Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

25 La guerra del Laberinto

Eran más de las tres y media cuando entré en la Gran Galería y el lugar estaba ya bastante concurrido. Iba solo. Había dejado al Lobito con mis comparsas, explicándoles que no sabía cuándo iba a volver a casa porque me iba a prestar voluntario para probar el remedio del alquimista. Si es que había remedio, claro…

Avancé, alzando la vista hacia los rostros, buscando a un vallenato barbudo vestido de mosca. Lo busqué durante un tiempo infinito, me pateé la Galería una decena de veces… Nada. Al cabo, me animé a preguntarle a un mosca que montaba ahí la guardia.

«Señor,» dije. La madre, no podía creer que estuviera hablándole a un mosca… Carraspeé. «Señor, ando buscando a un mosc… er… quiero decir, a un policía barbudo. Kakzail Malaxalra. Me han dicho que trabaja aquí.»

El mosca tenía el ceño fruncido. Lanzó una ojeada a su alrededor, como si esperara pillarle a algún cómplice mío aliviando bolsillos ajenos mientras él no miraba… Tosió.

«¿Y tú quién eres?»

«Su hermano,» dije.

«Mmpf.» Se encogió de hombros. «¿Kakzail, dices? Lo enrolaron para una operación especial. No creo que vuelva mañana tampoco.»

Continuó su ronda y me quedé mascando aire y desilusión. Entonces, recordé un detalle. Skelrog, el hermano recién casado, trabajaba en la Escuela de… del Paso, había dicho, ¿verdad? Inspiré y salí de la Galería a la carrera. Media hora más tarde estaba delante de la dicha escuela. Demasiado tarde: la escuela estaba cerrada y silenciosa.

De despecho, le di un puñetazo a la gran puerta. Acto seguido, me aparté con las manos en los bolsillos, le di una patada a una piedra… Y, de pronto, se abrió una ventana de la planta baja.

«¿Ashig?»

La voz incrédula de Skelrog me hizo volverme. Sonreí anchamente.

«¡Skelrog! Qué bueno. Creía que ya te habías ido. Como está todo tan silencioso… Fiambres,» articulé. Me había acercado de un brinco y acababa de ver rostros de niños en el aula a través de la ventana. «¿Estás trabajando?»

«Aún quedan unos minutos,» afirmó mi hermano. «Controla esa lengua, ¿quieres? ¿Qué estás haciendo aquí exactamente? Alumnos, silencio.»

La curiosidad fue demasiado fuerte: en vez de explicar la razón de mi venida enseguida, me colé por la ventana y aterricé adentro de un salto experto.

«Salú, gente. Siento interrumpir…»

«Ya lo creo,» me cortó Skelrog. «¿No sabes que la gente civilizada entra por las puertas? Es igual. Mira, siéntate ahí, junto a Hishiwa, y cuando acabe la clase hablamos, ¿eh? Hasta entonces, ni una palabra,» me previno.

Cerré obedientemente la boca y comuniqué mi acuerdo con gestos. En la clase, varios se rieron por lo bajo. Brasas, si hasta parecía que mi entrada había tenido buen efecto. Fui a sentarme junto al tal Hishiwa, un humano de pelo castaño, piel pálida y ojos azules. Debía de tener la edad de Samfen. Me quedé mirándolo con extrañeza. Había algo en ese tipo que me turbaba.

«Releed con calma,» dijo Skelrog.

Los alumnos releían sus hojas con gran atención. Curioso, alargué el cuello hacia la hoja de mi compañero.

«El ca… ¿capitán?» murmuré, leyendo la primera palabra.

Hishiwa se carcajeó por lo bajo.

«Carpintero,» me cuchicheó.

«Carpintero,» repetí. «Pues claro. Es que escribes más raro. En los periódicos, está todo mucho más igualao. Porque lo hacen con fichas ya hechas, sabes. Así que es todo igual. ¿Qué cuentas ahí?» pregunté, haciendo un gesto hacia el texto.

«Yo no cuento nada,» replicó Hishiwa. «Es un dictado.»

Un dictado, me repetí mentalmente. Ladeé la cabeza, interesado.

