Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena
Encontró la posada construida sobre un canal, en el Distrito del Dragón. La taberna estaba a rebosar de gente venida a tomar refrescos. Una risotada salió de una potente garganta. Alguien tocaba un laúd en una esquina, la gente bebía y el tabernero charlaba con sus amigos mientras sus dos empleados trabajaban. Dashvara no destacaba en absoluto en aquel hervidero de vida.
Zigzagueó entre las mesas, buscando la entrada hacia los cuartos del albergue, y se detuvo junto al mostrador antes de alejarse al constatar que estaba abarrotado. Entonces las vio.
Aligra, Lessi y Fayrah estaban sentadas a una mesa, enfrente de dos hombres que sonreían, incontestablemente borrachos. Olía a problemas. Con el ceño fruncido, Dashvara se dirigió directamente hacia la mesa.
—Así que de más lejos, ¿eh? —decía uno de los borrachos—. ¿De Maeras? No, espera, ¡de la Arboleda Sagrada!
Fayrah ponía cara molesta. Lessi miraba alternadamente a ambos borrachos con curiosidad. Aligra tenía una cara de entierro.
—Qué van a venir de la Arboleda Sagrada —gruñía el compañero—. Son Shalussis, fijo. ¿Eh? ¿A que he adivinado? ¿Eh? —repitió, muy divertido.
Aligra explotó antes de que Dashvara llegara a tiempo:
—¡Shalussi tú mismo, asno borracho! ¡Yo soy una Xalya y tengo en mis venas la sangre de los antiguos sabios de la estepa…!
Calló inspirando aire cuando Dashvara golpeó el puño contra la mesa con sequedad. Los vecinos ni se inmutaron, pero los dos borrachos parecieron espabilar un poco.
—¿Eh? ¿Qué haces, compañero? ¿Qué pasa? —preguntó uno.
—Pasa que vais a levantaros de aquí. Ahora.
Esta vez, algunos parroquianos giraron la cabeza. Los borrachos intercambiaron una ojeada.
—¿Que nos levantemos, decís, caballero? ¿Y por qué? Estamos muy bien aquí.
—¿Ah, sí? Pues entonces quedaos. —Les echó una mirada imperativa a las Xalyas—. Venid, salgamos.
Fayrah y Lessi enseguida se levantaron. Aligra se cruzó de brazos.
—Nosotras estábamos antes aquí. Quienes deben irse son esos zafios.
Uno de los beodos escupió aguardiente sobre la mesa, indignado.
—¿Zafios? Yo no soy un zafio. ¡Soy un estudiante! Soy un…
Dashvara siseó.
—Tú cállate. Aligra, levántate y déjate de niñerías.
La Xalya sostuvo su mirada. Dashvara captó un destello de rebeldía que no le gustó nada. Consideró dejarla donde estaba, pero luego pensó que si algo le pasaba iba a culparse durante toda la vida así que optó por arreglar las cosas de otra manera. Tendió el brazo y la levantó a la fuerza. Aligra se dejó alejar de la mesa, estupefacta. El estudiante se escandalizó.
—¡Esto no me gusta nada! —gritó—. ¿Vos quién sois para tratar a la joven así? ¿Su hermano?
—Su señor —retrucó Dashvara—. Y ahora siéntate otra vez, buen hombre, y dedícate a beber.
El borracho estuvo a punto de provocar una pelea, Dashvara lo adivinó. Afortunadamente, su compañero lo estiró de la manga, le comentó algo en voz baja y ambos se sentaron otra vez. Perfecto. Dashvara arrastró a Aligra fuera de la taberna, hacia las escaleras de la posada. Sólo entonces la soltó. Se sentía contrariado y no entendía muy bien por qué.
—Veo que estás mejor —observó Fayrah mientras subían.
—Relativamente, sí —replicó Dashvara. Obviamente, a su hermana sus modales le habían parecido chocantes. Pero, y qué más daba: si había tratado a Aligra como a una niña díscola era porque lo era. Entraron en el cuarto, cerró la puerta y las miró a las tres preguntándose qué demonios iba a hacer con ellas. Necesitaban dinero para quedarse en Dazbon. Pero ¿cómo ganarlo?
—Ali, ¿qué te pasa? —preguntó Lessi con cara atormentada.
Aligra lloraba silenciosamente. Dashvara resopló. Lo que faltaba.
Mientras Fayrah y Lessi trataban de consolar a su amiga, se dirigió hacia la ventana y echó un vistazo. Daba hacia el sur. Estaban justo encima del canal y al fondo, entre los muros de las casas, distinguió lo que parecía ser… Sí. Un barco enorme de velas blancas sobre una gran cantidad de agua. El Océano Caminante.
—Quiero volver a casa —sollozaba Aligra.
Dashvara se entristeció y se volvió. De pronto, lamentó haber sido tan duro con ella.
—A todos nos gustaría volver —dijo con dulzura. Fue a sentarse en la única silla que había y la aproximó a la cama donde las tres estaban sentadas—. Escuchad. Escuchadme las tres. Cuando los prisioneros de la caravana sean liberados, seremos más. No seremos como antes, eso es imposible, pero…
—¡Eres un traidor, un cobarde y un mentiroso! —lo cortó Aligra con los ojos brillantes. Se levantó, temblando—. No liberarás a los prisioneros y lo sé. Encontrarás alguna excusa para no hacerlo. Vete de aquí.
—¡Aligra…! —se sorprendió Fayrah—. No puedes culparle por haber sobrevivido. Todos huimos.
—Él es el hijo primogénito —replicó Aligra con viveza.
