Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

14 Los Faerecio

Apenas se hubo quitado la camisa y tumbado en la cama, la puerta volvió a abrirse y entró Aydin. El ternian se había cambiado de ropa y había abandonado su turbante, dejando caer unos mechones negros y rizados sobre su cabeza.

—Estoy mucho mejor, curandero —declaró Dashvara enderezándose antes de que este pudiera decir nada.

—Bueno… —sonrió este, sentándose en la silla con un vaso en la mano—. Tu prima me ha explicado que si mueres será únicamente por tu tontería, de modo que me ha librado de toda mi responsabilidad. Sin embargo, creo que harías bien en beberte esto.

Le tendió el vaso. Dashvara no lo cogió.

—¿Qué es?

—Un sedante fuerte. Para un sueño reparador. Le he dejado la receta a Zaetela. Si tomas también el brebaje mañana a la noche, creo que para después de mañana estarás listo para seguir el viaje. No tienes fiebre, ¿verdad?

Diciendo esto, extendió una mano sobre su frente. Pareció satisfecho y le volvió a tender el vaso. Dashvara lo cogió. Tenía el color transparente del agua.

—Gracias —se contentó con decir. Dejó el vaso en la mesilla bajo la mirada fruncida de Aydin—. Lo beberé —aseguró—. ¿Vas a quitarme el cataplasma?

Aydin asintió.

—La herida está cosida. En cuanto cicatrice del todo, pídele a cualquier curandero o maestro boticario que te quite el hilo.

Dashvara hizo un gesto de cabeza sin responder y Aydin le ordenó que se tumbara. Limpió la zona y aplicó una pasta gelatinosa y fría. Cuando terminó, le echó un vistazo general.

—¿Quieres que te ayude a quitarte las botas?

Dashvara puso cara sorprendida.

—No, gracias.

Aydin vaciló en el silencio del cuarto.

—¿No vas a beberte el sedante?

Dashvara lo miró a los ojos.

—No.

Aydin resopló.

—No tiene sentido. Sólo es un sedante para que duermas bien. Te noto nervioso. Deberías hacerme caso. —Marcó una pausa—. Bah, qué más da. Haz lo que quieras, estepeño. Te deseo buena suerte.

Dashvara sonrió.

—Agradezco tus cuidados. Y por favor no te enojes. Nunca he sido un buen paciente.

Aydin enarcó una ceja, divertido.

—No eres el peor paciente que he tenido, descuida. Que el Dragón Blanco vele sobre ti.

—Lo mismo digo.

Aydin ya abría la puerta cuando se detuvo, burlón.

—¿Cómo puedes decir lo mismo si no eres creyente?

Dashvara ladeó la boca, jocoso.

—Considerando que el Dragón Blanco representa en este caso la buena suerte y la fortuna, ¿por qué no podría usar la misma metáfora?

Aydin no pareció convencido.

—El Dragón Blanco no es una metáfora, Shalussi. Existe.

—Cierto, existe en la conciencia de los saijits —concedió Dashvara—. Pero, según leí, el Dragón Blanco al que adoráis murió hace miles de años. Lo que adoráis ahora son sus ideales y la fuerza que encarnaba. Por consiguiente, el Dragón Blanco es una metáfora. El símbolo de vuestras creencias.

El símbolo de vuestra Ave Eterna, completó mentalmente.

Aydin, en vez de ofuscarse, pareció meditar sus palabras.

—Bueno. Es un modo de ver las cosas —admitió—. Pero yo sigo pensando que el Dragón Blanco existe.

Dashvara sonrió.

—Tienes todo el derecho del mundo a creerlo. Como yo el de usar su nombre como me dé la gana.

Aydin puso los ojos en blanco. Aquella conversación parecía divertirlo.

—Buenas noches, Shalussi.

—Buenas noches. Y no soy un Shalussi.

El curandero, con una cómica expresión en el rostro, salió de la habitación cerrando la puerta.

Dashvara aguardó. Sabía que le quedaban todavía unas cuatro horas libres para dormir y retomar fuerzas antes de pasar a la acción, pero no conseguía relajarse. Aún ignoraba dónde se encontraban las Xalyas o Arviyag y no había podido planear con precisión lo que iba a hacer. Si el esclavista se encontraba en una casa particular, seguramente esta pertenecería a la red de traficantes y por consiguiente podía ocurrir que Arviyag dispusiese no solamente de sus propios guardias de carromato, sino también de más cómplices y amigos.

El objetivo era sencillo: liberar a las Xalyas aquella misma noche. Preferiblemente sin usar los sables, ya que no podía aún fiarse de su herida; hasta Rokuish habría conseguido derrotarlo simplemente agotándolo. En el fondo, Arviyag le inspiraba una aversión centuplicada al lado de Nanda de Shalussi. ¿Qué honor podía tener una persona capaz de comprar prisioneros y convertirlos en esclavos? Los Esimeos esclavizaban a sus prisioneros de guerra, y por eso los Xalyas siempre los habían considerado como a los más salvajes, aunque ellos se autoproclamasen el clan más avanzado de Rócdinfer y el pueblo elegido por el Dios de la Muerte. Pues bien, los Esimeos eran un pueblo deplorable, pero aquel «Maestro» de Diumcili era peor. No parecía ni preocuparse por la proveniencia de los esclavos. Por lo visto, no tenía ningún escrúpulo en esclavizar a gente de tierras lejanas.

En un momento, Dashvara cambió de postura y sintió un pinchazo que le arrancó un gruñido. Se levantó a hacer aguas y volvió a acostarse. Contempló el candelabro, observó el narciso y pudo examinar con detalle sus pétalos plateados y su fino tallo oscuro como la noche. Estaba a punto de dejarse llevar por el sueño, cuando al fin la puerta se abrió.

Era Rokuish.

—¿Y bien? —interrogó Dashvara, ansioso.

El Shalussi se sentó en su propia cama y empezó a quitarse las botas, contestando con tono neutro:

—Arviyag se hospeda en casa de una familia llamada Faerecio, en las afueras del pueblo. Lógicamente también habrá llevado a las Xalyas con él. —Dejó caer la segunda bota y cruzó ambas piernas sobre su colchón—. Según me ha contado el cocinero con el que he hablado, los Faerecio son una familia patricia de Dazbon. Una familia muy poderosa. Tendrán una docena de mercenarios montando la guardia.

