Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

15 Extravíos

Al día siguiente, desperté en el refugio del Raudo temblando de frío. Tanto me había acostumbrado a las cálidas mantas hechizadas por mi maestro y a las gruesas mantas de la barbería que ahora temblaba como una hoja. Tan sólo la raíz de rodaria que me pasó Lin el Acelerao consiguió adormecer el frío. Vale, Dakis habría gruñido si me hubiera visto, pero el caso era que la rodaria era una bendición.

Como Rogan no había dicho aún nada al Raudo, me ocupé yo de hablar a todos los compadres sobre el Bravo Negro, los avisé y el Raudo estuvo de acuerdo con que todos los sokuatas deberíamos evitar el Laberinto. Como Manras y Dil seguían sin aparecer, el cap dio consignas para que, si alguien los veía, les dijera que fueran a la Explanada. Yo hubiera querido ir a buscarlos, pero tuve que renunciar a grandes y atrevidas pesquisas por el Lobito: el chicuelo se negaba a dejarme ir solo y, aunque mudo, puso caras tan lastimosas cada vez que me alejaba que al final decidí llevármelo; pero, claro, con esas no podía meterme en el Laberinto y esperar afufar a tiempo.

Así que me dediqué a responder a otros problemas: hice la manga en el Templo Mayor junto con Rogan y el Raudo, me levanté unos clavos y acabé con el hambre. Estaba sentado con unos compadres en el bullicioso mercado de Rískel, jugando a la morra y echando regulares ojeadas a mi alrededor cuando, de pronto, vi una cara conocida.

«Brasas,» dije. Y exclamé: «¡Hey, Davik!»

Pillé al elfo guako de anoche cuando este justo estaba birlando una cebolla en un tenderete. Otros compadres míos lo vieron y nos carcajeamos de la cara sobrecogida de Davik. Le hice un gesto para que se acercara y se acercó. Iba solo.

«¿Pasando de parlos a cebollas, compadre?» me burlé. «Bien raudo te sacaron del trullo. ¡Asiéntate! Toma, un poco de pan, para acompañar la quemante, entra mejor. A este buen guako lo atacaron los perros de Adoya,» expliqué a los demás. «Pero el condenao salió bien vivo, ¿eh?»

Davik, aunque al principio ligeramente desconfiado, pronto se relajó en nuestra compañía. Le ofrecí rodaria y humerba y él me confesó que no había apañado ningún reloj, que era un negao robando y que él se ganaba la vida vendiendo conchas y lustrando zapatos. Venía del campo, donde lo había cuidado una anciana hasta sus ocho años. Sabido esto, pronto se convirtió en otro guako más de la banda. No hacía falta mucho para ser un Sabio: bastaba con ser simpático y honrao. Y, dijera lo que dijera la gente, de esos entre los guakos había muchos.

Hacia las cinco, nos trasladamos a la Explanada, di varias vueltas con el Lobito para preguntar a canillitas y guakos si habían visto a un elfo oscuro y a un niño humano con ojos de diablo. Nada, todos negaban con la cabeza. Más de un guako me contó la misma historia que Davik, que habían sido asaltados por los perros de Adoya y este les había hecho las mismas preguntas. Ninguno mencionó que Adoya también me buscaba a mí y me pregunté si alguno habría hecho la relación.

Al cabo, cuando ya no faltaba mucho para las seis, regresé adonde se habían quedado mis compadres, al pie del promontorio que llevaba al Capitolio. A mí me seguían Possu y la Ratoncilla. No sé por qué fiambres los chicuelos siempre me seguían a mí, en particular cuando me llevaba al Lobito.

Suspiré, declarando a los compadres:

«Nada. Les ha tenido que pasar algo. No es normal. He preguntado lo menos a mil personas.»

«Imposible,» articuló el Raudo.

«Bueno, lo menos cuarenta,» rectifiqué.

«No, no,» resopló el Raudo, levantándose. Y, con expresión divertida, señaló algo con la barbilla. «Ahí vienen.»

