Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

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Comparado con el camino de Amdebid a Onkada, el camino que juntaba Onkada a Éstergat era, según palabras de un cochero, «una maravilla». Y era cierto: la diligencia casi no daba tumbos.

A decir verdad, yo apenas noté la diferencia porque, después de unos días de viaje agotador entre tormentas de nieve, había dormido durante casi todo el trayecto de Amdebid a Onkada sin enterarme de los bandazos y sólo a partir de Arjaldia había empezado a sentir esa viva impaciencia que me producía la idea de regresar a Éstergat. Aburrido por la falta de actividad, me costaba quedarme quieto en el banco de la diligencia y, si no salía de ahí corriendo rumbo al sur era porque sabía que, a pie, habría llegado más tarde. Bueno, y también porque le había prometido a Kakzail que no haría ninguna tontería hasta Éstergat y que seguiría a Dalto como un cachorro fiel.

Eché una ojeada prudente al caito pelirrojo sentado ante mí. Desde que lo había oído decir que tenía intenciones de volver a su trabajo de mosca en Éstergat apenas me atrevía a dirigirle la palabra. Había vuelto a llamarle «señor» con cierta distancia y, pese a saber que, en el fondo, no era mal tipo, me preguntaba si sería capaz de aferrarme si me veía, por ejemplo, aliviando a un mangaplatas borracho. Sólo imaginármelo poniéndome la mano en el pescuezo y diciendo «¡al calabozo, desharrapao!» me impedía sentirme cómodo en su presencia.

De haber estado mi hermano con nosotros, Dalto habría charlado con él, habría sonreído, bromeado, y enseguida me habría sentido más tranquilo. Pero mi hermano no estaba. Nos había dejado en Amdebid, para coger una diligencia que iba hacia el norte, hacia Gistea. Ahí, decía, vivían varios primos y tíos conocidos suyos a los que debía entregar ciertas cartas y paquetes de parte de nuestra madre y del tío Markyr. Se había ido con la Azulada. Me había propuesto que los acompañara pero, aunque tras decirlo me sentí un poco molesto, le respondí un «no» rotundo seguido de un vivo: «quiero volver a Éstergat». Kakzail no insistió. Así que ahora estaba metido en la diligencia con los hobbits, Dalto, el Lobito y… Dakis. El cerbero ocupaba dos asientos y medio y yo me encontraba al lado de su cabeza. Cada vez que se quedaba dormido, se ponía a babear y me dejaba los pantalones hundidos.

Eché un vistazo por la ventanilla, hacia los campos de Arkolda. El cielo ya estaba oscureciéndose pero la diligencia no aflojaba el ritmo. Habíamos pasado por Onkada, Arjaldia, Revierza, Otkatbat… Me sabía los nombres porque los cocheros gritaban: ¡Otkatbat, llegamos a Otkatbat! Y nosotros teníamos que bajar, meternos en una posada, cenar y dormir hasta el día siguiente. Ahora, después de cuatro días de viaje, íbamos a llegar a Lysentam. En los Gatos había oído hablar mucho de esa ciudad: se la llamaba la Villa Antigua, porque estaba llena de viejos monumentos. El Bailador había afufado ahí en otoño: la separaba de la Roca un día de viaje andando, dos a lo sumo. Con lo que, en diligencia, estaríamos al fin de vuelta a la Roca mañana antes del mediodía. Y, entonces, Dalto me llevaría a la barbería y me dejaría ahí, con el barbero.

Ese era el trato. Le había prometido a Kakzail que iría a ver a mis padres y que haría un esfuerzo por comunicar con ellos. No sé muy bien cómo había cedido a algo así. Tal vez porque, en el fondo, sí que tenía algo que decir a mi familia: quería ayudarla. Quería enseñarle al barbero que yo no era un guako egoísta, que era un guako honrao y que podía serle útil. Así que, fuese como fuese y pese a todas mis aprensiones, tenía intenciones de hacerle caso a Kakzail.

«Ajistrok,» masculló Yabir, alzando la voz.

Bajo mi mirada curiosa, el joven Baïra meneó la cabeza y siguió murmurando palabras en owram mientras que, instalado con una mesilla improvisada, garabateaba el borrador de su crónica y releía sus notas con cara completamente absorta. Llevaba así casi todo el día. En cuanto a Shokinori, ora contemplaba los campos con aire soñador ora proseguía con la lectura de un libro, también escrito en owram. Todo estaba en owram. Y yo, en consecuencia, no tenía nada para leer, ni tenía nada que hacer aparte de jugar con el Lobito, rascarle las orejas a Dakis y mirar por la ventana las granjas, el canal, los árboles y la gente que viajaba a pie bordeando el camino.

Poco a poco, las granjas se transformaron en casas con huertos, edificios, calles, bullicio… Llegamos finalmente ante el oficio de la compañía de transportes y uno de los cocheros gritó:

«¡Lysentam! ¡Llegamos a Lysentam!»

En cuanto la puerta se abrió, me apeé el primero, con el Lobito en brazos. Estaba ansioso por moverme, caminar, hacer otra cosa que quedarme sentado. Por eso, cuando vi que mis compañeros se alejaban ya hacia una posada, le solté a Dalto:

«¡Señor! Enseguida vuelvo, ¿corriente?»

Y me alejé con el Lobito por la plaza. Al instante, el caito pelirrojo protestó:

«¡Hey! ¿Adónde vas?»

Suspiré. ¿Por qué siempre tenían que hacer los mayores esa pregunta con un tono que parecía decirte: «tú no vas a ningún sitio sin mi permiso»? Me giré y expliqué:

«A andivelar. A coger la fresca. No me alejo,» prometí.