Dashvara meditó largo rato y, al cabo, Rokuish se tumbó él también y dejó escapar un profundo suspiro.

—Entiendo que quieras liberar a tu hermana a toda costa, pero si los Faerecio respaldan a Arviyag y a ese Maestro… No sé, Dash, no creo que la traten mal. Tal vez pueda llegar a ser feliz. Es el único consuelo que puedo darte.

Dashvara apartó la vista del techo para girarla hacia el Shalussi, incrédulo.

—Si vacilas ante un inocente, no eres un cobarde. Si vacilas ante un criminal, sí que lo eres —recitó—. Las palabras no dejan de ser ciertas jamás.

—No me vengas con lecciones filosóficas ahora —gruñó Rokuish, sentándose otra vez en la cama—. Las diez Xalyas están vivas y van a seguir estándolo. ¿Y vas a correr a una muerte segura para simplemente quitarles unas cadenas?

Dashvara apretó los dientes.

—La libertad, Rokuish. Es lo que pretendo devolverles. Concedo que puedas tener una opinión distinta, pero que sepas que un Xalya le tiene más aprecio a la libertad que a la vida y, si hay que arriesgarse ante la muerte para recuperarla, ten por seguro que ninguna de las diez Xalyas vacilará cuando les pida que me acompañen. —Clavó sus ojos en los suyos—. Piénsalo, Rok. ¿Qué harías si estuviese Menara en lugar de mi hermana? ¿Renunciarías a salvarla simplemente porque unos hombres te lo impiden? ¿Dejarías caer la pluma sólo porque el viento sopla más de lo que tú crees que pueden soportar tus principios? Todo es cuestión de confianza.

Rokuish permaneció en silencio un rato.

—Confianza, ¿eh? —repitió—. De veras que me gustaría creerlo, pero, si tienes a cinco guerreros apuntándote con un arma, ¿qué confianza puedes tener para salir vivo de esa? Es como meterse en un nido de serpientes rojas. No tienes ni una posibilidad de salir vivo, Dash —articuló.

Dashvara sonrió.

—Tendré confianza en que eso no ocurra. Y cuanto mejor esté planificada la evasión, más confianza tendré en que todo saldrá bien, de modo que… —se levantó y se agachó para sacar los sables de debajo de la cama— ha llegado la hora de conocer el terreno. ¿Te ha indicado el cocinero dónde se encuentra esa casa exactamente?

Rokuish se había quedado mirándolo, aturdido.

—Sí… esto, no, esto… —Tragó saliva—. Dash, ¿para qué diablos te hemos salvado la vida si es para perderla hoy con toda seguridad?

Dashvara se colocó los sables a la cintura, divertido.

—No seas pesimista, Rok. Si muero, podrás maldecir mi tontería todo lo que quieras. Pero confío en que no moriré. La casa —insistió.

Rok inspiró.

—Siguiendo la ruta hacia el sur. Y luego hacia el este. El cocinero ha hablado de un camino bordeado de olivos. Te has vuelto totalmente loco —encadenó, volviendo a ponerse las botas.

Dashvara frunció el ceño al ver que se levantaba.

—¿Adónde vas?

—A ayudarte, naturalmente —replicó el Shalussi—. Voy a por mi sable.

Dashvara le cortó el paso. No podía creerlo.

—De ningún modo. Ya es bastante que me has ayudado a encontrar la casa. Ahora, me las apañaré yo solo.

Rok resopló y se encaró con él. Era la primera vez que lo veía tan decidido.

—¿Sabes por qué dejé el poblado, Xalya? Porque nunca he sentido que fuera aceptado por nadie. Tú fuiste el único en enseñarme que, pese a no ser un guerrero, tenía mis cualidades. Bueno, pues tengo intención de enseñarte esas cualidades. La primera de ellas es que soy más tozudo que una mula.

De pronto, una voz a espaldas de Dashvara se burló:

—¿Y eso pretende ser una revelación?

El Xalya se dio la vuelta y vio a Zaadma entrar con una pila de ropa entre las manos.

—No quisiera ser cargante pero… —su voz serena chirrió y fulminó a Dashvara con la mirada— ¿puedo preguntarte por qué demonios no estás tumbado y por qué llevas esos sables?

Dashvara y Rokuish intercambiaron una ojeada. El primero asintió.

—Por poder, puedes preguntarlo. Pero, en consideración a tus nervios, no sé si debería responderte.

Zaadma estaba realmente enojada.

—¿Es que no te das cuenta de que hace apenas cuatro días estuviste a punto de acompañar a Nanda en su peregrinación?

Dashvara ladeó la cabeza, pensativo. Recordaba que, según los creyentes republicanos, tras la muerte el alma iniciaba una peregrinación hacia la Montaña Sagrada, donde vivía hipotéticamente el Dragón Blanco.

—Me di cuenta de sobra —aseguró—, pero ahora se trata de un problema de otra naturaleza.

Zaadma lo miró de arriba abajo, escéptica.

—¿Ah, sí? Cuando se usa un sable, el resultado suele ser muy parecido, sea cual sea la razón.

Dashvara meneó la cabeza.

—No pienso utilizar el sable esta noche.

—Oh. Me alegro. Entonces… —se sentó en la silla sin apartar su mirada de él—, ¿cuál es ese problema tan especial?

Dashvara titubeó un instante, antes de ir a cerrar la puerta y sentarse en la cama. Entre Rokuish y él, le explicaron el problema en unas pocas frases. Zaadma permaneció extrañamente silenciosa.

—De modo que —terminó Dashvara—, sin tener intenciones de estropear tu cuento de primos, la obligación de liberar a mi pueblo me determina a separarme de esta caravana y desearte toda la suerte del mundo.

Zaadma se cruzó de brazos. Dashvara hubiera creído oírla estallar en maldiciones y sermones, pero tan sólo opinó:

—Me parece una actitud digna de respeto. Si de veras intentas salvarlas, te prometo que trabajaré día y noche en mi botica para pagarte un entierro decente.

