Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos
Cuando abrió los ojos, lo hizo zarandeado por toda una tropa de brazos y amonestado por exclamaciones exasperadas.
—¡Arriba, Dash! —soltaba Zamoy.
—¿Eh? —replicó estúpidamente Dashvara.
—Está totalmente ido —dijo otra voz.
Tuvieron que tirarlo de la cama para acabar de sacarlo de su profundo sueño. Dashvara se dio cuenta de ello cuando se encontró tendido ahí, en el suelo, arrebujado en su manta.
—Ave Eterna —murmuró, masajeándose la cabeza; la tenía embotada como si hubiese bebido una botella entera de vino.
Al fin, se enderezó y, al ver a Zamoy llegar con un bol de agua, se levantó de un bote y exclamó extendiendo una mano:
—¡Ya estoy despierto!
El Calvo le arrojó el agua igualmente. Dashvara escupió, consideró un segundo la posibilidad de arremeter contra su primo y, al constatar que este se había alejado corriendo, suspiró.
—Ay de mí. Miflin, ¿cómo lo aguantas?
El Poeta contestó sabiamente:
—¡Oh, estolidez soberana! Llaga insana, letra vana: no se te ocurra escucharla.
Dashvara resopló varias veces mientras agarraba la ropa. Zorvun estaba explicándoles a los demás todo lo del contrato.
—¿Pero qué se ha creído ese hombre? —se indignó Sashava. Estaba rojo como si lo hubiese picado una saraviesa. Sedrios el Viejo se pasaba una mano por su barba blanca, sombrío, Maef y Orafe tenían cara de mala uva… La mañana prometía.
Cuando Dashvara se abrochó el cinturón, frunció el ceño.
—¿Y mi belsadia?
Nadie le hizo caso, menos Tsu. El drow se acercó, explicando:
—Te la he quitado. Una cosa es que mastiques una hoja al día y otra que te atiborres a belsadia.
Dashvara se ruborizó.
—El médico de Akres dijo…
—El médico de Akres es un diumciliano. Y de todas formas, dudo que te dijera que masticaras varias hojas a la vez. El efecto se amplifica. Cinco o seis hojas de estas juntas pueden sumir a un hombre en un eterno letargo.
Dashvara inspiró de golpe. Ni siquiera se había molestado mucho en contar cuántas había cogido. Suponía que sólo dos pero…
—No se bromea con las medicinas —concluyó Tsu con dureza.
Cuando lo miraba con esos ojos inflexibles, daba la impresión de que estuviese riñendo a un niño. Dashvara carraspeó.
—Está bien. Deshazte de eso. De todos modos, no necesito plantas para curarme, sólo tiempo.
El destello férreo en los ojos de Tsu se desvaneció.
—Por supuesto. ¿Así que ese Atasiag realmente pretende liberarnos?
Dashvara echó un vistazo a los demás Xalyas. Les habían traído un saco entero de panes para el desayuno, con el fin de ahorrar tiempo probablemente. Eso significaba que, en unos escasos minutos, reanudarían el viaje y que, si no se daba prisas, se iba a quedar sin su parte.
—Nos liberará —afirmó al fin, intentando parecer convencido.
La respuesta le arrancó a Tsu una sonrisa y Dashvara se la devolvió antes de apresurarse a coger uno de los últimos panecillos que quedaban. Masticándolo, regresó a su litera donde encontró su saco abultado.
—¿Qué tal por la ciudad, Tah?
La sombra rió mentalmente.
“¡Estupendamente! No sabes lo interesante que puede ser una ronda nocturna por Seraldia. Una lástima que me perdiera tu conversación con Azune. Parece que también fue interesante.”
Dashvara puso los ojos en blanco.
—Todo lo interesante que puede ser la firma de un contrato.
Advirtió que uno de los esclavos al fondo de la habitación lo miraba con extrañeza. ¿Pensando que hablo solo, buen hombre? Dashvara sonrió y le arrancó otro trozo a su pan.
Tuvo que engullir lo que le quedaba de su panecillo andando hacia los carros. El sol no llevaba levantado más de dos horas, pero ya salían y entraban carretas por la puerta norte de la ciudad. La ruta de Titiaka seguía bordeando el río Satil rumbo al noroeste durante horas hasta que se alejaba a través del Bosque de Cristal hacia la Gran Muralla. Acababan de salir de Seraldia cuando el capitán le preguntó a uno de los transportistas titiakas que los conducían cuántas horas se necesitaban para llegar en carro a la capital.