«Ni hablar,» replicó el caito. «Lysentam es grande. Podrías perderte en unos minutos. Si he entendido bien, Yabir quiere dar una vuelta. Reservamos el cuarto y luego te vas con ellos, ¿vale?»

Consentí sin entender muy bien a qué venía tanto interés en no dejarme solo. Estaba siguiendo a los hobbits y al gladiador cuando, de pronto, se apartó una silueta arrimada al muro de un edificio y se allegó soltando:

«Disculpen. ¿Es usted Yabir hijo de Nodrea y Galfandir?»

Llevaba un pañuelo que le ocultaba la cara y una gran capa oscura que podía disimular cualquier cosa… Dalto se llevó la mano al pomo de su espada. Yabir confirmó:

«Así es. ¿Y usted…?»

El desconocido no se molestó en presentarse, sacó una carta de su bolsillo y la tendió.

«Es para usted.»

Le metió el papel en la mano y se marchó sin decir nada más. Dalto resopló.

«¿Lo sigo?»

«No, no será necesario,» aseguró Yabir como desplegaba la carta. «Es de nuestro buen amigo Korther.»

Se acercó a la luz de un farol para leer mejor y lo seguí con expectación. ¿Qué mensaje podía haberle mandado Korther a Yabir? Los ojos del Baïra brillaban.

«Mil gárgolas,» murmuró en caéldrico. «No te lo vas a creer, Shok.»

«¿Qué?» replicó este, impaciente. «¿Qué dice?»

Yabir se aclaró la garganta, aún recorriendo la carta.

«Bueno… Primero, nos informa de que cree haber localizado la gema, la de los reyes de Hílemplert. Estaba en una joyería. La compró por veinte siatos sin que el joyero supiera nada de su valor. Nos invita a su casa mañana a comer para verificar que no se ha equivocado de artículo.»

«Bueno, esa es una buena noticia,» comentó Shokinori con un carraspeo. Estaba claro que, por él, no se habría molestado en contratar a los Daganegras para buscar la gema. «¿Algo más?»

Yabir sonrió de oreja a oreja y declaró:

«Korther ha empezado a abrir los túneles.»

Pestañeé. ¿Los… túneles? Shokinori frunció el ceño.

«¿Le dejaste los planos?»

«Los copió,» explicó Yabir. «Eso significa que… dentro de un par de semanas como mucho podremos iniciar el viaje de vuelta, amigo mío. ¡Dentro de poco estamos en casa! Mi padre me va a colgar de las orejas por haber tardado tanto. Pero, en fin, vuelvo con el Orbe.»

Shokinori suspiró.

«Sí, eso porque Márevor Helith ha sido amable y no ha querido recuperarlo. De ser por ti, habríamos vuelto sin el Orbe y sin el Ópalo y tu padre nos habría cubierto de gloria,» se burló. «Con tanta peripecia, no me extrañaría que surgiese ahora un dragón y se tragase el Orbe.»

Yabir se carcajeó.

«¡Siempre tan pesimista, amigo mío! Vamos, vayamos a dejar nuestro equipaje en la posada. ¡Me muero por ver ese Paseo de las Estatuas! Dicen que Lysentam es la ciudad de la sabiduría, Shokinori. Vamos.»

El joven hobbit estaba de muy buen humor; como solía, a decir verdad. Animado, lo seguí adentro de la posada, arrastrando al Lobito detrás y pensando: mañana, ¡mañana! Mañana estaría al fin en la Roca, el tesoro más preciado de los guakos porque, ahí, no se pasaba realmente ni frío ni hambre. No todo era color de rosa, claro, pero… la Roca era mi hogar. Y, en ella, estaba mi futuro.

* * *

El sol llegaba a su cenit cuando franqueamos las Puertas de Moralión y cruzamos el puente del mismo nombre. El bullicio de la capital me había despertado y ahora me rebullía en mi asiento, deseando poder abrir la portezuela de la diligencia y salir de ahí de un bote. ¡Libertad! Quería gritar, quería correr… Pasarme tantos días encerrado en aquella diligencia me había resultado casi tan asfixiante como los cincuenta días pasados en el Clavel, y el paseo nocturno por Lysentam apenas me había calmado.

Nos apeamos y, tal vez notando que, si no hacía algo, me iba a perder entre la muchedumbre de tanto agitarme, Dalto posó una mano sobre mi hombro. Y yo me estremecí, porque más que al amigo de mi hermano ahora mismo lo veía más como a un mosca.

«Bueno, amigos,» dijo Yabir, girándose hacia nosotros con semblante radiante. «Ha sido un placer viajar con vosotros. Sin duda una variada compañía.»

«Y un generoso empleador,» aseguró Dalto, sonriente.

Yabir acogió el cumplido con una inclinación de cabeza.

«Un placer haberos conocido. No quisiera llegar tarde a nuestra invitación… Bueno. Buena suerte a ambos.»

Se inclinó esta vez más profundamente y yo, rascándole una última vez las orejas a Dakis, solté:

«Salú. No olvides el capítulo de los guakos en la crónica, ¿eh?»

«¡De ningún modo!» exclamó el hobbit. «Intentaré mandarte una copia cuando haya acabado. Si todo va bien, Yadibia y Éstergat se convertirán en dos ciudades hermanas en poco tiempo.»