Dashvara suspiró. Otra pesimista, pensó. Iba a contestarle que no se molestase en pagarle entierro alguno cuando Zaadma prosiguió:

—Tu actitud desde que te conozco me ha enseñado que sabes esperar hasta el momento adecuado sin precipitarte. Te aconsejo que tampoco te precipites ahora. Créeme, he vivido dieciocho años en Dazbon. Si los Faerecio están compinchados en la red traficante del Maestro y te pillan con unos sables en su propia casa, te encerrarán en las Jaulas para el resto de tu vida, eso si no deciden matarte antes para que no reveles nada comprometedor si, por alguna razón, el Secretario del Tribunal te convoca. —Inspiró y realizó un vago ademán—. Si el objetivo de Arviyag es llevar a las Xalyas a Diumcili, lo mejor es intentar detenerlo en Dazbon, y no aquí, en Rocavita. Dazbon es una gran ciudad, llena de lugares donde esconderse, y eso también puede darte ventaja a ti. Arviyag seguramente tardará varios días antes de hacer embarcar a las Xalyas. No hay por qué precipitarse. —Juntó ambas manos y razonó—: Yo, lo que recomiendo, es que tú te quedes en Rocavita durante un día más. Rokuish y yo iremos a Dazbon mañana con uno de los caballos de Shizur. Averiguaremos dónde llevan a las Xalyas y tú vendrás a Dazbon en el carromato de Shizur. Esperarás a reponerte del todo. Y mientras tanto iremos pensando en una buena manera para sacar de apuros a tus amigas. Yo optaría por la vía legal. Demuestras ante el Tribunal que Arviyag es un esclavista, y listo. Aunque… tal vez no sea tan sencillo —confesó—, y supongo que, hagas lo que hagas, te atraerás problemas de todas formas.

Dashvara escuchó todo el discurso con suma paciencia. Al cabo, le echó una mirada de soslayo a Rokuish y se levantó de nuevo.

—Tus razones están inspiradas por la confianza que sientes por ese Tribunal…

—No siento ninguna confianza por el Tribunal de Dazbon —lo cortó Zaadma con viveza.

—Bueno. Pues yo tampoco porque sencillamente no lo conozco —aseguró Dashvara con calma—. Así que, pese a todo, sigo pensando que esta es la noche ideal para actuar. Y ahora, si no te importa, me voy, porque la noche, al igual que una flor, no es eterna.

Se dirigió hacia la puerta y Rokuish lo siguió.

—Locos chiflados —masculló Zaadma—. Esperad. No vais a ir vestidos así. Poneros esto. Llamaréis menos la atención y de esta manera, si os pillan metiéndoos en sus jardines, con un poco de suerte os confundirán con unos republicanos de cierta categoría y se lo pensarán antes de acabar con vosotros.

Dashvara echó un vistazo a la pila de ropa que señalaba. Descubrió unos pantalones de tela fina y holgada, unas túnicas blancas y unos velos amplios y negros que, una vez puestos, debían de cubrir todo el torso. Incluso había dos cinturones ricamente adornados con extrañas piedras coloridas. Miró a Zaadma, perplejo.

—¿De dónde has sacado todo esto?

Zaadma tuvo una sonrisilla traviesa y admitió:

—Del mercado. Son Fiestas de la Dádiva durante toda la semana y la gente juega y hace apuestas. Un joven aristócrata ha ganado esta ropa en una apuesta y le he ofrecido un dragón a cambio. Me lo ha dejado todo dándome incluso las gracias por permitirle seguir jugando sin estar tan cargado. No podía imaginar que gastaría el dinero para dos hombres que pretenden suicidarse al momento —suspiró.

Dashvara puso los ojos en blanco y, mientras él y Rokuish se vestían como republicanos, Zaadma se dirigió hacia su narciso. Dashvara se preguntó si acaso esperaba que hubiese crecido en su ausencia. Cuando hubo colocado el nuevo cinturón y el velo negro, constató que la correa estaba pensada para llevar dos armas.

Perfecto, se alegró.

Alzó la vista y, al ver a Zaadma verter líquido en su planta mientras canturreaba, hizo una mueca molesta.

—Zaadma… Quiero decir, Zae —rectificó al recibir su mirada de advertencia. Señaló el vaso con el dedo—. Eso que acabas de verter no era agua, ¿sabes?

Zaadma lo miró, extrañada, y husmeó el fondo del vaso.

—¡Por la Divinidad! ¿Era el sedante de Aydin? —adivinó. Dashvara asintió, reprimiendo una sonrisa burlona, y ella suspiró profundamente—. Primero vino, luego un sedante… Si mi narciso sobrevive después de esto, lo venderé por cien dragones junto a sus memorias históricas. Al menos alguien habrá aprovechado la amabilidad de Aydin —añadió, elocuente.

—¿Alguien? —se burló Rokuish—. Es una planta, Zae.

Zaadma posó el vaso otra vez sobre la mesilla, gruñendo.

—Las plantas están vivas y sienten perfectamente todo lo que las rodea, joven Shalussi —aseveró. Los miró a ambos con ojos calculadores y una fina sonrisa se dibujó en su rostro—. Ahora tenéis la excentricidad de los jóvenes burgueses. Estáis perfectos. Salvo por la barba, que la tenéis totalmente desaliñada… pero supongo que eso no importa ahora —añadió al ver la expresión aburrida de ambos estepeños—. ¡Bueno!, ¿vamos a liberar a tu pueblo, señor de la estepa?

Dashvara la vio abrir la puerta y la miró con los ojos abiertos como platos. ¡Qué diablos! ¿Ahora pretende venir conmigo? Soltó una breve carcajada, mordaz.

—Yo voy a liberarlo —la corrigió—. Ya es bastante que Rokuish se quiera meter en esto porque es tozudo como una mula. Tú lo que vas a hacer es meterte en la cama y dormir como una pluma santa.

Zaadma se carcajeó a su vez y sus ojos negros relucieron de malicia.

—No me has oído, ¿verdad? Te repetiré la pregunta: ¿vamos a liberar a esas Xalyas, sí o no? Y, para tu información, yo soy tozuda como un muro y de santa no tengo nada. Además, conozco esta región mejor que vosotros dos. Así que en marcha. No puedo creer que esté haciendo esto —añadió, anonadada.

Salió del cuarto con energía. Dashvara resopló y llegó a una conclusión:

—Es mucho peor que el capitán Zorvun.