«¿Y eso qué es?»

Hishiwa se carcajeó más alto y, de pronto, caí en la cuenta de por qué me turbaba ese chaval y me quedé atónito.

«¡Ashig!» protestó Skelrog como si hubiera sido yo el ruidoso.

Sin embargo, apenas lo oí de lo emocionado que me había dejado el descubrimiento: alcé las manos al cielo y exclamé:

«¡Pero si yo te conozco! Eres el del pájaro de cristal. El del tío cristalero. Viajamos juntos en carreta hasta Éstergat la primavera anterior anterior. La madre, ¡qué bueno! ¿Te acuerdas, verdad…? Au,» me quejé.

Skelrog acababa de darme una colleja. Hishiwa me miraba con los ojos agrandados. Sonreí. ¡Se acordaba! Tan sólo se atrevió a asentir, porque mi hermano nos miraba con cara de mala uva. Me apresuré a poner cara de disculpa y, pese a las risitas que oía en el aula, no dije una palabra en lo que quedaba de clase. No era plan que se me enfadara un hermano que parecía tan simpático. Sonó de repente una campana y me sobresalté. Todos los estudiantes se levantaron y, tras devolver el dictado, salieron del aula hablando entre sí en un tumulto de voces. Hishiwa nos echó al maestro y a mí ojeadas curiosas antes de salir a su vez.

Y, bueno, me quedé solo con Skelrog.

Mi hermano se había sentado sobre su escritorio y esperó a que el silencio regresara antes de decir:

«Tu llegada ha sido toda una sorpresa, Ashig. Y una buena,» aseguró. «Aunque… te agradecería que no volvieras a interrumpir mis clases, ¿eh?»

Asentí y me levanté. Era la primera vez que veía unas sillas atadas a las mesas. ¡Menudo invento! Me acerqué al escritorio y señalé el gran cuadrado que había detrás, contra la pared. Recordaba que un canillita me había explicado que se llamaba pizarra. No era la primera vez que veía una: en la comisaría central de policía había una, y en algunas tabernas las usaban para escribir los menús. Pero las pizarras de los maestros eran las más grandes de todas.

«Caray. ¿Puedo probar?» pregunté.

Sin esperar permiso, cogí una tiza y dibujé una línea. Sonreí anchamente, dibujé otra y las borré a medias con la mano. Era casi tan divertido como pintarrajear una pared.

«Dijiste que sabías leer,» comentó Skelrog, divertido. «¿Sabrías escribir tu nombre?»

«¡Natural!» aseguré. Y lo escribí.

Skelrog carraspeó con una mueca.

«Draen, supongo. Ya. Bueno, las letras andan un poco… cómo decir, desarticuladas. ¿Sabrías escribir ‘Ashig’?»

Me rasqué la cabeza afirmando:

«¡Pues claro! Yo sé escribir mejor que el Escribano de Parfalia. Si me enseñó mi primo. Soy un as…»

«Pues escríbelo,» me invitó Skelrog.

Tosí y me golpeé el pecho excusándome:

«Jo, lo siento, ¡es que me da alergia la tiza!» Fingí posarla en el escritorio pero, en realidad, me la metí en el bolsillo mientras añadía: «¡La madre! Ando apurao. Si he venido…» Tosí por las formas. «Si he venido es porque ando buscando a…»

«¡Profesor, profesor!» exclamó de pronto una voz. Apareció el rostro alarmado de Hishiwa ante la ventana cerrada. Gritó: «¡Profesor! ¡Su hermano ha tenido un accidente en el taller! Le ha entrado un cristal en el ojo. Dice Shabert que hay que llevarlo al hospital.»

«Espíritus,» jadeó Skelrog.

Se precipitó afuera del aula y lo seguí, tratando de acordarme del nombre de ese hermano de diecisiete años que trabajaba en la cristalería al lado de la escuela… No lo encontré hasta que, llegado ante el taller, Skelrog exclamó:

«¡Skrindwar! Por el santo espíritu patrón, ¿estás bien?»

Skrindwar tenía la cara sudorosa y se tapaba un ojo con la mano.

«Estoy bien,» masculló.

