Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

21 Espectáculo de huesos

Desembocando en el ruidoso Gran Comedor, me deslicé hasta Fishka el barrigón, que andaba bebiendo con sus amigos, y le murmuré al oído:

«El gordo se aviene a la una, sin cambio de calle.»

Lo que significaba un: el material desembarcará a la una, río arriba, en el mismo lugar que siempre. No era fácil hacer desembarcar material de contrabando en la propia ciudad, así que los mercaderes libres tenían que traerse todo un aparejo hasta unos cuantos kilómetros al noroeste, siguiendo el río de Éstergat hacia arriba. Fishka realizó un breve gesto de cabeza y transmitió el mensaje a sus camaradas. Yo ya me iba corriendo, no fuese que se les ocurriese llamarme y pedirme alguna canción o, peor, pedirme que bebiera con ellos su asquerosa radrasia celeste.

Una señora me había dejado un saco para que se lo llevara a un Gato llamado Yelskadur. Se lo entregué a este, espianté de paso un modesto trozo de pan que había en una mesa sin que nadie protestara y me apresuré a salir de ahí.

Los reinos subterráneos de Frashluc eran intrincados. Muchos no estaban conectados y era necesario salir a la superficie, recorrer callejuelas, cruzar terrazas y subir escaleras para llegar a la entrada de los demás túneles. En total, llegué a conocer una veintena. Buena parte eran tan sólo túneles que llevaban a salas subterráneas donde se guardaba material —en esos no entraba yo—; otros eran simples atajos o vías de escape, viejas alcantarillas malolientes o, al contrario, estrechos túneles con escaleras cuidadas que conectaban los Gatos de abajo con los Gatos de arriba y seguían ascendiendo hasta el Arpa. Sin embargo, aún no estaba autorizado a pasar por el túnel que subía tan arriba en la Roca: yo era el perrito faldero número dos. El Bailador iba primero.

Llevaba diez días trabajando como guako de Frashluc a tiempo pleno. Los cinco primeros días, casi no me había despegado del Bailador, quien me había servido de guía. Ahora, trabajábamos solos. Yo seguía durmiendo con la banda y, en cambio, el Bailador dormía cerca de la casa de Frashluc, en el sótano conectado al túnel subterráneo. La madre de Lowen le tenía muy mala manía, según él, y le prohibía tan siquiera mirar a la cara a los mangaplatas de la casa. ¡Así le agradecían las horas que pasaba limpiándoles el hogar! Yo rezaba todas las noches por que nunca tuviera que volver a encontrarme con Frashluc. Hacía mi trabajo de mensajero, guardaba los túneles y los limpiaba de musgo: eran tareas cansinas, pero no me revolucionaban las ideas, no me agarrotaban de miedo, sino al contrario, ¡me sentía seguro, útil y hasta feliz! No me habría cambiado por el Bailador ni por ochocientos cuarenta siatos.

En cuanto a mis comparsas, al fin había encontrado a un Gato apto y dispuesto a enseñarles, así que Manras y Dil se pasaban dos horas al día sentados a una mesa del Gran Comedor, escuchando con atención y dibujando letras y números. Había insistido para que otros compadres se unieran, pero no eran tan asiduos como mis comparsas, y es que yo les había dejado bien claro a estos que, si no eran serios y no atendían, los desorejaría de lo lindo y se quedarían tontos para siempre. ¡Pues por algo había espiantado los dorados de la tienda de ropa! No los aprovechaba yo directamente, pero luego, en el callejón, los comparsas me enseñaban lo que habían aprendido. Y así, pese a trabajar durante horas y horas, conseguía ensabiarme un poco.

Canturreé mientras recorría una callejuela desierta a buen paso. Doblé una esquina, subí una escala y llegué a una terraza llena de ropa colgada. Avisté la sombra detrás de una sábana y, caminando sigilosamente, pasé detrás de la joven humana y lancé:

«¡Salú, Ruki!»

La pelirroja pegó un grito de sorpresa y, girándose, amagó soltarme un guantazo, pero yo ya estaba fuera de alcance. La joven sonrió.