Rokuish sonrió, nervioso. Dashvara estuvo tentado de ofrecerle otra vez reconsiderar su decisión, pero se abstuvo: el Shalussi era maestro de sus actos y no quería insultarle recordándoselo. Usó la ropa vieja para envolver sus sables e impedir cualquier reflejo traicionero. Acto seguido, colgó el saco a su cintura, se cubrió la parte inferior del rostro con el velo y siguió a Rokuish fuera de la habitación.

* * *

La casa de campo de los Faerecio estaba rodeada de un extenso olivar. Antes de llegar al camino que conducía directamente a la mansión, se metieron entre los troncos desordenados y continuaron por la tierra, trazando su rumbo a la luz de la Luna creciente.

Dashvara no sentía ya el cansancio: lo había apartado como se aparta una mosca molesta. Ya tendría tiempo de dormir luego. Ahora, necesitaba toda su concentración.

Llegaron al final del olivar y divisaron un gran patio empedrado ante el que se erguía un edificio de dos plantas. Una luz cegadora brillaba a través de varias ventanas e iluminaba tenuemente los arabescos de las altas columnas que rodeaban la construcción. Una escalinata blanca y ancha conducía al principal portal de acceso. Este estaba alumbrado por una gran linterna roja y Dashvara pudo distinguir las siluetas armadas sentadas en un banco junto a la puerta. Estaban despiertas y en ese momento una de ellas se levantó para desentumecerse las piernas.

Zaadma, Rokuish y Dashvara se detuvieron en la oscuridad. Se percibía un sonido apagado y acompasado de instrumentos proveniente de una de las salas iluminadas, en la planta baja.

—¿Y ahora? —inquirió Zaadma en un murmullo irónico.

—Primero —susurró Dashvara—, hay que averiguar dónde están. Voy a dar la vuelta a la casa.

Iba a alejarse cuando Zaadma lo cogió por la manga, contrariada.

—¿Y nosotros?

Dashvara los miró a ambos. Apenas los distinguía pese a tenerlos tan cerca.

—Vosotros…

Frunció el ceño. ¿Qué podía pedirles que hicieran?

—Vosotros esperad aquí. Enseguida vuelvo.

Se alejó y empezó a rodear la casa, medio agazapado. La veranda que rodeaba toda la mansión estaba a veces completamente cubierta por plantas trepadoras. Llegado a la esquina opuesta de donde se encontraban Zaadma y Rokuish, Dashvara constató que, afuera, no había más guardias que los de la entrada principal. Las demás puertas estaban sin vigilar; algunas incluso estaban abiertas para dejar entrar el aire fresco de la noche. No muy lejos de donde se encontraba, agachado junto a una roca, comenzaba un jardín florido al fondo del cual se veía otra construcción, alargada, más parecida a unas caballerizas.

Dashvara permaneció un rato inmóvil, observando su alrededor. Admitiendo que las diez Xalyas estuviesen en algún sitio encerradas en la casa de los Faerecio y considerando que consiguiese liberarlas sin dar la alarma, ¿adónde las llevaría? Llevaba todo el trayecto haciéndose la misma pregunta. Había llegado a la conclusión de que, siendo el campo ancho, poblado de colinas, árboles frutales y arbustos, podría, con un poco de suerte, lograr ocultarlas y borrar el rastro, y acto seguido andar hasta Dazbon sin pausas hasta llegar ahí y fundirse entre la muchedumbre. Pero, para conseguir algo así, era consciente de que probablemente necesitaría la ayuda de Zaadma y de Rokuish.

Un movimiento, en la veranda, llamó su atención. En cuanto vio a los dos perros atados con cadenas a una columna, sintió que se le caía el alma al suelo. Maldijo silenciosamente entre dientes. Si se hubiese alejado un poco más hacia el sur, probablemente la brisa les habría llevado su olor. Iba a ser imposible acercarse a la casa sin que ellos notaran su presencia.

Dashvara se alejó un poco, lo más sigilosamente posible, y regresó sobre sus pasos hasta colocarse al este del todo. Se sentó al pie de un olivo y se detuvo a pensar. Por más que reflexionase, todo lo conducía a una conclusión: no podía entrar en la casa sin armar un escándalo.

A menos que…

Dashvara cogió una aceituna que pendía a unos palmos de sus ojos, tiró el hueso y tragó el fruto, pensativo.

Al recorrer Rocavita de día, había visto gatos. La idea que se iba formando en su mente le arrancó una sonrisa de autoburla. Aunque no era del todo mala. Capturar a un gato y llevarlo hasta la mansión no iba a ser sencillo, pero podía arreglar uno de los problemas más urgentes. El objetivo era simple: entrar en la casa sin que los dueños sospechasen nada. Una vez junto a la veranda, cuando los perros ladrasen, Dashvara esperaría a que alguien saliese a ver qué ocurría, soltaría al gato para que huyese corriendo bien a la vista de todos y él mismo se metería por una de las ventanas abiertas sin que nadie lo viera. Era una solución. Y la única algo elaborada que se le ocurrió en el momento.

Robó otra aceituna antes de levantarse a medias y rodear la mansión por el norte. Encontró a Zaadma y Rokuish donde los había dejado.

—Ya has tardado —masculló Zaadma—. ¿Y bien? ¿Has averiguado algo?

—Tengo una misión para ti —la informó Dashvara sin contestar—. ¿Podrías capturar a un gato de Rocavita y traérmelo?

La dazboniense se lo quedó mirando, suspensa.

—¿Un gato?

—Un gato —confirmó Dashvara y aclaró—: Se trata de una maniobra de diversión.

Zaadma y Rokuish intercambiaron una mirada perpleja. Dashvara suspiró.

—Confiad en mí. ¿Queríais ayudarme, sí o no? Id a capturar un gato y traédmelo sin hacerle daño. Tomad —añadió, sacando varios trapos y su cuerda—. Atadlo con esto. Estoy hablando en serio —insistió al ver que las expresiones de ambos seguían reflejando incredulidad.

Dashvara guardó un silencio expectante.

—Te traeré un gato —concluyó Zaadma—. Pero quédate con tu maldita cuerda. No pienso patiatar a un pobre animal. —Se levantó—. Estaré de vuelta dentro de menos de una hora.

Dashvara la vio alejarse entre los olivos y le echó una ojeada insistente a Rokuish.

