Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos
—Despierta…
—Despierta, Dash…
—¡Despierta, por todos los demonios!
Dashvara inspiró y se atragantó con el humo. ¿Humo? Meneó la cabeza para despejar su mente y entreabrió los párpados. Se encontró con los ojos oscuros e intensos del capitán.
—Estoy despierto —masculló al fin. Le dolía algo, y mucho. La cabeza, entendió. Paseó una mirada aturdida por la habitación iluminada por un candelabro. Afuera, en la noche, se oían gritos—. ¿Dónde…?
—En casa de Zaadma —contestó el capitán—. Salisteis de la Arena de milagro. Toda Titiaka está en fuego. Y ahora levántate, hijo. ¿Puedes levantarte?
Dashvara trató de acordarse… y lo consiguió sólo a medias. Sabía que tanto Raxifar como él habían combatido como serpientes rojas. Recordaba en un momento haber perdido uno de los sables. Había recuperado uno sobre un guardia. Luego habían venido las ilusiones de los Ragaïls. Centenas de ciudadanos habían invadido las gradas superiores gritando «¡Por la Unión!» y «¡Por Titiaka!». Los gritos y la lucha habían recorrido toda la Arena. Entonces, Raxifar, recobrando un inesperado rayo de razón, lo había empujado hacia un túnel gritándole que corriese. Dashvara había corrido con él y con la decena de Akinoa que había aguardado fielmente a Raxifar. Vapuleados de todas partes, habían corrido y, reventado, Dashvara había acabado por perder el equilibrio en las escaleras. Había rodado hasta abajo, llevándose a varios guardias por delante. No recordaba nada más.
—Oh… —gimió mientras el capitán lo ayudaba a levantarse—. Al final realmente me voy a creer eso de la resurrección. ¿Cómo es que sigo vivo?
El capitán sonrió.
—¿Y me lo preguntas a mí? Bueno, si realmente quieres saberlo, creo que se lo debes en gran parte a los Akinoa.
Dashvara lo vio echar un vistazo hacia atrás y siguió la dirección de su mirada. Se quedó sin aliento. Raxifar estaba ahí, vivo, tendido en una cama como él. Estaba herido y Zaadma se dedicaba a envolver su brazo en un vendaje. Dashvara se arrastró hasta él y constató que estaba despierto.
—Raxifar —pronunció con voz cansada. Sus miembros temblaban por la fatiga.
—No tiene heridas mortales —musitó Zaadma con una vocecita—. Sobrevivirá… normalmente.
La dazboniense tenía las mejillas empapadas de cenizas y lágrimas. Por toda respuesta, Dashvara se contentó con mover ligeramente la cabeza en signo de gratitud.
—Tenemos que marcharnos —soltó una voz entre apremiante y temblorosa—. O el barco saldrá sin nosotros.
Dashvara vio a Rokuish en el recuadro de la puerta; llevaba un saco a la espalda y un sable al cinto.
—Xalya… —murmuró entonces Raxifar. Arrodillado ante su lecho, Dashvara se volvió hacia el Akinoa. Este sonreía—. Maté al Maestro. Lo maté yo.
Dashvara meneó la cabeza y sonrió con tristeza.
—¿Dónde está tu pueblo, Akinoa? —susurró. No esperaba una respuesta, pero Raxifar se la dio de todas formas con una fúnebre concisión:
—Muerto.
Muerto. La palabra entró en el corazón de Dashvara como un soplo frío y absurdo. Sintió que el capitán lo ayudaba otra vez a levantarse. Tendió unos brazos hacia el Akinoa.
—Levántate, Raxifar.
El hombre lo intentó. Pero no pudo. Tampoco lo intentó mucho. Suspiró:
—Explícame para qué.
—Capitán, ayúdame —pidió Dashvara con desesperación en la voz.
Entre Zorvun y él, levantaron al gigante. Era evidente que este tampoco los ayudaba de buena gana.
—No podremos llegar al barco a tiempo —dejó escapar Rokuish como un lamento.
—¿Dónde están los demás? —inquirió Dashvara. Le costaba articular cada sílaba—. ¿Y Atasiag?
—Se fueron en barco —contestó el capitán. Ante la mirada curiosa de Dashvara, agregó—: Les ordené que se marcharan. Nos hemos quedado Arvara y yo, para sacarte de aquí.
—Pues es una suerte que me hayáis encontrado vivo, entonces —resopló Dashvara—. Bueno, allá vamos. —Soltó una risita no del todo cuerda—. ¿Son los Unitarios los que están causando todo ese barullo?
Nadie le contestó porque en ese instante alguien dio una patada en la puerta de la herboristería gritando:
—¡Muerte a los Legítimos! ¡Viva Titiaka!
