Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

19 Ratas

Un vampiro, un vampiro, un vampiro, me repetía en la cabeza con frenesí.

«Podrías haberme dicho que íbamos a la Superficie,» suspiró Arik.

El vampiro había insistido en que no nos moviéramos del callejón hasta que yo le hubiera explicado dónde diablos había aterrizado. Le expliqué lo que era Éstergat —nunca había oído hablar de la ciudad— y le dije que aquí a los vampiros se los tenía por monstruos. Él se contentó con dedicarme una mirada burlona. Ahora parecía de nuevo absorto.

Meneé la cabeza.

«¿De verdad nunca habías visto el cielo?»

«Nunca.»

«¿Y por qué estás solo? Digo… ¿Por qué no estás en… tu pueblo?»

Arik resopló, me echó una ojeada y, tras una vacilación, explicó:

«No tengo pueblo desde hace años. Mi clan fue aniquilado por los saijits. Yo fui enjaulado y vendido a un príncipe de Tamisabra. Escapé robando lo que pude. Y vengo escapando de mis perseguidores desde hace muchos días.» Yo estaba maravillado por su historia. Gruñó: «Ese príncipe no descansará hasta que me encuentre. Pero esta vez será diferente. Esta vez no me encontrará.»

Me mordisqueé el labio, alterado. Nos habíamos sentado detrás de una escalera de piedra del callejón y no veíamos a la gente que pasaba por la otra calle. A lo lejos, se oía música. ¿Sería de una taberna con la puerta abierta? Parecía como muy festiva. Entonces, caí en la cuenta. Quinto Día-Mozo de Barros, había dicho Aberyl. Las fiestas de primavera se acercaban y algunos ensayaban el desfile del día siguiente. Así que se notaba más agitación que normalmente por las calles.

Me rasqué la mejilla y pensé: vaya, se me ha olvidado la botella de radrasia de Rolg. Una pena porque, en ese momento, me habría venido de maravilla. Suspiré. A medida que iba asimilando la idea de estar acompañado de un vampiro, volvía a inquietarme por otros asuntos. Mi familia. Frashluc. Inspirando de golpe, rompí el silencio y solté:

«Tu historia es increíble. Mira, seamos amigos. Yo te guío a un sitio seguro y tú me prestas la capa. Te devuelvo la piedra y te presto la camisa para que no se te vea la cara. Y tú me devuelves el collar cuando yo te devuelva la capa. ¿Va?» pregunté en drionsano.

El vampiro me echó una curiosa mirada.

«Mi capa es sólo una capa élfica. No tiene tanto valor como la piedra.»

Hice una mueca.

«Pero la capa la necesito para que no me reconozcan; en cambio, piedras se encuentran por todas partes. Tómala,» insistí.

Quise darle la piedra negra, pero Arik se incorporó bruscamente.

«No,» replicó. «Un trato es un trato. Y no te daré la capa.»

Suspiré y me encogí de hombros. Sea. Me guardé la piedra, me enrosqué la gorra en la cabeza y me levanté a mi vez.

«Sígueme,» le dije.

Salí del callejón y, tras unos instantes, Arik me siguió. Me preguntó:

«¿Por qué te tenían encerrado?»

Noté una pizca de curiosidad en su tono. Le agarré de la manga para apartarlo del camino de un carruaje y expliqué:

«Porque lo tenía bien merecido. Esos tipos son cofrades míos.»

No dije más y Arik no hizo más preguntas: sus ojos estaban demasiado acaparados mirando a su alrededor. Estaba más tenso que un guako apaleado. Cuando desembocamos en la Avenida de Tármil, nos mezclamos a la muchedumbre. Algunos adelantados llevaban ya caras pintarrajeadas y sombreros estrafalarios. En primavera, Éstergat se volvía más colorida que nunca. Le expliqué a Arik el por qué de toda esa agitación, aunque no sé si me escuchó. En un momento, lo vi tambalearse y lo agarré del brazo.

«¿Qué te pasa, shur?» lancé en drionsano, inquieto.

El tono bastó para que Arik entendiera mi pregunta. Contestó con voz débil y estridente:

«Tengo sed.»

«¡Oh!» Señalé la Plaza de Tármil, un poco más arriba. «Ahí hay una fuente. Vamos.»

Arik emitió una risita aguda.

