Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena
—Habéis hecho un buen trabajo, muchachos —aprobó el capitán Zorvun, mientras la patrulla xalya llegaba, resollando, montando a caballo. En la colina vecina, los cuerpos escamosos de las criaturas empezaban a soltar chispas y pronto explotarían, dejando sólo ceniza.
Recuperando la respiración, Dashvara le dio a su caballo unos golpecitos amistosos en el cuello y echó un vistazo hacia sus compañeros. Llevaban tres semanas acorralando una manada de nadros que había arrasado una granja xalya; el alivio de todos al ver a esas bestias derrotadas era casi palpable. Al fin iban a poder volver al torreón.
El primer nadro explotó. Últimamente, algunos estallaban nada más matarlos, de ahí que el capitán hubiese ordenado rociarlos de aceite-frío mediante una trampa antes de empezar la carga. La lucha había salido bien: ningún guerrero había sufrido heridas más que superficiales… Bueno, su primo Miflin, uno de los Trillizos, se había torcido la muñeca. Desde luego, a aquellos tres muchachos no les faltaban agallas ni entusiasmo, pero aún tenían mucho que aprender. Sobre todo Miflin.
Una brisa fresca se levantó de pronto. Despertando del torpor tras la batalla, Dashvara desvió una mirada profunda hacia el oeste. El sol desaparecía ya en el horizonte, sembrando de rojo la estepa de Rócdinfer.
Cuando la última explosión murió, el capitán se apeó y todos lo imitaron. Montaron el campamento; limpiaron sus heridas y prepararon la cena. Aquella noche, el capitán estaba sombrío. Algo lo preocupa, adivinó Dashvara, sentado junto al fuego. No era muy difícil entender qué lo inquietaba: llevaban una semana sin recibir noticias de la patrulla de Sashava. Pero Sashava tiene a más hombres que nosotros, pensó. No podía haberle ocurrido nada malo, ¿verdad? Makarva lo sacó de sus cavilaciones cuando dispuso su tablero de katutas encima de una cazuela al revés.
—¿Quién se apunta? —preguntó—. Lumon, por supuesto. ¿Qué haríamos sin tu maldita suerte? ¿Dash? Tú también, ¿verdad? —Puso una cara inocente cuando continuó—: ¿Sigfen? ¿No? ¡Por favor! ¿No pretenderás abandonarnos? Entre cuatro es más divertido —protestó.
—Aún no te he perdonado tus malas bromas —refunfuñó Sigfen.
—¡Bah! ¿No estarás hablando del peón que empujé sin querer? Eso sólo lo hice para ver si estabas atento, nada más. Te prometo que esta vez me portaré como un caballero —juró Makarva. Su sonrisa pícara no inspiró confianza a nadie. Suspiró—. Buej. Eres más tozudo que una piedra, Sig. ¡Plácido! Siéntate y juega. Esta vez tú no te escapas. ¿Dónde están los dados?
—Los tengo yo —dijo Dashvara mientras Boron el Plácido se instalaba con una sonrisilla tranquila. Makarva extendió el cuello para mirar los dados.
—¿Cuáles has cogido? —murmuró.
Dashvara sonrió y los tiró sobre el tablero. Un tres y un cinco.
—Los normales —contestó—. ¿No ves que no hacen seis y seis?
—Mmpf. ¿También tienes los otros? Creo que los he perdido.
—Apuesto mi pelo a que te los ha mangado un nadro rojo —intervino Miflin, instalándose con sus dos hermanos para seguir la partida. La apuesta era una vieja broma tonta: de los tres trillizos, Zamoy y Miflin habían nacido calvos; al contrario, Kodarah tenía una pelambrera negra impresionante.
Dashvara replicó:
—Bah, los nadros rojos no hacen trampas, primo. Los tendrá Sigfen, para cuando decida hacer la revancha.
—O Lumon —aventuró este último, sentado no muy lejos con un mohín indiferente—. Por algo dicen que tiene suerte.
El aludido sonrió misteriosamente.
—¿Desde cuándo tener suerte es hacer trampas? —replicó.
—Desde que juegas a las katutas con nosotros —respondió Makarva sin vacilar.
Empezaron a jugar. Pronto, Boron el Plácido se puso a bostezar y Dashvara lo imitó inconscientemente. Makarva protestó:
—Ave Eterna, ¡dejad de bostezar! —Y bostezó a su vez. Zamoy soltó:
—Kodarah, apuesto mi desayuno a que el próximo en bostezar será el Plácido.
—Hecho —aprobó Kodarah. Zamoy refunfuñó cuando Dashvara bostezó otra vez sin ni siquiera hacerlo aposta. El Pelambrudo soltó una risita—. Te has quedado sin desayuno, hermano.
