Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena
La semana siguiente, la vida shalussi se volvió una rutina. Dashvara pasaba el día trabajando y entrenándose con Rokuish y, aunque sabía que no era algo bueno, había empezado a considerar al Shalussi como a un buen compañero. No tenía espíritu de guerrero, era un pésimo luchador, pero, en cambio, sus conversaciones distaban mucho de ser huecas. Ambos filosofaban sobre el arte del combate y sobre la vida y la muerte durante las pausas, hablaban de conceptos, cosa que, según Rokuish, le había atraído más burlas que amistades en toda su vida.
—La gente se burla de lo que no quiere entender —le había replicado el Xalya.
Dashvara volvía a casa de Zaadma agotado pero con, cada día, el corazón un poco más vivo. No podía quejarse de su anfitriona: le preparaba la cena y no le pedía mucho más que ir a buscar agua al río. Al segundo día, como hablaron de las plantas, Zaadma se extrañó de que un Shalussi nómada hubiese oído hablar de la fotosíntesis y del morjás, la energía vegetal. Dashvara notó el destello de curiosidad que brillaba en los ojos de Zaadma y, sin perder la compostura, le contestó con la brusquedad de un Shalussi orgulloso que oír hablar no significaba que le interesasen sus malditas plantas. Eso fue posiblemente lo que degradó la relación y redujo sus intercambios a meras palabras de cortesía durante los días siguientes. Dashvara no hubiera podido encontrar mejor método para aplacar su curiosidad. Al sexto día, sin embargo, Zaadma rompió el silencio para pedirle que fuera a bañarse cuando su «olor a caballo salvaje» le pareció más fuerte que el de las flores de su casa.
El sol ya se había acostado cuando Dashvara salió con en la mano una esponja que apestaba a flores. Se dirigió hasta el río y siguió la orilla a contracorriente. Llegado a un amasijo de arbustos, se desvistió y avanzó en el agua negra; esta no le llegaba ni a la rodilla. La Luna estaba moribunda y las estrellas iluminaban tenuemente la noche.
Entre las sombras, divisó las siluetas lejanas de varias personas limpiándose como él en el río. Dashvara frunció el ceño, extrañado. Normalmente, los Shalussis no tenían el suficiente pudor como para esperar a que anocheciera para bañarse. Salió del agua poco después, volvió a vestirse y cruzó el río antes de seguir su corriente con sigilo. Eran cinco personas. Cinco mujeres. Se acababan de vestir y ahora murmuraban entre ellas en la orilla. Unos pasos más lejos, Dashvara reconoció a dos guerreros shalussis montando la guardia.
Mi pueblo, entendió con un escalofrío.
Sus ojos ansiosos buscaron el rostro de Fayrah. Pero la noche era oscura y todas las siluetas le parecían iguales.
Es mejor que no me vea, se repitió. De todas formas, aún no puedo salvarla.
—Dejad ya de cotorrear —dijo de pronto uno de los guardias—. Volvamos.
Las jóvenes enseguida callaron y siguieron a ambos guardias hacia la colina. Hacia donde las recluían, en casa de Nanda.
Dashvara cerró brevemente los ojos. Cuando los volvió a abrir, vio el rostro de una joven girarse como por reflejo hacia el río. Dashvara se tensó.
Es ella.
Se sintió impotente cuando la vio otra vez girarse hacia las sombras. La dejó ir. Un caballero de honor no dejaría que la vendieran. La salvaría tras matar a Nanda y la llevaría a un lugar seguro antes de seguir con la venganza.
La venganza, ¿eh? ¿Y qué has hecho durante esta semana, oh Príncipe de la Arena? ¿A cuántos criminales has matado para restablecer el equilibrio perdido? ¿A cuántos Xalyas has vengado con tus conversaciones filosóficas con ese «amigo» shalussi?
Lo único que había hecho había sido almacenar toda la fruta seca que había podido, previendo la huida tras el asesinato de Nanda. Pero no sabía aún cómo iba a matar a Nanda: su casa estaba siempre guardada por al menos dos de sus guerreros más fieles y, a menos que consiguiese robar dos sables a dos guerreros mientras dormían, no podía hacer nada más que… hacer reservas de fruta seca.
Dashvara suspiró y tomó el camino de regreso pensando que Orolf le había prometido que le entregaría el primer sable al día siguiente. Con un solo sable, se podía matar a un hombre.
La casa de Zaadma estaba ya a oscuras cuando llegó. Con la expresión sombría, la rodeó para entrar por la ventana de su cuarto, metiendo el mínimo ruido posible.
Al menos, aquella semana, no había tenido que irse al pie del olivo a dormir. Ni había tenido que dar más puñetazos. Casi parecía que se hospedaba en una casa digna. Dashvara sonrió mientras contemplaba el techo de su cuarto.
Mañana, tendré mi sable.
Su sonrisa se ensanchó en la oscuridad y murmuró por lo bajo:
—Mañana, saldré vengado de este pueblo.
* * *
Cuando se levantó, al día siguiente, lo sorprendió encontrar a Zaadma despierta. La mujer estaba trenzando su larga cabellera negra con manos ágiles; le dedicó una sonrisa a Dashvara mientras él salía del cuarto.
—Hueles mucho mejor —aprobó—. Ahora hueles a caballo limpio.
Dashvara resopló sin ofenderse.
—Si tú lo dices…
—Confía en mí. Sólo habrá que ver cuánto te dura. ¿Qué tal va el trabajo? ¿No van a empezar a pagarte nunca?
Dashvara hizo una mueca, entendiendo su interés.
—No importa —prosiguió Zaadma sin dejarlo contestar—. Hoy, si todo va bien, llegará la caravana de Dazbon. ¿Lo sabías?