—Entre ocho y nueve técnicamente, yendo a buen paso —le contestó el titiaka—. Contando la pausa en la Gran Muralla y el tráfico, calcula unas doce horas. Llegaremos para cuando se acueste el sol.
Aquellos soldados eran muy distintos a los del día anterior: vestían el uniforme con la prestancia de unos heraldos, portaban al cinto vainas de espada cubiertas de florituras y varios de ellos, además de la insignia de los migradores, exhibían en sus tabardos otros blasones de lo más artísticos. Intrigado, Dashvara se lo mostró a Tsu.
—¿Esos pertenecen a varias guardias a la vez?
El drow se encogió de hombros.
—Son blasones de casas poderosas de Titiaka que poseen su guardia personal. Les gusta mandar de cuando en cuando a alguno de sus hombres a las patrullas, para mostrar su riqueza. —Esbozó una sonrisa—. No trates de entenderlos: es inútil.
—Extranjeros —masculló Zamoy con un suspiro.
Los carros avanzaban menos rápido que entre Akres y Seraldia porque no paraban de cruzarse con otras carretas, jinetes y gente andando. Makarva y Dashvara habían retomado la famosa partida de naipes. Al cabo, el primero soltó una risita maligna y enseñó su juego:
—Llevaba más de doce horas queriendo hacer esto.
Dashvara examinó las cartas con expresión horrorizada. ¡Tenía una escalera de Senadores!
—A ver las tuyas —soltó Makarva, triunfal.
—Espera, espera, espera —se agitó. Escudriñó sus cartas, luego le miró a su amigo con cara de adversario desconfiado y, al fin, mostró su juego proclamando—: ¡La mano es mía!
Makarva soltó un lamento mientras Dashvara se carcajeaba. No ganaba el juego, pero tampoco Makarva. En principio, no se podía acabar en tablas jugando a las republicanas, pero es que no jugaban exactamente al juego original, sino a una deformación que había ido perfeccionándose con los años y había obtenido el nombre de «xalyanas» por unanimidad.
Dashvara estuvo un momento regodeándose y Makarva refunfuñó.
—Cualquiera diría que ha ganado la partida…
—¿Y no es cierto? —replicó alegremente Dashvara.
—No lo es.
—Bah. Es lo bueno con las xalyanas: los dos adversarios pueden ganar. ¿No es maravilloso? —Hizo un ademán entusiasmado—. Ojalá el mundo no tuviese perdedores. Ojalá pudiésemos…
—¡Aaaar! —intervino Zamoy con cara de mártir—. No te vayas por las ramas, primo, que te conozco.
—Qué exagerado.
—De exagerado nada. —Tuvo una sonrisa pícara y le dio un codazo a Makarva—. Oye, Mak, ¿cómo lo aguantas?
Este puso cara de estar intentando recordar algo y al fin apuntó:
—Oh, estupidez soberana: no se te ocurra escucharla.
Dashvara rió quedamente y le dio un codazo a Miflin, sentado a su lado.
—Menuda pareja de loros, ¿eh?
El espíritu del Poeta bajó de las estrellas; este masculló entre dientes.
—¡Maldición! Cualquiera se inspira en tal compañía. Estaba en uno de esos estados en los que no consigo meterme en meses.
—¿Otra vez? —se interesó Dashvara—. Hace unos días dijiste lo mismo.
—Mmpf. El tiempo no es lo mismo para un poeta, Dash. Creo que ya te lo expliqué.
Dashvara levantó los ojos al cielo y propuso otra xalyana. Se apuntó Zamoy y jugaron varias partidas rápidas mientras el sol empezaba a pegar cada vez más fuerte sobre sus cabezas. En un momento, Tahisrán intervino, pensativo:
“A veces me digo que es una pena ser perceptista. Yo no podría jamás jugar como vosotros.”
Dashvara enarcó una ceja, incrédulo.
—¿Sabrías reconocer las cartas sin mirarlas? —Percibió su asentimiento e e intercambió con Makarva una ancha sonrisa impresionada—. Diablos. Deberías hacerte jugador profesional, Tah. Podrías hacerte rico. Dicen que en Titiaka se mueve mucho dinero en las casas de juego.
“Mmpf. No, gracias, Dash. La verdad, prefiero las katutas. Esto de las cartas no tiene mucho misterio.”
—Te propongo otro juego —intervino Miflin con el típico tono grave que adoptaba cuando iba a soltar una de sus genialidades—: El juego de la poesía, se llama. Se juega con sílabas, rimas y una fuerte emoción.
