Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

6 Los Olmos

«¡Sobre la hierba, escalufniao, que te la pegas!» le gritó el Bailador a Manras.

El pequeño elfo oscuro tomó carrerilla, saltó, empujó contra el muro con las botas, dio una voltereta y aterrizó con las piernas plegadas… Perdió el equilibrio y se espatarró en el barro.

Me carcajeé ruidosamente pero lo encomié:

«¡Ele! ¡Lo vas pillando, shur!»

Y, a mi vez, corrí, pero sin preocuparme por pasar por la hierba. Realicé un bote de gato, me agarré a la viga abandonada, me icé y me senté sobre el muro en ruinas que daba a las rocas escarpadas del río Tímido.

Desde ahí, se veía toda la bajada de los Gatos, las chozas del Barrio Negro y el maravilloso caos de las casas del Laberinto. Pese a estar aún a segundo Día-Mozo de la Luna de Tinieblas, hacía un día estupendo, el cielo estaba azul, soplaba una brisilla cálida del sur y casi se hubiera dicho que estábamos en primavera.

El Bailador saltó a su vez y, aunque no le salió tan elegante como a mí, llegó a la cima del muro y se sentó, contemplando a nuestros compadres con una sonrisilla.

«¡Anda, quítate el sombrero y bota, Sacerdote!» lo animó a este.

Observé, divertido, cómo desde abajo Rogan realizaba un gesto de rechazo y replicaba:

«¡Ahí os quedáis, compadres, yo me voy a servir al patrón!»

«¿Al patrón?» repitió el Bailador, para mí, confuso.

«Que se va a rezar a la avenida,» expliqué. «Dice que, si no lo hace todos los días, luego pierde práctica. Es un sacerdote con vocación.»

Resoplamos, riendo, mientras Rogan se alejaba trotando. Seguimos animando a nuestros compadres. Dil, como era muy responsable, se quedaba sentado sobre las rocas junto con Possu, la Ratoncilla y el Lobito. Los demás trataban de llegar hasta nosotros, y Manras, como fiel seguidor mío, ponía empeño el que más. Y su empeño cundió: al fin, alcanzó la viga y lo ayudé a sentarse a horcajadas sobre el muro. Estábamos ya unos cuantos subidos al muro cuando escuché el doblar de una campana.

«¡Caray!» exclamé. «Las tres y media. Tengo que ir volando.»

«¿Adónde?» preguntó el pequeño elfo oscuro.

«A la escuela, a ver a una chica,» dije y sonreí ante las variadas expresiones de mis compadres. «Wow, tranquilos, que no la conozco casi. Le voy a dictar una carta para mi hermano, el mosca. Es que tengo que decirle algo, pero mejor por escrito.»

En eso me entendieron. Tener a un hermano mosca no era asunto fácil. Me preparé y salté. Aterricé rodando sobre la hierba, me levanté de un bote y… cuando vi a Manras imitarme y caer de cabeza, me quedé helado. Me precipité.

«¡Manras, Manras!» gritábamos todos.

No se movió enseguida y, por un momento, temimos lo peor. Entonces, el pequeño elfo se enderezó, masajeándose la cabeza. En cuanto vi que estaba bien vivo, le di un manotazo.

«¡Requeteisturbiao!» le gruñí. «¡Eso lo hago yo, no tú!»

Manras había conseguido no ponerse a llorar por el dolor, pero ante mi sermón sus ojos se llenaron de lágrimas. Se estremeció como yo alzaba la mano otra vez, pero ahí no le pegué: posé una mano donde tenía la suya, sobre su cabeza, y me concentré. Se había roto algo. Mil veces isturbiao. Lo senté ahí mismo, le dije «quieto» con sequedad y le inyecté morjás para acelerar la curación, no sólo de los huesos, sino también del resto. Cuando terminé, lancé:

«Te va a salir un chichón que te vas a acordar de esto un buen rato, shur. A ver si piensas un poco antes de actuar.»

¡Cuántas veces me había soltado lo mismo mi maestro nakrús en el valle! Aunque eso, por supuesto, no se lo dije a Manras. Me froté los ojos. Ese tipo de sortilegios dejaban agotado.

«¿Has hecho magia?» preguntó de pronto una voz.

Alcé la vista y me fijé en que mis compadres habían hecho un círculo y me observaban con curiosidad. No sé muy bien quién había hecho la pregunta.