«¿Una fuente de sangre?»

Me detuve en seco con un escalofrío. Oh. Vaya. Sangre. Claro. La curiosidad se mezcló a mi aprensión.

«¿Y si no bebes, te escachufas?» pregunté. La ojeada de incomprensión del vampiro me hizo darme cuenta de que había hablado en drionsano. Traduje: «Quiero decir, si no bebes, ¿te mueres?»

Arik resopló. Parecía haber recobrado algo de fuerzas porque ya no perdía el equilibrio.

«No he bebido desde hace una semana. La última vez, fue un sireloke… Me supo a poco. Si sigo sin beber, comienzo a no poder moverme. Y, luego, poco a poco, me quedo inmóvil. Y muero.»

Lo contemplé, fascinado.

«Bueno. Y… y… ¿y también vale la sangre de esos… sirelokes? ¿No sólo bebéis sangre de saijit?»

Arik emitió un siseo y una palabra que no entendí.

«No,» dijo. «Antaño… sí, bebía sangre de saijit. Pero está mal. Sé que está mal. Por eso murió mi familia. La última vez que probé sangre de saijit fue cuando tenía diez años. Aquella vez… me tiré sobre un amo mío. Él me quería bien. No lo maté y él me perdonó la vida. Pero probé su sangre. Estaba rica.» Por sus ojos, entendí que me sonreía de oreja a oreja. «Pero prefiero la sangre de anobo.»

No tenía ni idea de lo que era un anobo, así que le dije:

«De eso no hay por aquí, pero hay mucha rata. ¿Te gustan las ratas?»

Arik se encogió de hombros.

«Mejor que nada,» aseguró. «¿Dónde hay?»

Suspiré y, agarrándolo de la manga, lo arrastré entre los transeúntes. Estábamos saliendo otra vez de la Avenida, dirigiéndonos directamente hacia los Gatos, cuando el vampiro me preguntó:

«¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Por qué no tienes sangre en tu mano derecha?»

La pregunta me dejó helado durante unos segundos. Estuve tentado de replicarle: ¿y a ti qué te importa? Pero él se había sincerado conmigo y, pese a que no había querido prestarme la capa, fui amigable y dije:

«Porque no la necesita.»

Nos metimos en los Gatos siguiendo a un grupo de jóvenes enmascarados. Los dejamos cerca de La Llama Azul y nos adentramos en el Laberinto. Conocía varios lugares infestados por las ratas y no tardamos en llegar a uno: el callejón de la Cueva donde mis comparsas y yo habíamos estado escondiéndonos de los Ojisarios el verano pasado. Manras lo había bautizado el Corredor de la Peste. Estaba lleno de ratas. Las señalé con un gesto vago: hasta se veían a la luz del día.

«Sírvete, shur,» le dije en drionsano.

El vampiro me entendió y no se hizo de rogar: se acercó a las ratas. Lo vi algo vacilante, como si no supiera cuál escoger. Entonces, más rápido de lo que hubiera creído, se abalanzó, agarró a una y le hincó los dientes en el cuello.

Miré a mi alrededor, inquieto, pero no había nadie. Aliviado, me acerqué, aún cojeando un poco, y me agaché junto a él sin una palabra. Esperé. Arik dejó finalmente la rata y cogió otra. Y cuál no fue mi sorpresa cuando vi que, al de un rato, la primera volvía a agitarse. Di un respingo.

«¡No está muerta!»

El vampiro frunció el ceño.

«No las voy a matar.»

Lo miré, reprimiendo mal una sonrisa. Caray con el vampiro. Si iba a resultar ser más delicado que cualquier Gato de Éstergat. ¡Pues no se molestaban los Gatos en echar raticidas por todos los lados! Por no hablar del ejército de gatos peludos que rondaban por las casas. Y el vampiro subterraniense se hacía el clemente. Pues vaya.

Tras observarlo saciarse durante un rato, le dije:

«Bueno. Yo tengo asuntos. Si quieres, puedes quedarte aquí, en esa cueva que hay al fondo, y vengo a buscarte cuando pueda. Pero ahora tengo que irme.»

«Ese no es el trato,» protestó el vampiro. Tenía las mejillas todo ensangrentadas. «¿Y si vienen saijits por aquí?»