—¡Uy! Cuidado, Tah —se apresuró a decir Zamoy—. Miflin puede ser más persuasivo que un sacerdote Esimeo. No caigas en sus inspiradas redes o las rimas más garrafales te perseguirán hasta el final de tus días. Te lo digo yo, que conozco a este sujeto incluso antes de que naciera. Cuentan las leyendas que cuando nuestra madre nos dio a luz, el Poeta lanzó sus primeros berridos en verso contando las sílabas hasta ocho. Y rimaba: ¡Buaaaaaaaah! ¡Buaaaaaaaah! —El Calvo berreó con tal maestría que, pillados por sorpresa, Makarva y Dashvara estallaron en risas.
—¡Bah! —protestó Miflin—. Tener hermanos para que te calumnien —masculló.
Dashvara oyó unos cascos rápidos contra el empedrado del camino y su sonrisa se borró al ver a una figura con máscara de bronce pasar ante ellos al galope, adelantar los carruajes y alejarse rápidamente rumbo a Titiaka. El silencio cayó en el carro.
—¿Era ella, Dash? —preguntó Lumon.
Dashvara carraspeó y suspiró.
—Lo era —confirmó.
Tardaron más de cinco horas en llegar al Bosque de Cristal. Era el primer gran bosque que Dashvara había visto en su vida y recordaba haberse sentido impresionado, tres años atrás, cuando lo había cruzado a pie. Desde luego, era mucho menos intimidante que la inextricable maraña de las marismas de Ariltuán. Su sotobosque, espaciado, estaba cubierto de musgo y, de los árboles, caían lianas de savia cristalizada, centelleantes bajo la luz del sol. En cuanto el camino viró directamente hacia el norte, Dashvara avistó la Gran Muralla aunque los carros necesitaron una hora más para alcanzarla. Gruesa de una decena de pasos, la muralla medía unos cincuenta pies de altura. Era uno de los Cinco Grandes Sacrificios de Titiaka, construido más de un siglo atrás cuando todavía Diumcili era un reino y no se habían unido los tres cantones en una federación. Mientras se acercaban a la portentosa construcción, Dashvara se fijó en la cara sombría de Tsu y lo interrogó con la mirada.
—Estaba pensando en todos los esclavos que tuvieron que morir construyendo eso —explicó el drow—. Dicen que fueron miles.
Dashvara se estremeció y se volvió a mirar la Gran Muralla sintiéndose de pronto mucho menos embelesado.
Ante las puertas, unos guardias los detuvieron y los hicieron bajar a todos del carro gruñendo como contramaestres acostumbrados a tratar con todo tipo de gente. Los condujeron a un patio del otro lado de las murallas y, mientras un escribano verificaba sus marcas en el brazo, uno de los patrullas titiakas fue repartiendo la comida. En la zona, reinaba un trajín constante. Decenas de carruajes se habían detenido en los patios, junto a las tabernas que bordeaban la ruta. Entraban y salían viajeros de los establecimientos, grupos de guardias haraganeaban entre los carros y algunos comerciantes ahorradores, habiendo traído su propia comida, se habían instalado en la hierba y los pretiles que rodeaban el gran patio. Dashvara acababa de sentarse con su bol de garfias cuando vio bajar de una diligencia a una familia con cinco hijas engalanadas como si fueran a asistir a algún baile. Cuando dos de ellas rieron por lo bajo, se dio cuenta de que las estaba mirando descaradamente y trasladó de nuevo la atención a sus garfias. Carraspeó:
—Makarva.
—¿Mm? —dijo este. Sentado, con el bol olvidado entre las manos, su amigo les sonreía a las muchachas dedicándoles su sonrisa más encantadora. Dashvara ahogó una risa burlona.
—Se te van a enfriar las garfias.
Makarva bajó la vista hacia su bol y puso los ojos en blanco.
—Ya estaban frías cuando nos las sirvieron. —Retomó su contemplación sin abandonar su sonrisa—. ¡Ah, Dash! Menudo día más estupendo, ¿no te parece?
Dashvara no contestó de inmediato. Observó a las cinco jóvenes mientras estas entraban en una de las tabernas riendo y charlando como cotorras. Dashvara sonrió. Diablos, le parecía que habían transcurrido milenios desde que había contemplado unas expresiones tan inocentes como aquellas. Las mílfidas estaban espiritualmente como a veinte mil millas de esas alegres muchachas. Un día estupendo, había dicho Makarva…
—Malditamente estupendo —aprobó con vivacidad.