«¿Eres un mago de verdad?» preguntó el pequeño Possu.

Me encogí de hombros, algo molesto, y me levanté.

«Un poco. Me sé unos trucos, pero no revivo muertos,» aseguré, rascándome el cuello. Y añadí: «Dil, ¿puedes llevártelo al refugio? Bueno. Pues que no se mueva y que tome un poco de radrasia,» dije con tono de curandero experto. «En fin, que tengo que irme, compadres. Salú. Salú, isturbiao,» le saludé a Manras, dándole un leve empellón. El pequeño elfo me respondió con una mueca contrita.

Recogí mi gorra, perdida entre las demás, me la puse y me alejé. No había llegado ni arriba de la cuesta cuando oí que alguien soltaba: ¡Lobito! Me detuve y vi al Bailador corriendo hacia mí. Se lo veía bastante más animado que el día anterior. Desde que había pagado los diez dorados a los ladrones, se había quedado tranquilo, lo habíamos atiborrado a radrasia el resto del día, luego le habíamos dado bastoncillos de rodaria y, al igual que los demás sokuatas de la banda, el Bailador había prometido que acabaría de una vez por todas con la karuja. Sólo que ninguno de nosotros se lo creía realmente.

Muy por delante del Bailador, venía el Lobito. Contemplé al chicuelo, sorprendido, mientras este corría con sus patitas cortas hacia mí.

«¡Ande que vas, Lobito!» me carcajeé.

El Lobito cayó, se levantó embarrado y llegó al fin hasta mí en el momento en que el Bailador nos alcanzaba.

«¿Quieres que me lo lleve?» propuso. «Como vas a ver a esa chica…»

Sonreí y estuve a punto de aceptar, pero entonces tuve otra idea.

«¡Avente tú también! Lo de la carta no va a durar mucho. Y así te la presento. Y luego te invito a las Termas Doradas. Está en Rískel. ¿Ya has ido? No, pues yo tampoco. Mi primo dijo que había ido una vez y que estaba rabiosamente genial. Además, Taka me dijo que tenía que limpiarme regularmente. ¿Qué dices, compadre, qué dices? Te invito yo,» brinqué.

El Bailador vaciló y, entonces, sonrió anchamente.

«Corriente.»

«¡Pues arreemos!» exclamé con alegría.

Nos pusimos a andar, seguidos por el Lobito. Mi pie herido ya estaba casi completamente curado y no me hacía ya daño. El Bailador preguntó:

«¿Es bonita? La chica, digo.»

Me carcajeé.

«¡Pues natural!»

El Bailador me dedicó una mueca burlona.

«¿Y se lo has dicho?»

Agrandé los ojos, confundido.

«Pff… Pues no. Esas cosas no se dicen.»

De repente, el Bailador se echó a reír a carcajada limpia y lo miré, perplejo, rascándome la mejilla. Riéndose aún, él me dio un empellón y exclamó:

«¡Que no se dicen! Pues claro que se dicen, isturbiao. ¿Cómo te crees que esa chica va a saber que tú piensas que es bonita si no se lo dices? Tú que nos martilleas con canciones día sí día también, ¿y no sabes eso?»

Me quedé pensativo, le di la mano al Lobito y, tras un silencio, pregunté:

«¿Tú tienes dama?»

El Bailador resopló, divertido.

«No. Pero esas cosas las sé. Los tipos esos con los que trabajo… o trabajaba,» rectificó con una mueca, «no paraban de hablar de mujeres. Así que yo de eso sé un montón.»

Y como yo lo miraba con curiosidad, se me puso a explicar cosas, que si las citas, que si las sonrisas, los «piropos» y las flores. Cuando llegamos a la escalinata que subía hacia el Parque de las Piedras y Atuerzo, estaba explicándome eso de las poses masculinas que hacían suspirar a las damas. A mí, más que hacerme suspirar, me arrancaban grandes carcajadas incrédulas.

Al entrar en Atuerzo, pasamos bajo las miradas atentas de dos moscas. Arreamos hacia el templo que había justo al lado de la Escuela de los Olmos, no muy lejos, de hecho, de la casa de Frashluc —tan sólo pensarlo me ponía nervioso. El templo tenía un reloj casi tan grande como el del Templo Mayor. Señalaba las cuatro y cuarto. Faltaba poco para que saliera Zenira, así que decidimos aguardar al final de la calle donde estaba el portal principal de la escuela. Ambos mordisqueábamos con deleite nuestro bastoncillo negro, arrimados a la reja del templo cuando las campanas dieron la media hora. Entonces, alcé la cabeza, guardé mi bastoncillo y alargué el cuello hacia el portal, expectante.