—Y dale con el hijo primogénito —bufó Dashvara, levantándose a su vez—. No empieces a calentarme los nervios: mi aguante tiene un límite. Ya te he dicho que no huí. Mi padre me pidió que huyera. Así de simple —afirmó mientras las tres lo miraban con los ojos agrandados. Hubo un silencio y Dashvara se calmó—. ¿Es Rowyn el que ha pagado el cuarto?
Fayrah asintió.
—Ha pagado tres noches seguidas —contestó.
Dashvara caviló. ¿Tenían alguna relación esas tres noches con el plan que pretendía llevar a cabo Rowyn? Tal vez hubiese pensado que se quedarían ahí hasta que liberasen a los prisioneros… Eso significaría que esta noche aún no iban a actuar. Quizá. O quizá no. Meneó la cabeza y otra pregunta turbadora lo asaltó.
¿Qué habría hecho el republicano con las Xalyas de haber muerto yo?
No conocía a Rowyn lo suficiente para adivinarlo, pero su instinto le decía que no las habría abandonado. O al menos no voluntariamente.
Detalló los rostros de las tres Xalyas y su mirada se detuvo en Fayrah.
—Hermana… ¿Puedo contar contigo para que no volváis a bajar a la taberna? No quisiera que os ocurriera nada malo.
Fayrah sacudió la cabeza.
—No va a ocurrirnos nada malo, Dash. Nos quedaremos aquí, pero deja de tratarme como si fuera una niña. —Dashvara hizo una mueca y ella añadió, inquieta—: ¿Vas a salir?
—Voy a intentar averiguar dónde reside la Hermandad de la Perla —explicó Dashvara.
—Buena idea —aprobó Fayrah—. Nosotras también queremos ayudar, ¿verdad, Lessi?
Lessi asintió enérgicamente. Dashvara abrió la boca y Aligra lo adelantó con voz de oráculo:
—Un señor de la estepa entiende la utilidad de delegar tareas.
La Xalya había recobrado su tranquilidad y sus ojos volvían a tener ese aspecto desenfocado y lunático. ¿Por qué, de las diez Xalyas que había salvado, tenía que haberse quedado Aligra? Dashvara suspiró, invitándose a ser paciente, y trató de pensar con rapidez.
—Está bien. Si tanto queréis que delegue, delegaré. Quedaos aquí y, si viene Rowyn o Azune mientras no estoy, decidles que he pasado por aquí y…
Dashvara sabía casi con total certeza que ningún Hermano de la Perla pasaría por la posada aquella tarde, pero eso al menos ocuparía a las Xalyas y las obligaría a quedarse en el cuarto.
—¿Y? —lo animó Fayrah, intrigada.
Dashvara se devanó los sesos para encontrar una tarea convincente.
—Y decidles que no tengo la intención de quedarme con los brazos cruzados mientras ponen en marcha su plan de rescate. ¿Entendido?
Percibió claramente un destello en los ojos de Aligra pero no supo interpretarlo. Aun así, su mirada hubiera podido incomodar a un ciego. Carraspeó.
—¿Tenéis dinero para cenar?
Fayrah y Lessi negaron con la cabeza. Dashvara frunció el ceño. Eso, entonces, tal vez significaba que Rowyn tenía pensado volver, ¿no? A menos que no se le hubiese ocurrido que los Xalyas también podían pasar hambre.
—Volveré para la cena —concluyó.
Las dejó ahí. En la taberna, comprobó que los dos borrachos de antes continuaban apurando vasos, esta vez junto a dos jóvenes republicanas que parecían pasárselo en grande. Regresó a la calle con alivio.
Afuera, una brisa se había levantado, arrastrando un aire cargado de sal. Dashvara husmeó y, antes que nada, se dirigió hacia el sur, animado por un repentino deseo: quería ver el mar. Sonrió para sí. Makarva, ese buen Makarva, siempre había querido ver el mar. El guerrero xalya, que odiaba la lectura, había leído todos los libros que trataban sobre el océano. Según él, los marineros eran estepeños del agua y cabalgaban sobre dragones de madera con alas blancas. Dashvara apretó el paso cuando sintió que estaba cerca de su objetivo. Las casas, de dos a cuatro pisos, desfilaban a ambos lados de las callejuelas. Y, de pronto, ya no hubo más que agua.
Dashvara se quedó un instante inmóvil ante ese desierto liso y azul oscuro. Por más que hubiese intentado imaginarse aquello, no lo hubiera conseguido. Estaba tratando de recordar lo que contaba Makarva del océano cuando una voz exclamó:
—¡Cuidado!
Alguien lo estiró del brazo. Dashvara dio un salto hacia atrás y evitó justo a tiempo las ruedas precipitadas de un carruaje.
—¡Ten cuidado por dónde vas, acelerado! —gritó el anciano que lo había salvado, levantando el puño hacia el carruaje.
—¡Cierra la boca, viejo! —replicó el conductor sin ni siquiera echar la vista atrás.
Dashvara frunció el ceño y le hubiera gustado darle un buen correctivo a ese gañán; sin embargo, la gratitud lo venció.
—Gracias, anciano. Te debo una.
El viejo llevaba un atuendo sencillo y apestaba a pescado.
—De nada. ¿Eres extranjero?
—De hecho, lo soy —afirmó Dashvara—. ¿Tanto se nota?
—No pareces muy cómodo caminando por la calle —sonrió el anciano—. Ya que dices que me debes una, si quieres, puedes ayudarme a llevar uno de estos sacos.
Dashvara vio los dos grandes sacos y adivinó que el anciano los había arrojado al suelo antes de estirarlo a él hacia atrás.
—Por supuesto. ¿No se habrá roto nada? —se preocupó.