«No vendrán,» aseguré. «Y si viene uno a tirar algo, no te hará ni caso. Pero por eso te digo: deberías vestirte con mi ropa y yo con la tuya. Así, te tomarían por ‘guako’, ya sabes, como yo, un… qué sé yo, ya me entiendes. Y a mí los Daganegras no me reconocerían. Todo ventajas.»

Nos miramos a los ojos. Resoplé, levanté la vista al cielo y me incorporé.

«Voy.»

«Espera,» me lanzó el vampiro. «De acuerdo. Cambiemos de ropa.»

Sonreí. Y él me sonrió a su vez, con sus colmillos bien a la vista. Nos metimos en la cueva e intercambiamos la ropa. Yo le dejé mi enorme camisa y él me dejó su capa élfica y sus elegantes botas. Una parte de mí decía: ahora afufo y salú, adiós, vampiro. Pero algo en la mirada y el comportamiento de Arik me impedía pensar seriamente en ello. No sé, era… esa confianza pueril que me mostraba, como si no pudiera imaginarse que un trato se rompía tan pronto como se hacía y que de la boca de un guako no siempre, ni de lejos, salían verdades.

Así que fue casi con temor de traicionar su confianza que le dije:

«Digo que volveré esta noche, pero no puedo prometértelo. Es que está muy liado todo. Pero lo intentaré, créeme.»

El vampiro asintió, mirándome con expectación. Tenía una pinta extraña con esos harapos y esa tez tan pálida que era casi translúcida. Tras otra vacilación, carraspeé.

«Salú.»

Y me marché. No le dije que había dejado la piedra de su madre en el bolsillo del pantalón. Y es que, quién sabe adónde aterrizaría si me la dejaba a mí. En el infierno, a buen seguro.

Salí de ahí preguntándome cómo diablos debía de sentirse Arik ahora, en una ciudad con un cielo arriba y rodeado de saijits. Tal vez debería haberlo guiado a la Cripta. O con mis compadres. La simple idea me arrancó una sonrisa y ya me imaginaba diciendo: ¡salú, compadres, os traigo a un nuevo, es un vampiro, pero es un guako honrao!

Me carcajeé por lo bajo y soplé:

«La madre.»

Traté de avanzar sin cojear, subí escaleras y callejuelas, tomé atajos y, al fin, llegué a la Plaza Gris. Embozado con mi nueva capa élfica, sondeé el lugar. Hacía un día soleado y la plaza estaba animada. Mi mirada se posó sobre el cartel lejano del Dragón Amarillo. Me puse en marcha.

Cuanto más me acercaba al albergue, más ralentizaba y más tenía la impresión de hacer algo mal. Algo horrible. Pero, al mismo tiempo, ¿por qué Korther no quería que nadie supiera dónde estaba el túnel? Por avaricia, porque quería ser el único en mercandear con las ciudades de los Subterráneos. Vale que era mejor que fuera él que Frashluc, pero no dejaba de ser ridículo que un túnel tan peligroso fuera desconocido de todos salvo de los Daganegras.

Llegaba a la puerta del albergue. Cambié de trayectoria y, en vez de detenerme, seguí por la calle. Mi corazón latía caóticamente. Me puse a correr —cojeando— hacia arriba, hacia Atuerzo. Pasé ante la casa de Frashluc y seguí corriendo hacia la escuela de los Olmos. Era la hora de la salida de los estudiantes y esperaba encontrar a Lowen. Me topé con él al final de la calle, justo cuando se despedía de Zenira. Cuando vi a la hija de Korther, me paré y retrocedí unos cuantos pasos con vivacidad. No tenía donde esconderme bien, así que me contenté con colocarme detrás de un árbol de la acera, estirar bien la capucha sobre mi rostro y fingir estar contemplando algo rabiosamente interesante en la palma de mi mano.

¿Cuál había sido exactamente mi plan al dirigirme a los Olmos? Más o menos se trataba de pedirle a Lowen que hiciera de mensajero para que yo no tuviera que hablar directo con esos criminales. Lo malo era que no había pensado en Zenira al venir aquí. Entonces, se aproximó una pequeña banda ruidosa por la calle. Algunos me miraron raro y, sin que me lo esperase, un elfo oscuro exclamó de pronto, asombrado:

«¡Es el hermano del canijo!»