Me guiñó un ojo y, así, los hobbits se fueron. Ellos tomaron un coche de caballos particular y desaparecieron Avenida Imperial arriba mientras que Dalto, el Lobito y yo tomamos el ómnibus. Nos apeamos en la Explanada y, viendo que el pelirrojo no se separaba de mí, pregunté:

«¿Adónde vamos?»

Dalto me echó una ojeada sorprendida.

«A la barbería, por supuesto. Le prometí a Kakzail que iría a entregarles una carta. Y a un hijo,» añadió con aire burlón. «No te escaquees ahora, ¿eh?»

Turbado, no respondí, pero lo seguí. Todo, a mi alrededor, respiraba familiaridad: los canillitas que voceaban, las verduleras, los cocheros, el perfume de las señoras que pasaban con sus anchos sombreros. Era Día-Sagrado y en las tabernas, los templos y las calles pululaba la gente ociosa. Al de un rato, carraspeé.

«Señor.» Me mordí el labio. «No puedo ir a la barbería ahora.»

Dalto lanzó un ruidoso suspiro de exasperación pero no se detuvo.

«¿Y eso por qué?»

«Porque…» Me encogí de hombros mientras andaba a su lado. «No tengo ni un clavo que darles.»

El rostro fruncido de Dalto se suavizó.

«¿Y?» me replicó. «Será ya un buen paso si no les traes a la policía a casa.»

Desvié la mirada, incómodo, y estaba tratando de encontrar alguna otra excusa cuando una repentina exclamación me hizo girar la cabeza. Sentado con su gorra ante él y con su pata de lisiado bien a la vista, el Raudo me miraba con los ojos muy abiertos. El elfo pelirrojo estaba a punto de levantarse cuando, avistando a Dalto, se dibujó en su rostro picado una mueca de prudencia. Sonreí anchamente y, haciéndole una señal para apaciguar sus inquietudes, me acerqué tan rápido como me lo permitieron las patas cortas del Lobito.

«¡Compadre!» exclamé.

«¡Tocayo!» replicó el cap, levantándose no sin olvidar fingir su minusvalía. Me miró de arriba abajo con evidente satisfacción. «Así que de vuelta ya. ¿Encontraste a tu viejo? ¿Y te desenredó la cabeza?»

Me encogí de hombros, alegrado de la vida.

«Un poco. ¿Van bien todos los compadres?»

«Bueno, más o menos.» Echamos juntos una mirada hacia Dalto pero este, con gran paciencia, había decidido esperarme en la esquina de la Calle del Poniente. Me hizo un gesto como diciendo: confío en ti para no afufarte, ¿eh? Y, para sorpresa mía, se alejó hacia la barbería. El Raudo retomó: «Fíjate, al final tuvieron que echar para atrás el decreto ese de demolición. ¿No te enteraste? Tú vienes como caído del nido, ¿eh? Bueno, pues, en cuanto los moscas metieron mano a los grandes caps, ¡la que armaron! Menos mal que nos mudé al Camastro antes de que estallara el mal humor. Ahora está calmao. Pero ¡las palizas que les dieron a los que venían con sus maquinitas a destrozar! Yo no lo vi, me lo contaron, pero desde entonces… mala cosa, tocayo, la gente nos mira como a unos apestaos y las cosechas han bajado en picao,» se lamentó, moviendo elocuentemente su gorra con los clavos.

«Fiambres,» me compadecí. «Pero al menos el Laberinto sigue en pie.»

«Sí…» El Raudo vaciló y me observó con atención mientras añadía: «Tus comparsas también se perdieron el follón: los aferraron unos moscas, no sé muy bien por qué. Pasaron unos días en el calabozo y ahora están en el depósito. Todavía no se han afufao, que yo sepa. Pero salir del depósito está chupao. El Bailador lo tiene más chungo. Lo trincaron poco después de que te fueras. Adivina. Lo iban a meter a perpetua, pero ese listo afufó y decidió meterse de pleno en la banda de Frashluc. No lo he vuelto a ver desde entonces, pero los de esa banda… ya sabes cómo tratan a los guakos. Bueno, supongo que mejor ahí que en el Clavel. En fin. Una buena noticia: al Cuñao lo enclavelizaron para ocho años. Los moscas lo tenían marcao y al isturbiao lo vendieron sus propios compadres. Por diablo. Hey, se te ha destornillao la quijada, guako,» se burló el Raudo.

Bajo la lluvia de noticias, contemplaba a mi tocayo, boquiabierto y atónito. Los comparsas, en el depósito; el Bailador entrampado con los de Frashluc; y el Cuñao angustiado por ocho años.

«La madre,» articulé.

El Raudo se carcajeó y, apoyándose sobre su muleta, lanzó:

«¿Quién era ese tipo que te acompañaba?»

Inspiré y, recuperándome, expliqué:

«Un compadre de mi hermano mayor. Se supone que tengo que ir a la barbería, pero si voy… lo mismo me mandan a ese centro juvenil.»

Ya había compartido con él la decisión de mis padres antes de mi partida y el Raudo me observó con extrañeza.

«¿Y vas a ir?»

Me encogí de hombros, nervioso.

«No sé. No quiero. Pero le prometí a Kakzail que iría a ver al barbero. Oye, tocayo. ¿Todavía os sobra plata de la que os di, verdad?»

El Raudo cambió su cara de compasión por un resoplido.

«Qué va, corrió.»

Sentí un escalofrío.

«¿Toda? ¿En una luna?»

«Corrió, te digo,» confirmó el Raudo. Y, como para cambiar de tema, realizó un ademán hacia el Lobito. «¿Y este? ¿Te lo llevas también para la barbería?» se mofó.