«Salú, Draen.»

Ruki era la hermana del Albino, tenía doce años y, pese a no conocernos más que desde hacía diez días, nos llevábamos muy bien: ella decía que yo era algo así como su salvador porque, desde que se ocupaba del hogar y de su tía enferma, se aburría como una roca, y conmigo no se aburría.

«¿Tienes tiempo?» pregunté.

«Mientras no me llame la tía,» resopló Ruki.

Sonreímos y, tras ayudarle a colgar lo que quedaba de ropa, me senté con ella sobre unas cajas de madera, escondidos entre dos sábanas.

«Por una vez, tengo una noticia que darte,» dijo Ruki, abrazándose las rodillas. «Anoche, vino mi hermano con un amigo. Y les escuché hablar. No imaginas lo que escuché. Si te lo digo, te caes redondo.»

«¡Pues entonces no me lo digas!» bromeé. Sin embargo, en el fondo, me moría de curiosidad. El Albino, al fin y al cabo, era el socio más íntimo de Frashluc. «¿Qué escuchaste?»

Ruki sonrió anchamente, puso cara interesante y, entonces, retomó su aire cómplice.

«Al parecer, los Daganegras están haciendo comercio con una ciudad de los Subterráneos y alguno de ellos fue y volvió en solo tres días. ¿Te das cuenta? ¡Pasan por un túnel que empieza en esta misma ciudad! Mi hermano dice que Frashluc está de un humor negro porque los Daganegras han hecho acuerdos con mangaplatas y no con él. Esos tipos están locos. Amoscar a Frashluc es de lo peor que se puede hacer.»

Meneé la cabeza en signo afirmativo, absorto.

«Al mismo tiempo, tampoco puede hacer gran cosa contra ellos, ¿verdad?» medité.

Ruki me miró como si me hubiera vuelto loco.

«¿Que no puede hacer gran cosa? ¿Frashluc? ¡Los puede escachufar a todos si quiere!»

«Buah, los Daganegras son una cofradía enorme,» repuse, escéptico. «Están por todas partes. Frashluc no es el rey del mundo.»

Ruki puso los ojos en blanco y me empujó suavemente con su pie descalzo.

«Tú qué sabes.»

Me encogí de hombros y me enrosqué la gorra, mirando a la niña con una sonrisilla de guako sabiondo, como diciendo: yo lo sé todo. Entonces, Ruki me tomó la mano y afirmó:

«El que manda aquí es Frashluc, no los Daganegras. Si lo niegas eres escalufniao.»

No lo negué: ahora mi atención estaba puesta en la mano que cogía la mía. No era la primera vez que me la cogía, pero esta vez… yo se la había apretado. Y era como si toda la sangre se me hubiera subido a la cabeza de pronto. Yo era cobrizo: no me ruborizaba. La joven pelirroja, ella, estaba roja como la Vela. Sus ojos azules chispearon.

«¿A que no te atreves a besarme?»

Me erguí ante el desafío.

«¿Que no me atrevo?» repliqué. «Y pues natural que sí. ¿Y tú?»

Nos miramos, retadores. Y me estaba diciendo «arrojo y coraje, Mor-eldal» cuando, de pronto, se oyó un:

«¡Ruki! ¿Con quién hablas? ¡Ven aquí inmediatamente!»

La pelirroja dio un bote.

«Oh, no… Mi tía,» susurró con una mueca de disculpa. «Vuelve mañana, ¿corriente?»

Me levanté asintiendo, a la vez nervioso y animado. Farfullé:

«Corriente. Salú.»

Y desaparecí rápido como una ardilla, hacia la entrada del túnel, que no andaba lejos. Pasé por delante del que guardaba la puerta y me adentré en la profundidad de la Roca. Me tocaba llenar un túnel de raticida y sacar a las ratas muertas de otro: cumplí con mi tarea. Y, mientras la cumplía, no paré de pensar en Zenira. Era extraño, ¿verdad? Por poco le besaba a Ruki y, zas, me ponía a pensar en la hija de Korther. No tenía sentido. Pero, como decía mi maestro nakrús, los nigromantes no solían ser los más razonables del mundo.