Y él era Marg, el estorbador de Samfen. Fue como una avalancha. Salí corriendo, pero cojeando difícilmente iba a llegar a ningún sitio. Me rodearon y me arrinconaron. Cerré brevemente los ojos, superado. Lo que faltaba.

«Apartaos,» dije.

Marg me enseñó una pequeña caja —una mágara defensiva de esas que soltaban descargas, parecida a la de los moscas. Sonrió.

«Saca tu cuchillo ahora, cobrizo. ¿Has venido a salvar a tu hermano? Demasiado tarde, me temo, lo hemos dejado ya temblequeando en el callejón.»

«¿De dónde sacas esa capa?» interrogó uno, agarrándomela. «¿La robaste?»

«¡Sin duda no se la ha comprado su padre!» se burló otro.

Siguieron las burlas e, increíblemente, no se me ocurría qué decir. Había pasado muchas horas debajo de unas rocas, había andado y subido durante horas sin probar bocado y no había descansado casi. Estaba demasiado agotado para tener una reacción mínimamente vivaz. Lo único que hacía era caminar hacia alguien y esperar a que se apartara. No se apartaban, natural, y, empujado, yo regresaba siempre al centro del círculo. Marg guardó su mágara lanzando:

«¿Qué? ¿Tú también vas para arquitecto? ¿O bien vas para rata callejera?»

Varios se rieron. Era curioso ver cómo, cuando se trataba de burlarse de alguien, cualquier mofa mal elaborada valía para sacar carcajadas tontas.

«¡Ya basta!» exclamó una voz. «Sois todos mayores que él. Sois unos cobardes.»

No pude ver quién hablaba, pero Marg silbó, divertido.

«Vaya. Princesa. No te enfades, sólo estamos poniéndole recto a un medio guako que me sacó la navaja cuando yo iba desarmado.»

«¿Medio guako?» repetí indignado, rompiendo mi silencio. «Soy guako cien por cien, isturbiao. Ándate.»

Me dio un manotazo y yo iba a tirarme sobre él, pero me agarraron para impedírmelo.

«¿Lo ves, princesa? Este tipo es de los bajos fondos. No debería estar rondando por la escuela. Es peligroso.»

Alcancé al fin a ver el rostro de Zenira y el de Lowen. La semi-elfa tenía el ceño fruncido.

«¡He dicho que ya basta! Vosotros sí que parecéis barriobajeros rodeándolo así. Dejadlo en paz.»

Marg puso los ojos en blanco y, agarrándome del cuello de la capa, me arrastró fuera del círculo diciendo:

«Tienes suerte de que la princesa te proteja. ¿Qué se dice? Gracias. Se dice gracias, señorita.»

Repetí con un suspiro desganado:

«Gracias, señorita.»

«Bueno. Como te vuelva a ver por aquí, digo a la policía que fuiste tú el de la navaja. Aquí hay testigos. ¿Me oyes? Largo.»

Le eché una mirada asesina a Marg preguntándome si su amenaza tenía algo de valor y me alejé cojeando. No me atreví a echar una sola ojeada hacia Lowen y Zenira. Me dirigí hacia la calle que bajaba. Estaba demasiado avergonzado por todo esto como para querer hablarle a Lowen de nada. Para fastidio mío, oí pasos a la carrera detrás de mí y los dos jóvenes mangaplatas me alcanzaron.

«¡Draen!» murmuró Lowen, sobreexcitado. «¿De dónde sacas esta capa? ¿La robaste en el Arpa?»

Le eché una mirada cansada y, tras un silencio, dije:

«No.»

Mi seca respuesta no lo desanimó. Retomó:

«¿Sabes que me enteré por Zenira de que fuiste tú el que robaste la Solancia? ¡Mi padre no me dijo nada!»

Mascullé entre dientes y gruñí:

«¿Quieres atrancarla, isturbiao? A menos que quieras mandarme al trullo. Entonces canto hasta que me quede ronco, ¿sabes? Estoy harto.»

Estaba harto, ¡sí! estaba harto de todo. De Frashluc, de Korther, de los moscas y del miedo. Ese miedo que me congelaba las entrañas, ahora lo odiaba, lo rechazaba, lo mandaba a cazar nubes. ¡Estaba harto!

Estallé:

«¡Dejad de seguirme, malditos mangaplatas, idos al infierno!»