El anciano puso los ojos en blanco.
—Todo lo que se puede romper una cuerda.
Dashvara enarcó una ceja, curioso, y levantó ambos sacos. Pesaban, pero podía con ellos.
—¿Y qué haces con tanta cuerda?
—Fabricar redes. ¿Seguro que puedes con los dos sacos?
—No te preocupes, anciano. ¿Y qué haces con las redes?
El viejo se había puesto a caminar en la calle que bordeaba la costa, tratando de permanecer a la sombra de las casas para evitar el sol.
—¿Que qué hago con ellas, extranjero? Con las redes de pesca, se pescan peces, lógicamente.
Dashvara volvió a mirar el mar. Claro, ahí al fondo había peces y de alguna forma había que sacarlos para comerlos.
El piso no andaba muy lejos y, afortunadamente, estaba en la planta baja. Una anciana, seguramente la mujer, los acogió con afabilidad.
—Se agradece ayuda de cuando en cuando —dijo el viejo mientras Dashvara dejaba los sacos en el lugar convenido—. Dime, buen hombre, ¿qué te trae a Dazbon? Si podemos orientarte, lo haremos encantados.
—Oh. —Dashvara vaciló—. Bueno, lo cierto es que ando buscando dónde reside la Hermandad de la Perla.
La pareja de ancianos se consultaron con la mirada.
—¿La Hermandad de la Perla? —repitió el anciano.
—Jamás he oído hablar de ella —admitió la mujer.
—Yo tampoco —confesó su esposo—. Lo siento, buen hombre. Hay una infinidad de hermandades en Dazbon.
Dashvara fue incapaz de esconder su decepción. Por lo visto, la Hermandad de la Perla no era muy conocida.
—No importa —aseguró—, la encontraré de todas formas.
—Deberías preguntarle a Shaf, el tabernero de La Moneda Blanca. Está al final de la calle. Él estuvo metido en una decena de hermandades diferentes antes de entrar en la Hermandad del Contrabando.
—¿La Hermandad del Contrabando? —se extrañó Dashvara. Que él supiera, el contrabando era una actividad ilícita en la República.
—Sus miembros luchan contra las tasas abusivas y esas cosas —explicó el anciano con una mueca cómica—. Se llama Shaf —repitió.
Dashvara le dio las gracias y, poco después, llegó a la taberna. Tenía el presentimiento de que el tal Shaf no le ayudaría en nada y así fue: el hombre, de gran tamaño y expresión cordial, le aseguró que él jamás había oído hablar de la Hermandad de la Perla, si acaso, dijo, alguna vez de pasada, pero ignoraba dónde estaba su sede.
Retomó su peregrinación por Dazbon, cada vez más convencido de que aquella ciudad era laberíntica tanto por sus callejuelas y canales como por su organización. El sol comenzaba a ser más bajo, el aire se había refrescado un poco y el corazón de Dashvara se aligeró. Aquel paseo le venía de maravilla después de haber estado tantos días durmiendo y perdiendo sangre.
Por un largo rato se olvidó completamente de la Hermandad y se entretuvo observando a la gente. Sonrió al ver a unos niños jugar en un parque con extraños juguetes; fue testigo de un altercado entre dos hombres en el que tuvo que intervenir un miliciano para restablecer el orden. Poco después, entró en una especie de templo y se quedó fascinado por las estatuas. La mayoría representaban a dragones y Dashvara lamentó no haber escuchado con más atención las lecciones religiosas del shaard. Cuando se dirigió hacia la Escalera, el cielo se oscurecía y decidió dar media vuelta. Sólo entonces volvió a pensar en la Hermandad de la Perla.
Se ve que tienes prisas por salvar a tu pueblo, señor de la estepa, masculló mentalmente. Suspirando, tomó el camino de regreso, se perdió, se metió en una callejuela oscura, salió a una avenida y se detuvo, rindiéndose ante la evidencia: estaba completamente perdido. Con esperanza, buscó a lo lejos la Gran Cascada; no la vio. Y eso que debo de encontrarme en el Distrito del Dragón, se dijo. Era el distrito bajo de la ciudad, donde estaban todos los canales. Técnicamente, no debía de estar demasiado lejos del Dragón de Oro.
Resopló. Orientarse en un laberinto de casas no era lo suyo. Y encima, después de tanto sol durante el día, el cielo se estaba cubriendo de nubes, ocultando las estrellas. Una fina bruma comenzaba a formarse por las calles.
Preguntó a una mujer, que le señaló una dirección con cara hosca. Reanudó la marcha. Al fin, desembocó en un pequeño canal con un puente que le resultó familiar. Estaba tratando de evaluar cuál era el norte y cuál era el sur cuando oyó un ruido detrás de él y se apartó por reflejo. Un hombre cayó de bruces contra el empedrado, a unos palmos escasos de distancia. Como si lo hubiesen arrojado. O como si se hubiese abalanzado. De hecho, si no se hubiese apartado Dashvara, le habría caído encima. Con cierto recelo, preguntó:
—¿Te encuentras bien?
El desconocido, un muchacho de la edad de Hadriks, maldijo entre dientes y volvió a levantarse amenazando:
—¡La bolsa o la vida!
Marcó una pausa, como percatándose de un detalle. Echó un vistazo hacia el suelo y recogió su daga tan torpemente que Dashvara estuvo tentado de proponerle su ayuda. Menudo zopenco. Dashvara lo consideró durante unos segundos. El muchacho se turbó pero agitó su arma ante él.
—He dicho: la bolsa o la vida —repitió. Al menos hablaba con firmeza.
Dashvara suspiró.