Meneé la cabeza y, con un cubo lleno de ratas muertas, me dirigí hacia otra salida, pasé la puerta secreta y llegué a la casa del Patio Estrellado, cuna de la mercancía y de los negocios serios. Aquel día, estaba llena de hombres de Frashluc. El sol, que conseguía ya atravesar la capa de ceniza del cielo, iluminaba tenuemente el lugar. Estaba recorriendo el pasillo hacia el vestíbulo cuando me topé con un grupo de grandullones y me apresuré a retroceder y echarme a un lado. Me empujaron de todas formas, al pasar, pero no solté mi cubo de ratas. Tirarlo hubiera sido muy mala idea. Tal vez adivinando mi apego al cubo, uno de los grandullones soltó:

«Guako, ¿cuántas ratas tienes?»

Fruncí el ceño, desconcertado.

«No las he contado.»

Sus tres compañeros se carcajearon. Y es que «tener ratas» también significaba «tener agallas» en jerigonza —a saber de dónde salía la expresión.

«¿Que no las has contado?» El grandullón chasqueó la lengua y me agarró del cuello de mi camisa harapienta. «¿Es que no sabes contar?»

El estallido del grandullón no me sorprendió: algunos saltaban con cualquier cosa con tal de rellenar sus largas horas de ocio. Asentí.

«Sí, señor. Sé contar.»

«Entonces, cuenta. Ahora,» ordenó el grandullón.

Bajo su mirada y la de sus compañeros, posé el cubo, me arrodillé y conté las ratas. Al fin dije:

«Ocho. Son ocho.»

Los Gatos me habían observado con gran diversión mientras hurgaba entre los cadáveres. El grandullón me dijo:

«¿Estás seguro?»

Se burlaban. Suspiré y asentí.

«Tan rabiosamente seguro como que dos por cuatro son ocho y cuatro más cuatro también. ¿Va?»

E iba a marcharme cuando la mano del grandullón volvió a agarrarme. Su expresión me dio escalofríos. Y es que, por instinto, sabía que ese tipo no era un mercader libre, ni un estafador, ni un ladrón. Era un matón puro y duro.

«¿No te burles, guako, eh?»

«No, señor,» farfullé.

Entonces, se abrió la puerta de entrada y vi aparecer la delgada silueta del Bailador. Nos miró alternadamente antes de decidir que no pasaba nada grave e intervino:

«Espabilao. Avente. Hay trabajo.»

El grandullón me mantuvo agarrado durante un par de segundos más antes de soltarme. Liberado, recogí el cubo y me fui afuera con el Bailador. Apenas salí al aire libre, respiré con más tranquilidad. Caray con esos tiparrones… Cuando estuvimos algo alejados del Patio Estrellado, el Bailador comentó alegremente:

«Parece que llegaba en buen momento. Deja esas ratas y sígueme. Frashluc quiere verte.»

Mi corazón se heló. ¿Que Frashluc quería verme? ¿A mí? Oh, la madre. Eso era lo último que hubiera deseado oír.

Vacié el cubo en una montaña de desechos algo más lejos y seguí al Bailador hasta el Dragón Amarillo. Entramos por la puerta trasera, sin necesidad de pasar por la taberna, y nos metimos en el túnel. Los guardias de la puerta nos conocían y nos dejaron pasar sin una palabra. En vez de tomar la dirección de la gran sala de reuniones subterránea —en la cual había pasado dos días enteros limpiando el suelo— fuimos por otro túnel y subimos escaleras. Tuve un escalofrío.

«¿Vamos a su casa?»

«Ajá,» confirmó el Bailador. Y me echó una curiosa mirada. «Tranquilo. No está amoscado contigo.»

Me encogí de hombros. Sólo faltaba eso, que Frashluc estuviera enfadado conmigo. Ya era bastante aterrador así. Entonces, el Bailador añadió:

«Vamos, no creo. ¿Por qué estaría amoscado contigo?»