Bajé la mirada hacia el chicuelo rubio y, por un instante, pensé en dejárselo al Raudo, pero cambié de opinión.

«¿Ande andáis por el Camastro?» pregunté.

Sabía que el Camastro era la zona más alta de los Gatos, encajada entre la vieja muralla en ruinas que la separaba de Atuerzo y el río Tímido. Estaba lleno de rocas, barro y trastos y, por culpa de los derrumbamientos, no había ahí casi ninguna casa, pero sí chozas y bandas de guakos.

«Por el medio,» contestó el Raudo. «Pregunta por los Sabios. Es el nuevo nombre de nuestra banda. Y de la tuya, tocayo,» me recordó.

«Natural,» convine. «¿Puedes decirle al Sacerdote que se pase por la barbería en cuanto pueda? Dile que todavía tengo el sombrero.»

El Raudo echó una ojeada divertida a mi sombrero de copa y asintió.

«Se lo diré,» prometió.

Sonreí.

«Bueno. Pues allá voy.»

«¡Arrea!» me animó el Raudo.

Y, como él cojeaba como un lisiado profesional calle abajo, yo me encaminé hacia la barbería diciéndole al Lobito:

«Ya verás como todo sale bien. ¡Cuidao, que te caes, desmorjao! Con lo bien que sabías andar sobre la nieve. ¿Eh? ¿Quieres que te coja otra vez en brazos? Ni hablar, estamos casi. Límpiate esos morros. Así. ¿Ves los signos sobre los cristales? Dicen: Barbería Malaxalra. Vamos.»

Cuanto más me acercaba del local, más se acortaban mis pasos. Al cabo, me detuve junto a la puerta y eché un vistazo prudente por el cristal… La puerta se abrió. Dalto se detuvo en el umbral al verme. Casi parecía sorprendido. Entonces, sonrió.

«Vaya, pues aquí está,» dijo, más para el barbero que para mí. Salió y me palmeó la espalda. «Procura no meter la pata esta vez, chaval.»

Se alejó hacia la Avenida y yo me quedé ante la puerta. El barbero estaba adentro, de pie, limpiando cuchillas con movimientos rápidos. Permanecí inmóvil durante un momento que me pareció interminable. Entonces, el barbero me dijo:

«Entra y cierra la puerta.»

Su voz no era ni severa ni del todo amigable. Estiré al Lobito y entré como un gato prudente, mirando a mi alrededor, hacia las sillas vacías, las vasijas, los pequeños espejos… En ningún momento dejé de vigilar al barbero. Cerré la puerta y, tras un silencio, lancé:

«Kakzail dijo que tenía que venir aquí. Así que me avengo.»

Después de darle vueltas y más vueltas a discursos pomposos, iba y soltaba lo primero que se me ocurría. El barbero siguió limpiando cuchillas. Afuera, pasó una banda de niños gritando a pleno pulmón. Me rasqué la cabeza, cada vez más perplejo. Estaba diciéndome que, finalmente, el barbero se había vuelto tan mudo como el Lobito cuando, de pronto, dejó las cuchillas e inquirió:

«¿Y ese chicuelo?»

Sus ojos oscuros ahora nos escudriñaban a ambos. Le mostré una sonrisa insegura.

«Es el Lobito. No dice nada porque… es mudo.»

El barbero asintió, pensativo, y entonces dijo:

«De tanto rascarte te vas a quedar calvo, chaval. Siéntate en esa silla.» Lo miré, sobrecogido. «Siéntate,» insistió.

Obedecí. Él me cogió el saco de viaje, me quitó el sombrero de copa y me puso una gran toalla alrededor del cuello. Cada vez más asombrado y aprensivo, no me moví de mi asiento.

«¿Va a barbearme, señor?» pregunté.

«Voy a despiojarte,» replicó el barbero.

Y, bajo la mirada curiosa del Lobito, comenzó la tarea de cortarme el pelo con presteza. Luego me embadurnó la cabeza de vinagre y, mientras tanto, yo trataba de no perder de vista los ojos del barbero y este me decía: quieto. Al cabo, para alegría mía, hizo lo mismo con el Lobito y lo observé trabajar sobre la cabecita rubia en silencio. Sus manos tenían una habilidad certera. Parecían casi tan ágiles como las de los ladrones y los jugadores de naipes.

Cuando terminó, consultó la hora en el nuevo reloj del comedor, regresó, giró el cartelito sobre la puerta para informar a los clientes de que el local estaba abierto y dijo:

«Yalma y tus hermanos han ido a comer con el tío Markyr y no volverán hasta tarde, así que… estamos aquí tú y yo solos. Y tengo que atender a mis clientes.»

Asentí y entendí que eso significaba más o menos un «no puedo dedicarte más tiempo ahora». Apartándome del muro donde me había arrimado, dije:

«Lo capto. Quiere que me vaya, ¿cabal? Se agradece el despiojamiento. Los picones arrascan bestial…»

Callé cuando el barbero alzó una mano.

«No quiero te vayas,» me replicó. «Sólo quiero que te estés quieto. Te sientas en ese taburete de ahí y, por todos los Espíritus del mundo, no abres la boca. Estate mudo como ese chicuelo. Antes de poder hablar vas a tener que aprender a… hablar correctamente. ¿Me has oído?»

Asentí, muy extrañado.

«¿O sea que no me voy?»

El barbero puso los ojos en blanco.

«No. Te quedas ahí. Y no hablas. No quiero que mis clientes piensen mal de esta casa, así que compórtate.»