Dashvara había palidecido. Pues claro que lo sabía. Nanda había enviado a lavarse a las prisioneras para venderlas en cuanto llegaran los comerciantes.
—No, no lo sabía. ¿Cuánto tiempo va a quedarse?
—No mucho. Venderán lo que puedan y comprarán lo que les interesa. Y se marcharán otra vez para Dazbon. —Zaadma abrió la boca de nuevo, vaciló y la volvió a cerrar—. Bueno. Supongo que hoy también vas a trabajar con los caballos.
Dashvara asintió con la cabeza.
—Esta noche no volveré. Es mi turno de vigía.
Y con un poco de suerte, no volveré jamás, añadió mentalmente.
—Vaya, qué coincidencia —sonrió Zaadma.
Dashvara enarcó una ceja.
—¿Coincidencia?
Zaadma pareció dudar antes de declarar:
—Nanda de Shalussi me ha prometido que vendría esta noche. Como me pediste que te avisara, te aviso. Pero como vas a estar fuera, supongo que no te molesta. —Su sonrisa se ensanchó—. Además, seguro que viene con las manos llenas de oro después de haber vendido a las Xalyas.
Frunció el ceño ante la expresión gélida de Dashvara.
—Entonces, perfecto —soltó el Xalya con la voz casi temblorosa por la emoción—. Yo estaré en la torre de vigía. Claro que no me molesta.
Advirtió la mirada extrañada de Zaadma antes de darle la espalda y dirigirse hacia la salida.
—Que pases un buen día, Zaadma.
Zaadma no le contestó.
Lo primero que hizo Dashvara cuando empezó a subir la colina del poblado fue dirigirse hacia la herrería. Ahí encontró a Orolf, muy concentrado en aplicar la forma de la serpiente roja al segundo sable.
—¡Pero si está terminado también el segundo ya! —exclamó Dashvara, sorprendido.
El herrero alzó la cabeza.
—No te apresures. Los sables están terminados, pero las vainas no. Además, aún queda el lado artístico. Si todas las armas fueran iguales, todo sería muy impersonal.
Dashvara gruñó por lo bajo, empuñando el sable acabado. Desgarró el aire con un movimiento preciso. La hoja curva estaba perfectamente equilibrada. Le recorrió un sentimiento de exaltación al saberse de pronto capaz de defenderse.
—Hoy Rokuish y yo queríamos entrenarnos con armas de verdad. ¿Te importaría que te cogiera los sables? Están perfectos.
De hecho, el sable de Orolf era aún más ligero que los que se había forjado él mismo.
—Me importa, chaval —replicó Orolf—. No seas impaciente. Mañana tal vez acabe. Vuelve a dejar ese sable donde estaba.
—Por favor, Orolf —insistió Dashvara—. Me siento como un niño jugando a ser guerrero con esos sables de madera.
—Un poco de humildad no te viene mal —arguyó Orolf.
A Dashvara le entraron ganas de soltarle que se fuera a los mismísimos infiernos con su lado artístico y que necesitaba esos sables para matar a su jefe, pero calló. Tras un silencio en el que se dedicó a examinar la hoja de su sable y la serpiente roja grabada en el acero, retomó:
—Al menos, dame este. Está acabado, ¿no? —masculló al ver que el herrero lo ignoraba—. Me pediste que pasara hoy a recoger el primer sable.
Tras un silencio, Dashvara se encogió de hombros.
—Pues me lo llevo.
El herrero levantó la cabeza. Sorpresivamente, sonreía.
—Eres más insoportable que un viento del oeste, hijo. Bah. Vete con Rokuish a matar serpientes y déjame concentrarme.
Dashvara sonrió, lo saludó y se marchó con su sable, contento.
Encontró a Rokuish en las caballerizas, dándoles heno a los caballos, y le enseñó el arma.
—Ligera como el viento… y rápida como la serpiente roja —declaró con una ancha sonrisa.
El Shalussi hizo una mueca divertida.
—Veo que te has levantado de buen humor. Pero… no querrás que nos entrenemos con armas de verdad, ¿no?
—¿Y por qué no? —replicó Dashvara, pasándose el sable a la cintura antes de ayudar a alimentar a los caballos.
—La última vez que me entrené con un arma de verdad, me pasé una semana en casa sin poder moverme de lo que me dolía el brazo —respondió Rokuish.
Dashvara lo miró, extrañado.
—¿Te hirieron?
—Qué va. Me herí yo solito con mi propio sable.
Dashvara se quedó en suspenso un momento y entonces se echó a reír.
—¿En serio?
Rokuish plantó la horca en la tierra con un mohín molesto.
—En serio. Veo que a ti también te hace gracia.
Dashvara carraspeó, tratando de borrar su sonrisa.
—Bueno, lo siento, es que…
Rok sonrió y retomó la horca.
—Me traté de idiota durante un mes entero. Y mi madre me hizo prometer que mientras no ganase un duelo con sables de entrenamiento no volvería a tocar un arma de verdad.
Dashvara caviló un instante.
—Esa promesa es estúpida. Los duelos de entrenamiento no se ganan. Sólo se gana cuando el adversario muere de verdad.
Rokuish hizo una mueca y, tras un silencio, murmuró:
—Supongo que tienes razón. Tú tienes el espíritu de un guerrero. Y yo el de… un alimentador de caballos —sonrió.
Dashvara se apoyó en su horca y su mirada se fijó en el caballo negro.
—¿Eso crees? Bueno… tal vez sea cierto. O tal vez no. Pero, de momento, dejemos a estos caballos comer solos y vayamos a entrenarnos.
Rokuish suspiró pero no protestó.
—Tú, en cambio, pareces haberte tragado un cuervo negro en el desayuno —observó Dashvara—. Te espero del otro lado del río, como siempre. Ven con tu sable. Hoy te enseñaré la técnica del ojo de lince.