Una risa reprimida lo distrajo y se fijó en que Lumon, Alta, Boron y Tsu los miraban con caras socarronas. Resopló.
—¿Qué les pasa? —refunfuñó Makarva.
Dashvara se encogió de hombros.
—Bah, déjalos. Como dice Miflin: la tontería soberana, ni se te ocurra escucharla.
Tuvieron más tiempo que el día anterior para desentumecerse las piernas y, cuando volvieron a subir a los carros, se sentían preparados para las cinco horas de viaje que les quedaban. El sol golpeaba fuerte y los conductores colocaron el toldo antes de reanudar la marcha. A partir de ahí, fueron todo granjas, bosquecillos, riachuelos y colinas. De cuando en cuando, se avistaban grandes mansiones y castillos. Sentado esta vez en la parte trasera del carro, Dashvara se ocupó observando el paisaje. La mayoría de los campos eran de viñas y hortalizas y adivinó que quienes los cultivaban debían de ser muy probablemente «trabajadores»: llevaba el suficiente tiempo en Diumcili como para saber que la economía de toda la Federación se basaba en los esclavos.
Con el toldo, pronto un calor asfixiante se acumuló en el carro y Dashvara empezó a cocerse como una garfia en agua hervida. La piel donde le habían marcado el dragón rojo comenzó a escocerle tanto que hubiera jurado que un nido de saraviesas lo estaba atacando a traición. Pronto constató que sus compañeros se enfrentaban al mismo problema y, al igual que él, poco les faltaba también para derretirse, en especial a Tsu. Cuando vio sudor en la frente del drow, Dashvara se preocupó; normalmente sólo transpiraba cuando se encontraba ya en un punto paroxístico. Dos veces un patrulla les distribuyó cantimploras de agua y dos veces le dieron dos enteras a Tsu, rociándolo con una y asegurándose de que bebiera. En un momento, el drow masculló algo sobre la hipertermia y no sé qué y Dashvara temió que empezara a delirar.
Sin embargo, sus temores se desvanecieron cuando, al de unas tres horas de viaje, se levantó una brisa fresca que vino a barrer el aire de la sauna en la que estaban metidos. Fue como una liberación. De aletargados por el calor pasaron a soñolientos. En unos minutos, Miflin y Kodarah terminaron apoyados el uno contra el otro como para compartir sus sueños. Arvara el Gigante estaba a punto de aplastar a Lumon bajo su peso y Boron dormía plácidamente sentado, con la barbilla caída contra su pecho. Soñando más que pensando, Dashvara se quedó absorto contemplando el camino que iban dejando atrás. En un momento, cruzó los ojos oscuros de una viandante y por poco no dio un sobresalto pensando que era Zaadma. Luego, se trató de loco cuando comprobó que el rostro de la mujer no tenía parecido alguno. Que el Ave Eterna me devuelva mi juicio, suspiró, recobrando la calma.
El este ya oscurecía cuando Atok lo sacó de su sopor.
—Dime, Dash, ese contrato. ¿Qué opinas tú de él?
Dashvara enarcó una ceja hacia el rostro escuálido y tranquilo del Xalya. Ignoraba por qué, Atok siempre le había dado un valor especial a sus opiniones; tal vez porque, al quedarse huérfano a los diez años, había sido recogido por el señor Vifkan y sentía hacia el hijo de este algún tipo de respeto hereditario. Dashvara no lo sabía con exactitud.
—¿Que qué opino del contrato? —Se encogió de hombros y bostezó—. Que es una buena broma. Ese nuevo amo debe de tener sentido del humor.
—¿Sentido del humor? —repitió Atok, sin entender.
Dashvara sonrió.
—Pues sí. Piénsalo. ¿Qué persona exenta de humor podría pedirle a su esclavo que reconociese firmar un contrato por voluntad propia? Tienes toda la razón, Atok —añadió, aunque él no había dicho nada—. Es humor insano, pero es humor.
Atok permaneció en silencio un instante y, al cabo, meneó suavemente la cabeza.
—Si tú lo dices. ¿Sabes si ese nuevo amo pertenece a la Hermandad de la Perla?
Dashvara hizo una mueca. A petición de Azune, no les había revelado la identidad de Cobra a sus hermanos.
—No, no lo sé —mintió—. Pero no lo creo. Atasiag es un nombre diumciliano. Probablemente disponga de su propia organización. Tengo la impresión de que es un hombre mucho más poderoso que la Hermandad de la Perla.