Le devolví una mirada alarmada.

«Y yo qué sé.»

Repasé todo lo que había hecho durante esos diez días y no encontré más que algún detalle reprensible, tipo que había metido disimuladamente un ratón muerto en el jergón del Matasiete por isturbiao… También había probado animar los huesos de una rata, solo, en un túnel, sin que nadie me viera. Y, en fin, alguna cosilla más, pero nada que pudiera llegar a oídos de Frashluc, que yo supiera. El Gran Topo, el supervisor de los túneles, no había encontrado aún razones para atizarme una sola vez. Lo cual era un gran logro, según afirmaba el Bailador.

Aquel túnel, al contrario que otros, estaba bien labrado e incluso tenía huecos con estatuas impresionantes de animales cuadrúpedos y saijits. El Bailador decía que, según le había contado el Gran Topo, representaban los ancestros de la Diosa de la Roca, de cuando Éstergat había sido ocupada por los tasios. Llegamos, finalmente, al sótano donde dormía mi amigo y nos detuvimos ante una puerta, a la que llamamos. Vino uno a abrir la rejilla para mirar… El Bailador alzó la mano.

«¡Salú!» dijo. «Traigo al guako.»

«Esperad un momento,» nos replicaron del otro lado.

Y esperamos. Esperamos tanto que, cuando la puerta se abrió, el Albino nos pilló sentados en el jergón jugando a la morra. El pálido humano puso los ojos en blanco.

«Adelante, muchacho. Pasa.»

Me levanté, examinando de reojo la expresión del Albino. Parecía tranquilo. Lo seguí escaleras arriba, por la casa de Frashluc. No me había fijado la primera vez muy bien en cómo era esta, pero recordaba que me había parecido mangaplateada a tope y, mientras subía por la escalera de madera brillante, confirmé. Como llegábamos arriba, el Albino llamó a una puerta y se oyó un:

«Pasen.»

La voz de Frashluc empeoró mi tensión. El Albino abrió, me hizo un gesto para que entrara y entré.

Era el mismo salón que la última vez, sólo que se había reamueblado: había ahí una amplia alfombra roja y dorada, bufetes, estanterías y un sofá imponente en el que estaba sentado el viejo mangaplatas con una manta sobre las rodillas. Un gran fuego chispeaba en la enorme chimenea. Me quedé junto a la puerta pero el Albino me empujó para que avanzara. Frashluc chasqueó la lengua.

«Diablos. ¡No, no, no!» gruñó. «¡Estás manchando mi alfombra, mugriento! Apártalo de aquí. Apesta.»

«Vaya, no pensé en eso,» reconoció el Albino, molesto.

Frashluc lo fulminó con la mirada. Contrariamente a las demás veces que lo había visto, aquel día estaba de mal humor. Fiambres. Me mantuve junto al muro, fuera de la alfombra, luchando estúpidamente contra las lágrimas, porque si estaba mugriento era porque precisamente cumplía con mi trabajo. Fiambres.

Frashluc tosió y alcé de nuevo la mirada, extrañado. Ahora que lo veía así, sobre el sofá, parecía como si… como si estuviera enfermo. ¡El cap, enfermo! Era increíble.

Cuando dejó de toser, aceptó el vaso de agua que le tendía una joven criada. Tras vaciarlo, Frashluc despidió a esta de un gesto brusco y, como ella se inclinaba para colocarle mejor la manta, ladró:

«¡Fuera!»

La joven salió sin hacer ruido, no sin antes echarme a mí una mirada entre curiosa y compasiva. Se la devolví. Tras un silencio, el Albino carraspeó.

«¿Lo mando lavar o algo?»

Frashluc tosió y gruñó:

«No. Más tarde. Ahora quiero que responda a mis preguntas. Que conteste desde ahí: no necesito toserle a la cara. Muchacho,» me llamó entonces. «Contesta. Ese chicuelo que recogiste en casa de Palmafría… estaba enfermo y tú lo curabas, ¿verdad?»