Vio a Rokuish alejarse hacia su casa y se dirigió hacia el río. Por un común acuerdo, ambos habían desertado del patio de Fushek, prefiriendo entrenarse lejos de las miradas indiscretas. Rokuish parecía luchar mejor cuando nadie lo observaba.
Actitud tremendamente útil para un guerrero…
Dashvara tampoco es que aprendiese gran cosa de esos entrenamientos, pero lo mantenían en forma y le recordaban los largos duelos contra los guerreros xalyas y contra el capitán Zorvun.
Estaba ya casi llegando al río cuando oyó relinchos y chirridos de ruedas contra la tierra seca. Agrandó levemente los ojos y echó a correr hacia el río. Pronto avistó la fila de carromatos. No eran muchos: en total había cinco, con varios comerciantes que los conducían y algunos caballos. Según Dashvara había estudiado, Dazbon se situaba en la costa del Océano Caminante, a unos cinco días a caballo rápido desde las tierras xalyas. Por lo que le había contado Maloven, para llegar hasta ahí, había que cruzar un laberinto desértico de rocas. Dashvara entrecerró los ojos ante la luz del sol. Aquellos hombres de la ciudad costeña parecían agotados, como si se hubiesen pasado toda la noche viajando.
El pueblo se había animado antes de lo acostumbrado. Una parva de niños acogieron los carromatos con gritos y sonrisas. Los guerreros shalussis salieron de sus casas con sable y armadura, para impresionar. Las mujeres shalussis se allegaban con cestas y estiraban el cuello como si pudiesen ver a través de la tela de los carromatos qué llevaban dentro.
La caravana cruzó el río y se detuvo al pie de la colina. Un barullo de voces se extendió rápidamente por toda la zona. Dashvara se acercó a curiosear. Los comerciantes de Dazbon eran extraños. Llevaban atuendos coloridos, turbantes de colores vivos y, entre ellos, Dashvara vio a uno con grandes orejas puntiagudas, cejas escamosas y ojos rasgados. Se lo quedó mirando con fijeza. Como Rokuish justo llegaba con su sable envainado, Dashvara lo agarró por la manga y le señaló con la otra mano al extraño ser.
—¿Eso es un elfo?
Rokuish negó con la cabeza.
—No, creo que es un tiyano.
—¡Qué va a ser un tiyano! —protestó otra voz detrás de ellos. Dashvara se giró y vio a Andrek, el hermano de Rokuish—. Es un ternian. ¿No ves que tiene garras en las manos?
—Es natural que no los vea, Andrek —le replicó Walek, acercándose—. Tu hermano es un cegato. De hecho, tal vez por eso maneja el sable como un…
—Walek —gruñó Andrek, interrumpiéndolo, mientras Rokuish enrojecía ligeramente—. Será mejor que nos movamos. Nanda quiere que las escoltemos hasta aquí.
Dashvara vio a los dos guerreros alejarse colina arriba con sentimientos contrarios. Por un lado, se alegraba de que Nanda fuera a vender a las Xalyas. De esa manera, los Shalussis no podrían vengarse sobre ellas cuando perdiesen a su jefe por culpa de un Xalya. Claro que, si todo salía bien, nadie sabría que el culpable sería un Xalya… menos el viejo Bashak.
—¿Vamos a entrenarnos o tienes pensado comprar algo? —se impacientó Rokuish.
—¿Comprar? No tengo dinero, ¿cómo voy a comprar? —retrucó Dashvara, distraído.
Echaba ojeadas hacia el camino que llevaba a la casa de Nanda, esperando la llegada de las Xalyas. Rokuish suspiró pero lo siguió cuando se acercó a uno de los carromatos. Había especias, sal, dátiles y decenas de artículos a los que Dashvara no fue capaz de poner un nombre. Desde que tenía memoria, los comerciantes de Dazbon jamás habían viajado hasta el Torreón de Xalya. Los Shalussis siempre les habían impedido pasar y eran ellos los que luego revendían los artículos a los Xalyas a precio de oro. Salvajes pero listos, pensó Dashvara.
En un momento, se inclinó mucho hacia una especie de fruta grande y negra y, al toparse con la mirada de un comerciante, se apartó y pasó a otro carromato. En aquel, había barriles de vino.
—De verdad que eres un encanto —decía una voz familiar a un hombre barbudo de avanzada edad.
Zaadma, con una botella de vino entre las manos, le dedicaba una forzada sonrisa al comerciante.
—Me gustaría regalarte algo más —aseguró el dazboniense—. Aún te debo mil años de esclavitud por haber salvado a mi esposa.
—Oh… —se emocionó sinceramente Zaadma—. Es muy amable, Shizur. Pero ya me trajiste el narciso de luna. ¿Sabes que ya ha florecido? Lo riego todos los días. Y todos los días, cuando lo riego, pienso en ti, en tu esposa y tus encantadores hijos.
Shizur sonrió aunque Dashvara advirtió que fruncía levemente el ceño.
—Vaya. Es halagador. ¿Eso significa que quieres pedirme otro favor?
Zaadma puso cara inocente.
—Esto… Sí.
Bajó la voz y Dashvara no pudo oír lo que dijo pero vio la expresión sorprendida del comerciante de vinos.
—Bueno, yo…
—Por favor —le suplicó Zaadma juntando ambas manos y adoptando una cara enternecedora.
—Está bien —cedió el comerciante—. Si es lo que deseas…
—¡Eres el mejor hombre que he conocido nunca! —exclamó Zaadma y saltó sobre el carromato para darle un abrazo mientras Shizur reía.
Dashvara puso los ojos en blanco y, cuando cruzó la mirada de Zaadma, esta le guiñó el ojo y desapareció entre los demás rostros.