—Échale una mano, Rok. —Le tendió la cuerda y un trapo—. Por si acaso.

El Shalussi suspiró, cogió ambos objetos y volvió a colocarse bien el embozo.

—Espero que sepas lo que haces, Dash.

Se alejó, siguiendo a Zaadma, y Dashvara se pasó una mano por los ojos. Había dormido durante todo el día y aun así la herida parecía haberle sustraído todas sus fuerzas.

Apretó los dientes y volvió a acercarse a la parte de atrás de la casa. Dedicó los minutos siguientes a observar las luces del edificio y a adivinar el plano de la casa según las ventanas. Determinó qué habitaciones eran las que había que evitar y había comido ya más de veinte aceitunas cuando su mirada fue atraída por unas pequeñas escaleras que bajaban hacia una puerta situada en los cimientos de la casa. ¿Qué mejor lugar para esconder a unas esclavas que una bodega? Caviló. Pero, si resultaban estar ahí, la puerta estaría cerrada. Aún guardaba en el saco el barrote robado en la herrería de Orolf y consideró posible tratar de romper el cerrojo con él. El problema era que no podía estar seguro de cuánto tiempo necesitaría para abrir la puerta, ni si lo conseguiría. En cambio, no le cabía duda de que, en cuanto los perros ladrasen, no pasaría mucho tiempo antes de que alguien saliese a curiosear. Y ese alguien no tardaría en avistarlo si, en vez de meterse en la casa, decidía probar suerte en la bodega. En ese caso, un gato no le iba a ser de mucha ayuda.

Dashvara rechazó las aprensiones y luego rechazó la fatiga. Recogió unas cuantas aceitunas más y empezó a hacerlas estallar, esparciendo su jugo sobre la piel y la ropa. Con un poco de suerte, eso retrasaría la reacción de los perros. Cogió el barrote, escondió el saco y se levantó. Se acercó a los últimos olivos y tras tumbarse boca abajo contra la tierra empezó a reptar hacia una pequeña estructura circular con columnas y cúpula que se alzaba a una veintena de pasos a su derecha.

Estaba llegando junto al pabellón cuando un súbito chasquido lo estremeció. Una puerta acababa de abrirse y dos siluetas pasaron junto a los perros medio dormidos. Bajaron las escaleras de la veranda cogiéndose de la mano. Pálido como la muerte, Dashvara trató de regresar al olivar. Al ver que las dos siluetas se acercaban, sin embargo, acabó por quedarse quieto como una piedra sin atreverse casi a respirar.

Uno era un hombre que llevaba un sable al costado. La otra era una joven vestida con una larga túnica cuyas perlas brillaban aun con la tenue luz del creciente de Luna. Dashvara los vio pasar justo a su lado y penetrar en el olivar. Hubieran podido alejarse más, pero no: se detuvieron a unos pasos escasos y Dashvara tuvo que girar levemente la cabeza para no perderlos de vista.

—Oh, Al —suspiró la voz dulce de la niña—. Siento que mañana mi padre va a destrozarme el corazón. Conoces sus intenciones. Pretende casarme con ese hombre.

—No llores, princesa mía —murmuró la voz suave del hombre—. No permitiré que Arviyag consiga lo que quiere. Eres la luz que ilumina mi camino, Wan. Y seguirá iluminándolo hasta que tú quieras dejarlo a oscuras.

—Oh, Al —repitió ella, emocionada—. Jamás lo dejaría a oscuras. Jamás. Pero mi padre…

—No me importa lo que diga tu padre —replicó el otro—. Sólo me importa lo que deseas tú, Wanissa. Nos fugaremos. Te llevaré fuera de la República y viviremos el uno para el otro. ¿Qué me dices?

—¡Oh, Al! —se exaltó la otra—. ¿De veras lo harías?

A partir de ahí, se acumularon los requiebros mezclados con besos apasionados. Dashvara reprimió un suspiro de pura tensión. Creyó que su situación tan sólo podía ir a peor si uno de los dos amantes lo descubría, pero se equivocó: en un momento, la puerta de la casa volvió a abrirse y otras dos siluetas salieron de la mansión, esta vez con un andar más pausado y mesurado.

Por un instante, Dashvara creyó que iban a pillar al tal Al y a la tal Wan en lo que, adivinó, era una relación furtiva, pero entonces la joven murmuró con premura:

—¡Viene alguien!

Se internaron más en el olivar y Dashvara, confiando en que no echarían demasiadas miradas hacia atrás, aprovechó los segundos de gracia que le eran otorgados para incorporarse y recular a su vez. Tuvo la suerte de topar con un olivo relativamente tupido y se agazapó. Las voces se hicieron cada vez más cercanas. Se aproximaban al pabellón. Dashvara se obligó a permanecer paciente.

—Se lo propondré mañana a la mañana —decía una voz tranquila—. Y mañana a la tarde enviaré su respuesta.

—Hoy la he notado un poco reacia a hablarme —observó la otra voz. Dashvara creyó reconocerla. Era la de Arviyag.

—No te preocupes. Mi hija puede parecer una niña algo reservada en sociedad, pero te aseguro que conseguirás inspirarle respeto y cariño rápidamente.

—Lo sé. Es encantadora. Pero ese Almogán…

—Olvida a Almogán Mazer. Es un buen chico, amigo de la familia, pero no tiene ninguna posibilidad. Sólo es un secretario. Mi hija es lo suficientemente inteligente como para no hacerle caso. Con unos regalos y unas visitas más frecuentes a nuestro palacio en Dazbon, el asunto quedará zanjado. Os preveo un porvenir feliz.

—Sois muy amable, señor Faerecio. En lo que a mí respecta, me consideraré un hombre dichoso si mi relación con vuestra hija prosperase positivamente.

—Confío en ello. En cuanto al otro asunto que te ha traído aquí…

Ambas siluetas semejaban dos grandes palos secos y negros entre las columnas del pabellón. El señor Faerecio continuó:

—Me gustaría conocer la proveniencia de esas jóvenes.

—Son Xalyas —contestó Arviyag—. Por lo que sé, el clan fue aniquilado hace menos de un mes, por una alianza de clanes. Lo llamaban el último clan de los señores de la estepa. Se espera que otra caravana de prisioneros llegue a Rocavita dentro de unos días, en proveniencia de un poblado esimeo. Le pedí a uno de los jefes que minimizase las pérdidas pero, por lo que me pudo contar, desgraciadamente los Xalyas tardaron mucho en rendirse.

