Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos
La reacción de los ruhuvahs fue digna de recordar.
Mientras el estornudo del Calvo reverberaba en la niebla de los murmullos y se desvanecía, los federados se pusieron tan pálidos como mortajas y sus caballos se pusieron a resoplar por lo bajo, como invadidos por el pánico. Un hombre le hizo un gesto grosero al Calvo y Dashvara fulminó al trillizo por si se le ocurría a este enojarse. Pero el joven Xalya ni siquiera se enteró: estaba demasiado ocupado previniendo otro estornudo. Demonios, sólo falta que yo me ponga a toser… Súbitamente, Dashvara advirtió un movimiento entre las brumas. Luego… creyó verse a sí mismo. Pestañeó, confuso, y estuvo seguro de ver entonces los carros y los caballos reflejados en la bruma antes de que la visión se desmoronara. Jadeó.
Oh, diablos… Ahora lo entiendo. Los espejendros son como espejos andantes, ¿verdad?
No se lo preguntó a Tahisrán, por supuesto: se contentó con apretar los labios y fulminar los alrededores con la mirada. Así como había dicho la sombra hacía unos días, no había nada más desconcertante que algo que no tenía sentido. Y para Dashvara aquellas criaturas mágicas que los acechaban detrás de las brumas tenían todo menos sentido. Magia, escupió mentalmente. Sus nervios empezaron a deshilacharse a velocidades insospechadas y apenas sintió alivio cuando vio a Zamoy recobrarse en silencio.
Tiempo después, Tahisrán anunció que ya no percibía a las criaturas. Dashvara se relajó a duras penas y se preguntó cómo diablos podían unos simples sortilegios perceptistas hacerle saber tantas cosas sin que la sombra ni siquiera necesitara salir de su saco.
Ya empezaba a oscurecer cuando llegaron al lado oeste de los Susurros, pero tan sólo cuando iniciaron el ascenso por la ladera los ruhuvahs encendieron las antorchas. Estaban ya casi arriba cuando uno de los patrullas entonó:
¡Hey! Silencio, me llamo.
¡Hey, hey! Y yo no me callo.
¡Hey, hey…!
Dashvara no recordaba haber oído a nadie cantar tan mal. El ruhuvah siguió gritando mientras sus compañeros reían ante el repentino restallido. Tras unos largos segundos de cómicas discordancias, el jefe de patrulla intervino:
—¡Silencio!
—¿Sí, señor? —le replicó el soldado con una sonrisilla inocente.
El jefe suspiró.
—No nos tortures más, ¿quieres? El oído es ya lo poco que me queda en buen estado.
Algunos de los patrullas acabaron la frase al mismo tiempo que él, como si no fuera la primera vez que lo decía. Se oyeron risitas burlonas. Tras un silencio, otro soltó:
—¿No vamos a pararnos ni un rato en Melex?
Melex era la aldea gemela de Swadix, pero en el lado oeste. El jefe sacudió la cabeza.
—No, en dos horas llegaremos a Seraldia, no quiero retrasarme. Los muchachos tienen que llegar a Titiaka mañana según me han dicho.
Por lo visto, el ruhuvah tenía por costumbre llamar a los esclavos los «muchachos», observó Dashvara. Esbozó una sonrisa. De los veintitrés Xalyas, sólo doce tenían menos de cuarenta años. Le hubiera gustado saber qué opinaba Sashava sobre el apelativo.
Pasaron por Melex sin detenerse más que para saludar a una patrulla de guardias. Se adentraron en las tierras de Ruhuvah cuando ya en el cielo ascendía la Luna por el horizonte y asomaban unos rayos rojizos de la Vela por el norte.
—Ave Eterna —masculló Zamoy en común, agitándose en su banco. Trató de estirar sus piernas y Miflin soltó un gruñido.
—Estate quieto, hermano. ¿Te ha picado una saraviesa, o qué?
—Peor. Me han picado catorce horas de estar sentado —refunfuñó el Calvo—. Tengo la impresión de tener a cuatro mílfidas mordisqueándome el trasero y a un brizzia aplastándome la espalda —confesó con tono dramático.