Siguió su camino repitiendo su estribillo. El capitán carraspeó.
—Unitarios —confirmó al fin—. Salgamos. Shalussi, deja ese saco. Sólo nos retrasará.
—No será lo que más nos retrase —le retrucó Rokuish.
Apoyándose el uno en el otro, Dashvara y Raxifar cojearon hacia la salida los primeros. Afuera, entre la penumbra relativa de la noche incendiada, vieron a un Arvara alerta blandiendo un hacha de dos manos. El Gigante le dedicó a su señor una mueca de alivio y Dashvara advirtió que hacía todo lo posible por no mirar al Akinoa a la cara.
El exterior era un verdadero caos. A lo lejos, se veían altas llamas elevarse de algunos grandes edificios.
—¿Para qué…? —murmuró Raxifar otra vez.
Dashvara tensó la mandíbula.
—Para vivir, Raxifar. Tal vez queden más Akinoa en la estepa. Tal vez puedas ayudarlos.
El Akinoa sacudió la cabeza. No contestó, pero cuando se pusieron a caminar siguiendo a Arvara, Dashvara sintió que Raxifar lo sostenía más que él. Zaadma, pese a su embarazo, los adelantó caminando con rapidez; Rokuish la seguía echando miradas inquietas a su alrededor. Sin embargo, la gente con la que se cruzaron estaba demasiado preocupada por sus propios problemas como para meterse con ellos. Había esclavos artesanos que salían de sus tiendas con grandes sacos, esperando aprovechar el caos para fugarse o quién sabe qué. Algunos ciudadanos habían atrancado sus portales y permanecían encerrados en sus casas, esperando a que toda aquella locura terminara. Tal vez creían que la paz amanecería con el alba pero, visto el número de Unitarios que se había sublevado en la Arena, no había nada menos seguro.
De pronto, Dashvara se paró en seco. Su mente se había puesto a funcionar un poco mejor y acababa de recordar un detalle importante.
—¡Capitán! —jadeó—. No logré encontrar a Fayrah y a Lessi.
Abrió la boca, la cerró y el capitán Zorvun meneó la cabeza.
—Lanamiag Korfú las sacó de la Arena. Yorlen las guió hasta el puerto y Rowyn las hizo subir a un barco. Están a salvo, Dash. Tranquilo.
Dashvara inspiró hondo.
—¿Y Yira?
—Se quedó con el barco que nos tiene que esperar. Anda, sigue avanzando.
Dashvara siguió avanzando sin poder creer que, finalmente, la mayoría habían conseguido salir vivos de ahí. Sólo faltaban ellos. Miró a Zaadma y a Rokuish y apretó los dientes jurándose que no morirían en Titiaka. Anda que no me iba a reír si salgo vivo de esta, pensó con una carcajada interior.
No se dirigían hacia el puerto de Alfodín, sino hacia el de Xendag. Estaban acercándose al cuartel general, medio corriendo medio trastabillando, cuando oyeron un ruido estruendoso de refriega. Ante la muralla que separaba el barrio de Sacrificio del de Sibacueros, varias decenas de ciudadanos luchaban cuerpo a cuerpo contra unos guardias ragaïls. Estos últimos estaban superados totalmente por el número, pero aguantaron un buen rato detrás de sus escudos antes de comenzar a replegarse seriamente. Minutos después, fueron atacados por el otro lado, por ciudadanos venidos de Sibacueros, y no tuvieron otra salida que huir por el interior de la muralla. Desaparecieron a la carrera mientras los Unitarios soltaban gritos de victoria. Dashvara y los demás pasaron junto a ellos tratando de fundirse entre la multitud y minutos después caminaban por Sibacueros. Raxifar soltó una risa sarcástica.
—Gracias por abrirnos el camino —comentó.
Dashvara sonrió con aire fúnebre.
—A ver cuándo volvemos a la estepa y dejamos a estos salvajes atrás.
—Salvajes —escupió Raxifar.
Se echaron a reír nerviosamente y el capitán les echó una mirada sombría.
—Avanzad, maldita sea, ¿queréis que el barco nos deje plantados en este infierno?
Evitaron a una tropa de ciudadanos enfurecidos, se alejaron de la Casa del Préstamo y se metieron en las callejuelas del barrio, sumidas en las sombras. Ahí, afortunadamente, no se había ocasionado ningún incendio. Dashvara ponía un pie delante del otro sin ver muy bien adónde iba, y no porque fuera de noche, sino porque su visión se nublaba por momentos. Tenía la cabeza como en una burbuja y los gritos resonaban a su oído como lamentos lejanos sacados de una pesadilla. Llegaron a los muelles sin incidentes y Rokuish dejó escapar una exclamación de profundo alivio:
—¡El barco sigue ahí!