—¡Hey, Odek! —lo llamó Rokuish desde otro carromato—. ¿Has visto esto?
Dashvara se acercó y echó un vistazo a un pequeño baúl blanco muy estilizado. A su lado, había una pulsera con una luz roja que iba dando la vuelta a la pieza de metal.
—Magia —murmuró.
—Armonías —lo corrigió el comerciante del carromato. Dashvara alzó la cabeza y vio a aquel elfo-tiyano-ternian mirarlos con aire sereno—. La luz roja gira cuando percibe agua a su alrededor.
Dashvara enarcó una ceja, escéptico.
—Interesante —se contentó con decir.
—Es una pieza única —prosiguió el comerciante levantando la voz para que otros lo oyeran—. Una mágara que te salvará la vida cuando estés en medio del desierto.
—Si invocase agua, te la compraría —replicó Dashvara y se alejó porque acababa de ver a las Xalyas llegar ante otros dos carromatos. Eran una decena, llevaban túnicas shalussis de colores dorados e iban maniatadas y encadenadas. Por un momento, a Dashvara se le ocurrió que aquella cadena podía ser la que había ayudado a forjar en la herrería la semana pasada…
Soltó un bufido bajo y rodeó a las Xalyas para colocarse detrás de ellas, con unos cuantos Shalussis curiosos por ver cómo se desarrollaba la negociación. Junto al carromato, Nanda hablaba con un comerciante alto de porte elegante y ojos penetrantes. En cuanto vio al esclavista, Dashvara lo aborreció.
—¿Cien monedas de oro por cada una? —se ofendió Nanda—. ¡Son las últimas Xalyas que hay en toda Háreka! —exageró. Dashvara sabía de sobra, por haberlas visto, que había unas cuantas Xalyas más repartidas entre los clanes—. Las últimas señoras de la estepa —insistió Nanda—. Todas han recibido educación y todas saben escribir. Valen al menos cuatrocientas monedas cada una.
El diumciliano, sin inmutarse, paseó delante de las prisioneras examinándolas sin tocarlas. Las jóvenes Xalyas, incluida Fayrah, bajaban la cabeza hacia el suelo. Dashvara se tragó la furia que ardía en su interior.
—¿Cómo sé que no me estás engañando? —dijo el diumciliano—. Los Xalyas y los Shalussis tenéis los mismos rasgos.
—No empieces a insultarme, comerciante —bufó Nanda—. Y ofrece un precio justo.
—Son diez. Si me las llevo todas, te doy mil doscientas monedas. No más.
—Dos mil —tonó Nanda.
—Mil quinientas —cedió el comerciante.
Una sonrisa torva se dibujó en el rostro de Nanda y pareció que iba a aceptar pero repitió tercamente:
—Dos mil.
El diumciliano adoptó cara pensativa y replicó como burlón:
—Mil setecientas. Y es mi última propuesta.
Nanda estuvo a punto de repetir su precio, Dashvara lo adivinó, pero entonces se recobró y extendió la mano. El diumciliano se la estrechó.
—Un acuerdo de esta magnitud merece que lo celebremos —sonrió Nanda con ferocidad—. Te invito a beber mi mejor licor de mutsomo.
El comerciante agradeció la invitación, ordenó a sus compañeros que llevasen a las Xalyas a un lugar a la sombra y siguió al cabecilla del pueblo colina arriba. Cuando Dashvara los vio pasar a tan sólo unos pasos de distancia, sintió muy claramente el peso de su sable contra la cintura y pensó en el primer movimiento de ataque, rápido como una serpiente…
¡Ave Eterna! Relájate, se ordenó.
Bruscamente, el Xalya le agarró del brazo a Rokuish y siseó:
—A entrenarse.
—Al fin… —suspiró Rokuish. Por lo visto, los intercambios comerciales le parecían aún más fastidiosos que los entrenamientos.
Cuando llegaron al terreno, del otro lado del río, Dashvara alzó su sable y peleó con más fuerza y más vivacidad que de costumbre, tanta que en un momento se pilló amenazando a Rokuish con la punta del sable en la garganta después de haber realizado un movimiento xalya. Un destello de miedo pasó por los ojos de Rokuish. Rendido, el Shalussi dejó caer el sable al suelo arenoso. Dashvara inspiró hondo y apartó lentamente el filo.
—Esa es la técnica del ojo de lince —explicó, espirando aire.
—Me has ganado —carraspeó Rokuish—. Otra vez.
—Sólo se gana cuando el adversario muere de verdad —le repitió Dashvara.
Rokuish lo miró con una sonrisa aprensiva.
—Una suerte que estés en mi bando y no en el bando enemigo, ¿eh? —bromeó.
Dashvara esbozó una sonrisa crispada.
—¿Cuál es para ti el bando enemigo?
Rokuish se agachó para recoger su sable.
—Pues… no lo sé. Ahora que ya no están los Xalyas, supongo que los Akinoa son los más peligrosos. Son unos verdaderos salvajes. Se dice que matan sin fe ni ley.
La sonrisa de Dashvara se torció aún más.
—Es curioso. Apuesto a que los Akinoa también tratan de salvajes a los Shalussis. A fin de cuentas, todos en la estepa somos unos salvajes sin corazón, ¿no crees?
Rokuish frunció el ceño.
—No, no lo creo. Yo al menos no soy así. Tengo un corazón y me pregunto aún si sería capaz de matar a alguien. Tú… ¿ya has matado a una persona?
Dashvara asintió y Rokuish se turbó.
—Debí imaginármelo. Y… ¿luego no te sentiste culpable? ¿No te sentiste asqueado por ti mismo por haber acabado con la vida de un ser pensante?
Dashvara lo miró con aire burlón.
—¿Nunca has matado a una mosca, Rok? ¿O es que tus manos están limpias como las de un recién nacido?