Ambos se quedaron estupefactos, aunque Lowen más que Zenira: esta se recuperó rápidamente de la sorpresa y me cortó el paso con las manos en jarras indignándose:

«¿Pero quién te has creído que eres?»

Ni me inmuté aunque, en el fondo, me dije: has metido la pata con la shuriña, Mor-eldal. Pese a que la pregunta probablemente no esperaba respuesta, contesté con voz ahogada:

«Nadie. No soy nadie. Estoy muerto.»

Y, rodeándola, me marché, no corriendo como una ardilla sino cojeando como el guako cojo que era. Esta vez me dejaron en paz.

Recorrí las calles más anchas, no fuera que los Daganegras me aferraran, y pasé por la Explanada. Ahí, vi al Raudo instalado con su gorra y su pata lisiada. Lo saludé diciendo:

«Vaya basura de día.»

Y me senté a su lado. El cap me miró con curiosidad.

«¿Por?» inquirió al fin.

Le conté lo ocurrido, ya sin preocuparme por ocultar nada sobre ese famoso túnel. Al diablo con los secretos. Hasta le dije que había conocido a un nuevo compañero completamente huérfano y que si a ver si lo quería conocer.

«Ah, pues natural, tocayo,» sonrió el Raudo. «Si tú crees que es un Sabio, a Sabio lo metemos.»

«Hombre, de ahí a meterlo en la banda…» carraspeé. «Es un tipo un poco especial. Di, ¿te asustan los muertovivientes?»

El Raudo me miró con cara alterada.

«¿Qué dices?»

«¿Y los dragones?» inquirí. «Los monstruos de la oscuridad. Los fantasmas. ¿Te asustan?»

Mi tocayo resopló.

«¿Te estás quedando conmigo, shur? ¿Me estás diciendo que el nuevo compañero es un dragón muertoviviente invisible?»

Me carcajeé de buena gana.

«No. Pero, si conocieras a un dragón muertoviviente invisible y fuera simpático, ¿lo aceptarías?»

El Raudo siguió mirándome con extrañeza.

«Caray, Espabilao. No sé. ¿Quién es ese amigo tuyo? ¿Una arpía?»

«Un vampiro.»

Me salió solo. Y, viendo la reacción del Raudo, entendí que necesitaba más explicaciones:

«Sólo bebe sangre de ratas, ¡y ni las mata, tú! Es un pacifista como el cerbero ése de los cronistas. Tiene… no sé, unos doce, trece años, yo qué sé. Y anda más perdido que un cachorro en un cenganal.»

«Cenagal,» me corrigió el Raudo, absorto.

«Eso,» aprobé. «Dijo que unos saijits le escachufaron a los parientes y un príncipe subterraniense lo enchiqueró en una jaula como a una bestia. Arik afufó y ahora el mangaplatas lo anda buscando. ¡Un lío!» resoplé. Marqué una pausa, escudriñándole al cap con esperanza. «Entonces, ¿corriente? ¿Puede quedarse?»

El Raudo me contempló, incrédulo, y se carcajeó.

«¿Pero tú cómo lo haces, Espabilao? Te ves metido en todos los líos del mundo. Aprende un poco de mí, ponte una pata lisiada y siéntate a meditar como los espíritus mandan.»

Suspiré.

«No, si ya ando cojo, tranquilo. Ahora haré la mitad de carababhuesadas que antes, porque voy la mitad de rápido. Di, di, entonces, ¿qué?»

El Raudo meneó la cabeza entre divertido y fastidiado.

«Va,» dijo al fin. «Yo no tengo prejuicios. Pero, si no me gusta, lo largo y no te quejas.»

Sonreí anchamente.

«Hombre, sí, tú eres el cap. ¡Lo bien que se lo va a pasar! No creo que haya tenido a muchos compadres allá abajo,» le confié.

El Raudo me dio un empellón.

«Ándate, guako, y déjame mendigar tranquilo.»

«Bueno, bueno,» acepté, levantándome. Lo señalé con una mano teatral. «Eres un gran cap, Raudo. El mejor de los tres que tengo.»

«Pelota,» se burló el elfo pelirrojo.

«¡Y el más feo!» añadí, riéndome.

Evité la zancadilla que quiso hacerme y me alejé esta vez rumbo al Laberinto. El Raudo me gritó:

«¡Atrae al monstruo al Camastro a la sorna!»