«Lléveselo al hospital,» aconsejó un obrero. «Le ha saltado de pleno. Sólo espero que no pierda el ojo. Sobre todo no te restregues, chaval.»

Skelrog le agarró del brazo a Skrindwar y soltó:

«Hishiwa, ¿puedes hacerme un favor? Ve a avisar al señor Malaxalra, en la barbería.»

«¡Enseguida, profesor!» contestó el chaval.

«Ashig. Acompáñalo, ¿quieres?» añadió Skelrog.

Asentí, impactado, y, como mis dos hermanos se alejaban a buena marcha, Hishiwa me cogió de la manga y salimos ambos corriendo cuesta arriba hacia la Avenida de Tármil.

«Tranquilo,» lanzó Hishiwa cuando estábamos ya cerca de la Calle del Poniente. «No creo que sea muy grave. No estaba sangrando. Mi tío, cuando le pasó, sangraba por todas partes.»

Tragué saliva.

«¿Se escachufó?»

«¿Cómo dices?»

«Digo, ¿se murió?»

«¿Mi tío? Qué va. Se quedó tuerto. Pero sigue trabajando como el que más. Oye, no puedo creer que tú seas el mismo niño salvaje que vino al pueblo. ¡Ja! Aún me acuerdo del: ¡gracias, Mamita!» exclamó, riendo. «Repetías todo lo que oías.»

«Te acuerdas,» me alegré.

«Pff, pues claro que me acuerdo,» afirmó Hishiwa. «El viaje fue épico. ¡No sabías ni lo que era un sombrero! Luego te perdí de vista. Mi tío y yo estuvimos buscándote un buen rato aquella noche. Encontraste a tu familia, supongo.»

Llegábamos a la Plaza de Tármil y dejamos de correr. Le dediqué una mueca cómica.

«A más de una,» aseguré. Y señalé la barbería con la barbilla. «¿No te molesta ir a avisar tú solo? Es que yo y las barberías…»

Hishiwa puso cara extrañada pero se encogió de hombros y dio los últimos pasos corriendo. Lo vi entrar en el local, me apoyé contra el edificio, en la esquina que daba con la Avenida, saqué una hoja de humerba y me puse a masticarla. Si alguna vez había querido ser cristalero, aquel día se me quitaron las ganas. Esperaba que no le hubiera pasado nada muy malo a Skrindwar…

Estaba observando ir y venir a la gente de la avenida cuando tres siluetas con cartera de escuela doblaron la esquina. Dos de ellas, Sarova y Mili, salieron disparados hacia la puerta de la barbería sin mirarme siquiera mientras que la tercera se detuvo en seco al reparar en mí. Sonreí.

«Anda, hermano, qué tal.»

Samfen se acercó, vacilante, aún suspenso.

«Ashig,» resolló. «¿Qué haces…? Quiero decir, ¿qué…?» Agrandó los ojos y alzó la vista más allá de mí. «¿Hishiwa?»

Me giré para ver a Hishiwa salir de la barbería trotando. Sonrió anchamente.

«¡Sam, compañero!»

Sorprendido, los vi estrecharse la mano mientras el aprendiz cristalero le explicaba a Samfen lo sucedido. Por lo visto, se conocían. Supe que ambos habían estado en la misma escuela cuando Hishiwa cambió de tema y le preguntó por los exámenes.

«Durísimos,» confesó Samfen. «Definitivamente, los Olmos no es como el Paso. Si no fuera por mi madre, me quedaría a cortar pelo y afeitar barbas todo el día. Cuando vea mis notas me va a devorar vivo,» aseguró con una sonrisilla fatalista. Y, echándome una ojeada, añadió: «Oh, por cierto. Este es Ashig. Mi hermano de once años. Ya te hablé de él. Es…»

Calló cuando Hishiwa se echó a reír escandalosamente y explicó que ya nos conocíamos. El muchacho contó nuestro primer encuentro en detalle, hablando de la cebolla que yo había confundido con una fruta, de la Mamita, de mis pieles de conejo, del sombrero del viejo Dirasho… Me reí con él. Y es que estaba tan claro que Hishiwa no se reía de mí con mala intención que cualquiera se mosqueaba.