No tardaron en aparecer los primeros alumnos. Salían corriendo, gritando, al fin libres. Zenira llegó más pronto de lo que esperaba y me avistó más rápido de lo que hubiera creído posible. Me señaló y le estiró el brazo a un compañero antes de avanzarse hacia mí, cartera a cuestas, con un bonito vestido azul. Sonreí. No había olvidado nuestra cita.

«¿Es esa?» preguntó el Bailador.

Asentí. E iba a avanzarme cuando, de pronto, reconocí al compañero de Zenira y dejé escapar un resoplido moribundo. Con que ese era el «mejor amigo» que le había superado en geografía…

«Oh, no, la madre…» me quejé. Y volteé para darles la espalda a los dos mangaplatas. «La madre, la madre, ¡la madre, Bailador!»

«¿Qué pasa?» se alarmó este.

«¡Que qué pasa! Pasa que el que va con ella es el nieto de Frashluc,» dejé escapar entre dientes.

El Bailador hizo una mueca de asombro. Sus ojos destellaron.

«¿Tienes mal rollo con él?»

Me encogí de hombros, lo pensé y me dije: bueno, en realidad no. Frashluc me había pedido que no le hablara a su nieto so pena de muerte, pero eso había sido antes de lo de la Solancia…

«¿Hola?» soltó una voz detrás de mí, como sorprendida. «¿Has venido por lo de la carta, verdad?»

Inspiré hondo y me giré. Zenira tenía cara así como diciéndose: qué raro es este tipo. Lowen me miraba con una ancha sonrisa. Exclamó:

«¡Draen! Creía que no nos volveríamos a ver en la vida. Te vi en el Capitolio hace un tiempo. No pude ir a decirte hola, porque estaba mi madre, pero… Bueno, me alegro de volver a verte.»

El pequeño mangaplatas no paraba de enseñarme los dientes. Suspiré para calmarme.

«Salú, Lowen. Salú, Zenira. Er… Si no te importa, despachamos ya.»

Zenira enarcó una ceja y asintió. Señaló la escalinata del templo.

«Vayamos a sentarnos ahí. Estaremos más cómodos.»

«Corriente,» acepté.

Y, por alguna razón, me subí el pañuelo y me cubrí el rostro. Antes de que me alejara, el Bailador me retuvo y me murmuró al oído:

«Díselo, a ver qué cara pone.»

Parpadeé. ¿Decirle… decirle qué? Oh, entendí entonces. Sintiendo que el rostro me ardía, no contesté y seguí a Zenira y a Lowen hasta la escalinata. La semi-elfa sacaba ya una hoja.

«¿Quién es tu amigo?» preguntó.

El Bailador se adelantó, presentándose con ánimo:

«¡Soy Nat!»

Su presentación sonó tan lanzada que pareció que iba a añadir algo, pero calló y no dijo más. Zenira le sonrió y sus ojos castaños fueron a pararse sobre el Lobito, agarrado a mis pantalones.

«¿Y este?»

«El Lobito,» lo presenté, revolviéndole el cabello rubio a este. «El cachorrito de la banda.»

«Es una monada,» sonrió Zenira. Sacó el tintero, la pluma y me echó una mirada interrogante. «¿Qué escribo?»

Me mordisqueé el labio. Ya lo tenía más o menos pensado pero… es que con Lowen y el Bailador al lado me estaba poniendo nervioso. Aun así, tampoco me atrevía a decirles que se largaran.

«Bueno,» dije al fin. «Pon: Salú, hermano. Gracias por el remedio. Ahora voy viento en popa y… pon que lo siento.»

Zenira reprimía a medias una sonrisa mientras escribía. Frunció el ceño y alzó la vista.

«¿Que lo sientes?»

«Sí. Pon que lo siento mucho. Eso, añade el ‘mucho’. Es importante.»

Zenira asintió, escribió y puso la pluma en suspenso.

«¿Y ya está?»

«Sí,» confirmé, nervioso. No, no estaba, hubiera querido decir más, pero es que quería acabar ya.

Zenira parecía decepcionada.