Cruzó ambas piernas en el borde del carro, tratando de encontrar una posición más cómoda. Sólo entonces se fijó en que todos los que seguían despiertos prestaban atención a sus palabras. ¿Acaso creían que sabía él más que ellos sobre el asunto? No, tal vez no lo crean, pero aun así desean oírte decir algo reconfortante, como por ejemplo que Atasiag de verdad es un aliado. Revelarles que es un ladrón sería arrojarles la moral por los suelos. Suspiró interiormente y añadió con suavidad:
—Estamos haciendo lo adecuado, hermanos. Atasiag nos liberará. No lo dudéis.
O al menos dudad en silencio, añadió para sus adentros.
Llegaron a Titiaka cuando el cielo se teñía ya de azul oscuro. Pasaron ante lo que llamó Tsu la Fortaleza Negra y se dirigieron hacia las puertas de Ashagod. Las fortificaciones de Titiaka hubieran impresionado a un ejército de dragones: consistían en unas murallas dobles cercadas de un foso de una treintena de pasos. Incluso en la estepa se había oído hablar de las defensas de la capital federal. Dashvara entrevió las numerosas torres por encima de las cabezas de sus compañeros y el único pensamiento que tuvo fue: Si llega el caso, malamente vamos a poder huir de aquí mejor que de la Frontera…
Cuando entraron, no pudo divisar el Puente que unía los dos montículos de la Serena y el Cortés: sólo pudo ver un infinito fluir de personas ajetreadas o desocupadas que zigzagueaban ágilmente por una ancha avenida abarrotada. Giraron a la izquierda, alejándose de la avenida, y entraron en un patio rodeado de un elegante edificio de muros blancos. Por un momento, Dashvara pensó que se trataba de la casa de Atasiag, pero uno de los patrullas los desengañó cuando, al detenerse los carros, les prohibió que se apearan.
—Quedaos ahí —les dijo el titiaka—. Enseguida vendrá la guardia municipal a ocuparse de vosotros.
En cuanto el patrulla se alejó, Zamoy suspiró y comentó entre dientes:
—Acabaremos conociendo los patios de los cuarteles federados al dedillo.
Dashvara casi podía palpar la tensión que flotaba en el aire. Lógicamente, todos estaban ansiosos por saber qué diablos iban a hacer ahora con sus vidas metidos en aquella monstruosa ciudad.
“Hey, Dash”, dijo de pronto la voz de Tahisrán. “Por poco me marcho sin darte las buenas noches. Voy a dar un paseo por la ciudad”, lo informó.
Dashvara bajó inútilmente la vista hacia su saco para comprobar que la sombra ya no estaba en él. Escudriñó su alrededor y meneó la cabeza. Era inútil buscar una sombra en la oscuridad. Tenía la impresión de que Tahisrán ya estaba lejos cuando murmuró:
—Buenas noches, Tah.
Minutos después, los carros salieron del cuartel. Pasaron por unas calles silenciosas y, por fin, después de más de treinta horas de viaje en carreta, llegaron a la casa de Atasiag Peykat.
—Abajo —les soltó una voz cuando los carros se detuvieron.
Con el saco a la espalda, Dashvara se apeó el primero y mientras bajaban los demás examinó los alrededores. La vivienda era grande y apostó a que, si la hubiese visto a la luz del día, le habría parecido suntuosa. El edificio del fondo tenía dos pisos, el patio estaba rodeado de un corredor con columnas y una pequeña fuente se alzaba en su centro, iluminada por una tenue luz que parecía surgir de la nada.
¿Y para qué sigue robando un ladrón teniendo esto?, se preguntó Dashvara, desconcertado.
Oyó a los conductores arrear a los caballos y se giró para ver a los guardias municipales marcharse con los carros. Dejaron un patio con veintidós Xalyas de la estepa, un drow y un pequeño grupo de hombres de Atasiag. Dashvara escudriñó estos últimos con curiosidad. Eran cuatro y no llevaban más que una vara al cinto. Tenían aspecto de estar claramente relajados, como si no se les hubiera ocurrido que los Xalyas pudiesen intentar rebelarse. No conocía a ninguno y se preguntó si no serían miembros de la Hermandad del Sueño. Ladrones, tal vez. Espías. O quién sabía qué.
—Entrad por aquí —soltó uno de ellos con una voz más suave de lo que habría esperado Dashvara. Era humano y tenía el pelo aun más negro que el de los Xalyas. Su aspecto discreto y su andar ligero le hicieron pensar a Dashvara en un viejo lobo solitario.
Expectantes, los Xalyas no emitieron ni siquiera un murmullo. Se contentaron con seguir a sus nuevos guías.