Así de caóticas solían ser las partidas de katutas.
El Plácido estaba moviendo una ficha y acababa de comerse un peón de Dashvara cuando un centinela advirtió de la llegada de un jinete. Este surgió de la noche cabalgando con más rapidez de lo que era prudente. Se apeó y se dirigió directo hacia donde estaba el capitán.
—Te toca, Lumon —soltó Makarva.
—Ya, ya… —dijo este, bajando la vista.
Como el siguiente era él, Dashvara volvió a concentrarse en el juego mientras el capitán y el mensajero hablaban en voz baja. Malas nuevas, previó.
Lo confirmó rápidamente el capitán cuando, dirigiéndose hacia los dos fuegos, ladró con voz potente:
—¡Recoged vuestras cosas! Los salvajes están marchando hacia el Torreón.
Dashvara alzó las cejas. ¿Otro ataque? Últimamente los salvajes se estaban aficionando a las tierras xalyas. Se levantó con presteza. Si algo había aprendido a hacer Dashvara en seis años de patrulla había sido a obedecer las órdenes del capitán sin preguntar. Cierto, era el hijo primogénito del señor Vifkan, pero, ante el capitán y ante sus compañeros, el hecho carecía de importancia: no dejaba de ser un Xalya como todos los demás. Con eficacia, dejaron las katutas, recogieron sus cosas y apagaron los fuegos. Los caballos resoplaban, inquietos, adivinando que la jornada aún no había acabado.
Ensillaban ya las monturas cuando Lumon le preguntó al mensajero:
—¿Cuántos son?
Fue el capitán quien contestó:
—Unos mil.
* * *
En los días que siguieron la masacre del Torreón de Xalya, Dashvara fingió curarse.
Hubo querellas entre los Akinoa y los Shalussis para repartirse el Torreón y las tierras. Qwadris de Shalussi, en su loca ambición, quiso traicionar a los Akinoa y pasarlos a cuchillo durante la noche, pero resultó ser él el traicionado: antes del amanecer, dos decenas de mercenarios se pasaron al bando de los Akinoa tras asesinar a Qwadris y a su capitán en su tienda.
Uno menos, pensaba Dashvara, mientras caminaba despacio por la estepa yerma de Xalya. Seguía la caravana de los Shalussis sin pronunciar palabra. El clan, al haberse ya repartido su parte del botín, había decidido volver a casa y dejar a los Akinoa y a los traidores parapetarse en el torreón: las tierras xalyas, por lo visto, ya no les servían de nada.
Miserables. Ladrones. Asesinos… Su mente repasaba todos los sinónimos posibles para tratar de calificar el horror perpetrado por esos salvajes. Los Esimeos al menos se habían contentado con asaltar con sus catapultas sin llevarse nada. Quién sabe si para honrar a su Dios de la Muerte o para acabar sencillamente con los que representaban, por su sangre, la tiranía del último rey de la estepa.
Dashvara se sentía vacío. Había llorado durante las noches, pero llorar no aliviaba su dolor. Se había prometido levantarse y eliminar a los cabecillas shalussis de una vez. Pero siempre había acabado por recordar las palabras de su padre. No debía apresurarse. Debía ser prudente. Debía ser digno. La congoja y el odio habían dejado finalmente paso al vacío y a la ira fría.
Tardaron dos días en llegar al territorio shalussi y otros dos en llegar al poblado de Nanda. Al principio del viaje, no habló con nadie. Respondía a comentarios con gruñidos. Recibía la comida como si le estuviesen dando veneno. Su vida de Xalya había acabado y, pese a saber que aún seguía siendo el hijo del señor al que esos guerreros habían matado, no lograba ya identificarse con ese joven de carácter irónico, algo macabro, burlón y de principios estrictos. Lo poco que le había podido quedar de infancia se había esfumado. Cuando, al de dos días, una mujer le ofreció unas prendas más adecuadas, las rechazó con un movimiento brusco.
—No andas muy bien de la cabeza, ¿eh? —dijo ella. Sus ojos de un negro profundo lo observaron, traviesos—. Pero no importa. Esa camisa desgarrada te sienta muy bien —se mofó, acercando su rostro al Xalya. Olía fuerte a flores. Un escalofrío lo recorrió mientras la mujer añadía sin abandonar su tono burlón—: Me llamo Zaadma. ¿Y tú?
Como él no le contestó, sonrió diciendo:
—Si no parpadeases pensaría que estoy hablando con un muro.
Se alejó con un andar despampanante en su vestido rojo y Dashvara hizo una mueca de repugnancia al darse cuenta de a qué se dedicaba esa mujer en plena tropa de Shalussis.
Salvajes.