«Bueno, ¿y cómo firmo?»

«Oh.» Fruncí el ceño y al cabo dije: «Ashig. Firma: Ashig.» Y, con desenfado, agregué: «Puedes añadir: escrito por una bella shuriña.»

Zenira agrandó los ojos y yo la miré como diciendo «¿qué pasa? ¿he dicho algo raro?». Pero en el fondo no sabía dónde meterme. El Bailador, ese isturbiao, se rió por lo bajo… Un alboroto de voces vino entonces a salvarme.

Nos giramos los cuatro, curiosos, y pude ver salir del portal de la escuela a una manada de alumnos que iba arrastrando a un compañero, empujándolo, zarandeándolo. Antes de que lo metieran en un callejón junto al templo, tuve tiempo de ver un rostro muy familiar. El de Samfen. Mi hermano de trece años que estudiaba en esa misma escuela. Y lo peor… es que Samfen era precisamente el niño que andaban mareando los demás.

«¡Brasas y rayos!» murmuré.

Me precipité, sin poder dar crédito a mis ojos. Fui a comprobar y me metí entre los estudiantes ruidosos. Llovían los insultos: ¡canijo, cobrizo, cantimplas, fracasao, pelagatos! Algunos soltaban la ristra a modo de estribillo, como acostumbrados a soltarla. Samfen —sí que era él— padecía la lluvia con un rostro impenetrable. No hacía absolutamente nada. La escena me rompió el corazón, me dejó indignado, asqueado y… muy, muy enojado.

El ataque verbal no duró mucho, pero lo suficiente para darme tiempo a tirarme encima del que parecía más animado y más miserable: era un elfo oscuro vestido de mangaplatas a tope. Mi intervención arrancó enseguida exclamaciones de estupefacción.

Le propiné un puñetazo al elfo oscuro, lo dejé sangrando, aterricé junto a mi hermano, saqué la navaja y gruñí:

«¡Como os atreváis a insultar a mi hermano, os atranco la boca a navajazos, puercos desmorjaos!»

Los estudiantes habían salido corriendo y gritaban, aterrados:

«¡Tiene una navaja! ¡Tiene una navaja!»

El elfo oscuro que sangraba no tardó en seguirlos cuando vio que yo lo miraba: se levantó y afufó temblando y tropezando. En unos segundos, el callejón se vació de estudiantes. Dejé escapar un resoplido despectivo.

«Gallinas.»

Me giré hacia mi hermano. Este me miraba, boquiabierto. Carraspeé y, bajándome el pañuelo de la cara, le dediqué una media sonrisa.

«Salú. Haberme dicho que te molestaban. Con los Gatos, es diferente pero, con estos, es sacar la herramienta ¡y todos salen corriendo!» me carcajeé.

«¡Espabilao!» exclamó el Bailador. Mi compadre entró en el callejón a la carrera con el Lobito en brazos. «Que va a venir la moscardía. ¡Afufa pero ya!»

Asentí colocándome de nuevo el pañuelo.

«Afufo. Hey. Hazme un favor, hermano. Dale este dorado a la semi-elfa que ves ahí, llévate la carta que me ha escrito y dásela a Kakzail. Me debes esta. ¡Salú!»

Y salí de ahí corriendo sin haber oído una sola palabra salir de la boca de Samfen. A lo mejor estaba un poco alterado. Yo sí que lo estaba, pero por otras razones. En realidad, pensé, habría sido más sencillo pedirle el favor de la carta a Samfen y no a Zenira, natural, pero había una razón para todo, y es que Samfen… Bueno, Samfen no era Zenira. No era una bella shuriña.

Estábamos ya llegando a una calle de Tármil algo transitada cuando me eché a reír y me quité el pañuelo de la cara.

«¡Bella shuriña!» pronuncié con orgullo. «Eh, compadre, ¿a que me salió bastante bien?»

El Bailador puso los ojos en blanco y posó al Lobito en el suelo, resoplando.

«No ha estado mal,» reconoció. Echó un vistazo a su alrededor y añadió: «Pero lo otro en cambio… ha sido arriesgado. Los Gatos es los Gatos y Atuerzo es Atuerzo. Fijo que los moscas siguen buscándonos. Deberíamos separarnos.»

Suspiré.

«Ya, pero, ¿y las termas?»

El Bailador meneó la cabeza, incrédulo.