Alcé una mano para decir que había oído y seguí alejándome. Llegué al Corredor de la Peste cuando ya anochecía. Casi me sorprendí de haber hecho todo ese camino sin encontrarme con los Daganegras, o los hombres de Frashluc, o cualquier Gato deseoso de quedarse con mi bonita capa. No ocurría a menudo, pero a veces la suerte me sonreía.

«¿Arik?» llamé.

Hundí las botas en las inmundicias y recorrí el angosto callejón hasta la Cueva. Olía a muertos peor que normalmente y casi no se podía respirar. No se oía nada. Fruncí el ceño, temiendo que se hubiera ido.

«¿Arik?» repetí.

La Cueva estaba desierta. Oh, diablos. ¿No se habría marchado?

Entonces, en un recoveco junto a la Cueva, avisté una forma que emitió un gruñido. Me tensé.

«¿Eres tú, Arik?» pregunté en caéldrico.

Era él. El vampiro alzó la mirada. Sin entender qué le pasaba, me atreví a agacharme junto a él y a agarrarlo de la manga.

«¿Estás bien?»

Lo vi esparcir con una mano blanca la sangre sobre sus morros. Era más guarro que el Lobito, fiambres. Contestó al fin con voz vacilante:

«He bebido demasiado.»

Pestañeé. Caray. El vampiro tenía todos los síntomas de estar borracho. Lo ayudé a levantarse y él farfulló:

«¿Por qué… me has dejado la piedra?»

«¿La piedra? Caray, ¡se me pasó!» mentí. Y, tras aceptar de nuevo la piedra negra de su madre, me aseguré de que se embozara bien y lo saqué del Corredor de la Peste. Estábamos ya llegando al Camastro cuando él espabiló un poco y preguntó:

«¿Adónde vamos?»

«Con mis compadres,» contesté alegremente. «Así tendrás un buen sitio donde dormir. La Cueva es para casos de emergencia.»

El vampiro se detuvo en seco.

«¿Com… padres? ¿Qué es eso?»

Había empleado la palabra en drionsano. Expliqué:

«Amigos. Familia. Yo vivo ahí arriba, en esas rocas, con ellos. Vamos. Ya verás como te caen bien. Has sido invitado por el ‘cap’, nada menos. Es decir, por el jefe.»

Arik me miró con asombro.

«¿Invitado? Pero… son saijits. No puedo ir.»

Resoplé.

«Qué diablos, sí puedes ir. Yo también soy un saijit. Venga, no te van a comer. No enseñes tus colmillos y listo. Tampoco es tan difícil.»

Y lo estiré sin más discursos, porque estaba cansado de hablar y de andar y, en mi mente, repetía: quiero sornar, quiero sornar.

Cuando llegamos al refugio, estaban ya casi todos los compadres. Dije: salú, salú. Les presenté a Arik. El Raudo, curioso, trató de comunicar con él con gestos y yo, tras narrarles a Rogan y a mis comparsas mis miserias con un desenfado propio del agotamiento, le escuché a Manras contar una historia estrafalaria, le dije: andá la imaginación que tienes, guako, mañana me cuentas otra. Y encadené con un: estoy muerto. Así, abrazándome a un Lobito ya profundamente dormido, me preparé a imitarlo. Lo malo era que tenía un hambre voraz, así que antes de cerrar los ojos dije: ¿alguien tiene algo para la hambre? Me dieron rodaria. Y me dormí con el bastoncillo entre los dientes mientras el vampiro y el Raudo seguían comunicando en las sombras. No podían decirse gran cosa al no compartir idiomas, pero parecían llevarse bien. Si es que, dijera lo que dijera la gente sobre los guakos, nosotros éramos más abiertos, menos supersticiosos y, aunque profundamente incultos para algunas cosas, éramos sabios para muchas otras.

Mi último pensamiento, antes de dejarme arrastrar por el sueño, fue para mis hermanos de sangre. No se merecían que les pasara nada malo por mi culpa. Sin embargo, el cansancio barrió mi profunda inquietud. Sólo quería dormir. Dormir junto con mis compadres. Y, luego, si había que morir por mi familia, ya lo haría al alba. Al alba.

Al alba, al alba, al alba,
qué alegre trina el ave,
las flores ya se abren,
y en la tierra se expande
la luz blanca del alba.
¡Al alba, al alba, al alba!