Trató de levantarse para estirarse mejor pero el movimiento del carro lo hizo perder el equilibrio y Dashvara y Miflin lo recogieron, obligándolo a sentarse con una sarta de gruñidos.
—Si quieres un poco de belsadia, me dices —masculló Dashvara.
—Bej, quédate con tu medicina. El médico de Akres me dijo que estaba en perfecta forma. Y eso que le hablé de mis catarros.
Dashvara puso los ojos en blanco y se masajeó el cuello. Todos se removían en la carreta, ansiosos por abandonar ya aquellos bancos. Incluso Tahisrán empezó a quejarse y a recordar sus años pasados en su caja del barco pirata. Sus observaciones no ayudaron en nada a calmar los nervios de los Xalyas más cercanos que lo oían. Miflin se puso a delirar soltando rimas, Kodarah emitió una serie de imprecaciones cuando Atok le movió el saco y estalló una discusión estúpida a la que Lumon puso fin con un simple «ya basta». Makarva y Dashvara acababan de sacar las cartas marineras cuando el Arquero añadió con suavidad:
—Estaría bien que os calmaseis un poco. Ya pronto llegaremos.
Sin embargo el «pronto» no llegó tan pronto como Dashvara hubiera querido. La Luna tuvo tiempo de alzarse unos cuantos grados antes de que avistaran las luces de Seraldia en la oscuridad. La mayor parte de la ciudad estaba en la orilla sur del río Satil. La parte norte, sin embargo, rebosaba de actividad incluso de noche. Seraldia se había convertido en un punto de encuentro comercial y prosperaba cada día sin que pareciera perturbarla la interminable guerra contra los drows de Shjak. Dashvara alzó la vista cuando atravesaron la puerta de la gruesa muralla, luego la volvió a bajar para observar los rostros de los habitantes de Seraldia que se paseaban por la avenida. Tanto los Xalyas como los patrullas ruhuvahs estaban exhaustos pero Dashvara adivinó que no por ello estos vigilaban menos eficazmente a sus protegidos.
En cuanto el carro se detuvo dentro del patio de los acuartelamientos, la fatiga cayó sobre ellos como un yunque. En vez de salir en tropel como lo habrían hecho seguramente dos horas antes, se apearon lentamente con los músculos doloridos y agarrotados. Casi hubiera preferido viajar a pie, refunfuñó Dashvara para sus adentros, mientras los conducía un encargado hacia dentro.
—Por favor —les dijo este, señalándoles una puerta abierta en un ancho pasillo.
Los introdujo en un gran comedor ruidoso lleno de guardias cenando. Cuando se sentaron a la mesa indicada, Makarva se colocó junto a Dashvara y comentó:
—Tengo la impresión de que están más amables que la última vez. ¿Tú no?
Con una mueca sesgada, Dashvara miró los rostros de los soldados que estaban comiendo en las demás mesas. Algunas caras le sonaban de su anterior visita.
—La última vez no estuvimos tan dóciles, si recuerdas —replicó.
Más bien todo lo contrario: estuvimos a punto de hacer que nos ahorcaran a todos, ¿recuerdas, Mak?
Makarva carraspeó. Sí, pensó Dashvara con un rictus. Cómo no iba a recordar su amigo los altercados: él los había iniciado junto con Maef, Atok, Shurta y Orafe. Los Trillizos no habían tardado en meterse en la pelea, por supuesto, y Dashvara seguramente habría acabado por apuntarse por solidaridad si el capitán Zorvun no hubiese tenido la suficiente presencia de espíritu para calmar las cosas.
—Cierto —murmuró Makarva—. Hay algunas caras que me suenan. Mira, ¡ahí!, parece que se están burlando de nosotros —señaló una mesa frunciendo el ceño.
Dashvara siguió la dirección y comprobó que un grupo de tres guardias los miraba descaradamente. Uno de ellos con la nariz torcida sonreía mientras hablaba; otro mascaba algo y el tercero se pasaba una mano pensativa por su barba mientras estudiaba a los Xalyas. De pronto, el primero se levantó.
—Oh, oh… —murmuró Dashvara. No se irían a meter tres guardias contra veintitrés Xalyas, ¿verdad? Los vio acercarse a la mesa e intercambió con Makarva una mirada indefinible.
