Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos
Cuando llegó a Compasión, diez Xalyas se agolpaban junto a la empalizada destrozada y la trinchera, escudriñando las marismas. Sashava bajaba la pendiente cojeando y Tsu extendía el cuello desde la puerta, sin atreverse a dejar a los enfermos. Sobre los troncos partidos, yacía el cuerpo de un orco de las marismas con una flecha de Lumon en el corazón.
Dashvara soltó una maldición y se apeó con premura.
—¿Cuántos? —preguntó en voz alta.
—Una veintena —contestó Lumon sin despegar los ojos del cadáver—. Han venido, han destrozado la empalizada espantando a un borwerg y se han ido.
—Y la han destrozado bien —suspiró Zamoy, irritado—. Me temo que nuestra reserva de madera va a aumentar considerablemente. Por curiosidad, ¿cómo reparamos este estropicio?
No les quedaban troncos. Pero no iban a dejar un agujero justo delante del barracón. Aún le faltaban varios pasos a Sashava para alcanzarlos cuando empezó a vociferar:
—Cortad las estacas rotas, afiladlas y clavadlas entre las dos trincheras exteriores. Zamoy, Makarva, Boron: desatad un trecho del estrado. Lo usaremos como muro defensivo. Alta —ladró—. Sube al caballo y ve quemando tierra hasta Rayorah. Diles a los federados que necesitamos más troncos.
Todos se movieron y Dashvara se acercó a Sashava. Un destello peligroso brillaba en los ojos de este último y Dashvara adivinó que aquella era la típica situación en que su humor se volvía casi tan negro como el fondo de un pozo sin agua.
—He hablado con los de la Dignidad —lo informó con calma—. Al parecer, a una de sus patrullas le pasó lo mismo que a la del capitán. Lo de la humareda verde podría ser provocado por unas plantas. Y, por lo visto, los orcos están…
Se interrumpió cuando oyó los cascos de Rezagado alejarse; Alta, que no había debido de dormir gran cosa, se dirigía a galope tendido hacia el oeste. Dashvara miró el saco en la silla y, como temía, comprobó que seguía abultado. Cerró brevemente los ojos suspirando. Ojalá no se le ocurriese a Tahisrán hablarle a Alta… de lo contrario, le auguraba a este un desagradable sobresalto y una posible caída de caballo.
—Están planeando un ataque concertado —murmuró Sashava, completando la frase de Dashvara—. Lo sabía. Esa humareda tenía que ser provocada. Malditos orcos —gruñó—. No sé si pensar que son más inteligentes ahora o más tontos. Hey, Dashvara —soltó de pronto, cuando este ya se alejaba a por el hacha—. Ve a Simpatía. Pregúntales a ver si a ellos también les ha pasado lo mismo.
Dashvara abrió la boca para protestar: los de Simpatía eran verdaderos majaderos. Acercarse a su torre era más o menos como meterse en un campamento de lobos sanfurientos…
Sashava bufó.
—¿Dash? —gruñó—: Ve.
Dashvara suspiró pero asintió, mordiéndose el labio.
—Me pondré la cota de mallas.
Media hora después, estaba caminando hacia el norte a paso rápido por la pradera. Normalmente, jamás se alejaban del barracón solos. Pero dada la situación…
Durante el trayecto, comprobó, aliviado, que la empalizada del norte seguía en buen estado en todo el perímetro de Compasión. Estuvo deseando encontrarse con una patrulla antes de llegar a la torre de Simpatía, pero era de día, y de día normalmente los únicos que vigilaban eran los que estaban de guardia en la atalaya y el barracón. Dio un respingo al oír un chillido en las marismas, pero luego entendió que sólo había sido un pájaro. Resolló, riéndose de sí mismo.
Sólo falta que mueras una semana antes de salir de este pozo. Lo típico: te entusiasmas por un futuro próximo más atractivo que tu presente y te distraes tanto que el futuro acaba volviéndose más negro que la noche.
Se aproximó al barracón sin que el vigilante de la torre diese ningún toque. Por lo visto, a los Simpáticos les traían sin cuidado las visitas venidas del lado oeste de la empalizada.
Me estoy metiendo en un nido de víboras. Gracias, Sashava…
Armándose de valor, Dashvara siguió avanzando y al fin un hombre arrimado a un muro del barracón lo vio. Dashvara se apresuró a saludarlo.
—La Compasión saluda a Simpatía —soltó con voz firme.