—Las moscas no piensan, Odek.
—¡Ja! ¿Quién te ha dicho que no piensan? —replicó.
Cruzó la mirada aburrida del Shalussi y suspiró, más grave.
—No me sentí culpable —retomó—. Maté a un bandido que asesinó a una familia entera para robarles comida. Tal vez estuviese hambriento y tal vez la familia no quiso alimentarlo, pero desde luego no me arrepiento de haberlo matado.
Rokuish resopló y se sentó en el suelo, meditativo.
Técnicamente no es el único al que maté, completó Dashvara silenciosamente. Mi patrulla también quiso una vez capturar a un ladrón shalussi en una granja xalya. Se puso terco. Lo herí. Y murió de las heridas. Pero creo, Rok, que con hablar de un muerto ya te basta.
—No hablaba de casos como ése —dijo al fin el joven Shalussi—. Yo hablaba de los casos como el Torreón de Xalya. Donde los guerreros se matan entre sí para robarse trozos de tierra o… acabar con una familia dominante. Te pareceré un cobarde, pero yo no sería capaz de actuar como mi hermano Andrek. No sería capaz de obedecer a Nanda simplemente porque me dé un puñado de oro. Me sentiría cruel y estúpido. Al fin y al cabo, somos humanos, ¿no? ¿Por qué no seríamos capaces de hacer acuerdos sin derramar sangre por todas partes?
Calló, como si temiese haber hablado demasiado. Bajó la vista, avergonzado.
—Llámame cobarde, si quieres. No serás el primero en decírmelo, tranquilo.
Dashvara lo contempló, enmudecido. Una cosa estaba clara: tal vez los guerreros shalussis que trabajaban para Nanda tuviesen arrebatos estúpidos y crueles como decía Rokuish, pero había en ese pueblo personas que de verdad rendían culto al Ave Eterna, aunque no la reconocieran.
Emocionado, se agachó junto a Rokuish, dejó el sable a un lado y posó una mano sobre el hombro de quien, sin duda, había probado ser un hombre del Dahars.
—Cobarde no es quien rechaza la crueldad y la estupidez —murmuró el Xalya. Sintió que Rokuish alzaba la cabeza, sorprendido. Se sentó, cruzando las piernas, adoptando la misma pose sabia que Bashak—. Una persona me enseñó un día que cualquier acto que te obliga a cometer crímenes indignos es indigno de por sí. Si deseas matar a un hombre criminal y, para ello, tienes que matar a inocentes, debes renunciar a matarlo o bien escoger otro camino. Si vacilas ante un inocente, no eres un cobarde. Si vacilas ante un criminal, sí que lo eres.
Permanecieron ambos en silencio unos segundos. Rokuish parecía reflexionar detenidamente sobre sus palabras. Entonces, una sonrisa bromista iluminó su rostro.
—Me siento como si me hubieses liberado de un peso enorme. La próxima vez que me llame cobarde Andrek, ya sé lo que le voy a decir. —Le dio una palmada a Dashvara en el brazo—. Gracias, hermano.
Se levantó y Dashvara lo imitó, empuñando el sable con más fuerza de la necesaria.
De nada… hermano.
* * *
Los comerciantes de Dazbon estuvieron distrayendo a los Shalussis durante toda la tarde y, cuando Dashvara y Rokuish subieron a la torre de vigía a la noche, aún se veían las antorchas encendidas junto a los carromatos.
Dashvara se apoyó contra el bordecillo de piedra de la torre y miró a Rokuish de soslayo. Incomprensiblemente, se sentía culpable. Lo había hecho entrenarse durante mucho más tiempo que de costumbre y ahora el Shalussi estaba agotado. En ningún momento se había quejado, eso debía reconocérselo.
—Siento que hoy voy a montar la guardia con un ojo cerrado —admitió Rokuish.
Dashvara sonrió.
—No te preocupes, velaré sobre ti como el Árbol de Luna veló sobre la Princesa Durmiente.
Rokuish, sin embargo, se apoyó contra el borde junto a Dashvara y contempló las estrellas. Tras un tranquilo silencio en el que Dashvara empezó a preguntarse si no debería de haberlo cansado un poco más, Rokuish habló:
—El viejo Bashak dice que las estrellas, para los Xalyas, son plumas con ojos de su dios-pájaro que velan por el bien de sus fieles. Me pregunto por qué piensan eso.
Dashvara inspiró silenciosamente, paciente. Quiso contestarle: El Ave Eterna, Rokuish, es un ideal interno que tiene cada Xalya, es un modo de vida, no un dios con un solo cuerpo como el que adoran los Esimeos. Sin embargo, calló. Sabía que los Shalussis no tenían dioses y que simplemente adoraban la Naturaleza y, por encima de todo, las cosas valiosas y bellas. Siendo el concepto de belleza totalmente subjetivo, se había quedado en su cultura una intensa adoración al oro. Hubiera sido más lógico adorar algo que se pudiera comer. Dashvara sonrió.
—Tal vez tan sólo sea una historia poética para hacer soñar —dijo—. A los niños quizá les guste levantar la mirada hacia el firmamento y pensar que ahí arriba hay plumas con ojos que los contemplan desde dentro.
A Rokuish pareció gustarle la explicación porque no contestó.
Si no te duermes solo, Rokuish, voy a tener que darte un buen puñetazo y ambos lo lamentaríamos mucho.
Tratando de ocultar su tensión, Dashvara se giró hacia las antorchas de los carromatos. Empezaban ya a apagarse, observó. Entonces, vio la puerta de Nanda abrirse. El elegante comerciante de Dazbon salió. No regresó a su carromato, sino que entró en la Mano Blanca. Dashvara entrecerró los ojos.