Dashvara sintió de pronto una contracción nerviosa que no tenía nada que ver con su herida y trató de relajarse, en vano.

—Así que los señores de la estepa han sido derrotados hasta el último —caviló el señor Faerecio—. ¿Eso significa que no habrá ya más prisioneros provenientes de la estepa?

—No lo afirmaría —negó Arviyag—. Todas las fuentes aún no están agotadas por el norte. Aún quedan pequeños pueblos independientes que pueden ser capturados. Como el de los Ladrones de la Estepa. Tienen mucha reputación en Rócdinfer. Son grandes luchadores. En Diumcili, seguramente pagarían algunos más de quinientos dragones por uno de ellos.

—¿Quinientos dragones por uno solo? —resopló el señor Faerecio, asombrado—. Esa sí que sería una buena inversión. —Agitó la cabeza y Dashvara, en medio del horror que sentía por toda aquella conversación, creyó percibir una sonrisa satisfecha en su rostro antes de que se girara hacia la casa. Volvieron a bajar del pabellón—. Por cierto —decía—, me han dicho mis informadores que has cambiado de depósito para ocultar a las prisioneras. Ahora las escondes debajo del Templo, ¿verdad? ¿A qué se debe?

—Oh… No se debe a nada en particular. Es una cuestión de seguridad, nada más —aseguró Arviyag mientras lo seguía.

—Pues deberás cambiar de lugar, Arviyag: es sacrilegio meter a paganos debajo de un Templo del Dragón Blanco.

—Por supuesto. Lo tendré en cuenta para la próxima arribada, señor Faerecio.

Las voces se apagaron con la distancia. Tan sólo entonces Dashvara se dio cuenta de que se estaba quedando sin respiración e inspiró lentamente, echando una mirada de soslayo hacia los olivares cercanos.

Cerró los ojos y los volvió a abrir casi enseguida. No podía llegar a creer en tan afortunado azar. Era como si un hada de la suerte lo hubiese bendecido y le hubiese traído su más ansiada respuesta. Ahora sabía que Fayrah no estaba en la mansión de los Faerecio. Eso tal vez facilitara las cosas.

Oyó un ruido ahogado detrás de él y se giró. Wanissa Faerecio acababa de pararse entre dos olivos y, aunque no viese su rostro con claridad, Dashvara adivinó que lo había visto.

—¿Al…? —soltó su voz temblorosa.

Su amante, el Almogán Mazer del que había hablado el padre de la muchacha, surgió de entre las sombras. Se posicionó ante ella, sacó el sable y le apuntó a Dashvara a unos tres pasos de distancia.

—¿Quién eres? —exigió saber en un siseo—. ¿Eres un vagabundo? ¡Contesta!

Viéndolo de tan cerca, sus rasgos juveniles eran todavía más destacables. Dashvara, manteniéndose agachado en la tierra, contestó:

—Es evidente que eres un caballero, y entre caballeros creo que podemos llegar a un acuerdo interesante. Yo no hablo a nadie de tu entrañable relación con la dama y tú haces como si no nos hubiésemos cruzado nunca, ¿qué te parece? —sonrió.

El republicano, lejos de bajar su arma, se acercó. Dashvara suspiró. Debió de haber imaginado que ese hombre trataría de hacerse el valiente ante la «luz de su camino». Almogán declaró:

—Si sois un caballero, como decís serlo, entonces vuestro propio corazón os impediría delatarnos.

Dashvara puso los ojos en blanco y se levantó.

—Que sí, amigo. Te lo estoy diciendo: me importa un grano de arena lo que hagáis o dejéis de hacer juntos. Y ahora sé un buen chico, vuelve a envainar ese arma y olvídate de mí. Por cierto, las aceitunas de esta zona están riquísimas —añadió, antes de darles la espalda y marcharse a grandes zancadas.

No se preocupó de que Almogán pudiera atacarlo por la espalda: era un caballero, y los caballeros no eran traidores. Dashvara sonrió para sí y realizó un rodeo antes de regresar al mismo sitio. Los amantes habían vuelto a entrar en la casa. Recogió su saco, metió en él varias aceitunas y, tras constatar que su baño aceitoso le había dado un olor a oliva más fuerte de lo esperado, se preguntó cuántas acciones en la vida de una persona resultaban, al cabo, inútiles. Se encogió de hombros y se alejó para volver al lugar donde se había separado de Rokuish y Zaadma. Esperó un rato hasta que perdió la paciencia y, deduciendo que ambos habían tenido que pasar por el mismo camino que a la ida, se alejó de la mansión, regresó al camino y se puso a bordearlo. Avistó el albergue del Gatomiel e iba a rodearlo cuando oyó un maullido de protesta. Sin atreverse a echar a correr por la herida, apretó sin embargo el paso y cruzó el camino iluminado por linternas festivas. Lo que vio le arrancó una sonrisa burlona. Una silueta con un saco entre las manos corría detrás de un gato por la plazuela de una fuente. El felino desapareció rápido como una flecha entre un amasijo de haces de lino.

—¡Es imposible! —se exasperó Zaadma, deteniéndose—. A este paso, amanecerá antes de que podamos coger a uno.

Rokuish estaba sentado en un pequeño muro de piedra, respirando entrecortadamente.

—Yo me rindo —jadeó.

—Rendirse ante lo inevitable no es rendirse, sino actuar con sabiduría —soltó Dashvara y se sentó junto al Shalussi. Este, en pleno sobresalto, lo miró con ojos abiertos como platos.

—¿Qué diablos…? —Tragó saliva—. Por mi madre, casi me matas del susto. ¿Qué haces aquí?

—Bueno… —Dashvara sonrió con aire travieso—. Quería admirar vuestros dotes de cazadores de gatos.

Al oír su voz, Zaadma se giró de golpe y cruzó la pequeña plaza de tierra con expresión alterada.

—¿Y eso significa que has venido a ayudarnos?

—No. Eso significa que vamos a dejar a los pobres gatos tranquilos. Sé dónde están las Xalyas y no están en casa de los Faerecio. Están debajo del Templo del Dragón Blanco. Supongo que sabrás dónde está eso, ¿verdad?