Sobresaltado, me giré, sondeé a los viandantes de la plaza y… dejé escapar un ruidoso:

«¡Guakos condenaos!»

Salí corriendo hacia Manras y Dil. No me habían oído, estaban demasiado lejos y precisamente se alejaban por la plaza a la carrera. Los alcancé, los rodeé y les corté el paso lanzando alegremente:

«¡La madre que os parió, shurs! ¿Sosque os habíais metido?»

Se quedaron impactados por mi súbita aparición y tuve que empujarlos para que no se empotraran contra mí. Detenidos, miraron nerviosamente hacia atrás y Manras soltó:

«¡Creía que estabas en la barbería! Hemos vuelto ahí y el barbero nos ha dicho: idos al infierno.» Agitado, se agarró a mi manga y señaló una dirección. «¿Lo ves?»

Pestañeé, desconcertado.

«¿El qué?»

Manras oteaba en la muchedumbre. Dil explicó:

«Adoya. Nos ha visto. Es que… esta noche, como no estaba tu primo y nos dijiste que no fuéramos al Camastro, nos fuimos a…»

«¡A la casa de los pájaros!» lo interrumpió Manras con tono atropellado. «Y, cuando salimos del bosque, nos mandó un guardia de vuelta al depósito. Afufamos. Y Adoya…» Calló, inspirando hondo. «¡Ahí está!»

Lo señaló con nula discreción y el tal Adoya nos avistó. Era un humano alto de cara enjuta y pelo castaño. Tan sólo lo había visto una vez a la luz del día, pero lo reconocí de inmediato por el perro que llevaba atado. Además, habiendo vivido tanto tiempo junto con los Ojisarios, Manras y Dil no podían equivocarse.

Tras observarnos durante unos segundos, se acercó. Me tensé como una cuerda de arco. Mi primer instinto fue el de afufar pero, fiambres, total, ¿para ir adónde? Estaba en la mayor plaza de Éstergat, rodeado de gente y de moscas. Adoya no podía hacernos nada. Y mucho me cuidé de mostrar miedo ante mis comparsas.

Así que nos acerqué al asentamiento de los compadres tranquilamente, sin perderle de vista a Adoya. Este nos seguía. Bueno. Me posicioné ante Manras y Dil y miré al criminal avenirse con expresión desafiante. El perro sacaba la lengua. Adoya se detuvo, echó una mirada desinteresada a los guakos sentados ahí y posó otra vez los ojos, no sobre Manras, sino sobre mí. Sus ojos pálidos chispearon.

«Sí…» meditó. «Eres tú.»

Y tras un silencio, añadió:

«Ven a medianoche, solo, al callejón de los Ojisarios. Si no vienes, tu familia sufrirá. No esta,» dijo, haciendo un ademán despectivo hacia mis compadres, «la de los… Malaxalra,» murmuró.

Abrí mucho los ojos, helado. ¿Cómo diablos sabía que yo…? Adoya se inclinó ligeramente para añadir en voz baja de serpiente:

«Tus manos están sucias, guako. Debes pagar por lo que hiciste. Piénsalo. Tu vida no vale las vidas de un barbero y su honrada familia.»

Se irguió y, con expresión sardónica, apuntó:

«Si te portas bien, tal vez el Bravo Negro no te mate. Si te portas mal y no apareces antes del amanecer…» Sopló con sus labios: «Pum. Adiós familia.»

Su expresión, más que crueldad, reflejaba un fatalismo y desinterés profundo. Se aseguró de que sus palabras habían surtido efecto y, entonces, estiró de la correa del perro y se alejó por la plaza. Me dejó enmudecido, atónito, horrorizado… No me cabía en la cabeza una amenaza tan absurda. ¿Qué fiambres tenían que ver el barbero y su familia con el Bravo Negro? ¡Nada! Absolutamente nada.

Tras un silencio en el que no moví ni un músculo, Manras y Dil se deslizaron ante mí con expresiones inquietas.

«¿Estás bien, Espabilao?» preguntó el pequeño elfo oscuro.