—¿Quién es ese comerciante esclavista? —preguntó. No intentó ocultar su repulsión: los Shalussis, aunque hicieran prisioneros, los vendían pero jamás los usaban como esclavos ellos mismos. Eso al menos que tenían de bueno.
Rokuish hizo una mueca mientras se apartaba del muro para ir a sentarse en el suelo de la torrecilla.
—Es un tal Arviyag —contestó—. Viene de lejos, de Diumcili. Es el dueño de la Mano Blanca. Instaló a sus tres empleadas hace cinco meses con el consentimiento de Nanda y algunos guerreros parecen encantados pero… mi madre, personalmente, le ha echado sermones más de una vez a mi hermano Andrek por frecuentar el local. Dice que emplearía mejor el tiempo dejándose de tropelías y buscándose a una verdadera esposa de nuestro pueblo.
Dashvara enarcó una ceja.
—¿Debo suponer que tú nunca has entrado ahí?
Rokuish pareció atragantarse con la saliva.
—¿Yo? Bueno… me metieron una vez ahí. Iba distraído —se justificó.
Dashvara se encogió de hombros y calló, cada vez más nervioso. Por poco le preguntó si no necesitaba alguna nana para ayudarlo a dormir. Se contuvo y permaneció en silencio.
Rokuish se había recostado contra uno de los bordes. Al principio, pareció intentar permanecer despierto, pero, en cuanto hubo cerrado los ojos, no duró mucho: el sueño se lo llevó y su respiración se hizo regular.
Dashvara dejó escapar un suspiro de alivio. Se sentía tenso y ligero al mismo tiempo. Pronto, todo acabaría. Miró el cielo nocturno, las terrazas, el local de la Mano Blanca, la herrería… Había pasado poco más de una semana en el poblado de Nanda y ya sabía que iba a echar de menos a unos cuantos. A Orolf el herrero, a pesar de que probablemente hubiese forjado sables para matar Xalyas; al sabio Bashak, al apacible Rokuish e incluso la interminable conversación de su madre y las miradas afables de Menara. Y tampoco podría olvidar a Zaadma. Al fin y al cabo, ella lo había hospedado, lo había alimentado sin recibir nada a cambio y había demostrado ser una persona de buen corazón.
Dashvara meneó la cabeza y apartó todas sus vacilaciones y sus dudas. De todas formas, jamás echaría más de menos otra cosa que su pueblo. Invocó sus recuerdos y las lecciones de Zorvun.
“Matar a traición es indigno. Si un hombre te ha agraviado, rétalo a un duelo a muerte.”
Aguardó. No tuvo que esperar mucho: pronto Nanda salió de su casa, llevando una antorcha. Tras él, salió su hijo, probablemente el hijo mayor, por su talla, aunque no pudo divisar su rostro. Dashvara adivinó que le preguntaba a su padre adónde iba; con claras señas de autoridad, Nanda le ordenó que volviera a casa. Zefrek entró y, cuando el cabecilla estuvo solo, emprendió la bajada.
Ahora, se dijo Dashvara. Con prudencia.
Con el corazón acelerado, se inclinó junto a Rokuish. El Shalussi se había deshecho de su sable para dormir más cómodamente.
Dulces sueños, amigo.
Le cogió el arma. O más bien, se la robó.
“Quien roba por su supervivencia no deshonra su alma”, pronunciaba la voz clemente de Maloven en su interior. El Xalya tuvo una sonrisa irónica.
Te aseguro que sólo intento sobrevivir a la venganza de los Xalyas, shaard, pensó.
Maloven, seguramente, habría desaprobado cualquier matanza. Seguramente habría conseguido incluso perdonar a los Shalussis, Akinoa y Esimeos por sus crímenes cometidos. Maloven podía ser un hombre sabio en algunos aspectos, pero en otros era un maldito cobarde… o un iluminado.
De todas formas, no tenía tiempo para detalles de honor.
Bajó las escaleras de la torre y salió, escudriñando las sombras. Siguió a Nanda por el camino desierto y abandonó la colina con pasos sigilosos. En un momento, Nanda echó un vistazo hacia atrás, alzando la antorcha, como si hubiese oído algo o como si quisiese asegurarse de que su hijo no lo seguía. Dashvara, agazapado junto al suelo, se mantuvo inmóvil en la oscuridad. El jefe Shalussi, sin parecer inquieto, reanudó su camino. Llegaron junto al olivo de Zaadma y Dashvara frunció inmediatamente el ceño, extrañado, al ver uno de los carromatos de Dazbon frente a la casa. Nanda marcó una pausa, como sorprendido él también.
¿Acaso estás esperando a que el Shalussi entre en la casa de Zaadma para matarlo, degenerado?, se preguntó súbitamente.
En silencio, Dashvara desenvainó el sable de Rokuish. Dejó la vaina en el suelo y dio un paso hacia delante, preparado para dar la muerte. Su cuerpo se movía ahora con la lentitud de una serpiente que aguarda el momento adecuado para golpear.
“Matar a traición es indigno”, tronó la voz de Zorvun en sus recuerdos.
Apretó los dientes. ¿Y qué me importa a mí? Los Shalussis mataron a traición a los Xalyas al aliarse con los Esimeos y los Akinoa. Ellos son los asesinos. Nanda es el asesino. Además, si quiero salir de aquí con vida, no puedo armar un jaleo que se oiga en todo el poblado. ¿No había dicho su señor padre que no había regla ni escrúpulo que pudiera detenerlo?
Se abrió de golpe la puerta y apareció Zaadma con un tiesto entre los brazos. La joven se detuvo en seco al ver a Nanda. Dashvara se agazapó en las sombras.
—Vaya. Creía que no vendrías hasta más tarde —se excusó Zaadma—. Estoy… er…
Calló y, adelantando unos pasos, posó el tiesto dentro del carromato, donde ya se amontonaban unas cuantas plantas. Dashvara agrandó un ojo. ¿Es que acaso se marchaba a alguna parte?