«Aterriza, shur. Pensándolo bien, ¿no dices que ese dinero es del Lobito? No lo malgastes con costumbres de mangaplatas. Nos vemos,» saludó.

Me quedé al pie de un farol, perplejo, mientras Nat desaparecía entre la muchedumbre. Caray, ¿me acababa de llamar mangaplatas indirectamente o lo había soñado? Mmpf. Busqué al Lobito con la mirada, lo vi abrazado al farol, dándole vueltas y chupándolo como si hubiera sido algún hueso enorme y lo estiré del pescuezo.

«Arreando.»

Me orienté, crucé la calle, la bajé, y avisté de pronto a Samfen que alargaba el cuello y miraba a su alrededor como buscando algo. Enarqué una ceja y, tras cerciorarme de que no había moscas a la vista, me acerqué, arrastrando al Lobito.

«¿Me buscas a mí, hermano?» le lancé.

Samfen se giró de un bloque y dejó escapar todo el aire de sus pulmones.

«¡Ashig! ¿Cómo has podido hacer algo así?»

Pestañeé.

«Er… ¿de qué hablas?»

Samfen levantó los ojos al cielo y, en vez de contestar, preguntó:

«¿Podemos hablar? Digo… sin que te vayas por ahí corriendo al de unos segundos.»

Resoplé por lo que dijo pero me emocionó la idea de hablar con Samfen. Ese tipo me había caído bien desde el principio. Así que acepté:

«Corriente. Hablemos. ¿De qué quieres hablar? Espera, te invito a un trago y nos sentamos como dos caballeros. ¿Va?»

Samfen me echó una mirada curiosa pero asintió.

«De acuerdo. Pero no en los Gatos.»

Me carcajeé.

«No, hombre. Donde tú quieras.»

Samfen entonces vaciló y señaló una dirección.

«Por ahí.»

Cuando nos pusimos en marcha, me di cuenta de que Samfen no sabía muy bien adónde ir. Finalmente, eligió una taberna al tuntún confesándome:

«Nunca he entrado aquí.»

«Pues razón de más para entrar, digo yo,» sonreí.

Y entramos. El interior estaba más bien tranquilo, y es que aún no eran horas de juerga. Nos acercamos al mostrador y yo bramé:

«¡Dos vasos de radrasia celeste, señor tabernero!»

Equivoqué el tiro: era una señora. Me miró con cara de halcón y replicó:

«¡Fuera de aquí, bergantes!»

Samfen intentó arreglar la cosa, pero fue imposible. Segundos después, estábamos fuera. Le dediqué una mueca de incomprensión a mi hermano.

«¡Si hasta tenía bigote y todo, cómo me iba a imaginar!»

Samfen no pudo evitar carcajearse. Finalmente, nos metimos en otra taberna cerca de la Avenida de Tármil y mi hermano me dijo:

«Esta vez, pido yo.»

Puse cara de: sí, sí, yo te dejo. Le di dos monedas de diezclavos, me hice el mudo como el Lobito y fui a sentarme con este a una mesa. Mi hermano llegó al de un rato con dos vasos. Inspeccioné el mío con curiosidad. Tenía color naranja.

«¿Qué es?» pregunté mientras mi hermano me devolvía los ocho clavos que le habían sobrado.

«Er… Zumo de naranja,» contestó Samfen. «¿No te gusta?»

Sonreí anchamente y asentí.

«Natural que me gusta. Toma, Lobito, prueba. No te asustes, que no es zanahoria. ¡Brasas! A ti te pica lo naranja, guako. Anda, traga.»

Le hice tomar un sorbo y, luego, tras comprobar que no le hacía ascos, me tomé yo el resto. Me vino de maravilla. Solté:

«Bueno, ¿y esos isturbiaos te molestan a menudo?»

Samfen no había tocado aún su vaso. La pregunta lo ensombreció.

«No te preocupes por eso. Buaj. Es los Olmos,» explicó bajo mi mirada atenta. «En El Paso iba todo bien. No sé por qué Madre se ha metido en la cabeza que tengo que estudiar para ser arquitecto.»

Silbé, impresionado.

«¡Arquitecto!» Marqué una pausa. «¿Y eso qué es?»

Samfen esbozó una sonrisa.

«Bueno… un arquitecto hace esquemas, cálculos, planos, cosas de esas, y luego los obreros construyen los edificios que él dice.»