Inspiré y, bruscamente, solté:

«¿Por qué no te ha dicho nada a ti? ¿Eh? Se supone que te buscaba también a ti.»

Mi voz sonó dura, casi acusadora. Capté la cara sobrecogida de Manras. En ese instante, dieron las seis campanadas y fruncí el ceño. Tenía que ir a algún sitio a las seis, ¿verdad? Ah, sí. A casa de Yal. Resoplé y le di un suave empellón al elfo oscuro.

«Bah. Salú. Esto lo arreglo sí o sí. Tranquilos. Nos vemos en el Camastro.»

Y dejé a los compadres atrás. Estábamos justo al pie del promontorio del Capitolio y la casa de Yal estaba muy cerca. Llegué enseguida. Iba a llamar a la puerta cuando, de pronto, oí detrás de mí un:

«¡Draen!»

Yálet se allegaba vestido con ese aspecto de joven funcionario muy correcto. Iba acompañado de dos amigos con el mismo talle, tal vez no tan mangaplateados como él.

«Eres puntual,» observó, satisfecho. «Veo que no has perdido las buenas costumbres. Hemos quedado con Nael en frente de la Galería. Esta noche hay espectáculos.» Vaciló. «¿Sigues con ganas de venir, verdad?»

Tras echar de nuevo un vistazo a los dos amigos, le estiré de la manga a Yal.

«¿Puedo hablar contigo un momento?»

No esperé a que contestara: lo estiré con fuerza. Con una expresión mezcla de preocupación y exasperación, Yal se alejó conmigo unos pasos y me preguntó:

«¿Qué pasa ahora?»

Se lo expliqué:

«He visto a Adoya.»

Yal pestañeó.

«¿Adoya?»

«¡El de los perros!» exclamé. «Trabaja para el Bravo Negro. Y ha d-dicho q-que…»

Yal posó una mano apaciguadora sobre mi hombro al ver que me bloqueaba. Echó una ojeada nerviosa a sus dos compañeros que esperaban con impaciencia. Dijo en voz baja:

«Tranquilo. Hablé con Korther anoche. El Bravo Negro no es un peligro. Al parecer, fue envenenado. Y se ha vuelto loco. Nadie le hace caso ya. Está arruinado.»

Agité la cabeza. El Bravo Negro estaba arruinado, corriente, ¿y qué? Adoya seguía trabajando para él. Notando que no había conseguido tranquilizarme, Yal añadió:

«No te metas en el Laberinto y todo irá bien. De verdad, sarí. Sin su mina, ese loco ya no pinta nada.»

Quise protestar pero, entonces, la expresión de Yal reflejó tan bien el fastidio que le producía mi empeño con el Bravo Negro que entendí que acababa de chafarle la fiesta y una súbita vergüenza se apoderó de mí. Balbuceé repitiendo:

«No pinta nada.»

«Nada,» confirmó mi maestro con una sonrisilla tranquilizadora.

«¡Yal!» llamó de pronto la voz de uno de los amigos. «Mi novia me va a desorejar si llegamos tarde. Vamos y sigues hablando con el chaval mientras andamos, ¿vale?»

Yal asintió y se giró hacia mí.

«Entonces, ¿vienes o no vienes? Habrá bailarines, cantantes… Y, por supuesto, te pago la cena entera.»

Agaché la cabeza, realmente azorado.

«Lo siento, elassar. Hoy no puedo.»

Mi maestro abría la boca para protestar cuando el otro amigo lo llamó. Suspiró y, antes de alejarse, me dijo:

«Cuídate, sarí. Si me buscas, ya sabes dónde estoy.»

Asentí en silencio y lo vi desaparecer entre la gente, acompañado de sus dos amigos. Dejé escapar un suspiro. Fiambres. ¿Y ahora qué hacía?