Todos lo eran. Los Esimeos eran fanáticos del Dios de la Muerte. Los Akinoa eran guerreros bárbaros que llevaban años buscando a hachazos una tierra que les conviniera. En cuanto a los Shalussis, eran los salvajes del oro. Lo vendían todo por aquel metal, menos sus armas. Incluso se contaba que eran capaces de vender a sus mujeres y a sus hijos a los comerciantes que venían de más allá de la República de Dazbon. Los hombres shalussis vendían su honor al precio de la hierba. Y las mujeres, por lo visto, procedían igual.
Salvajes, volvió a pensar con el corazón fijo como una piedra.
La tal Zaadma no paró de observarlo durante todo el día. Dashvara le devolvía miradas asesinas pero ella no se achantaba.
Cuando el sol se marchó y la caravana armada se detuvo, Zaadma lo dejó tranquilo. Los fuegos se encendieron pero Dashvara, en vez de acercarse a ellos, se sentó contra la rueda de un carruaje y alzó la vista hacia el cielo donde lucía una Luna brillante. Pronto vino la curandera a traerle la comida, un bol lleno de arroz caliente, y Dashvara, sorprendido de que no se hubiesen olvidado de él, asintió con la cabeza en silencio mientras lo cogía. Cuando la mujer se alejó, la observó. Era notablemente mayor que Zaadma y ya se adivinaban unos mechones grises en su cabello negro. La vio hablar vivamente con unos guerreros; se le escapó una risa y algunos hombres sonrieron. Parecían tratarla con respeto, constató.
Echó un vistazo hacia las tiendas más lejanas, ahí donde llevaban a las reclusas. Ahí donde retenían a Fayrah. ¿Y si lograba salvarla?, se preguntó. ¿Y si conseguía sacarla de ahí, robar un caballo y cabalgar rumbo al sur, hasta la ciudad de Dazbon? Se contaba que ahí era incluso posible ocultar a un clan entero. Dos personas podrían esconderse fácilmente. Tenía que ser prudente como una serpiente, sí, pero las serpientes también eran eficaces.
Sin embargo, antes, necesitaba un sable.
Posó en el suelo el bol sin tocar y se levantó. Apenas empezó a andar, oyó un carraspeo delicado.
—¿Sabes? Pareces un muerto al que acaban de enterrar.
Dashvara se giró hacia Zaadma soltando un resoplido. La joven estaba sentada sobre la parte trasera de uno de los carromatos con los brazos cruzados.
—¡Vamos! ¿No vas a hablar nunca?
¿No vas a dejarme en paz?, replicó él en pensamientos.
Le dio la espalda y se puso a andar hacia los fuegos.
—Eres un Shalussi difícil de convencer, ¿eh? —comentó Zaadma. Lo estaba siguiendo—. Tienes cara de haber perdido una batalla. ¿No se supone que habéis ganado? ¿No estás contento de ser libre? ¿O es que siempre has sido así de comunicativo? Déjame pensarlo… ¡Diablos! ¿No te habrán arrancado la lengua los Xalyas?
Zaadma le cortó el paso y Dashvara se apartó con brusquedad.
—Atrás —siseó.
La muy necia se echó a reír.
—Un punto para mí: aún tienes una lengua. Ahora, sólo me falta…
—Piérdete —rugió por lo bajo el Xalya.
Algo en su voz amedrentó a Zaadma, pero se recobró enseguida.
—Tienes mal genio, Shalussi —observó. Mientras Dashvara reanudaba la marcha, continuó—: Por las fogatas no falta gente dispuesta a ofrecer unas buenas monedas a cambio de mis favores, ¿sabes? Y todos tienen la faltriquera llena… salvo tú. Dime, ¿cómo te llamas?
A Dashvara le entraron ganas de amordazarla, maniatarla y meterla en un carromato hasta el alba.
—Odek —contestó al fin entre dientes—. Odek de Shalussi.
—¡Odek! —exclamó, sonriente—. Conocí a un Odek en Dazbon. Fue mi primer amante de verdad. Un santo. Pero murió. Qué envidia siento por esas Xalyas —suspiró—. Dazbon es una ciudad de ensueño. Jamás debí de haberme enamorado de aquel Shalussi. Ese no era un Odek, era un Aldek. —Rió por lo bajo—. Qué nombres más raros tenéis, vosotros los Shalussis. Bueno, el caso es que Aldek me llevó a su aldea para que viviéramos juntos como marido y mujer. Y en apenas unos meses, él también murió, en un duelo estúpido, y me dejó plantada en medio de la nada, con unas cabras y una choza de barro más pequeña que el carromato.
Dashvara se acarició la barba, pensativo, mientras Zaadma parloteaba.
—¿Así que las llevan a Dazbon? —murmuró.