Zaadma dejó caer los brazos con el saco y se sentó en el muro soltando un resoplido incrédulo.

—¿Debajo del Templo del Dragón Blanco? ¿En las catacumbas? Es increíble.

Dashvara hizo una mueca impaciente.

—¿Sabes dónde están esas catacumbas?

Zaadma asintió.

—Arriba del todo de la colina. El templo tiene una puerta principal. Y se entra en las catacumbas por unas escaleras interiores. Yo entré sólo una vez, cuando un maestro celmista de Dazbon nos las hizo visitar a todos los discípulos hace… bueno, hace muchos años. Fue bastante escalofriante —confesó—. Pero no puedo creer que Arviyag haya conseguido meter a las Xalyas sin que un dragón las haya visto.

—¿Un dragón? —se extrañó Rokuish.

—Un sacerdote —aclaró Zaadma—. Tal vez exista una entrada secreta, pero para saber dónde está haría falta una revelación divina.

—A menos que los dragones sean cómplices —meditó Dashvara.

—Imposible —afirmó ella sin la menor vacilación—. La Hermandad del Dragón tendrá sus pequeños defectos, pero jamás defendería a alguien como Arviyag: fueron los máximos detractores de la esclavitud durante décadas.

Dashvara tomó una leve bocanada de aire y se levantó.

—Perfecto. Muchas gracias por vuestra ayuda a ambos —declaró.

Se alejó y oyó el ruido distintivo de pasos detrás de él. No se giró para ver que Rokuish y Zaadma lo seguían. Se contentó con decir:

—Si os pasa algo, será culpa vuestra.

No obtuvo respuesta. Sonrió, divertido, y siguió subiendo la colina.

Aún se oía música saliendo de algunos locales. El calor del día se había volatilizado, reemplazado por una brisa fría. Se cruzaron con varios grupos de personas; algunos iban alegres, otros borrachos, otros parecían ya medio dormidos. El creciente de Luna había avanzado ya bastante en su migración y Dashvara evaluó que dentro de dos horas desaparecería por completo, reemplazada por la Gema. De modo que, tras un intervalo de absoluta oscuridad, la luz azul del nuevo astro les iluminaría el camino… tanto a ellos si conseguían huir como a sus perseguidores, si los había.

El Templo del Dragón ocupaba toda la cima de la colina y lo separaban del resto de las casas una plataforma de roca de unos quince pies y una escalinata de mármol blanco. Así como otras calles de Rocavita aún estaban algo animadas, el Templo yacía en un silencio mortecino.

—¿Hay guardias nocturnos? —inquirió Dashvara mientras se agazapaban los tres detrás de unos altos arbustos, al pie de las escaleras.

—¿Afuera? Ni idea, pero no lo creo —contestó Zaadma en un murmullo—. Dentro, en cambio, seguro. Como mínimo habrá un vigilante. Los interiores de los templos tienen objetos valiosos y los guardan bien. Si pretendes entrar por la puerta grande, te lo advierto desde ya: necesitaríamos un ariete para romperlas.

Dashvara asintió, pensativo, y examinó el edificio con los ojos entornados. Cuatro torres se erguían, esbeltas, en cada esquina. En medio, el templo era rematado con una cúpula atravesada por un largo corredor que parecía representar las alas de un dragón. Estas rebasaban incluso los límites de los muros exteriores, a unos cien pies de altura. Las cristaleras que adornaban la fachada no solamente no podían abrirse sin romperse, sino que además eran probablemente demasiado estrechas para poder colarse. Y también demasiado altas sin una escala.

Dashvara meneó la cabeza.

—Bien. He estudiado la religión del Dragón Blanco, pero me gustaría confirmación, Zae. ¿No dicen que el Dragón Blanco acepta a cualquier alma que quiere rendirle culto?

Zaadma puso cara expectante.

—Así es —confirmó.

—¿Y no dicen que los fieles tienen que ayudar a cualquier alma que quiera rezar al Dragón Blanco?

Zaadma frunció el ceño y asintió.

—Sí. Pero ¿a qué vienen esas preguntas?

Dashvara caviló.

—Recuerdo que Maloven, el shaard que me educó, habló una vez de los republicanos que iban a los templos en horas nocturnas por arrebatos de fe o por rutina. ¿Es eso cierto?

Zaadma asintió de nuevo con la cabeza.

—Desgraciadamente cierto. Yo misma la única vez que fui a un templo de noche fue para robar algo. Y todo salió mal por culpa de un gran rezador que le pilló a mi compañero llevándose una figurilla de dragón.

Dashvara se la quedó mirando unos instantes.

—¿Eres una ladrona?

—Fui una ladrona. Por eso me encerraron en un monasterio, ¿qué te crees? Ya te dije que de santa no tenía nada. Bueno, ¿vas a explicarnos qué genialidad se te ha ocurrido ahora?

Dashvara prefirió no comentar nada y volvió al tema principal.

—Veréis. Tal vez pueda conseguir que me abran las puertas esos vigilantes diciéndoles que quiero rezarle al Dragón. Con un poco de teatro y suerte, me dejarán entrar en alguna de sus capillas. Y cuando dejen de mirarme con sospecha, me meteré en las catacumbas.

Zaadma y Rokuish no supieron qué contestar. Dashvara asintió para sí.

—Es lo que voy a hacer.

Se levantó y Zaadma reaccionó.

—Tu genialidad deja mucho que desear. Si bien recuerdo, la entrada a las catacumbas se sitúa en el dragón mayor. Necesitarías que los vigilantes estuvieran ciegos para que no te vieran. Además, a menos que pretendas figurar en la lista negra de la Hermandad del Dragón, te recuerdo que no puedes entrar con armas.

Dashvara enarcó las cejas. Por supuesto. Retiró sus sables de la cintura y se los tendió a Rokuish.

—Guárdalos, por favor, Rok.

—¿Estás loco? —bufó Zaadma—. ¿Y si te encuentras con uno de los hombres de Arviyag?

Dashvara hizo un vago ademán.

—Improvisaré. Y esta vez sí que no podéis ayudarme, de modo que, en vez de quedaros aquí para levantar sospechas, os aconsejo que vayáis a dormir. Mañana sabréis si mi intento ha sido un éxito o un fracaso. Buenas noches, amigos míos.