Nanda se había tensado.
—¿Qué es esto? —exigió saber en voz alta—. ¿No pretenderás marcharte?
—¿Yo? —Zaadma sonrió, turbada—. Qué va. Bueno, sí, pero… —Su aplomo característico parecía haberse volatilizado. Dashvara se preocupó cuando Nanda se acercó a ella.
—No vas a ir a ninguna parte —siseó el Shalussi.
Zaadma se puso roja.
—¡Encuéntrate a otra boticaria o enséñales a tus guerreros quién eres de verdad, Shalussi! —replicó vivazmente. Calló de golpe—. Quiero decir… —retomó con voz melosa—. Agradezco tu protección y tu dinero, pero, como te dije, si el dolor que te aqueja empieza a ser más fuerte que mis pócimas, no hay nada que yo pueda hacer.
Calló bruscamente otra vez, pero no fue ya por vacilación, sino porque sus ojos acababan de cruzarse con los de Dashvara.
Nanda estaba demasiado alterado como para percatarse de nada. Se avanzó y apretó el brazo de Zaadma con violencia. Dashvara se puso en movimiento y se acercó sigilosamente.
—Vuelve a meter esas plantas en tu casa —ordenó el Shalussi, amenazante.
—¡Suéltame! —protestó Zaadma—. No puedo hacer nada más por ti. Lo siento.
—He matado a muchos hombres —gruñó Nanda—. Te he dado mi oro. Te he dado todo lo que me has pedido. Te he protegido de los demás guerreros. ¿Qué quieres de mí, mujer? ¿Que me arrodille ante ti? Antes te mataría y me mataría a mí luego. Ya has pedido demasiado. ¡Dame esa poción y esas plantas! —bramó, sacudiéndola—. Dime cuál de ellas es el remedio. ¡Dímelo!
—¡No hay remedio definitivo, Nanda! —exclamó Zaadma—. Te daré el secreto del remedio. Pero prométeme que entonces me dejarás ir y no me matarás.
—¿Quieres que te deje con vida, bastarda? ¿Después de todo lo que sabes?
Zaadma resopló, amedrentada.
—Es una enfermedad, Nanda. Nada de lo que tengas que avergonzarte… —Soltó de pronto un grito ahogado de terror y retrocedió precipitadamente hacia atrás cuando Dashvara, llegado junto a ellos, aplicó un sable en la garganta del líder Shalussi y otro en su espalda.
—Si te mueves te mato, Nanda —susurró con una calma tan gélida que se espantó a sí mismo.
Nanda jadeó pero se recobró con una rapidez digna de respeto.
—¿Quién eres? —croó.
Dashvara sonrió con ferocidad. Zaadma, metida a medias en su casa, se tapaba la boca con ambas manos para no gritar. Al menos, no salía disparada a avisar a todo el pueblo. Dashvara se humectó los labios y susurró:
—Si tanto quieres saberlo, soy Dashvara de Xalya, hijo de Vifk…
No acabó su frase. Apenas Nanda esbozó un movimiento desesperado, entendiendo que no iba a salir de esta con vida, Dashvara realizó un corte limpio y dejó que el Shalussi se desplomara hasta el suelo. En sus sueños, había sentido alegría y libertad al cumplir su venganza. Pero, al ver a Nanda muerto, no sintió nada. Sólo un enorme vacío.
Contempló la llama de la antorcha de Nanda, se agachó y la apagó frotándola contra la tierra. Tan sólo la luz de una vela en el interior de la casa los apartaba ahora de la oscuridad de la noche.
—Aswua masjak tarnatar —pronunció Dashvara en voz baja.
La sombra no niega la muerte, decían los Antiguos Reyes. Pero podía ocultarla.
Tras un silencio, advirtió la respiración precipitada de Zaadma.
—¿Por qué lo has hecho? —tartamudeó al fin la joven—. ¿De veras me querías salvar la vida?
Dashvara inspiró y espiró varias veces antes de alzar la vista hacia ella.
—¿Salvarte la vida? Bueno, er… ¿Por qué no? Quiero decir, sí —rectificó, incómodo—. Creo que sí. Aunque no sólo.
—Aunque no sólo —repitió Zaadma en un murmullo. Había caído de rodillas en el umbral, muerta de miedo, pero volvió a levantarse—. ¿De verdad eres quien has dicho? ¿Dashvara de Xalya? ¿El señor de la estepa?
Dashvara la miró sombríamente.
—No soy ningún señor. Sólo he venido a vengar a mi familia.
Zaadma bajó la vista hacia el cuerpo de Nanda; sus labios temblaron un poco y luego meneó la cabeza.
—Ahora que lo dices, todo encaja. Tu extraña actitud, las cosas que ignorabas… Demonios, debí haberlo sospechado. ¿Sabes? Me alegro. Me alegro de haberte hospedado en mi casa. Sin ti, probablemente Nanda habría acabado matándome. No soportaba que su vida dependiese de una extranjera.
A Dashvara le recorrió un escalofrío y apartó la vista del cadáver. Le producía cierta grima estar conversando en un lugar tan poco convivial.
—¿Estaba enfermo?
Zaadma asintió.
—Tenía espasmos crónicos y para mí que no le quedaba mucho más que un par de meses de vida. Mis pociones ya no neutralizaban del todo los síntomas de la enfermedad y a Nanda eso lo volvía furioso. —Marcó una pausa—. Aunque le hubiese dicho qué ingredientes tenía la poción, no podría haberla fabricado él. El remedio que le daba era una poción celmista que requería energía brúlica y esenciática.
Dashvara se olvidó por un instante de Nanda y miró a Zaadma, anonadado.