El Condenado llevaba una lanza. La posó sobre la tierra y se inclinó, entrecerrando los ojos, como si la luz del sol no le permitiese ver bien al visitante. Se comporta como un orco, pensó Dashvara con un escalofrío.
—Simpatía —contestó el Condenado con voz apática— saluda a Compasión. ¿Qué quieres? —añadió con más viveza.
—Vengo a preguntar si alguno de vosotros ha sufrido alguna enfermedad últimamente.
El Condenado estaba masticando algo y no contestó de inmediato. Entonces, le dedicó una sonrisa diabólica.
—¿Una enfermedad, eh? Puede. ¿Los tuyos están enfermos?
—Algunos —contestó Dashvara. No era prudente especificar cuántos: los Simpáticos eran capaces de aprovechar la ocasión para intentar locuras. Hacía tiempo que sabían que tenían a una burra y eso… los molestaba.
El silencio se eternizó. Dashvara resopló, impaciente.
—Verás, sospechamos que los orcos de las marismas están utilizando un arma nueva para atacarnos, haciéndonos enfermar… mediante humaredas verdes tóxicas.
El Simpático agitó la cabeza con lentitud.
—Ya veo. Sí, nosotros también lo sospechamos.
—Ya… —Dashvara carraspeó. Estaba claro que Simpatía también había sufrido las consecuencias de aquella misteriosa planta y, por lo visto, había sufrido bien porque, de haber habido sólo uno o dos casos, aquel Condenado no estaría tan reservado.
Trató de aguzar el oído para identificar los ruidos que provenían del barracón, pero una mirada más hostil del Simpático lo puso nervioso.
—Bueno —dijo—. Entonces, esperemos que nadie decida atacarnos ahora, ¿eh?
—¿Es una amenaza? —saltó de pronto el Condenado.
Dashvara puso los ojos en blanco, cada vez más nervioso. Le hubiera gustado caer sobre un Condenado un poco más avispado, pero ¿acaso había algún Simpático capaz de mantener una conversación normal con un saijit?
—Qué va —aseguró—. Aquí los que amenazan son los orcos. El peligro está ahí —agregó, señalando el este—. No lo olvidemos, ¿eh? —Lo saludó—. Buen día, amigo.
—Día —se contentó con responder el Condenado.
Dashvara estuvo tentado de retroceder marcha atrás para no perderlo de vista pero hubiera sido dejar evidente que no solamente no se fiaba de él, sino que además lo temía. Pero ¿quién no teme una bestia impredecible? Se dio la vuelta para alejarse.
Apenas había dado un paso cuando la alarma resonó en la torre de Simpatía, repentina, frenética… aterrada.
Dashvara se giró bruscamente hacia la empalizada. El vigilante de la atalaya se desgañitó:
—¡ORCOS! ¡Y un borwerg!
El Condenado de Simpatía soltó un rugido de alarma y abrió la puerta del barracón en volandas. Un olor fétido salió de este y alcanzó a Dashvara como el aliento de un dragón enfermo. Olía a muerte. ¿Cuántos cadáveres había ahí dentro? Dashvara puso cara de puro terror mientras la alarma de la atalaya seguía sonando.
¿Qué clase de aviso era ese?, se exasperó Dashvara. Venían orcos, muy bien, ¿pero cuántos?
Qué importa mientras tú estés lejos de aquí cuando lleguen, pensó.
Iba a alejarse cuando el Condenado de la lanza volvió a salir con cara de auténtica desesperación.
—¡Compasivo! Ayúdame a ponerlos en pie.
Dashvara se quedó mirándolo unos segundos con fijeza.
—¿A todos? —farfulló con la garganta contraída.
—No todos están tan mal —aseguró el Simpático. La alarma parecía haberlo espabilado un poco.
Una vocecita deprimida en la cabeza de Dashvara tradujo su respuesta por un «no todos están muertos».
Oh, diablos, esto pinta fenomenal…
Meneó la cabeza, pero se precipitó al interior del barracón. Lo que vio ahí fue mucho más espantoso de lo que imaginaba. Hombres acurrucados totalmente aletargados en medio de varios cuerpos que no se movían… Su corazón se le estrujó bajo un puño de fuego y volvió a salir devolviendo lo poco que le quedaba aún en el estómago. No pensaba que fuera a ver una escena más horrible que esa en toda su vida.
La mano del Simpático lo sacudió.
—¡Compasivo! Maldita sea, si no me ayudas, puede que muramos todos —gruñó.