Estaba cavilando de manera caótica, sin llegar a ningún plan concreto, cuando me fijé de pronto en un cambio de movimiento de la gente en la plaza. Los viandantes se giraban hacia dos moscas que se dirigían… ¿hacia mí? Al menos esa fue mi impresión. Pensando que alguno me había reconocido como al niño que los había burlado en el calabozo, me escaqueé hacia los tenderetes de la plaza. No había muchos, la mayoría estaban en Rískel y no en la Explanada, pero aquello me sirvió para confirmar mis temores sin ser atrapado: los moscas iban a por mí.

¿Pero qué fiambres? ¿Desde cuándo los moscas se molestaban en buscar a un simple guako evadido del calabozo?

Salí disparado, los moscas comenzaron a gritarme que me parara y yo, previendo que me iban a dar una paliza de mil demonios, no les hice caso. Llegaba a la Fuente de la Mantícora cuando, de pronto, salido de la nada, surgió un tercer mosca y, zapa, me dio un porrazo en la espalda. Me derrumbé, me estampé contra el pretil y mi mundo se convirtió en un pozo sin fondo.

* * *

Cuando recobré la consciencia, estaba siendo transportado como un saco de zanahorias por la vía pública, al hombro de un mosca. Tenía la impresión de que mi cabeza se había convertido en un melón con agua hirviendo dentro.

No entendí, en un primer instante, lo que ocurría. Sabía que los moscas me habían aferrado. Sabía que yo les tenía un miedo horrible a los moscas. Y sabía que tenía la cabeza herida. Esas únicas tres cosas se hallaban en mi mente mientras el agente de policía me llevaba calle abajo —¿o era calle arriba?— acompañado de una joven vallenata que olía a flores. Tardé largo rato en entender que esta última era mi hermana. Y entramos en la barbería antes siquiera de que reparara en nuestro destino.

Debía de ofrecer un aspecto lamentable porque, pese a las ganas que mostraban, ni el barbero ni la señora se atrevieron a castigarme por haberme afufado durante la noche. Ella me acomodó en un jergón del comedor y me limpió la sangre mecánicamente. No parecía preocuparse mucho de si me hacía daño o no. Al cabo, me masculló algo. No la entendí. Y, al no entenderla, me inquieté seriamente. ¿Acaso se me había quedado la cabeza tonta? La simple idea me llenó los ojos de lágrimas de espanto. Mi madre me sacudió del hombro. Y, entonces, una voz soltó:

«No entiende la lengua del valle, querida. Así no conseguirás nada.»

El barbero avanzó por la sala. Fue tal el alivio que sentí al comprender que, finalmente, mi cabeza no andaba tan mal, que jadeé y me levanté farfullando:

«¿Por qué, señor?»

Esa pregunta significaba conjuntamente un: ¿por qué habéis mandado a los moscas a por mí?, ¿por qué no me dejáis en paz?, ¿por qué…? ¿Por qué me miráis con esas caras de entierro?

De hecho, las expresiones de ambos me daban muy mala espina. Skelrog, el maestro de escuela, también estaba ahí, igual de sombrío, igual de tenso. Poco a poco, la mente se me fue despejando y vi claramente que ahí pasaba algo raro. Algo muy raro.

Sin contestar a mi pregunta, el barbero replicó:

«¿Te duele la cabeza?»

Tragué saliva y, bajo su mirada de águila, mentí:

«No, señor.»

Me dolía, pero ya había resistido a peores dolores por la sokuata. Podía aguantarlo. El barbero frunció el ceño, escudriñándome, y, entonces, me ordenó:

«Siéntate.»

Me señalaba la mesa. Fui a sentarme con movimientos rígidos y Skelrog, el barbero y la señora hicieron otro tanto. Los observé, petrificado. Oh, fiambres… Sus expresiones me ponían la carne de gallina. Traté de no mostrarlo y estuve a punto de gritarles: ¡no me llevéis al centro, por favor, dejadme salir! Y otra vocecita decía: dejad que me entregue al Bravo Negro y no oiréis ya nunca hablar de mí…

Entonces, mi madre, con inhabitual sequedad, preguntó:

«¿Y bien? ¿Adónde lo has llevado?»