—Si he entendido bien tu expresión, eres un ladrón, ¿verdad? Harías mejor en dedicar tu tiempo a otra actividad más provechosa.
Por lo visto, el pequeño republicano no esperaba entablar conversación. Dashvara no le dejó repetir su cantinela: lo desarmó con un rápido golpe en la muñeca, pisó la daga con su bota y retomó:
—Pero date cuenta de que hay una gran diferencia entre robar y matar. Si robar sin absoluta necesidad es inmoral, matar a un desconocido es infame. Matas a un criminal porque, habiendo él quebrantado su ley interna, ninguna dignidad lo sostiene ya a la vida. Pero ¿un total desconocido? ¿Cómo puedes amenazar la vida de un desconocido? ¿Es que acaso no tienes dignidad? ¿Es que acaso no tienes voluntad propia para obtener lo que necesitas sin robárselo a los demás? Tienes dos brazos, dos piernas y, lo que es más importante, una cabeza. Con eso creo que puedes hacer algo mejor que estorbar a los paseantes.
A duras penas Dashvara reprimió una carcajada al ver al muchacho abrir la boca y volver a cerrarla. Por lo visto, no tenía mucha experiencia en su trabajo. De lo contrario, no lo hubiera dejado acabar su sermón.
De repente, a su espalda, se oyeron cuatro aplausos. Dashvara se giró y divisó a una silueta surgida de las sombras, oculta detrás de un velo. Sus ojos relampagueaban.
—Un hermoso discurso —apreció el hombre. Su voz no le dijo nada bueno a Dashvara—. Déjame decirte, chaval, que eres el peor aprendiz que he tenido en mi vida. Retírate —ordenó. El muchacho dio unos pasos atrás y, como si de pronto una ráfaga lo hubiese impulsado, salió corriendo por otra callejuela—. Filósofo —apostrofó entonces el que, por lo visto, era el maestro de ese inútil—. No pienses que todos los de nuestra hermandad somos como él, ¿eh? Que sepas que nosotros no robamos a la gente normal. Esto era sólo un ejercicio especial para ese negado. Desgraciadamente, el chaval no asimila muy bien mis consejos: ha elegido a la peor víctima posible. Apuesto a que no tienes en tus bolsillos más que unos dettas, ¿me equivoco?
Dashvara lo observaba con el ceño fruncido. Ese hombre era un ladrón y a los ladrones, en su tierra, los atizaban.
—Bien —prosiguió el embozado al ver que Dashvara no respondía—. Olvidémonos de lo que ha pasado aquí. ¿Puedo recuperar la daga?
Dashvara la seguía pisando con su bota. Sus labios se estiraron en una sonrisa torcida.
—Puedes. Adelante.
El ladrón permaneció unos segundos en silencio. Su pose no reflejaba turbación alguna. ¿Pero qué estoy haciendo?, se preguntó súbitamente Dashvara. ¿Es que acaso ahora pretendo educar a los dazbonienses?
—Me temo que no sabes quién soy, ¿verdad? —murmuró el ladrón—. No te conviene ser mi enemigo. Me llaman Cobra. Es imposible que no hayas oído hablar de mí.
Dashvara, obviamente, jamás había oído hablar de él. Casi se echó a reír de lo presuntuosas que sonaban esas palabras. Iba a contestarle algo sobre posibilidades e imposibilidades, cuando un ruido de pasos los hizo girar a ambos. El ladrón siseó.
—Un guardia. Dame esa daga, tú —lo apremió—. No debe verla.
Dashvara enarcó una ceja. Recordaba haber leído en el libro La Ilustrísima Ciudad de Dazbon algo sobre licencias de portes de arma. Por lo visto, el ladrón no tenía esa licencia. Y tú tampoco, recuerda. Dashvara vaciló. Los pasos se acercaban y el ladrón se removió. Con un salto ágil, se escondió otra vez en las sombras del umbral más cercano. Justo a tiempo para él: la silueta del guardia cruzó uno de los puentes y apareció bien a la vista. Llevaba una espada al cinto.
—No seas gamberro —susurró Cobra desde su escondite—. Si la ve, vas a meterte en un buen lío. Y si me delatas, estás muerto.
Dashvara estuvo a punto de dudar en voz alta sobre la veracidad de la última afirmación, pero luego se lo pensó mejor y le dio una patada a la daga. La tiró al canal. Sonó un restallido de agua. Perfecto, pensó, satisfecho. Alertado por el ruido, el guardia apretó el paso. No llevaba al pecho la mano negra como insignia de la milicia urbana, se fijó Dashvara. En cambio, tenía marcada una cruz roja en la frente. A saber lo que significaba eso.
—¿Se os ha caído algo, ciudadano? —La sospecha vibraba en su voz.
—¿Caído? Oh, no. Era una piedra —contestó Dashvara con sencillez.
El guardia lo miró de arriba abajo y gruñó secamente:
—Estas calles no son muy seguras de noche, ciudadano. Deberíais volver a vuestra casa. Que el Dragón os proteja.
—Igualmente —contestó Dashvara y se preguntó por qué demonios no le pedía que cogiera al ladrón. Tal vez porque el guardia tenía pinta aún menos agradable que Cobra. Aparte de que no tenía pruebas y sospechaba que su palabra no valía un grano de arena en una ciudad como Dazbon.
En cuanto el guardia desapareció, Dashvara comenzó a alejarse. Cobra protestó:
—¡Hey! ¿Me has tirado la daga al agua?
—Eso parece.
—¿Pero te das cuenta de lo cara que era?
Dashvara no contestó.