Fui a sentarme en el taburete con el Lobito en el regazo y mi aspecto pareció divertir al barbero, aunque pronto retomó un semblante severo cuando dijo:

«Si abres la boca cuando haya un cliente, te encierro en el trastero, y esta vez no dejaré que abras la puerta como un ladrón. ¿Estamos?»

Asentí formalmente.

«Sí, señor.»

Seguí las instrucciones al pie de la letra y, cuando llegó el primer cliente, observé en silencio al barbero mientras trabajaba. Cuando los clientes eran habladores, mi padre soltaba breves comentarios, reía quedamente y decía muchos «¿en serio?» y otros tantos «sin duda, señor Noséqué». Yo no abrí la boca en toda la tarde más que en un momento, cuando, al quedarse el local vacío, el barbero me preguntó a ver si tenía sed y yo le dije con voz ronca: sí, señor. No me atreví a decir que también tenía hambre. Me sentía a prueba y, en verdad, lo estaba. Por eso, pese a que lo que más deseaba en aquel instante era levantarme y salir a por mis compadres, sacar a los comparsas del depósito y, en fin, alegrarme la vida, me quedé quieto, mudo y aburrido como mi maestro nakrús sobre su cofre.

Y tan aburrido estaba que, cuando avisté el rostro de Rogan contra el cristal de la barbería, dejé escapar una exclamación de felicidad. Agarré el sombrero de copa con una mano, al Lobito con otra y, torpemente, bajo la mirada sobresaltada del barbero, que atendía a un mangaplatas en ese momento, abrí la puerta y me tiré casi literalmente sobre mi compadre.

«¡Me rescatas, Sacerdote!» le dije. «Estoy muerto, requetemuerto. Llevo una semana clavao a una silla. Fíjate qué bueno, te traigo el sombrero. ¡Más lustrao que un zapato de mangaplatas!»

El Sacerdote se carcajeó aceptando el intercambio: yo recogí mi gorra y él el sombrero.

«Veamos, veamos,» dijo mirándome de arriba abajo. «¿No pasas calor con tanto abrigo?»

Ciertamente, aún llevaba los dos abrigos puestos. En las montañas, no habían estado de más, pero aquí… Pillando la indirecta, me quité uno de los abrigos y se lo di al Sacerdote.

«Dispón,» le dije. «¿Qué le pasó al que tenías?»

«Me lo espiantaron unos isturbiaos,» confesó. Realizó un ademán vago como para decir: no importa. Y, entonces, me miró con viva curiosidad. «¿Y bueno? ¿Qué pasó?»

Tras echar una ojeada a la barbería, me mordí el labio y, a través del cristal de la puerta, le puse cara de disculpa al barbero. Sin esperar su reacción, le hice a Rogan una señal para alejarnos un poco y le conté todo lo contable sin mencionar nada de nigromantes ni muertovivientes. Pese a ser el compadre en quien más confiaba, jamás me había resuelto a decirle: hey, compadre, ¿sabes que soy nigromante? Porque que fuera guako, mago armónico, cobrizo, canijo e hiperactivo, eso cualquier guako lo podía asimilar. Pero que jugara con magia negra… Bueno, pese a que a mí me pareciera un sinsentido, bien había aprendido que esas cosas no se decían a cualquiera. El problema era que Rogan no era cualquiera. Me conocía bien. Por eso no me sorprendí cuando dijo:

«¿O sea que esos de la crónica se hicieron todo ese viaje para ver a un viejo eremita perdido en las montañas, eh? Tranquilo,» se apresuró a decir como yo fruncía el ceño. «No me lo cuentes si no quieres. Es sólo que… siempre he sabido que ese maestro del que nos hablabas era un tipo raro. Te enseñó magia. No lo niegues. Le curaste a Manras. Y… me curaste a mí. Lo recuerdo, Espabilao. Cuando estaba en el hospital, en verano… sé que me curaste.»

Marcó una pausa y, como yo no decía nada, resopló.

«Es algo genial, shur. Deberías usar lo que sabes hacer para sacarte plata. Curar a la gente. Sabes hacerlo mejor que cualquier matasanos.»

Le devolví una mirada burlona.

«Qué va,» protesté. «Sé algunas cosas, pero casi nada…»

«Ahora mismo hay una epidemia con la Fría,» me interrumpió el Sacerdote con ánimo. «Deberíamos ir de puerta en puerta. Yo hago de sacerdote y tú de matasanos. Le salvas al moribundo y, si no lo salvas, yo lo bendigo. Hasta tengo monaguillo y todo,» se alegró, palmeando la coronilla del Lobito. «Créeme, Draen. ¡Nos haríamos de oro!»

Me reí ante la idea pero meneé la cabeza.

«No puedo.»

Rogan frunció el ceño, se giró hacia la barbería y se puso serio.

«Ya veo. Te vas con tu familia, ¿verdad?» Me dirigió una leve sonrisa un tanto forzada. «Me parece una buena idea. Yo nunca tuve una… pero, si la tuviera, haría como tú.»

No sabía dónde meterme. Me agité y confesé:

«No sé qué hacer, Sacerdote. Mira… Si quieres afufo contigo ahora. El barbero total no me hace ni caso…»

«Escalufniao,» me cortó Rogan con burla. «Vete ahí y quédate al menos unos días. Si el barbero te echa, te avienes. Si te da tundas, te avienes. Pero no te eches sólo porque tu papaíto no te hace caso: está trabajando, ¿cómo quieres que te haga caso?» Me dio un leve empellón. «Arreando. Yo me quedo con el Lobito. Voy volando a decirles a Manras y Dil que estás de vuelta. Los alegrará.»