La pregunta me pilló tan por sorpresa que me quedé mirándolo con los ojos redondos. ¿Cómo sabía que…? El Albino me agarró del pescuezo.

«Contesta, guako.»

Tragué saliva y asentí.

«Sí.»

Frashluc me miraba ahora con unos ojos de halcón.

«Palmafría te dejó a ese chicuelo a ti, no al Bor. Porque tú eres un mago y sabes curar. Porque… eres como Palmafría.» Marcó una pausa y susurró: «¿Estoy en lo cierto, pequeño nigromante?»

Aquello me mató. Llevaba diez días trabajando para Frashluc, había traicionado a los Daganegras por su culpa dos veces, ese diablo había jugado con mi vida y, ahora, ¡resultaba que quería seguir atormentándome! No lo aguanté y mis mejillas se empaparon de lágrimas silenciosas.

«Lo sabe Korther, sin duda. Quién sabe si él no te enseñó algo. Los rumores cuentan que ese elfocano tiene… una obsesión con los libros prohibidos. Incluida la nigromancia.»

Fruncí el ceño. ¿Korther? Y un cuerno me iba a enseñar nigromancia un demo… Oh. Pero claro, Frashluc ignoraba que era un demonio. ¿Verdad?

«¿Hasta qué punto conoces las artes nigrománticas?» preguntó Frashluc. «¿Sabes levantar muertos? Simple curiosidad.»

«Contesta,» insistió el Albino.

Apreté los dientes y, tras mirar al cap con fijeza, asentí.

«Un poco.»

Los ojos de Frashluc destellaron.

«¿En serio? ¡Muéstrame! Jarvik, ve a buscar los restos de la perdiz en la cocina. Que no falte un hueso.»

El Albino le echó una mirada incrédula a Frashluc.

«Señor. ¿Está usted seguro de que…?»

«¡Ve a buscarlos!» gritó Frashluc.

El Albino fue, no sin antes echarme una mirada de aviso como diciendo: ni se te ocurra acercarte al cap. No me moví ni un ápice. Frashluc me examinaba con una atención nueva que me espantaba.

«Si no consigues moverlo, muchacho,» me dijo, «te corto la lengua por mentiroso.»

Sentí con redoblada consciencia la lengua que se volvía pastosa en mi boca. Y pensé: sin lengua, salú canciones, salú parloteos, salú compadreos… Podría aprender a usar armonías tan hábilmente como mi maestro para poder hablar, corriente, pero no sería nunca lo mismo… Me agarré la mano izquierda temblorosa. Tras un silencio, el cap preguntó:

«Te ofrecí la posibilidad de permanecer a salvo de los Daganegras. ¿Estás satisfecho con tu trabajo?»

Recobré el habla y pronuncié:

«Sí, señor.»

Un destello burlón brilló en los ojos de Frashluc.

«Ese maestro de las montañas,» retomó. «¿Es un nigromante?»

Suspiré.

«Sí, señor. Pero ya no está en las montañas.»

«¿Ah, no? ¿Y dónde está?»

Noté, en su pregunta, un vivo interés que me alarmó. Dije la verdad:

«No lo sé. Muy lejos. Se fue.»

Frashluc tenía el ceño fruncido.

«¿Conoces a más nigromantes?» Negué con la cabeza y él añadió con tono seco: «¡No se le miente a Frashluc!»

«No le estoy mintiendo, señor,» jadeé. «No he visto a ningún otro nakrús. Lo juro.»

A Frashluc se le habían agrandado los ojos. Le entró un ataque de tos. Cuando se calmó, graznó:

«Nakrús. Tu maestro era un nakrús.»

Esta vez, fui yo el que agrandé mucho los ojos. Fiambres. De tanto confundir nigromante y nakrús, al final había metido la pata. Frashluc estaba ensimismado. Al fin, inquirió:

«¿Cuántos años tenía?»