—No, no, no —añadió el ladrón, cortándole el paso—. No te vas a marchar así como así. Vas a ir ahí abajo y vas a traérmela. ¿O es que te has creído que ibas a jugármela así tan fácilmente?
Dashvara se lo quedó mirando, sinceramente sorprendido.
—¿De verdad quieres que vaya yo a buscar tu daga?
—No es mi daga. Pero tampoco es la del chaval así que muévete, muchacho. La marea está baja. No debe de ser tan difícil.
Dashvara se carcajeó con sarcasmo. Aquello se estaba poniendo entretenido. Insistió:
—Un segundo. ¿De verdad quieres que yo me meta en el canal para recuperar tu maldita daga? Sigue soñando, serpiente. Como mucho, si quieres, te cubro las espaldas mientras tú te encargas de sacarla. La marea está baja, como dices. No debe de ser muy…
Calló cuando el ladrón sacó de pronto dos dagas de la nada. Dashvara se maldijo al darse cuenta de que estaba arrinconado contra el canal. Él sabía luchar en la estepa, no en una ciudad llena de agujeros por todos los lados.
—Si quieres que te ayude a bajar, me lo dices —susurró Cobra con suavidad.
Dashvara masculló entre dientes. El muy canalla apuntó:
—Hay una escala del otro lado del puente.
Lo «guió» hasta dicha escala cruzando el pequeño puente y Dashvara rechinó los dientes.
—¿Cómo demonios quieres que vea algo en esta oscuridad?
El ladrón no contestó de inmediato. Entonces decidió:
—Bajaré contigo.
Dashvara comenzó a bajar por la escala. Enseguida llegó hasta abajo. Como decía Cobra, la marea era baja y había un pequeño bordecillo de piedra cubierto apenas por unas pulgadas de agua. Pero, así y todo, el resto del canal debía de tener tres pies de profundidad, si no más. Y el agua, cómo no, olía que apestaba.
Cuando Cobra aterrizó en el bordecillo, Dashvara consideró la posibilidad de tirarlo al agua, pero recapacitó cuando lo vio sacar de nuevo sus dagas. No le cabía duda de que, al contrario que su aprendiz, sabía usarlas debidamente. Giró la mirada hacia el agua oscura, pero enseguida la volvió a alzar cuando un súbito relámpago partió el cielo en dos. Segundos más tarde, un trueno interminable envolvió toda Dazbon. Cobra soltó una risita.
—¿Te asustan las tormentas?
Dashvara se dio cuenta de que se había quedado inmóvil y pálido como una estatua de mármol. No contestó.
—Salta en el fondo —ordenó Cobra—. Te hundirás hasta la cintura, no más.
Dashvara le echó una mirada asesina antes de meterse en medio del canal. El agua estaba fría pese al calor del día. Y le llegaba a la cintura, como bien había barruntado el ladrón. Una suerte, porque de haber perdido pie, Dashvara no sabía muy bien si habría sido capaz de flotar: nunca había tenido la ocasión de hacer la prueba.
—¿No has pensado que cuando saque la daga podría intentar vengarme? —preguntó, conteniendo difícilmente su irritación.
Los dientes blancos de Cobra aparecieron en la oscuridad.
—Deja de hablar, filósofo. Encuéntrala. Y si no la encuentras te iluminaré con mi linterna.
Dashvara le echó una mirada escéptica. ¿Su linterna? ¡Por supuesto!, se dijo, pensando de pronto en un detalle. La linterna. En el agua, sacó el disco de luz de Zaadma y lo frotó. No se iluminó nada. Naturalmente: el agua estaba fría.
—¿Qué diablos estás haciendo? —se impacientó Cobra—. Si no metes la cabeza en un segundo…
Dashvara no oyó su amenaza: se zambulló o más bien se agachó en el agua. Aunque tuviese a un ejército Akinoa delante no lo hubiera visto. No se veía nada de nada. Volvió a sacar el disco y lo frotó desesperadamente. Luego casi se le cayó y se apresuró a meterlo de nuevo en su bolsillo. Cerró los ojos. El fondo, de piedra, era resbaladizo. En un momento su mano topó con algo todavía más frío. ¿La daga? No. Era un aro metálico firmemente atado al suelo. Sus pulmones empezaban a protestar a gritos. Dashvara sacó la cabeza y aspiró una bocanada de aire antes de echar un vistazo hacia su alrededor.
Se había puesto a llover, constató. Y seguía tronando.
—¿Y bien? —inquirió Cobra.
Dashvara se contentó con replicar:
—¿Y esa linterna?
Cobra pareció contrariado. Ocultó una de las dagas bajo su capa y sacó un pequeño disco. Dashvara agrandó los ojos. Era igualito al de Zaadma. El ladrón lo frotó con energía y el objeto iluminó las aguas. Dashvara echó un vistazo al fondo del canal. Las gotas de lluvia enturbiaban los rayos, pero aun así entre ver un poco y no ver nada había una diferencia notable.
—¿A eso le llamas una linterna? —preguntó Dashvara.
—Una linterna ladrona —replicó Cobra—. Y ahora busca.
Dashvara por poco se atragantó con la saliva. Ahora empezaba a entender por qué Aydin se había enfadado tanto. Suponía que ese tipo de linternas eran ilegales.
Volvió a zambullirse y, esta vez, encontró la daga sin grandes dificultades mientras le iba alumbrando Cobra. Acababa de agarrar el puño cuando la luz desapareció. Dashvara frunció el ceño y regresó a la superficie.
—¿Qué diablos…?
Apretó los dientes. Varios hombres bordeaban el canal. Dashvara se mantuvo inmóvil, confiando en que entre la lluvia y los truenos no lo hubiesen oído. De todas formas, aquellas personas andaban con prisas. Desaparecieron rápidamente de su vista.