Inspiré y asentí. Entonces, fruncí el ceño.

«Pero el Raudo me dijo que estaban en el depósito.»

El Sacerdote sonrió ampliamente.

«En el depósito de niños vagabundos. Ahí un guako de escuela entra y sale como se le antoja. Si no han salido es porque les he pedido que no lo hagan.» Bajo mi expresión perpleja, añadió, más sombrío, bajando el tono: «Verás. El Bravo Negro está de vuelta en el Laberinto y anda buscando a su hijo.»

Puse cara de incomprensión.

«¿Su hijo? ¿Warok?»

«Manras, isturbiao,» cuchicheó Rogan. «Warok se escachufó. En fin. Que me enteré por Sham, el del Cajón, de lo del Bravo Negro. Y me dije: en cuanto oiga hablar del Raudo y de su banda de sokuatas, mandará a sus esbirros directo ahí. Así que le dije a Manras: cambia de nombre y haz una isturbiada pequeña para que te metan en el depósito. Los moscas lo aferraron, Dil fue a verlo al calabozo, dijo que quería quedarse con ‘Nat’ y los mandaron a los dos al depósito. Y vi cabal: al de un par de días, vino un chaval disfrazao de guako espiando todo el Camastro y merodeando por nuestro refugio. Al final, el Raudo se mosqueó y le hizo ahuecar el ala. Apuesto mi sombrero a que andaba buscando a un pequeño elfo oscuro.»

Asimilé el lío con dificultad. No me cabía en la cabeza que el Bravo Negro estuviera buscando a Manras. Era su hijo, vale, pero jamás lo había tratado como tal. Y lo había visto, en verdad, tan pocas veces que lo mismo ni siquiera sabía reconocerlo. De modo que, aunque fuera al hospicio a buscarlo, no daría con él si Manras seguía dando un nombre falso.

Meneé la cabeza, absorto.

«Y el Raudo… ¿Por qué no me ha dicho nada de eso el Raudo?»

El rostro de Rogan se hizo molesto.

«Es que… no le dije nada.»

Le eché una mirada extrañada.

«Pero… el Raudo no bufa,» protesté.

«Ya, ya, lo sé,» aseguró Rogan. «Es sólo que… ya sabes cómo soy. A mí las bandas… Y el Raudo…» Se encogió de hombros. «Bah. Se lo diré, tranquilo. Tú arrea para la barbería. Que por cierto, veo que ya estás despiojao y todo. Apestas a vinagre.»

Sonreí y asentí.

«El Lobito igual. Esto es más eficaz que los despiojamientos que nos hace Ragok. ¡Si vieses al barbero cómo maneja las mordientes y las cuchillas…! Parece un malabarista, en serio. Bueno. Me voy. Pero me das nuevas, ¿eh? Diles salú a Manras y Dil de mi parte. Oye, y ¿puedes pasarte por casa de mi primo? Sólo… para decirle que estoy de vuelta y que estoy bien. Porfa.»

Rogan puso los ojos en blanco y se llevó la mano al ala de su sombrero.

«La Golondrina a su servicio, señor barbero.»

Sonreímos, me despedí del Lobito y trotando para atrás lancé un:

«¡Salú, compadre!»

Entré en la barbería en el momento en que el cliente se disponía a salir. Casi me empotré con él, pero realicé en el último instante un bote a mi derecha.

«¡Mala mía, señor!» me disculpé, muy educado.

El mangaplatas me echó una ojeada fruncida antes de marcharse con rapidez. En cuanto la puerta se cerró, el barbero dejó escapar un largo suspiro.

«Si aplicase a rajatabla mi aviso, te encerraría en el trastero, ¿sabes?» Marcó una pausa, lo observé con expectación y él dijo: «Pero supongo que ahí encerrado no aprenderás a ser mejor persona.»

Enarqué las cejas, esperanzado y sorprendido. Eso… ¿significaba que no me iba a encerrar? El reloj dio las seis de la tarde. Eché un vistazo hacia fuera. El cielo, nublado, empezaba a oscurecerse. En silencio, el barbero cerró la tienda, corrió las cortinas y me ordenó:

«Coge tu saco y sígueme.»

Me llevó al comedor, donde se instaló a un extremo de la mesa y tamborileó sobre esta antes de sacudir la cabeza con decisión.

«Bueno. Siéntate y hablemos claro, jovencito. Si de verdad quieres vivir en esta casa, vas a tener que acatar las normas. Si quieres que te reconozca como a mi hijo, vas a tener que hacer muchos esfuerzos.»

Dejó planear sus palabras en el aire un instante y retomó:

«Esta es una casa digna, muchacho. No somos ricos, somos extranjeros, pero tenemos dignidad y una reputación de gente honrada. Mi negocio depende de esta. En consecuencia, no puedo dejar que uno de mis hijos se extravíe de esa manera, codeándose con la peor calaña de la ciudad. No a menos que este decida definitivamente cambiar de apellido. Pero espero que eso no sea necesario. Ya he perdido a otros hijos. No deseo perder a otro. Así que…» Juntó ambas manos sobre la mesa y, con los ojos fijos en los míos, concluyó: «Lo que te pido… Lo que tu madre y yo te pedimos, Ashig, es que confíes en nosotros. Apenas nos conoces, tal vez ni siquiera te acuerdes de mí, pero estoy seguro de que, si haces un esfuerzo y confías en nosotros, aunque ahora nuestra decisión te parezca desagradable, más tarde nos lo agradecerás.»