—¿Eres una maga?
Zaadma sonrió a medias.
—Soy celmista. En cierto modo, soy alquimista. Y ahora, si no te importa… Bueno, lo cierto era que tenía pensado salir mañana con los comerciantes después de haber convencido a Nanda de que me dejase ir pero… —carraspeó— será mejor que nos movamos inmediatamente porque cuando los guerreros encuentren a Nanda no les va a gustar nada lo que has hecho.
Una alquimista, pensó Dashvara, incrédulo. Según Maloven, los alquimistas eran capaces de hacer maravillas con las plantas. Bajó una mirada perpleja hacia Nanda de Shalussi. Ese hombre… había estado a merced de los remedios de Zaadma. ¿Quién lo hubiera imaginado?
—¡Odek! —se impacientó Zaadma.
Dashvara espabiló. Arrastraron al cadáver hasta detrás de un arbusto, para que no pudiese verse tan fácilmente desde la colina a la luz del día y, cuando vio a Zaadma correr a toda prisa con sus plantas, de la casa al carromato, frunció el ceño.
—¿Qué diablos estás haciendo? —inquirió, confuso—. ¿No pensarás llevarte todas esas plantas?
Zaadma le devolvió una mirada altanera.
—Es exactamente lo que pretendo hacer —replicó.
—¿Te has vuelto loca? —saltó Dashvara, incrédulo, siguiéndola—. Si te vas y me voy yo también, no sabrán quién lo ha matado. Si piensan que eres culpable… y huyes con todo este trasto, te cogerán.
—Oh, qué listo, no lo había pensado —respondió ella con sarcasmo mientras posaba un gran tiesto de kalreas en el carromato. Se giró hacia Dashvara con las manos en jarras—. Si tanto te importaba mi seguridad, haberlo matado en otro sitio y no en mi casa. Y ahora, ¿quieres dejar de protestar y ayudarme a coger lo imprescindible? Ata a los dos caballos al carromato.
Dashvara había previsto coger de debajo de su cama su saco de viaje que había preparado, correr a las caballerizas, robar el caballo negro y marcharse. No había previsto huir con una loca en un carromato lleno de flores y barriles. Se sintió superado.
—¿Qué caballos? —preguntó.
—Los que he atado detrás de la casa. Son los de Shizur, ya sabes, el comerciante de vinos. Me ha prestado uno de sus carromatos para la vuelta.
—¿Para la vuelta? —repitió débilmente Dashvara.
—¿Quieres dejar de hacer preguntas? —bufó la voz de Zaadma desde el interior de la casa.
Dashvara suspiró. Dejó sus sables dentro del carromato y rodeó la casa. Cuando encontró a los caballos, estiró sus riendas y consiguió llevarlos hasta el lugar adecuado. Acto seguido, miró la parte delantera del carromato con aire inquisitivo. Jamás en la vida había atado un caballo a un trasto de madera.
Así que los ató de manera chapucera a una barra para que no se fueran y entró en la casa para recoger su saco y la manta. Cuando regresó, Zaadma llevaba con ambas manos su esplendoroso narciso de luna floreciente como si estuviese sosteniendo el alma del mundo. Subió al carromato con expresión muy concentrada y dejó su tesoro encajado entre unos barriles.
—Aquí estarás muy bien —sonrió.
Dashvara posó el saco sobre uno de los barriles e iba a explicar su problema con los caballos cuando Zaadma gruñó:
—No lo dejes ahí. ¡Si se cae, aplastará a mi narciso!
Dashvara suspiró ruidosamente y colocó el saco más lejos.
—¿Está bien ahí? —inquirió exasperado—. Bien. Y ahora, explícame, ¿cómo se atan los caballos al carromato?
La mujer lo miró, echó un vistazo a los caballos y levantó los ojos al cielo como implorando misericordia.
—Sí que vamos a ir muy lejos atándolos así. —Bajó y ató a los caballos con presteza, ordenando—: Coge esas antorchas, pero no enciendas ninguna.
Reprimiendo una réplica, Dashvara fue a recoger las antorchas. Acto seguido, fue adonde habían dejado a Nanda y, desviando la mirada de su rostro, le requisó el sable envainado, el cinturón y la bolsa de dinero. Cuando regresó al carromato, Zaadma acababa de agarrar las riendas. Lo consideró con cara sombría.
—¿Has despojado un cadáver?
Dashvara se encogió de hombros.
—Ya he perdido mi honor esta noche robándole el sable a un amigo.
Zaadma enarcó una ceja.
—Oh. Entonces, adelante.
Agitó las riendas y los caballos se pusieron en marcha. Dieron un ancho rodeo subiendo la orilla a contracorriente antes de cruzar el río y poner los caballos al trote por la tierra seca y oscura. Un rayo azul de la Gema lucía ahora en el cielo, reemplazando la Luna casi muerta, pero la luz era tan tímida que apenas veían por dónde iban.
Tras un largo silencio, Dashvara dejó escapar un profundo suspiro.
—Así que he matado a un hombre que ya iba a morir de todas formas. Qué irónico —murmuró.
Zaadma mantenía unos ojos concentrados al frente. Parecía haberse recobrado mucho más rápido que Dashvara de toda aquella historia.
—Si te hace sentirte mejor, además de matar a un hombre probablemente me hayas salvado la vida —lanzó tras una pausa.
—Espera un par de días antes de afirmarlo —le replicó Dashvara.
Echó un vistazo hacia atrás. No se veía nada. No se veían antorchas. Sin embargo, apenas se relajó. No podía soñar y esperar que los Shalussis dejaran con vida a los asesinos de su jefe. Eran salvajes, pero aun así tenían honor.
Dashvara inspiró hondo el aire nocturno.
Aún no puedo morir, se dijo. Aún no.