—¿La has encontrado? —preguntó enseguida Cobra.
¿Por qué te importa tanto esa daga?, se extrañó Dashvara. El ladrón había dicho que no era suya. ¿Tal vez se la había tomado prestada a un compañero?
Se subió al bordecillo con dificultad: sus botas le pesaban una tonelada. Un escalofrío lo recorrió.
—Te la daré una vez arriba —dijo, chorreando agua.
Cobra maldijo y por un momento Dashvara creyó que iba a arremeter contra él, pero se contentó con decir:
—Como quieras.
Él subió primero y lo siguió Dashvara tras haber vaciado sus botas. Al llegar arriba, saltó con agilidad sobre el empedrado, previendo cualquier posible ataque; pero Cobra estaba más ocupado echando vistazos a su alrededor.
—La daga —insistió.
Dashvara se la arrojó al suelo.
—Ahí tienes, serpiente.
Le dio la espalda y, no sin aguzar el oído, se alejó con sus botas rechinantes de agua. Oyó a Cobra recoger el arma. Y lo oyó acercarse. ¿Qué quería ahora ese hombre?
—Hey, muchacho.
Dashvara se giró de golpe y se encontró, estupefacto, con que Cobra le sonreía, tendiéndole la mano.
—Gracias.
Su velo se le había deslizado en algún momento, desvelando su rostro de humano. Dashvara lo detalló con desconfianza.
—No estrecho manos ladronas —replicó.
Un brillo burlón pasó por los ojos de Cobra.
—¿Ni aunque estén llenas de dinero?
Dashvara miró la mano tendida y constató que llevaba tres monedas. Cobra aclaró:
—Un denario por el bonito discurso, otro por la daga rescatada y otro por tu nombre.
Dashvara resopló.
—Mis actos no tienen precio. Y mis discursos tampoco. En cuanto a mi nombre, no sé si te conviene saberlo.
Cobra puso los ojos en blanco.
—Filósofo hasta con la bolsa, ¿eh? ¿Así que rechazas mi dinero?
Tragándose la dignidad, Dashvara tendió la mano.
—Yo nunca he dicho que lo rechazara: sólo que tu compensación deja que desear.
Cobra se rió y le puso las tres monedas en la palma de la mano.
—Conténtate con lo que te doy, Filósofo. Y ahora piérdete.
Dashvara se marchó, deseando no volver a cruzarse nunca más con esa serpiente. Cuando volvió a mirar su mano, se dio cuenta de que tan sólo tenía dos monedas. Levantó los ojos al cielo. Por supuesto: no le había dado su nombre.
* * *
—De todas formas, necesitabas un baño —opinó Fayrah, sonriente.
En cuanto Dashvara les había contado a las tres Xalyas sus primeras peripecias en Dazbon, Lessi y Fayrah se habían reído de él escandalosamente. Aligra se había contentado con sonreír. Al menos parecen un poco más animadas, se alegró Dashvara.
Salió de la bañera y se arropó con una de las túnicas doradas que habían usado las Xalyas mientras estaban prisioneras. Le estaba estrecha, pero le cabía. Si bien recordaba, era la primera vez desde hacía muchos años que se limpiaba en una bañera. En el torreón de Xalya, raras veces se malgastaba el agua de esa forma. Se sentó en una de las camas y se secó el pelo con una toalla. Se suponía que aquella era una habitación para tres, pero le había dado uno de los denarios al posadero y este había cambiado de opinión, instalando gentilmente un jergón en una esquina. Por cierto, se dijo. ¿Dónde está mi saco con la cuerda, la figurilla de Bashak y mi barrote? Dashvara lo buscó con la mirada. Cuando lo vio, se extrañó de verlo tan abultado.
—¿Qué tanto tiene mi saco? —preguntó, tendiendo una mano para cogerlo.
Fayrah ahogó un grito.
—¡Dash! Espera, no lo abras. Aún no te lo he explicado.
Dashvara frunció el ceño.
—¿Explicado el qué?
—Explicado… lo que contiene. —Su hermana se pasó la lengua por los labios, nerviosa—. Verás, cuando fui a recoger tu saco antes de salir de Rocavita, me encontré con… me encontré con él.
—¿Con quién?
—Con… —miró insistentemente el saco—: él. Y me lo explicó todo —prosiguió mientras Dashvara se ponía lívido. ¿Acaso le estaba hablando de la sombra? Miró el saco con fijeza—. Me dijo que te había dado un remedio y que no te vino bien. Dijo que se sentía muy avergonzado y que quería reparar su error. Y también dijo que tú le pediste que no te abandonara, ¿verdad que dijo eso, Lessi?
Lessi asintió. Con el corazón acelerado, Dashvara jadeó.
—¿Queeé? Yo nunca le pedí nada semejante. —Se abalanzó de pronto hacia el saco y lo abrió—. Sal de ahí, sombra engañosa.
El saco se agitó. Adentro, estaba todo negro.
“No soy una sombra engañosa”, sonó la voz de Tahisrán en su mente. “No lo he soñado. Te juro que me dijiste: no me dejes.”
Dashvara repasó sus recuerdos y, cuando cayó en la cuenta, dejó escapar un gruñido exasperado.
—Lo dije, pero no te lo decía a ti, sino al Ave Eterna. ¿Acaso te sientes identificado con el Ave Eterna, sombra?
—No se llama sombra —intervino Lessi oportunamente—. Se llama Tahisrán.
Dashvara bufó y volvió a sentarse en la cama mientras la sombra asomaba la cabeza por el saco.