Su discurso me dejó con un temor sordo en el estómago. Lo que peor me sonó fue el «nuestra decisión». Poco a poco, sentía como si una araña enorme comenzara a encadenarme con sus hilos. Y me decía: afufa. ¡Afufa, que te van a meter en un antro!

Sin embargo, aguanté las ganas de levantarme y pregunté:

«¿Qué decisión?»

El barbero me observaba con esa cara que parecía preguntarse: ¿servirá realmente de algo lo que le diga a este chaval, a este guako corrompido por el vicio? Se aclaró la garganta.

«Te la haré saber en su momento oportuno,» dijo. «Por ahora, sólo te pido que me obedezcas. Un hijo aprende a obedecer a sus padres. En eso estamos de acuerdo, ¿verdad?» Asentí sin perderlo de vista. «Bueno. Y supongo que si has venido aquí es porque estás dispuesto a obedecerme.»

Asentí con energía.

«Sí, señor.»

Mi respuesta pareció alegrarlo.

«Bien. Entonces, escucha. Si oigo bajo mi techo una sola palabra salida de la jerga barriobajera: te castigaré. Si nos faltas al respeto a tu madre, a mí o a tus hermanos mayores: te castigaré. Si te marchas, no te molestes en volver. ¿Estamos?»

Volví a asentir sin estar muy seguro de haber entendido todas esas reglas. Tras un silencio evaluador, el barbero terminó:

«Y ahora vacía los bolsillos y ese saco. No quiero tener malas sorpresas.»

Hice lo que me pedía sin rechistar. Hasta me cacheó y todo, aunque lo hizo con cara molesta, como si, a pesar de pensar que era necesario, la escena le pareciera ridícula. No encontró mi navaja: se me había olvidado quitarla del abrigo que le había dado a Rogan. Sí que encontró otro cuchillo, metido en el saco, y las provisiones que quedaban de lentejas y arroz, así como… Lo oí resoplar cuando sacó las dos monedas de oro blanco.

«¿Son… coronas?»

Las miré, tan asombrado como él. No recordaba haber metido ninguna corona en mi saco. ¿Habrían sido los hobbits? ¿Dalto? ¿O bien algún compadre antes de que saliera de Éstergat? A menos que mi memoria fuera tan mala como la de mi maestro y las hubiera metido yo. En cualquier caso, aproveché la oportunidad y lancé animadamente:

«Son para usted y para la familia.»

El barbero me echó una mirada que, más que alegría, reflejaba turbación. Fue a sentarse a la mesa observando las dos monedas casi con inquietud y acababa de abrir la boca cuando se oyó un ruido de llave en la cerradura y una algarabía de voces inundó la barbería. Pronto fue remplazada por un caótico:

«¡Hola, papá!»

El comedor, oscuro y silencioso, se convirtió de golpe en un hogar luminoso y animado. Mili, la niña de seis años, brincaba enseñando no sé qué regalo que le había hecho el tío Markyr, Nat intentaba quitárselo… El primero en reparar en mi presencia fue Samfen: dirigió hacia mí una expresión de incredulidad.

«¿Ashig?»

Apenas mi hermano hubo pronunciado el nombre mágico, todos los ojos se giraron hacia mí. El comedor se calmó. Mili preguntó:

«¿Mamá? ¿Quién es?»

«Es el hermano guako,» contestó Sarova, el de diez años.

Lo cuchicheó, pero todos lo oyeron, incluido yo. Samfen chasqueó la lengua, disgustado, y le masculló algo al oído, a lo cual Sarova le puso cara como diciendo: qué pasa, isturbiao, las cosas como son. Yalma, la señora, había posado sobre mí unos ojos alarmados.

«Espíritus. ¿Qué ha hecho ahora?» se inquietó.

Sentado a la mesa, el barbero se aclaró la garganta y lo vi disimular las dos coronas en un bolsillo mientras contestaba con calma:

«Nada, que yo sepa. Ashig va a quedarse a prueba durante unos días. Eso es todo.»

Sarova agrandó mucho los ojos.

«¿Y va a dormir con nosotros?»

No parecía alegrarse. La señora intervino con voz decidida:

«Dormirá en la cama de Skrindwar, junto con Samfen. Pon a calentar la cena, ¿quieres, Sam? Bienvenido, Ashig,» añadió.

Su tono parecía sincero, e incluso sonreía un poco, pero sus ojos traicionaban un recelo tal vez bien merecido. No dejé de contestar con tono caballeresco:

«Salú, señora.»

«Se dice: hola o buenas noches, no ‘salú’,» me corrigió el barbero suspirando. Se frotó los ojos con aire cansado e inquirió: «¿Qué tal va Markyr?»

Mientras Xella se ocupaba de quitarles los abrigos a los niños más pequeños, la señora contestó, pero lo hizo en la lengua del valle, y con tal naturalidad que no solamente entendí que acostumbraba hablar en ese idioma más que en drionsano sino que todos ahí salvo yo lo comprendían. Sonaba curioso. Así como el drionsano era una lengua con sonidos sencillos, apta para ser ruidosa, la lengua del valle susurraba como un río suave lleno de «chkrdejredekere». Algo así. Dejé de escuchar cuando Samfen se me acercó con presteza.

«¿Por qué no viniste aquel día?» me murmuró.

Lo seguí hasta la cocina y lo vi encender el fuego debajo de la marmita. Apenas levantó la tapa, un olor delicioso a comida me asaltó. Se me hizo la boca agua.