—¡Dash!, despierta ya —se exasperó Zamoy. Sentado ante él, a espaldas de los ruhuvahs, le tendía el cucharón para servirse la sopa de la olla. Dashvara ni siquiera había sacado aún su bol. Tomó el cucharón y se inclinó debajo de la mesa, susurrando:
—¿Tah? El bol, por favor.
La sombra enseguida se lo dio. Conocía su casa de memoria, sonrió Dashvara.
“Estás nervioso”, observó. “¿Problemas?”
—Puede.
Dashvara asomó otra vez la cabeza y empezó a servirse con calma. No es que estuviese realmente nervioso: simplemente temía que alguno de sus hermanos más temperamentales volviese a perder los nervios. Usualmente, Makarva no era especialmente susceptible, y a Shurta mientras no lo insultasen directamente no se enojaría, pero Maef… Echó una ojeada al Xalya mientras este engullía su sopa. El hombre era especial, simpático a su manera, juzgaba a las personas dándoles la etiqueta de «bueno» o «malo» y actuaba en consecuencia sin escatimar en puñetazos. En definitiva, Maef tenía el mismo autocontrol que una pluma volando al viento. Precisamente por eso el capitán Zorvun lo había asignado en su propia patrulla en Compasión, junto con el gruñón de Orafe.
Los tres ruhuvahs se plantaron ante la mesa cuando Dashvara acababa de probar la primera cucharada. Las conversaciones murieron en los labios de los Xalyas.
—Ey, Xalyas. ¿No os acordáis de nosotros? —preguntó el de la nariz torcida. Su voz indicaba claramente que estaban deseando hacer saltar chispas.
Dashvara siseó entre dientes.
—Zamoy, pásame la sal, ¿quieres?
El Calvo se la pasó sin mirar el bote y por poco lo tiró. Dashvara gruñó, agarrándolo, y lo agitó sobre su bol mientras Arvara, que estaba más cerca de los ruhuvahs, apuntaba:
—La verdad, no os recuerdo. ¿Debería?
El Gigante les dedicaba una de sus expresiones burlonamente solícitas. Dashvara volvió a sisear.
—Maldición…
Se había pasado con la sal. La sopa iba a ser imbebible. La probó e hizo una mueca asqueada pero siguió bebiéndosela de todas formas mientras el de la nariz torcida soltaba:
—Tú tal vez no, norteño. Pero ese calvo de ahí sí. Sólo tiene que ver cómo me dejó la nariz.
Zamoy se giró hacia Miflin, pero luego se dio cuenta de que le estaba hablando a él. Hizo una mueca de desenfado.
—¿De verdad fui yo? Pues te sienta bien.
Dashvara estuvo a punto de escupir la sopa. Sorprendentemente, el ruhuvah se limitó a sonreír.
—Mi prometida opina lo mismo. ¿Qué tal los años por la Frontera?
—Edificantes —contestó Zamoy.
—Muy didácticos —apoyó Makarva.
Dashvara se carcajeó y los otros dos ruhuvahs se quedaron perplejos, pero el de la nariz rota se contentó con meterse las manos en los bolsillos.
—Casi me dais envidia. He pasado dos años en primera fila luchando contra los drows. Todo eran malditas escaramuzas llenas de trampas retorcidas. Por cierto, veo que seguís teniendo a vuestro médico.
Su voz se hizo desdeñosa. Tsu, sentado junto a Boron, no levantó la vista de su bol. El capitán intervino:
—Ya van más de ocho años de guerra en vuestras tierras. ¿Es que no tenéis pensado llegar nunca a ningún acuerdo?
El ruhuvah resopló.
—¡Ja! ¿A mí me lo preguntas? Ni idea. Sí, existen rumores de que va a haber negociaciones, pero siempre están negociando de todos modos. A mí ya no me preocupa: ahora tengo un puesto fijo en la guardia de la ciudad. ¿Y vosotros? ¿Adónde vais ahora?
—A Titiaka —contestó Zorvun.
—¿Y qué vais a hacer ahí? ¿Barrer el Puente? —sonrió.
El capitán engulló una cucharada antes de contestar.
—Probablemente servir de guardaespaldas.