“¿Así que me perdonas?”, preguntó tímidamente. Dashvara la contempló unos segundos.
—¿De veras te importa que te perdone o no? —masculló—. Al menos, verte ahora que tengo la cabeza algo mejor me reconforta en algo: no estoy delirando. Realmente existes.
“¡Pues evidentemente que existo!”, resopló Tahisrán saliendo del todo. “Ni que fuera un bicho tan raro.”
Dashvara miró a las tres Xalyas. Todas contemplaban la sombra con una asombrosa fascinación. Si ellas la veían y la oían también, eso significaba que no estaba loco. Suspiró, aliviado. No había peor sensación que la de cuestionar su propia cordura.
—¿Queréis cenar? —preguntó de pronto.
Fayrah pareció salir de un sueño.
—¿Qué?
—Que si queréis cenar. Aún me queda un denario. Con eso, tal vez podamos pagarnos dos porciones, si los precios no son más altos que en Rocavita.
Ninguna resultó tener mucho apetito, pero Dashvara se moría de hambre. Se levantó.
—Traeré la cena aquí.
La taberna estaba más tranquila que a la tarde, aunque no menos llena. La lluvia golpeaba contra los cristales y el posadero, que era un hablador empedernido, charlaba con unas clientas. De todas formas, Dashvara había adivinado que a quien debía dirigirse para la comida no era a él, sino a un muchacho enérgico que cruzaba continuamente la puerta de las cocinas. Media hora después, regresaba al cuarto con una bandeja humeante de comida llena de abanicos llamados «empanadillas».
—Cuidado —advirtió a las Xalyas—. Probablemente lleve pimienta.
Probó y, sí, llevaba. Se armó de valor, sin embargo, porque tenía demasiada hambre. En la práctica, se comió la mitad de la cena y, cuando Fayrah le tendió la última empanadilla, vaciló.
—¿De verdad no la quieres?
Su hermana tuvo una sonrisilla divertida.
—De verdad, hermano.
Dashvara le echó una ojeada a la sombra, sentada formalmente en otra cama.
—¿Las sombras no pasan hambre? —preguntó.
Tahisrán dio un respingo, como despertando.
“No. Hace muchos, muchos años que no sé lo que es el gusto.”
Eso sí que tiene que ser desconcertante, pensó Dashvara con un escalofrío.
—Mira por dónde, no me sorprende —replicó sin embargo—. Sólo una sombra con poco gusto puede intentar envenenar a un enfermo.
Entonces, pensó en que él mismo había asesinado a un enfermo y lamentó haber abierto la boca. La volvió a abrir para algo más provechoso: se comió la última empanadilla.
—Eres muy duro con él, Dash —se disgustó Fayrah. Lessi fruncía el ceño, Dashvara no sabía muy bien si para indicar su propio descontento o el de Fayrah; la hija de Zorvun tenía la mala costumbre de asimilar todo lo que sentía su hermana como propio.
Dashvara tragó.
—¿Duro con una sombra, eh?
—Tiene sentimientos. Te aseguro que él no pretendía envenenarte…
—Eso es lo que dice.
—Dash —se exasperó Fayrah—. ¡Es adorable! Tiene un gran espíritu. No puedes culparlo simplemente porque tú te has metido en la cabeza que es culpable.
La sombra se había erguido un poco, como animado por las palabras halagadoras de Fayrah. Dashvara meneó la cabeza.
—Está bien. No tengo nada contra él —mintió.
Fayrah lo miró, escéptica, y Lessi la imitó. Ese par de amigas podía acabar con la paciencia de cualquiera, suspiró Dashvara.
—¿Qué? —refunfuñó.
—Haced las paces —reclamó Fayrah.
Dashvara se carcajeó.
—¿Que haga las paces con…? —Calló ante la mirada fulminante de su hermana. Demonios con la hermana, pensó—. De acuerdo. Si es capaz de estrecharme la mano, se la estrecho y le perdono su intento de asesinato.
Se levantó, le sonrió a la sombra y extendió la mano. Tahisrán se la estrechó. Dashvara sintió un cosquilleo frío, muy frío. Retrocedió, tambaleante.
—Aaaave Eterna —tartajeó—. ¡Me ha tocado!
“¿Acaso te piensas que estoy hecho de aire?”, suspiró pacientemente Tahisrán.
Dashvara se sentó en la otra cama, descompuesto. En ese preciso instante, alguien llamó a la puerta. Fayrah fue a abrir.
—¡Es Azune!
En cuanto la semi-elfa entró, Dashvara le echó un vistazo antes de girarse otra vez hacia donde la sombra había desaparecido.
—¿Una recaída? —preguntó Azune. En su voz, había más frialdad que preocupación.
Dashvara meneó la cabeza y se levantó.
—No. Qué va, estoy muy bien.
La Hermana de la Perla lo examinó unos segundos.
—Me he enterado de lo ocurrido en casa de Aydin. Me has cubierto de gloria. No tenía la intención de meter a un creador de problemas en casa de un amigo.
—Ni yo tenía intención de crear problemas —aseguró Dashvara—. Verás. Todo se basa en un malentendido. Yo le di al chico la linterna ladrona sin saber lo que era. Esa linterna ladrona pertenece a… una mujer —concluyó. No iba encima a meter a Zaadma en esto, ¿verdad?
Azune asintió.
—Sí. Me he enterado. Una tal Zaadma, ¿no es cierto? Pues bien. Si esa linterna ladrona le pertenece de verdad, eso significa que es un miembro de la Hermandad del Sueño, de modo que no le debes nada: es una ladrona. ¿Puedo ver la mágara?