«Fiambres. ¿Y tú no quieres?» me extrañé.

Samfen tomó un sorbo negando con la cabeza.

«Aunque quisiera, no podría. Tengo notas horribles. Yo, lo que quiero de verdad, es ser azulejero. Bueno, alfarero.»

Sonreía, como si le hiciera gracia compartir conmigo su sueño. Lo miré con curiosidad.

«¿Qué hace un alfarero?»

«Oh… Pues hace platos, jarrones, azulejos, cosas bonitas y útiles.» Mi hermano realizó un vago ademán. «¿Ves los mosaicos que hay en la Gran Galería? Pues de esas cosas quiero hacer.»

Sonreí, imaginándome a Samfen decorando toda Éstergat con piedras coloridas.

«¿Y también harías de esas cosas en los Gatos?» pregunté, entusiasmado. «Quedarían genial en mi barrio. Algunos dejan pintadas para colorear, pero siempre vienen otros a fastidiarla. El otro día, un compadre mío, mira, el que acabas de ver antes, el Bailador, pues pintó a toda una manada de gatos en un muro de la Plaza del Espíritu y yo añadí lo de ‘fuera, moscas’, ya sabes, por el lío que hay últimamente allá abajo. Me sé los signos de memoria, de tanto dibujarlos. Lo hago con la izquierda, porque la derecha entoavía la tengo encalambrada, pero no como antes, que era bestial. Bueno, a lo que iba, que, al día siguiente de la pintada, vino un mosca y lo borró todo con un producto diabólico. ¡Con lo que le costó al Bailador, que le quedó estupendo! Y ese isturbiao en unos minutos, zas, salú y muy buenas, gatos. Bueno, pero si son mo… moscaicos hechos por un alfarero, no se atreverán a quitarlos, ¿no? Y menos si usas la piedra azul esa del Valle que pusieron en el Palacio. Quedaría de primera. ¡Y así lo mismo ni tiran las casas!»

Me carcajeé, alargué la mano, le cogí el vaso a mi hermano, tomé un trago y se lo devolví añadiendo:

«¿No te parece?»

Samfen se contentó con menear la cabeza, entre divertido y asombrado.

«Pues… no lo sé. Oye, ¿puedo preguntarte algo?»

Su tono serio me intrigó y me serené.

«Natural,» dije.

Samfen vaciló y pareció pensarlo antes de soltar:

«Aquel día en que nos pillaron esos tipos a Hishiwa y a mí… en la casa en ruinas… ¿eran amigos tuyos? Quiero decir… hubo dos muertos, ¿sabes? ¿Sigues con esa banda?»

Asentí.

«¡Natural! Son compadres míos del alma,» aseguré, golpeándome el pecho. «Guakos honraos. El Raudo sólo deja entrar a guakos honraos.»

Samfen enarcó una ceja temblorosa.

«Eso… ¿significa que no sois delincuentes?»

Me reí por lo bajo.

«¡Significa que somos Gatos de palabra! El cap dice que es importante. Que es lo que nos diferencia del Cuñao, por ejemplo. Ese es un isturbiao pero de altísimo grado. Lástima que se le murieron los dos compadres más jóvenes y no se escachufó él… aquella noche, ya sabes, cuando estuviste con Hishiwa. Incluso parece ser que a uno lo escachufó el Cuñao porque intentó afufar en vez de barajarse con nosotros, fíjate qué diablo. Ahora nos dice que, si nos pilla en sus reinos, no pregunta: saca la navaja y corta. Pero nosotros no tenemos miedo. En cambio, él no tiene redaños para entrar en el Laberinto,» dije, triunfante, golpeando la mesa.

Vi a Samfen tragar saliva. Echaba ojeadas nerviosas por la taberna, como temiendo que algún parroquiano me oyera. Bueno, ¿y qué si me oían? Hablar no estaba prohibido y, además, no había moscas ahí. Y si los había, afufaba y listo.

«Ya…» murmuró al fin mi hermano. «Y… Bueno. Me preguntaba… Bueno. Madre dice que eres un… ladrón.» Pronunció la palabra tan bajo que la adiviné tan sólo por el movimiento de sus labios. Carraspeó. «¿Es cierto?»

Me quedé sin saber qué contestarle. Me encogí de hombros, como diciendo: ¿y qué si lo soy, algún problema? También hubiera podido decirle que últimamente no necesitaba robar, pero entonces habría admitido que no solamente robaba, sino que encima robaba a lo grande.