Dashvara se pasó una mano por la boca, aturdido.
—Razona un poco, Condenado —resopló—. Si no pueden levantarse solos, ¿cómo van a luchar? —Marcó una pausa—. ¿Dónde está vuestro caballo?
El Simpático escupió hacia el este con los ojos fijos en la empalizada.
—El caballo se fue —contestó—. Mandamos a Grimi a buscar al médico. Pero no ha vuelto. Si lo agarro, lo mato.
—Ya veo —murmuró Dashvara. Trató de disimular sus temblores, en vano.
Ya se oían distintivamente los gritos de los orcos y las pisadas del borwerg. Iban a utilizar la misma técnica que en Compasión, entendió Dashvara. Pero esto iba a ser distinto. Lo presentía. En Compasión se habían topado con diez Xalyas armados y en forma. Si veían que en Simpatía no quedaban nada más que tres hombres en pie…
El vigilante de la torre había decidido quedarse donde estaba. Tal vez ni siquiera fuera capaz de moverse. De todas formas, no tenían ninguna posibilidad de salir vivos luchando.
—¿Por qué no corres? —preguntó Dashvara.
El Condenado frunció el ceño.
—Te hago la misma pregunta. Yo tengo aquí dentro a amigos, Compasivo. Corre tú, si te atreves.
Dashvara enarcó una ceja. Finalmente, los Simpáticos no eran tan antipáticos como pensaba. Podían morir junto a los suyos. Incluso entre los más animales los había con un atisbo de honor.
Dashvara inspiró hondo y espiró:
—Buena suerte, Condenado.
Salió corriendo directamente hacia el oeste, pero entonces el Condenado de Simpatía le cortó el paso. Estaba indignado.
—¡Creía que erais mejores que nosotros! —protestó—. ¿Vas a abandonarnos? Si cae Simpatía, caerá Compasión.
Dashvara observó la punta de la lanza a un palmo de su pecho, maldijo al Simpático con todo el fervor del que era capaz y, finalmente, una ira fría lo invadió.
Definitivamente, gracias, Sashava. Me has mandado a la muerte.
Miró al Condenado a los ojos en el preciso instante en que el borwerg tumbó la empalizada. Ambos se giraron y vieron cómo los orcos volvían loco a la bestia para que destrozara los troncos. Una decena se avanzó directamente hacia ellos. Ya no era hora de huir.
—Gracias, Simpático —gruñó Dashvara.
—De nada, Compasivo —replicó el otro.
Había que reconocérselo: el Condenado de Simpatía no temblaba. Se había posicionado ante la puerta con la lanza. Dashvara lo vio sacar una bola de explosión y encenderla. Con los ojos abiertos como platos, miró el suelo a unos pasos delante de los orcos: el Condenado había colocado ahí una buena cantidad de material explosivo.
—¿Puedes hacerlo? —jadeó Dashvara, desenvainando los sables.
—Puedo —asintió el Condenado.
Apenas pasaron los primeros orcos, el Simpático arrojó el proyectil. Y acertó. La explosión fue repentina y desgarró los tímpanos de Dashvara. Habían muerto cinco y dos estaban malheridos…
Eficaz, Condenado. Has recobrado un poco de respeto.
En medio del humo generado por la explosión y los gritos, Dashvara se abalanzó hacia los tres orcos que quedaban. Se enzarzó en la lucha con uno mientras su compañero empalaba a otro con su lanza. Los orcos de las marismas llevaban armas más sofisticadas que las mílfidas, pero eran menos resistentes, aunque no menos rápidos. Sus armas eran, en su mayor parte, robadas en los cadáveres de los Condenados. Una vez desarmados, no seguían siendo menos letales: sus pies tenían enormes garras, su boca, dientes afilados, y una materia pegajosa y somnífera envolvía sus manos, lo que les permitía trepar por cualquier sitio… o bien neutralizar a sus presas.
Se deshizo de la criatura tan rápido como le fue posible y, entre el Simpático y él, acabaron con el tercer orco y remataron a los heridos. Acto seguido, Dashvara entornó los ojos para intentar ver algo a través del humo. La empalizada estaba completamente destrozada. El borwerg y los orcos restantes corrían… hacia las marismas.
Acabó por reinar en Simpatía un silencio sepulcral. Dashvara intercambió una mirada con el Simpático, volvió a mirar hacia la empalizada y luego bajó la vista hacia los cuerpos.
—¿Has gastado todos los explosivos?