Iba a alejarse cuando Zaadma lo cogió por la manga.

—En las catacumbas está todo a oscuras. Toma esto —gruñó como a regañadientes, poniéndole un objeto frío en la palma de la mano—. Al menos te iluminará un poco. Sólo tienes que calentarla. Con frotarla entre tus manos valdrá.

Dashvara observó la fina placa circular. Apenas la veía en la oscuridad.

—No se tratará de algún objeto que no quieras perder, ¿verdad? —preguntó.

Zaadma masculló entre dientes.

—Tal vez lo sea. Pero tú no lo perderás porque, sencillamente, te lo prohíbo.

Dashvara inclinó la cabeza, entre conmovido y burlón.

—Me honra tu confianza.

Dedicó otra breve inclinación a Rokuish y salió a descubierto, subiendo la escalinata con aires de mortificado. No es que le resultase muy difícil conseguir el efecto: la herida no le dolía, pero la cabeza le daba vueltas. Sabía, por el capitán Zorvun, que algunas heridas graves podían afectar al sistema nervioso y conocía personalmente el caso de un soldado que, tras haber recibido la puñalada de un Shalussi, sufría desmayos imprevistos y crónicos. Sólo cabía esperar que su convalecencia no duraría mucho y no le dejase más secuelas que una cicatriz.

Cuando llegó ante la puerta, pudo verificar la afirmación de Zaadma: aquellos batientes, reforzados con placas metálicas, parecían incluso más resistentes que las puertas del Torreón de Xalya. Sin darse tiempo a pensar en lo que hacía, Dashvara cogió la aldaba con una mano y golpeó. Aguzó el oído. ¿Acaso esperaba oír algo a través de tanta madera?

Entonces, un chasquido lo sobresaltó. Una mirilla acababa de abrirse a través de una reja en la puerta. Un rostro moreno y de ojos grisáceos apareció, tenuemente iluminado por una fuente de luz distante.

—¿Quién llama a la puerta del Dragón? —preguntó.

Dashvara se quitó el embozo y respondió:

—Un humilde corazón que siente la necesidad de recluirse por una noche en su seno.

Hubo un silencio.

—¿Estás borracho?

—No lo estoy —replicó Dashvara, paciente—. Vengo con la consciencia clara. Una duda me apesadumbra, hermano, y necesito consultarla con el Dragón ahora mismo.

Miró al vigilante con intensidad, significándole que denegarle la entrada hubiera sido contrario al deseo mismo del Dragón Blanco. Percibió una inclinación de cabeza antes de que la mirilla se cerrara. Oyó un ruido de cadenas y pronto se abrió la puerta encajada en el batiente derecho. Con sumo esfuerzo, Dashvara reprimió una sonrisa triunfal y esperó a que el vigilante abriese la puerta del todo para pasar con andar mesurado. El hombre que le había abierto era humano y más pequeño que él. Llevaba un sable a la cintura y a Dashvara no le cupo duda de que sabía manejarlo. Miró más allá. Se notaba que la sala era enorme. La escasa luz de la Luna entraba por la cúpula translúcida y, unida a la llama de varios cirios, rozaba con timidez columnas, esculturas y azulejos incrustados.

—¿Queréis que os guíe a una capilla particular? —preguntó el vigilante.

Dashvara no tenía ni idea de si existían capillas con nombres especiales en los templos. En cualquier caso, no deseaba alimentar sospechas pidiendo que lo guiase al dragón mayor, así que improvisó.

—Rezaré en todas —determinó.

—¿En todas, hermano?

Dashvara lo miró a los ojos con decisión.

—En todas.

El vigilante inclinó la cabeza con respeto.

—La duda que os aqueja debe de ser profunda. Os guiaré hasta la Capilla Mayor y de ahí podréis ir a las demás.

Dashvara inclinó la cabeza con altivez. Por lo visto, ese vigilante lo había tomado por algún hombre de clase. No iba a desaprovechar la ocasión. El vigilante volvió a cerrar la puerta y Dashvara se interesó discretamente por el mecanismo. Si no encontraba otra salida, esa sería probablemente una posible vía de escape, aunque no precisamente muy sigilosa.

Sin una palabra, el vigilante se adelantó. Sus pasos resonaban contra las baldosas del templo. Dashvara lo siguió en silencio, paseando una mirada inquisitiva a su alrededor. Sus ojos se detenían en grandes frescos que representaban diferentes etapas de la vida del Dragón Blanco. Se lo veía enjaulado en una caverna, volando por los aires, atacando terribles monstruos, sonriendo benevolente ante sus primeros sirvientes… Había figurillas de metales preciosos, imitaciones de las perlas eternas otorgadas por el Dragón Blanco a sus más abnegados fieles… Donde fuese que se posaran los ojos estallaban la riqueza y el poderío de la Hermandad del Dragón.

Con tanto lagarto dibujado, ¿cómo reconocer al dragón mayor?, se preguntó Dashvara. Su instinto le dijo que las catacumbas debían de estar en algún lugar al fondo del complejo de salas. Tras una puerta cerrada, muy posiblemente. Si ese vigilante era único en todo el edificio, Dashvara presentía que no iba a durar mucho tiempo consciente.

Sin embargo, como pudo pronto constatar, no estaban solos. Un hombre alto, con un cirio en la mano, sacudía una especie de maraca aromática alrededor de una masa de piedra, al fondo de la sala. Dashvara comprobó rápidamente que esa masa de piedra no era otra cosa que una enorme cabeza de dragón. Se quedó contemplando sus ojos, brillantes y negros como la obsidiana. Parecían casi vivos. No le cupo duda de que ese debía de ser el dragón mayor.

El vigilante se inclinó.

—Ojalá pueda el Dragón Blanco guiaros para aplacar vuestra duda —pronunció.

Dashvara hizo un gesto de agradecimiento y, durante un minuto entero, permaneció de pie ante la boca del dragón. Pensó en ese momento que se le había olvidado preguntarle un detalle a Zaadma. ¿Cómo rezaban los republicanos? Sabía que existía un ritual específico, pero por más que intentase acordarse de las palabras de Maloven, estas se le escapaban. Así que, cuando vio que el hombre que aromatizaba la sala empezaba a soltarle miradas curiosas, hizo de tripas corazón e improvisó.