—¿A las Xalyas? Pues sí. Bueno, Nanda intentará venderlas a un traficante, un extranjero de Diumcili, ya sabes, el estado federado del sur. Los federados pagan montañas de oro.
Bueno, al menos son esclavos caros, quiso replicarle Dashvara con sarcasmo. Se detuvo.
—¿Y qué pretende exactamente hacer con ellas ese traficante? —inquirió.
Zaadma enarcó una ceja.
—¿De veras te preocupa?
Dashvara la miró con aire aburrido. Quiso contestarle: ¿Preocuparme? En absoluto: liberaré a las Xalyas antes de que esa escoria les ponga los ojos encima. Se limitó a decir:
—Lo preguntaba sólo por hablar de algo.
—¡Oh! No te sientas obligado a hablar de nada conmigo. La verdad es que ya he perdido suficiente tiempo. No se come de satisfacer curiosidades. Que duermas bien, Odek de Shalussi —lo saludó Zaadma con burlona deferencia.
Dashvara la vio alejarse hacia los fuegos y se llevó la imagen turbadora de sus bellos ojos negros. Tras echar un vistazo a la tienda de las prisioneras, alzó la vista otra vez hacia la Luna.
“No te apresures.”
Antes que nada, tenía que aprender a actuar pensando en las consecuencias detenidamente, como lo hacía el capitán Zorvun. Un sólo error podía acarrear no solamente su muerte, que a decir verdad ya poco lo asustaba, sino también la impunidad de los asesinos. Tenía que concentrarse en eso, se repitió.
En su fuero interno, deseaba hacerse con unos sables y usarlos en aquel campamento hasta morir. Pero eso, además de ser de una idiotez bárbara, no iba a castigar a los Akinoa y a los Esimeos. Dashvara suspiró.
Está bien, padre. Me pides que me vengue de los cabecillas. Bien. Pero ¿qué tienen que ver sus hijos con eso, eh? ¿No te parece que eso es…, cómo decir, no sé, actuar tan burdamente como los salvajes?
No le cabía duda de que el señor Vifkan fuera un hombre del Dahars. Pero era de otra generación y no siempre tenía la misma visión del honor que su hijo. De hecho, había muchas cosas en las que Dashvara jamás había coincidido con él.
—No pienses en ellos —murmuró. Y se tensó al darse cuenta de que había hablado en oy'vat, la lengua sabia, el idioma de los Antiguos Reyes. Si lo pillaban hablando así los Shalussis, iba a durar en aquel campamento lo que dura una chispa. Recóbrate. No vas a llegar muy lejos si empiezas a perder tu cordura y tu sangre fría, Dash.
Se puso a andar hacia la tienda de Fayrah sin sable ni arma ni mucha idea de lo que iba a hacer. Había dos guardias delante de la tienda. No salía de esta ruido alguno, como si las prisioneras estuviesen amordazadas, dormidas o… muertas. Pero no tenía sentido que las hubieran matado después de llevárselas del torreón para intentar venderlas, razonó.
Uno de los guardias lo miró de arriba abajo.
—¿Qué diablos estás mirando? —inquirió.
Dashvara lo escudriñó, se encogió de hombros sin inmutarse y soltó:
—¿Cuántas son?
Los dos guardias intercambiaron una ojeada.
—Vamos, ¿y a ti qué te importa? —replicó el mismo de antes—. Eres el prisionero de los Xalyas, ¿no? Tú no vas a recibir ni un grano de oro. No has participado en el asalto. Fue Nanda quien nos mandó coger a las muchachas y sólo los que trabajamos para él tendremos nuestra recompensa, ¿está claro?
Está claro, cerdo ignorante.
Dashvara asintió en silencio y, sin añadir nada más, les dio la espalda y se alejó. No iba a liberar a Fayrah aquella noche. De todos modos, no hubiera podido salvarla sin salvar a las demás. Ellas también eran Xalyas y apostó a que algunas incluso habían seguido las lecciones de Maloven junto a él durante la infancia. No iba a abandonarlas.
Volvió al carromato junto al que había dejado el bol con el arroz. Este estaba ya frío, pero lo engulló igual. Los nombres de los asesinos desfilaban por su mente. Lifdor y Nanda de Shalussi. Shiltapi de Akinoa. Todakwa de Esimea… Cerró los ojos. Eran cuatro. Sólo cuatro. Eso no compensaba, pero qué importaba, su padre le había pedido que lo hiciera. Y lo haría. Abrió los ojos y topó con la Luna fría de la noche. Luego, bajó la mirada hacia sus manos y una sonrisa feroz estiró sus labios.
Por los Xalyas, por mi padre y mi familia, juro que yo, Dashvara de Xalya, os mataré a todos.