Dashvara se la mostró diciendo con cierta acidez:
—Fue una ladrona, me lo dijo. Pero ya no lo es.
—¿Ah, sí? —soltó Azune mientras inspeccionaba el objeto—. Un ladrón de la Hermandad del Sueño nunca deja de serlo. No deberías pasearte con esto. Me la quedaré.
—Ni hablar —saltó Dashvara—. No te pertenece. Zaadma me la dio a mí para cruzar las catacumbas de Rocavita. Sin ella, yo estaría todavía rondando entre muertos y ellas estarían todavía con los grilletes —aseguró, señalando a las Xalyas con el pulgar.
Azune enarcó una ceja.
—Ajá. Y dime, ¿cómo es que sabes lo que es esta mágara ahora y no lo sabías a principios de la tarde? Por la Divinidad, no habrás enseñado esto a nadie, ¿verdad?
Dashvara negó con la cabeza, exasperado, y tendió la mano para arrebatarle el disco.
—No. Pero me he encontrado con alguien que tenía uno y me ha dicho lo que era.
Azune se lo quedó mirando con asombro y entonces Dashvara le contó el encuentro con Cobra y el interesante y húmedo paseo por el canal. Al cabo, la semi-elfa se pasó una mano por la boca para disimular una sonrisa.
—Ahora entiendo lo del cambio de túnica. Lo que le decía a Rowyn: a ti te pasan cosas más raras que al pastor Bramanil. Primero te acusan de robar el Dragón de Primavera, luego te entra un desequilibrio energético incomprensible y ahora te encuentras con uno de los ladrones más famosos de toda Dazbon. Enhorabuena, estepeño. Si sigues a este ritmo, seguro que acabas en el fondo de un canal antes de que acabe la semana.
—A propósito —apuntó Dashvara, ignorando su tono burlón—. Quería hablarte de lo de mi pueblo. Quería advertirte de que no voy a dejaros trabajar sin mí. Y tengo una muy buena razón para convenceros.
El rostro de Azune reflejó aburrimiento.
—Ya te he dicho que no es posible. Los planes están listos y en cuanto los pongamos en marcha todo saldrá como un nudo corredizo y tu pueblo será liberado. —Suspiró, como rendida, ante la mirada paciente de Dashvara—. ¿Cuál es esa muy buena razón?
—Que los Xalyas no querrán haceros caso si no estoy yo ahí para decirles que confíen en vosotros.
La razón era sencilla, pero podía llegar a ser cierta. De hecho, dependiendo de qué Xalyas habían sido apresados, los Hermanos de la Perla podían verse con problemas para que les hicieran caso.
—Demonios, estepeño. —Azune parecía contrariada—. Creo que no vamos hacia las mismas direcciones. De todas formas, estudiaremos la cuestión. Y mañana, cuando venga Rowyn a llevarte ante la Suprema, te diremos lo que opinamos sobre el tema, ¿te parece?
Dashvara asintió.
—Excelente.
—Bien. Veo que ya habéis cenado —observó la semi-elfa—. ¿Tenéis dinero? —Los Xalyas negaron con la cabeza, menos Aligra, quien la contemplaba con cara de adivina. Azune sacó unas monedas y dejó cinco denarios en la palma de Fayrah—. Bien. No os mováis de este cuarto hasta que venga Rowyn, ¿vale? Y sobre todo, que no se mueva él —subrayó con mofa—. Sería capaz de acabar liándola en toda Dazbon.
Dashvara levantó los ojos al cielo. La saludó y, antes de que se marchara, balbuceó:
—Si hablas con Aydin, ¿podrías decirle que estoy avergonzado y que si se le ocurre alguna forma para que enmiende mi error me lo diga?
Los ojos pardos de la semi-elfa sonrieron.
—Se lo diré, descuida.
Se fue y Dashvara se quedó sentado en la cama, tamborileando con sus manos, pensativo. Fayrah y Lessi comentaban algo acerca de los cinco denarios y Aligra se había tumbado en su cama con la mirada fija en el techo.
—¿Tahisrán? —murmuró Dashvara.
La sombra salió de debajo de la cama, curioso.
“¿Sí?”
—¿Sigues queriendo enmendar tu error para que te perdone?
La sombra sonrió.
“¿No se supone que ya me has perdonado?”
Dashvara puso los ojos en blanco.
—Lo reformularé: ¿quieres hacerme un favor para que te perdone del todo?
La sonrisa de Tahisrán se ensanchó.
“Tal vez. ¿De qué se trata?”
Las Xalyas se habían callado y seguían la conversación con interés. Dashvara explicó:
—Sigue a Azune y dime adónde va.
“Pero ya se ha marchado”, objetó.
—Acaba de marcharse: no estará aún ni fuera de la taberna. Si te das prisas, la alcanzarás.
La sombra vaciló.
“¿Me estás pidiendo que espíe a una persona?”
Dashvara jamás en la vida se hubiera imaginado que una sombra también tenía unas reglas de conducta.
—Te estoy pidiendo que la sigas. Sólo quiero asegurarme de que la Hermandad de la Perla no actuará sin mí. El objetivo, te recuerdo, es liberar a gente inocente.
Eso pareció animar a la sombra, quien asintió sin dudarlo.
“Entonces, cuenta conmigo, Dash.”
Tahisrán recorrió la habitación, abrió la puerta y, tras agitar una mano nocturna en su dirección, se marchó. Por un momento, Dashvara se preguntó si volvería algún día. Luego tuvo la certeza de que sí.
Al fin y al cabo, le he pedido que no me dejara, ¿no? Sonrió, meneando la cabeza.