El Simpático hizo una mueca por toda respuesta y se dirigió directamente hacia el barracón.
—¡Todo en orden! —anunció con voz ronca—. Simpatía aún resiste.
Dashvara sintió verdadera compasión por ese hombre que parecía tan decidido a no abandonar a sus compañeros. En ese momento, el vigilante de la torre aterrizó en el suelo y salió corriendo hacia ellos. Era un simple chaval… no debía de tener más de dieciocho años. Dashvara apretó los dientes, indignado. ¿A quién se le ocurría mandar a un chaval de dieciocho años a la Frontera?
Bueno, pensándolo mejor, Dash, los Trillizos llevan aquí desde los diecisiete…
—Simpático —le soltó Dashvara al más viejo, antes de que el vigilante llegara—. ¿No crees que debería ir alguien a avisar de lo que está pasando aquí?
El Simpático se encogió de hombros.
—Supongo que he sido un idiota al confiar en Grimi. ¡Elfo! —exclamó, apostrofando al vigilante que llegaba, resollando—. Ve a Rayorah y diles a los federados que si no quieren que se les muera todo un pelotón de Condenados que manden a un médico y a más refuerzos. Diles que lo hagan ya. Diles que estamos en las últimas.
Eso no podía ser más cierto. Lo malo era que ya estaba atardeciendo y Dashvara apostó a que, cuando el muchacho elfo llegase a Rayorah, los federados se contentarían con decirle que ya acudirían al día siguiente… si es que acudían. Dashvara le auguraba a la torre de Simpatía una noche infernal. Suspiró y se acercó a la empalizada. Habían dejado los troncos aún más triturados que en Compasión. Con los restos, no daba ni para una empalizada de dos pies.
—Ahora puedes correr, Compasivo —soltó una voz detrás de él.
Agachado junto a un tronco, Dashvara ni se molestó en volverse. Un gemido sordo llamó su atención y vio, al otro lado de la empalizada, a un cuerpo de orco arrastrándose hacia el este. Estaba malherido, seguramente por culpa del borwerg, y sus compañeros lo habían dejado atrás.
En cuanto vio al Simpático abalanzarse hacia fuera, Dashvara se apresuró a seguirlo. El orco tenía una gran astilla hincada en el costado.
—¡Espera! —gruñó Dashvara al ver que el Condenado iba a rematarlo con su espada.
—¿Que espere? —replicó él, sorprendido.
Dashvara asestó un golpe con su bota al orco, le dio la vuelta y se alejó, por si acaso.
—Tú, orco —soltó, señalándolo con un sable—. ¿Hablas el común?
El orco tenía los ojos dilatados y los dientes sacados.
—No —contestó.
—¿No? ¿Y entonces cómo me has entendido, idiota? —rió Dashvara con una mueca tétrica.
Los labios del orco azul se estiraron aún más pero no contestó.
—Dime, orco —retomó Dashvara mientras el Simpático le iba echando miradas confusas—. No os estáis comportando como normalmente. Normalmente no atacáis las torres. ¿Por qué ahora sí?
La criatura gruñó.
—Nosotros matar vosotros.
—Sí, eso ya lo hemos entendido. Pero creía que preferíais la carne de las vacas a la carne de saijit.
—Nosotros matar vosotros —repitió el orco—. Y nosotros recompensa. Yo hablar común, entonces vosotros no matar a mí, ¿eh?
Dashvara miró al Simpático con el rabillo del ojo. Parecía tan perplejo como él.
—¿Recompensa? —repitió el Condenado de Simpatía con un ladrido—. ¿Qué recompensa, sabandija? ¡Contesta o te sacaré los ojos antes de matarte!
El orco se agitó.
—Vosotros no matar a mí —insistió. No era fácil adivinar ciertas expresiones en un rostro tan extraño, pero ahí no cabía posible equivocación: estaba muerto de miedo.
Dashvara suspiró.
—Hay que ser más delicado, Simpático. Déjame hacer las preguntas, ¿quieres? Veamos, orco. ¿Cómo te llamas?
El orco se lo quedó mirando sin despegar los labios.
—Er… Bueno, te seguiré llamando orco, entonces —decidió Dashvara mientras el Simpático bufaba—. Nos ha quedado claro que queréis matarnos. Pero ¿sabes? a la Federación no le faltan los esclavos ni los criminales. Podéis matar a un Condenado: vendrá otro a reemplazarlo. De modo que vuestra recompensa no es más que un efímero rayo de sol en medio de vuestras brumosas y asquerosas marismas. Podríais, no sé, dejarnos un poco en paz y cazar a los borwergs.
