—Debo confesar que de pequeño jugaba a las katutas a escondidas con unos amigos. —Vaciló. Echó un vistazo a la mano tendida del Akinoa, miró a este a los ojos y, de pronto, con desenfado, cogió los dados. Dashvara le presentó una silla para que se uniera a ellos. Como si fueran a iniciar algunas importantes negociaciones entre clanes, Zefrek y Raxifar se sentaron con la prestancia de dos reyezuelos.
Dashvara sonrió.
Maldito orgullo.
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Nota del Autor: ¡Fin del tomo 2! Espero que hayas disfrutado con la lectura. Para mantenerte al corriente de las nuevas publicaciones, puedes seguirme en amazon o echar un vistazo al sitio web del proyecto donde podrás encontrar mapas, imágenes de personajes y más documentación.