La pregunta me dejó confuso. ¿Adónde había llevado el qué? Apenas tuve tiempo de darle vueltas al significado de esa extraña pregunta: casi enseguida se oyó el ruido de la puerta de entrada al abrirse y unos pasos rápidos hasta el comedor. Apareció Skrindwar, el cristalero. Barrió la sala con la mirada y preguntó con apremio:

«¿Hay noticias? ¿Os ha dicho dónde está?»

Skelrog meneó la cabeza.

«No, todavía no nos ha dicho nada.»

Cuatro pares de ojos convergieron hacia mí. Me sentía cada vez más alarmado.

«No entiendo,» confesé y, creyendo de pronto entender, me apresuré a decir: «Catad que yo no he robado nada. Lo juro. Cuando salí, rompí el barrote, pero ya estaba casi roto. Y juro que yo no dije a ningún mosca que erais mis padres…»

«¡Silencio!» tonó bruscamente mi madre, levantándose. Me erguí en mi silla, listo para salir de ahí botando como una ardilla. El rostro de la señora barbera estaba crispado y enfurecido. «Poco importan ahora tus calaveradas. Es mi hijo el que está en peligro ahora. ¡Mi hijo!»

Pestañeé mientras que ella, en llantos, se dejaba caer otra vez en la silla, consolada por Skrindwar. Estaba totalmente perdido. Su hijo, había dicho. ¿Qué hijo? ¿Kakzail? ¿Samfen? Skelrog fue tal vez el único en adivinar que mi silencio era debido a la incomprensión y no a la reserva. El maestro explicó al fin con tono sombrío:

«Verás, Ashig. Sarova desapareció esta noche. Sus compañeros de clase dicen que últimamente tenía tratos con unos niños de la calle. Lleva casi veinte horas sin dar señales de vida y la policía aún no tiene ni una pista.»

Fruncí el ceño, cavilé y… agrandé los ojos como platos.

«¿Pensáis que me lo llevé yo?»

Hubo un silencio pesado. En otras circunstancias, me habría carcajeado. ¡Sarova! Él que me miraba con cara de superioridad y espiaba el menor de mis movimientos como buscando alguna razón para chivarse al barbero. ¿Él se había marchado con unos guakos?

«¡Estáis de guasa!» protesté. «Yo no he hecho nada. Si apenas le hablaba…»

«¿Dónde has estado estas últimas veinte horas?» me cortó el barbero con dureza. «Quiero saber exactamente lo que has hecho. Sin mentiras.»

Dejé escapar el aire de los pulmones. Caray. Aquello parecía un interrogatorio de moscas. Tragué saliva. ¿Y ahora qué podía decir? Puse cara humilde y asentí con lentitud.

«Corriente. Afufé de la barbería. Me encontré con… unos canillitas amigos míos. Jugué con ellos a los dados un rato. Y… luego volví al refugio de mi banda,» conté, omitiendo lo del calabozo y la casa de Korther. «Y sorné. A la mañana, hice la manga en el templo con los compadres. Y a la tarde…» Me encogí de hombros. «De aquí para allá. Ayudé a descargar unas cosas de una carreta. Y estuve trabajando para ganarme el pan,» declaré con dignidad. Rebusqué en mis bolsillos para sacar los clavos que me había ganado… Hice una mueca. «¡Que me cuelguen, me los han espiantao! Esos son los moscas, fijo…»

Callé. El barbero acababa de posar unos medioclavos sobre la mesa. Fiambres, así que me había hecho los bolsillos, y yo sin enterarme… Sacó otro objeto y lo colocó en medio de la mesa. Su rostro era imperturbable.

«¿Puedes decirme lo que es esto?»

Enarqué las cejas y asentí.

«Es raíz de rodaria. Está bueno para el frío.»

Y para el dolor y el hambre, agregué mentalmente. La madre, cómo me dolía la cabeza… El barbero golpeó la mesa con el puño, haciéndonos sobresaltar a todos.