—Borwergs malos —escupió el orco—. Borwergs sólo para apestosas… —Ahí pronunció una palabra que Dashvara no entendió, pero supuso, por deducción, que hablaba de las mílfidas.
Le puso cara compasiva.
—Lo sé, debe de ser muy duro convivir con esos monstruos. Pero vosotros sois orcos de las marismas. Vosotros no queréis salir de ellas. Así que, ¿por qué marearnos, eh?
—Recompensa —articuló el orco, como si lo estuviese tratando de imbécil.
—Ya. ¿Pero quién os la dará, esa recompensa? —masculló Dashvara. Empezaba a preguntarse si no aprovecharía mejor el tiempo saliendo por patas de Simpatía y volviendo a casa. Sin embargo, lo que dijo a continuación el orco lo dejó atónito:
—Naskrah. —Escupió—. Decir a nosotros, los orcos, matar vosotros. Y luego nosotros libres. Por eso nosotros matar vosotros en torres. ¿Por qué si no? Nosotros no amar matar como… —Volvió a pronunciar el nombre impronunciable de las mílfidas y retomó en común—: Y vosotros tampoco, ¿eh?
—¿Vosotros libres? —Dashvara repitió. Agitó enérgicamente la cabeza. Aquello era inimaginable—. ¿Así que alguien os está amenazando desde dentro? ¿Alguien que no es un orco?
—Orco, no. Nosotros matar vosotros para comer comedores de hierba. Pero hoy no. Orco, no —repitió—. Naskrah. ¿Vosotros no matar a mí?
Dashvara se quedó unos segundos contemplando el orco herido a los ojos. Era una criatura repulsiva a la que no le importaba matar a cuanto ser vivo se le cruzase por el camino con tal de obtener comida. Algunos decían que eran saijits, otros los clasificaban con los monstruos. En ese momento, a Dashvara no le parecía mucho menos simpático que el Condenado que tenía a su lado. Se encogió de hombros.
—Sigue reptando —le aconsejó.
—¿No matar?
—No matar —confirmó. Alejó el sable y retrocedió un paso—. Sólo una pregunta más. ¿Qué es esa planta que echa humo verde?
Los ojos del orco destellaron, malignos.
—Humo de Naskrah para matar. Ellos poner trampas. Nosotros no.
—¿Quiénes son esos Naskrah?
El orco había empezado a reptar hacia abajo. Se contentó con repetir:
—Naskrah.
Está bien. Naskrah. Y ahora será mejor que vuelva a casa… Dashvara le dio la espalda a la criatura y regresó a la empalizada. Apenas hubo realizado unos pasos se dio otra vez la vuelta a la velocidad del rayo, rugiendo:
—¡Simpático! No te acerques a él.
El Condenado se había dispuesto a matar al orco. No iba a detenerse, entendió Dashvara.
—Si lo matas, te juro que te mato yo —lo previno con frialdad—. Le he dicho que no íbamos a matarlo y no vamos a matarlo. Retrocede, Condenado.
El Simpático no retrocedió, pero al menos se detuvo.
—Estás totalmente chiflado.
Dashvara sintió una sonrisa torva estirarle los labios.
—Soy Compasivo —se limitó a replicar—. Venga, no pierdas más tiempo y dedícate a reparar la empalizada todo lo que puedas. Esta vez sí que me marcho. —Marcó una pausa y le echó al Condenado un mirada gélida—. A menos que pretendas impedírmelo.
El Simpático se encogió de hombros.
—Piérdete, Compasivo.
Dashvara retrocedió unos pasos, asintiendo, con los sables aún en la mano.
—Si matas al orco antes de que haya llegado a los lindes, te mataré yo a ti —lo advirtió.
Se había alejado una veintena de pasos de la empalizada. Envainó los sables y, de golpe, sintió una gran pesadumbre invadirlo como una oleada siniestra. Agregó en voz alta:
—Suerte, Simpático. Dales agua hervida a los que siguen vivos. Y si mueren todos… ven a Compasión con el elfo.