Quedé inmóvil y mudo. La puerta se abrió y regresó el Albino con una bandeja llena de huesos y una expresión del que piensa estar haciendo el ridículo bestial…

«¡Cuántos!» exigió saber Frashluc.

El Albino posó la bandeja con los huesos roídos en el borde de la alfombra sin osar interrumpir el interrogatorio. Mis labios temblaron. Al fin tartamudeé:

«T-tres mil. Creo.»

Frashluc me escudriñaba con una mirada de loco.

«Tres mil años,» repitió.

Estaba impactado y el silencio se prolongó. Yo me dije: he traicionado a los Daganegras, ¿no estaré ahora traicionando a mi maestro, verdad? Intentaba pensar que no, porque al fin y al cabo mi maestro ya estaba lejos, muy lejos de la República de Arkolda.

El fuego crepitaba en el silencio del salón. Entonces, Frashluc inspiró y dijo:

«Muéstrame.»

Se refería a los huesos de perdiz. Con la respiración entrecortada, me arrodillé junto a la bandeja y miré los huesos, aunque en ese momento era más consciente de los dos pares de ojos que seguían mis movimientos. ¿Podría reconstituir aquella perdiz? Más o menos, tal vez. Sin pronunciar palabra, comencé la ardua tarea de reconocer los huesos e ir juntándolos con energía mórtica. A veces me equivocaba y tenía que retirar varios huesos. La tos de Frashluc me desconcentraba y la mirada más bien aterrada del Albino no ayudaba, pero finalmente conseguí rehacer al pájaro. Me aseguré de que ambos estaban atentos y, entonces, con esfuerzo, le moví una pata. Luego la otra. Y otra vez. El pájaro de huesos realizó una vuelta en la bandeja. De pronto, el Albino pronunció con voz ahogada:

«Es lo más espeluznante que he visto en mi vida.»

Mi concentración se desmoronó y con ella la perdiz. Quedé como grogui, porque había empleado mucha energía. Aún no se me daba bien ahorrar la energía mórtica en esos sortilegios —también era cierto que nunca los había practicado mucho: no era lo mismo mover un esqueleto a distancia que mover una mano pegada a tu cuerpo.

Estaba frotándome los ojos cuando sentí una corriente de aire y alcé la vista para ver que Frashluc había abandonado su sofá y se agachaba ante mí. Sus ojos refulgían. Tendió ambas manos hacia mí y me agarró de la cabeza sin importarle ya, al parecer, que estuviera tan mugriento.

«Vas a enseñarme,» afirmó en un susurro. «Y vas a ayudarme a convertirme.»

Atrapado entre sus dos manos cálidas, lo miré, helado, maravillado. ¿Enseñarle? ¿Convertirlo? Pero convertirlo en… ¿qué? En nakrús, sin duda. En nakrús. ¡Frashluc quería que lo convirtiera en nakrús!

Me tosió a la cara y me soltó. Y yo, invadido por un temor sin nombre, farfullé:

«No sé hacer eso.»

Pero la tos de Frashluc cubrió mi farfulleo. Y, cuando se recuperó, no me preguntó qué había dicho. Tan sólo insistió:

«Vas a convertirme en nakrús porque, si no lo haces, te cortaré la cabeza.»

Cualquier nigromante experto que hubiera oído eso se habría echado a reír. ¿Convertirlo en nakrús? ¡Y bueno! Se necesitaban años y años para convertirse, y jamás nadie se convertía en nakrús si no era él mismo un nigromante y uno bueno. Ni Palmafría había conseguido convertirse correctamente. ¡Y ahora me pedía a mí, un guako de once años, que lo convirtiera en nakrús!

Frashluc se levantó y ordenó:

«Mándalo que se lave, Jarvik. Y dale ropa. De ahora en adelante, el pequeño mago se queda aquí.»

El mangaplatas me miró, sonrió para sí y regresó a su sofá. Y el Albino, sin atreverse a tocarme, me dijo:

«Ven, muchacho.»

Me levanté sobre mis dos patas temblando y seguí a Jarvik afuera del salón, más muerto que vivo.