—Uah. —El ruhuvah silbó entre dientes—. Eso suena atractivo. Aunque yo no me iría a esa ciudad de chiflados ni aunque me diesen un sueldo de por vida. Que tengáis suerte, norteños. Especialmente el calvo, que me dejó tan presentable. ¿Cuál es tu nombre, por cierto?
Dashvara no podía creerlo. Aquel ruhuvah los trataba como si fuesen viejos amigos. Por lo visto, los golpes le habían trastornado la cabeza. El Calvo se pasó una mano por el cuello, tan extrañado como todos.
—¿Mi nombre, eh? Hum. Zamoy.
El ruhuvah le tendió la mano.
—Yo soy Mithan. Un placer.
Tras una breve vacilación, Zamoy le estrechó la mano con recelo, como si temiese que el tal Mithan fuera a devolverle el golpe en la nariz, pero no lo hizo.
—Er… el placer es mío.
Mithan puso los ojos en blanco ante las expresiones curiosas de los Xalyas. Les dedicó un saludo a todos antes de alejarse con sus dos compañeros.
—Curioso tipo —espiró Zamoy—. Le estropeo la cara y me estrecha la mano. Ojalá los orcos hiciesen lo mismo en la Frontera. En fin, ¿habéis probado la sopa? Está más imbebible que la que hago yo, ¿no?
—Prueba la mía —gruñó Dashvara—. Le he puesto más sal que a la carne pasada. Podría estar comiendo tierra que no notaría la diferencia.
Zamoy puso cara de «no es mala idea» y pidió que le acercaran la sal. Tras agitar varias veces el salero, tomó un sorbo y volvió a escupir lo engullido sin ninguna elegancia, generando una mezcla de risas y protestas por toda la mesa.
—¡Ave Eterna! —masculló Alta—. ¿Qué estás haciendo?
—Un tanteo estratégico —respondió Zamoy con tono de experto. Levantó el bol y echó todo su contenido a la olla. Lo removió todo y volvió a servirse—. Exquisita —aprobó.
Dashvara enarcó una ceja y lo imitó, volviéndose a servir. Si la sopa aún seguía salada, al menos se bebía.
—¡Pero vamos! No hay quien coma con vosotros a la mesa —suspiró Alta—. Oye, hermano —soltó de pronto—. ¿Es pan eso que estás comiendo?
Arvara el Gigante alzó la cabeza, sorprendido.
—Pues sí. Ha pasado por aquí un muchacho y ha dejado una barra entera.
—¿Un pan para veintitrés? —se frustró Taw. El tío de Shurta no solía hablar mucho, pero cuando hablaba lo hacía casi chillando: estaba medio sordo.
—Pues vete a pedir más, forastero —le replicó un soldado en una mesa vecina—. Si uno no pide no come.
Eso dejó a todos los Xalyas perplejos y a la vez esperanzados. Minutos después, Pik y Kaldaka regresaban de las cocinas con tres barras de pan.
—No se puede más —se disculpó Pikava.
Nadie protestó esta vez y cada uno rebañaba su bol con las últimas migajas de pan cuando un elfo con sombrero rojo y uniforme de guardia se detuvo ante la mesa anunciando que tenía orden de guiarlos hasta los dormitorios. Era tarde y el comedor ya estaba casi vacío. Fueron a lavar los boles y a guardarlos en los sacos antes de seguir al elfo hasta la misma sala en la que habían dormido tres años atrás. No había cambiado nada, constató Dashvara.
—Tenemos compañía —observó Lumon.
De hecho, varios esclavos dormían ya en unas literas superpuestas al fondo de la sala. Sin despertarlos, se instalaron y, en cuanto se hubo quitado las botas, Dashvara rascó el saco de Tahisrán murmurando:
—Ten cuidado si sales.
Le respondió una sonrisa mental.
“Llevo muchos años practicando para que no me vean, tranquilo.” Se deslizó fuera del saco. Dashvara apenas lo distinguió: el guía había salido, cerrando con llave la entrada, y los había dejado a oscuras. “Iré a visitar la ciudad. Seguro que encuentro cosas interesantes.”
—¿Qué tipo de cosas interesantes? —interrogó Dashvara.