«La rodaria es droga, maldito. Empiezas con rodaria y acabas usando karuja. No me cabe en la cabeza cómo puedes ser tan estúpido,» siseó.

Le devolví una mirada fría. Estúpido tu madre, refunfuñé. Y solté:

«La karuja yo ya no la toco desde hace lunas.»

Mi réplica pareció impactarlos. Tras un silencio, mi madre dijo con voz curiosamente suave:

«Di, Ashig, si sabes dónde está Sarova, dínoslo por el amor de tus ancestros.»

Meneé la cabeza, meditativo.

«No sé sosque está.» Y, como ella se ensombrecía, añadí: «Pero puedo averiguarlo. Si Sarova se fue a los Gatos, será coser y cantar. Tengo compadres por todas partes. Y no sólo guakos. A buen seguro lo encuentro. No es como si se lo hubiesen jamao los lobos.»

El barbero tenía el ceño fruncido. Skelrog meneaba la cabeza. Skrindwar afirmó con fuerza:

«La policía no hace nada. Yo estoy con Ashig.»

«Y yo,» intervino de pronto una voz. Samfen salió del pasillo y entró en el comedor. Tenía una expresión decidida. «Los moscas están de brazos cruzados: vayamos a buscarlo nosotros.»

«¡Sam!» protestó la señora.

«Ashig puede encontrarlo, madre,» afirmó Samfen y me miró con fervor. «¿Verdad?»

Con la confianza y la esperanza que brillaban en los ojos de mi hermano, no me atreví a vacilar un segundo y dije:

«Muy cabal. Voy a preguntar,» anuncié, levantándome.

«Espera un momento,» me tonó el barbero. «No vas a ir solo.»

Enarqué una ceja y… resoplé.

«Ah, no, no. No puede venir conmigo, señor. Los guakos se pondrían nerviosos. A buen seguro le tomarían por mosca. Y a mí por soplón. Eso no corre…»

«Te acompañará Skrindwar,» replicó el barbero.

El joven cristalero dio un respingo.

«¿Yo? B-bueno,» tartamudeó, aceptando. «De acuerdo.»

«¿Y yo?» preguntó Samfen con ardor. «Quiero ir, padre. Por favor. Yo puedo hacerme pasar por guako…»

«No digas tonterías,» lo cortó el barbero. Sin embargo, tras una breve pausa, cedió: «Ve tú también. Te dejo porque sé que eres razonable. No os metáis en sitios peligrosos. Skrindwar, confío en ti para manteneros a salvo.»

Yo ya estaba esperando en la puerta del comedor. Samfen no tardó en allegarse. Skrindwar vaciló.

«¿No sería una buena idea llevarse una navaja o algo, por si las moscas?» propuso.

Sonreí de oreja a oreja.

«Y rabiosamente buena,» aseguré. «¿Tenéis navajas por aquí?»

El barbero me echó una mirada sombría y, tras rebuscar un poco, sacó una navaja y se la dio a Skrindwar. La madre abrazó al cristalero y al arquitecto y yo empezaba secretamente a sentir una pizca de envidia cuando la señora posó una mano suave sobre mi mejilla y me miró con intensidad.

«Encuéntralo, hijo. No dejes que se pierda.»

En mi mente, completé con un: no dejes que se pierda como tú. Desvié la mirada y asentí con gravedad.

«Sí, señora. Descuide.»

Y, para asombro mío, ella me dio un beso en la frente. No pude evitar enseñarle una expresión incómoda pero, en el fondo, estaba emocionado. Si antes había tenido la motivación de ir a buscar a un hermanito que no tenía ni idea de lo que significaba ser un guako, ahora tenía también la de aplacar las inquietudes de una madre dispuesta a darme su cariño. Sólo tenía que devolverle a un hijo para eso.

«No hagáis insensateces y regresad antes de las doce, sin falta,» nos previno el barbero.

«¡Sin falta!» repliqué alegremente.

Y, así, salimos los tres hermanos de la barbería, el más joven guiando a los otros dos hacia las misteriosas profundidades de los barrios bajos.