«Buaj,» dije al fin. «¿Qué tal va la familia? El maestro, ¿cómo va? ¿Y el cristalero, Skrindwar? ¿Se puso bien?»

Samfen se mordió los labios ante el súbito cambio de tema. Sin abandonar su expresión seria, aseguró:

«Va bien. Al final no fue nada. Todos están bien.»

Acabó el zumo y se levantó poniéndose la cartera.

«Tengo que irme. A partir de las seis tengo que ayudar en la barbería. Le daré la carta a Kakzail. Si quieres que le diga algo más…»

Negué con la cabeza. Samfen vaciló.

«Oye, Ashig. Gracias por lo de antes, por intentar defenderme. Normalmente, debería ser al revés,» sonrió y su sonrisa se torció en una mueca sombría. «Quiero que entiendas. Sacar la navaja no está bien. No se hace. Es de salvajes. Sé que tenías buenas intenciones… pero ahora todos me van a mirar todavía más raro. Las cosas no se solucionan de esa manera.»

Le puse cara de incomprensión.

«¿Y cómo se solucionan? ¿Atrancando la boca? Eso va bien cuando no hay remedio. Pero, contra unos gallinas, lo mejor es achantarlos,» aseguré. «Un siato a que no te siguen molestando, ¿apostamos?»

Samfen puso los ojos en blanco.

«Yo no tengo un cinclavos, como para hacer apuestas de un siato,» replicó.

«Bueno,» medité, «pues, si gano, te avienes conmigo unas horas después de las clases, adonde diga yo. Si pierdo, te doy cinco dorados.»

Samfen agrandó los ojos, atónito, y lo vi murmurar en silencio: ¿cinco? Pese a todo, pareció estar a punto de decir que no, pero entonces respondió con decisión:

«Si pierdes, tiras la navaja.»

Lo miré con ojos entornados, con esa cara que ponía el Bor cuando quería impresionar. Entonces, sonreí y me levanté tendiendo una mano.

«Corriente.»

Samfen vaciló, me estrechó la mano e informó:

«Mañana salgo a las cinco y media. Cuando Marg y sus amigos me arrinconen, no intervienes, ¿eh? Esperas a que se vayan y no te muestras.»

Hice una mueca pero acepté:

«Está bueno. Pero no te arrinconarán.»

«Eso ya se verá,» resopló Samfen. «Hasta mañana.»

«¡Salú!» le respondí, sonriente.

Y, como mi hermano salía de la taberna rumbo a la barbería, volví a sentarme, le eché una ojeada al Lobito que jugaba con el Maestro y le murmuré:

«Anda que, como lo arrinconen, ¡ya sé yo a quién voy a tirar la navaja!»

Capté la mirada aprensiva de un elfo sentado no muy lejos y sentí que era hora de marcharse. Salimos pues de la taberna el Lobito y yo y aproveché para comprar una gran hogaza de pan, un queso y una naranja. Le di la naranja al Lobito para que la llevase y le dije: cuídala bien, Lobito, no es para ti, es para Manras. Y bien que me entendió el condenao: el rubito era mudo y pequeño, pero no tonto.

Eran ya las seis y media pasadas cuando llegamos a los Gatos y el cielo estaba ya muy oscuro. Absorto, recordaba lo ocurrido aquella tarde. Zenira, Lowen, mi apuesta con Samfen, el zumo de naranja… Y, con cierta preocupación, me preguntaba: ¿y adónde le llevaré a Samfen si gano la apuesta? ¿A ver a mis compadres? No, ya sabía que eso no le gustaría. ¡Tal vez a las Termas Doradas! Pero, como bien decía el Bailador, eso eran cosas de mangaplatas. Entonces, tuve una idea. ¿Y si le enseñaba el Palacio? Ya que le gustaban las piedras bonitas, ¡el Palacio le iba a encantar!

En fin, que estaba planeando meter a Samfen en el lío más grande de su vida cuando, de pronto, torciendo una esquina y adentrándome en una callejuela ya próxima al Laberinto, pasé cerca de unas siluetas de estatura adulta encapuchadas y, sin previo aviso, una de estas me golpeó, me arrastró contra un muro, en una esquina, y, sin apartar la navaja de mi garganta, me siseó con voz fría:

«Si gritas, estás muerto.»