El puerto estaba abarrotado. La gente corría por todos los lados buscando un barco en el que meterse. El puerto de Xendag no tenía grandes navíos, la mayoría eran barcos pesqueros, y Dashvara se preguntó cómo debía de estar el puerto de Alfodín en aquel momento. Probablemente mucho peor que aquello.
Un ciudadano de grandes proporciones se empotró contra Dashvara y este, perdiendo la poca fuerza que le quedaba, se desplomó. Oh… diablos. Mira un poco por dónde vas, federado. Raxifar lo sostuvo de un lado y Arvara del otro y siguieron avanzando hasta que Dashvara consiguió retomar cierta compostura. Finalmente, el capitán Zorvun perdió la paciencia y desenvainó los sables vociferando:
—¡Calmaos! ¡Abrid paso!
La gente se puso a gritar y unos cuantos se tiraron al agua. La capacidad del capitán para calmar a la gente era admirable. El camino se liberó y no tardaron en llegar al muelle en el que estaba amarrado el barco que los esperaba. Yira estaba ahí, en la pasarela, con el sable desenvainado apuntando a unos hombres libres que intentaban subirse.
—¡Zorra! —le gritaba uno—. ¡Me has herido el brazo!
Zorra tú mismo, bufó Dashvara, ultrajado. Oyó de pronto a uno de los marineros aullar:
—¡Soltad las amarras…!
Una silueta lo hizo acallar amenazándolo con la punta de su espada. Dashvara agrandó los ojos cuando la reconoció. Era el Honyr Sirk Is Rhad.
—¡Ya vienen! —exclamó en la proa Atsan Is Fadul.
Entre Yira, Rokuish y el capitán, despejaron la zona y Dashvara cruzó la pasarela como en un sueño. Con las piernas flaqueando, se dejó caer en un rincón junto con Raxifar. Por poco no fue arrastrado hacia la inconsciencia. Inspiró el aire de la noche y echó un vistazo al barco pesquero en el que se había metido. Estaba lleno de personas desconocidas, esclavos en su mayoría, que se rebullían impacientes, anhelando salir de Titiaka cuanto antes. Gracias por haberme esperado, extranjeros… Su sonrisa irónica apenas logró dibujarse en su rostro.
—Ahora sí, marinero —gruñó Sirk Is Rhad—. Soltad las amarras. —Enseguida se giró hacia Dashvara y se agachó junto a él con ojos vivaces—. ¿Estás herido, sîzan?
Dashvara trató de enderezarse un poco.
—No.
—¿Y este? —añadió el Honyr con la mandíbula tensa. Su mirada se había posado en Raxifar. Dashvara sonrió cansadamente.
—Ha luchado bien junto a mí —contestó—. Y me ha salvado la vida. Tengo la impresión de que todos me salvan la vida y yo no salvo la de nadie.
Sirk Is Rhad realizó un gesto de cabeza y se apartó cuando se aproximó Yira. Dashvara le cogió una mano a la sursha. Los ojos de esta última se habían quedado como paralizados por tanto cataclismo. Tal vez los incendios le hubiesen evocado malos recuerdos.
—Ya ha pasado lo peor —aseguró Dashvara—. O al menos eso espero. Todavía podemos morirnos ahogados. A mí nunca me gustaron mucho los barcos. Sólo… —jadeó sin aliento. Su visión se le nublaba—. Sólo cogí uno una vez para venir hasta aquí. —Parpadeó—. No te veo bien.
Sintió la mano enguantada de Yira sobre su mejilla.
—No porque no me veas no estoy cerca de ti —susurró.
Dashvara resopló, divertido. Yira había pronunciado esa misma frase el segundo día en que se habían conocido, en un contexto totalmente diferente. Tembloroso, sacó las fuerzas suficientes para inclinarse y posar un beso sobre su frente velada.
—Naâsga —murmuró con dulzura. Iba a dejarse arrastrar por el agotamiento cuando un súbito pensamiento lo espabiló—. ¡Tahisrán! —resolló—. Me he olvidado completamente de…
—Está bien, Dash —suspiró el capitán mientras se sentaba junto a ellos—. Ya te he dicho que todos están bien. Bueno, menos Kodarah. Se ha vuelto a torcer el tobillo corriendo. Y ahora deja de preocuparte y duerme. Tienes cara de muertoviviente.
Dashvara hizo una mueca e, inconscientemente, miró a Yira. Rió quedamente. No pudo evitarlo.