«Tuve que afufar,» expliqué en voz baja. Alargué el cuello hacia la marmita, curioso. «¿Eso es sopa? Tiene pinta bestial,» sonreí. No lo decía tanto por el aspecto, sino por el olor y, sobre todo, porque tenía un hambre canina. Tras asegurarme de que el barbero, la señora y los hermanitos estaban ocupados, lancé: «Oye. ¿Al final gané la apuesta?»

Samfen levantó los ojos al cielo mientras removía la sopa con un cazo.

«Bueno… Aquel día me dejaron tranquilo,» aseguró.

Por su tono, entendí que, pese a todo, sus compañeros de clase de los Olmos seguían mareándolo. Aquello me fastidió más de lo que esperaba. Escupí:

«Qué isturbiaos. Hey, hermano. ¿Al menos intentaste barajarte?»

«¿Bara-qué?» repitió Samfen sin entender.

«Liarte a palos con ese Marg. Brearlo.» Y como lo veía a punto de decirme que esas no eran maneras de arreglar un problema como ése, suspiré y le murmuré con tono de confidente: «Mira, voy a contarte una cosa. Una vez, hace tiempo, unos niñatos casi tan mangaplatas como los de los Olmos me acorralaron como a un conejo. Me podría haber quedado sin hacer nada, pero entonces al día siguiente ellos habrían salido de la escuela, me habrían tirado los periódicos al suelo otra vez y vuelta a las andadas. Así que, fiambres, hice de tripas corazón, le di un puñetazo al que parecía el cap, me escurrí mordiendo y salí disparao. Y,» me carcajeé, «al día siguiente, los recibí a pedradas con unos amigos cuando salieron de la escuela. Imagínate. No me volvieron a mirar a la cara, esos hijos de…»

Callé al fijarme en que no solamente había alzado la voz sino que el barbero, la señora, Xella y los pequeños me miraban. El primero se levantó y, mientras se acercaba, me espetó con voz severa:

«Dije: nada de jerigonzas groseras. Elige, chaval: o mantienes la boca cerrada hasta mañana o te encierro en el trastero. Hablo en serio. Como abras la boca para otra cosa que para comer, al trastero. Alégrate de que no saque el cinturón.»

Su voz sonaba autoritaria. Me mordí elocuentemente los labios para enseñarle mi decisión. Samfen reprimió mal una sonrisa y el barbero lo fulminó con la mirada.

«Tú ocúpate de la sopa, Samfen. Se está quemando. Dale ejemplo a tu hermano y encárgate de que no te llene el oído de palabrotas. No querrás que los más jóvenes se contagien.»

Samfen asintió con gravedad. Ahí, pues, se acabó mi parloteo. Entre el viaje más bien silencioso en diligencia, la tarde callada en la barbería y la noche muda que me esperaba, iba a acabar por volverme loco. Pese a todo, me hice el Lobito durante toda la cena, mudo, formal, casi invisible. La sopa caliente, aunque aguada, me sentó de maravilla y, mientras la sorbía, observé con curiosidad a mis hermanos. Sólo había seis. No estaba el cristalero: según entendí, ahora dormía en el propio taller y apenas tenía tiempo para ir a la barbería. Instalada a mi izquierda, estaba Xella, la florista, vestida ya como una damisela. Olía a flores. Sentados ante mí, Mili y Sarova me miraban descaradamente. La niña me hacía visajes cómicos con ánimo de que le correspondiera —lo que hice, para gran felicidad suya, cada vez que el barbero y la señora no miraban—; en cambio, Sarova me observaba como a un rival y como a un intruso. A saber lo que le estaría pasando por la cabeza. Fuese como fuese, no pronuncié una palabra y, cuando todos se retiraron a sus cuartos, fui el único en no decir «buenas noches». A mí me instalaron, como prometido, en la cama del cristalero, donde ahora dormía también Samfen. El colchón no era tan cómodo como el de la posada de Lysentam y estuve a punto de decírselo a mi hermano, más que nada para fanfarronear un poco de mis aventuras por el mundo, pero recordé a tiempo lo del castigo y sellé los labios. Sarova dormía en la misma habitación junto con el pequeño Nat: fijo que se habría chivado.

En el silencio relativo de la noche, agucé el oído y escuché las respiraciones. Se percibían murmullos de voces en el cuarto del barbero y la señora. Qué extraño, pensé de pronto. Qué extraño era dormir bajo el techo de su propia familia, rodeado de hermanos a los que casi no conocía, pero de hermanos a fin de cuentas. Fiambres, sí, qué extraño, qué extraño, me repetía. Y, para quedarme a vivir ahí, ¡sólo necesitaba aprender a hablar como ellos, sólo tenía que respetar y obedecerle al barbero!

Lentamente, largo rato después de que mis hermanos conciliaran el sueño, me deslicé fuera de las mantas, me acerqué a la ventana y me senté en el bordecillo, contra el cristal. Los cuartos estaban en el segundo piso y, desde el poyo, se podía entrever un trozo de la Avenida aún animada. También se veía el cielo pero, fuera porque estaba nublado o por culpa de la luz, no se veían las estrellas. Me llevé la mano mórtica al amuleto de Azlaria. Lo examiné. El trazado estaba tan bien oculto que, de no haber sabido que era una mágara, no lo habría podido adivinar. Suspiré en silencio. Dos semanas llevaba ya esperando a que mi maestro me mandara esa «pequeña descarga mórtica» para informarme de que su propio amuleto había sido arreglado. Y nada, todavía no había sentido nada.

Ya vendrá, me dije con confianza mientras acariciaba el amuleto. Ya vendrá.