No esperó a que le contestara. Salió corriendo hacia el suroeste, alejándose de la empalizada y acercándose a su hogar. Poco después, lo asaltó un ataque de tos y maldijo entre dientes, forzándose a seguir andando. Iba a llegar de noche. No quedaba ya mucho para que se fuera el sol. Mientras a las mílfidas no se les ocurra salir a una hora temprana de la noche…
Esa historia de recompensa obnubiló su mente durante todo el camino de regreso. ¿Quiénes eran esos Naskrah? Tenían que ser criaturas inteligentes para haber podido comunicar con los orcos. Es más, tenían que ser criaturas poderosas o muy numerosas para poder obligar a los orcos a hacer lo que quisieran… ¿No había dicho aquel orco que los mantenían algo así como prisioneros? ¿Pero cómo? ¿Y por qué? ¿Qué buscaban pues esos Naskrah en la Frontera? ¿Acaso pretendían conquistarla?
Pues que la conquisten, pero que esperen una semana, una sola maldita semana antes de hacerlo… Dashvara suspiró. Si de verdad morían antes de que los Hermanos de la Perla los sacasen de ahí, los últimos segundos antes de morir los iba a pasar maldiciendo las marismas como nunca.
El cielo se oscureció, el crepúsculo pasó y la noche cayó sobre él, acompañada de los habituales chillidos nocturnos y de aullidos lejanos de borwergs. Siguió andando a oscuras. Al menos, no había nubes que escondiesen las estrellas y aún veía un poco donde pisaba. Pronto avistó la luz de la Torre de Compasión y se dirigió hacia ella como se dirige un conejo atemorizado hasta su madriguera. No se oía ningún toque de campana. Bueno. Eso significaba tal vez que todo estaba en orden. Tal vez.
Apenas le faltaba un cuarto de hora para llegar cuando vio brillar una antorcha no muy lejos de la empalizada. Entornó los ojos, tratando de distinguir el rostro pese a la luz brillante. Cuando lo consiguió, se relajó de golpe. Era Makarva. Con Boron. ¿Acaso habían salido a buscarlo?
Se sentía agotado, pero eso no le impidió echar a correr hacia sus compañeros. Estos últimos lo vieron al fin y se acercaron con precipitación.
—¡Dash! —murmuró Makarva, horrorizado—. Ave Eterna, ¿estás cubierto de sangre?
—No es mía —lo tranquilizó Dashvara—. ¿Qué estáis haciendo aquí?
Makarva abrió la boca y confesó:
—Vigilábamos tu regreso. ¿Ha habido un ataque en Simpatía?
Dashvara puso los ojos en blanco.
—Adivina.
Makarva ladeó la boca.
—¿Malas noticias, eh?
—Especialmente malas. Volvamos. Os lo explicaré a todos en el barracón. ¿Qué tal están el capitán y los demás?
Makarva y Boron intercambiaron una mirada siniestra.
—Igual que antes —se contentó con decir el primero.
Dashvara inspiró sin contestar y se puso a andar hacia el barracón junto a Makarva y el Plácido. Este último estaba inusualmente sombrío pero ¿quién no lo estaba aquella condenada noche?
Cuando llegaron a Compasión, Dashvara constató que la empalizada se había reparado de manera bastante eficaz. Al menos para frenar a los orcos, claro; no a los borwergs ni a los brizzias. Maltagwa, Lumon y Arvara estaban fuera, en el estrado. Los dos primeros escondían bien su nerviosismo, pero el Gigante cerraba y abría los puños repetidamente y ni siquiera parecía darse cuenta de ello.
—Hemos cavado otra zanja ahí —le señaló Makarva mientras avanzaban—, entre la empalizada y el barracón. No sirve de mucho, pero algo es algo.
—Sí, algo es algo —aprobó Dashvara con voz apagada.
Probablemente, si no hubiera visto a Rowyn aquella mañana, no se habría sentido tan desanimado. Su contrariedad casi superaba el miedo que sentía.
Saludó a los tres Xalyas que montaban la guardia y entró en el barracón. Nadie dormía, constató. El único en tener los ojos cerrados era Sashava pero, cuando entró, este los abrió como si nunca hubiese estado dormitando. Detalló a Dashvara durante unos segundos.
—¿Y bien? —preguntó al fin.
Dashvara agarró su cantimplora y tomó un largo trago. Al cabo, adivinando la creciente expectación, inspiró hondo y declaró:
—Hermanos, tenemos un problema: es probable que muramos esta misma noche.
Alzó la vista hacia los rostros sobrecogidos de los Xalyas; la giró hacia la expresión lóbrega del capitán; y, con una voz más firme de la que se hubiera creído capaz en aquel instante, narró la hecatombe de la torre de Simpatía.