La sombra ya se alejaba hacia la pequeña ventana con barrotes que había al fondo de la sala. Dashvara percibió un encogimiento de hombros.
“Cosas.”
Mmpf. Dashvara dejó de preguntar y se tendió. Los Trillizos hablaban en las literas vecinas y, dado que eran incapaces de susurrar, Dashvara se sorprendió de que los hombres que ya estaban dormidos no despertasen. Instalado en la litera superior, Makarva chasqueó la lengua.
—Ey, Dash, aún no hemos acabado la partida —le recordó.
Dashvara conservaba su juego de cartas metido en uno de sus bolsillos. Makarva se había quedado con la baraja.
—Está todo a oscuras —objetó Dashvara.
Makarva soltó una risita.
—¿Acaso importa? Todas las cartas están marcadas.
Dashvara puso los ojos en blanco.
—¿A quién le tocaba?
—A ti.
Dashvara revisó sus cartas al tacto y trató de recordar la última carta echada.
—¿Dragón azul? —preguntó.
—Ajá. Y aposté a Intendentes.
Dashvara gruñó mientras iba repasando las cartas y apuestas que habían pasado ya. El ruido de una llave lo sacó de sus pensamientos. Pronto, una linterna iluminó sus cartas. Las cerró como un abanico y pestañeó hacia la luz. Era el elfo.
—Perdón por molestaros —murmuró—. ¿Quién es Dashvara de Xalya?
Dashvara experimentó un vuelco en su estómago. Al ver que no contestaba, Makarva lo señaló:
—Es él.
—¿Qué queréis de él? —inquirió el capitán Zorvun, sentándose en la litera con un suspiro cansado.
—Una dama pide verlo. Según dijo, Dashvara de Xalya es vuestro jefe.
Dashvara reprimió un hipo de sorpresa que se tornó en una risita sarcástica.
—¿El jefe, eh? —repitió.
Zorvun había fruncido el ceño.
—Ponte las botas, Dashvara. No hagas esperar a esa dama.
Dashvara obedeció a regañadientes aunque, mientras volvía a vestirse, la perspectiva de ver al fin contestadas sus preguntas lo animó un poco.
—Adelante, señor de la estepa —se burló Makarva en oy'vat.
Dashvara le echó una mirada sombría y masculló:
—No le metas mano a la baraja mientras tanto, ¿eh? Me acuerdo de todas y cada una de las jugadas. —Makarva le sonrió: por alguna misteriosa razón, sus compañeros sonreían cada vez que recordaban que Dashvara era el hijo de Vifkan, señor de los Xalyas de la estepa de Rócdinfer. Bueno, más bien sonreían porque veían que a Dashvara no le hacía ninguna gracia que lo llamasen así.
—No me atrevería a hacer makarvadas tratándose de ti, mi señor —susurró el maldito.
—Que te den —gruñó Dashvara.
Abrochó su cinturón y siguió al elfo afuera. En cuanto este cerró la puerta detrás de él, un pensamiento lo atravesó como un rayo. ¿Quién podía ser esa dama? Por un momento, había pensado que podía ser Azune. O Fayrah. O bien alguien desconocido. O Zaadma. Unos ojos tan negros como el escarabajo que llevaba al brazo le vinieron en mente y sacudió la cabeza, riéndose de sí mismo. ¿Por qué no dejaba de darle vueltas a las cosas y no se contentaba con seguir al elfo y ver simplemente quién era? Recuerda que, a veces, ser filósofo significa dejar de pensar. Así que dejó de pensar hasta que el elfo lo invitase a entrar en una habitación que tenía toda la pinta de ser un despacho burocrático por cómo estaba abarrotado de papeles, cajones y clasificadores. Sentada tras un amplio escritorio, vio una silueta con máscara de bronce. Azune, comprendió. Se sintió extrañamente aliviado.
—Gracias, Falfir —soltó la semielfa con tono firme—. Puedes retirarte.
El elfo se inclinó y se marchó. Sin acercarse, Dashvara detalló la máscara. Realmente parecía ser Azune, pero no podía estar seguro si no… La funcionaria se quitó la máscara y desveló el rostro de la Hermana de la Perla. Sus ojos pardos lo estudiaron a su vez; entonces dijo:
—Siéntate, estepeño.