Finalmente, me dije que no merecía la pena seguir buscando a Kakzail aquel día. Estaba anocheciendo y no había probado bocado. Era mejor volver a casa. Seguro que los compadres compartirían algo conmigo, aunque fuera poco. ¡Por algo éramos compadres!

Pensando en esto estaba, ya sin hacer caso de Hishiwa y Samfen, cuando un grito me sobresaltó.

«¡Espabilao!»

Giré la cabeza y vi a Syrdio subiendo la Avenida a la carrera. Estaba tan sólo a unos metros cuando el guako me lanzó:

«¡Hay apuro! Échame una mano.»

Syrdio no era el que mejor me caía de la banda, obviamente, pero la urgencia que vibraba en su voz barrió toda mi vacilación, me hizo olvidar a Samfen e Hishiwa y me abalancé detrás de mi compadre, cuesta arriba.

«¿Qué pasa?»

«¡Un follón de mil demonios!» explicó Syrdio. «Los moscas se están metiendo en el Laberinto a lo bestia. Por eso, ha habido reunión urgente entre bandas esta tarde. Total que el Raudo se ha cabreao con el Cuñao y ese loco dice que él y su banda nos van a hacer volar la casa a las ocho y que van a linchar al Raudo. Hay que buscar refuerzos.»

Los buscamos. Reunimos a un buen número de compadres en la Explanada, incluidos Manras y Dil, y los trajimos de nuevo para abajo. Corríamos tan rápido como nos lo permitía el tráfico. Yo llevaba al Lobito sobre los hombros y llegué a la casa en ruinas detrás de mis comparsas cuando ya el cielo, cubierto aún de ceniza, apenas iluminaba. Eran las seis pasadas. No bien hube dejado al Lobito en el suelo, el Bailador me metió una navaja entre las manos.

«Escóndela.»

La escondí debajo de la manga con presteza y regresé junto al umbral de la casa. Estábamos todos tensos y silenciosos. Apenas se oían algunos murmullos. Ni siquiera encendimos fogata. Esperábamos en la oscuridad casi completa. Ser sokuata tenía sus ventajas: los sokuatas veíamos mejor que nadie en la noche. Y éramos siete en la banda. No, ocho, corregí, esbozando una sonrisa, cuando, hacia las siete, vi aparecer a Rogan con su ‘nuevo’ sombrero. Se lo había regalado yo. Aunque no se lo había comprado.

«Aquí pasa algo,» adivinó cuando me alcanzó junto al umbral.

Se lo expliqué:

«Es el Cuñao… No sé si lo conoces. Es un proveedor que vende por el Barrio Negro. Un cap de esos que sacan el alfiler porque les dices salú, y te la rajan sin preguntar. Ahora conoces, ¿no? Bueno, pues le quiere linchar al Raudo a las ocho.»

Rogan resopló.

«Fiambres. ¿Y por qué?»

Fue el propio Raudo quien contestó:

«Porque me he negado a pagarle el tributo. Ese tipo se cree muy listo. Dice que, porque ya empezamos a ser una banda de verdad, empezamos a ser peligrosos, y entonces quiere que le paguemos derecho de existencia, porque le molestamos. Buah. Lo que le molesta es que algunos de la banda se dediquen a vender para Frashluc y no para él.»

Hice una mueca. Durante esas dos últimas semanas, había estado echándole una mano al Bailador, por eso del segundo favor y… porque vender dientepasión de cliente en cliente daba más plata y era menos estresante que bailar por la Explanada. Desde entonces, comíamos caliente en las tabernas, cenábamos y hasta desayunábamos. Y al Lobito le habían salido mofletes coloridos de la vida padre que se estaba pegando. ¿No era eso maravilloso? ¡Lo era! ¿Y ese maldito Cuñao quería arrebatarme la alegría? ¡Natural que no le iba a dejar!

El Raudo mandó a seis centinelas. Uno del lado izquierdo de la calle, hacia la Plaza de Luna, dos hacia el Laberinto y tres hacia el Río Tímido, pues se suponía que el Cuñao, que era un antiguo Gato, se había ido a vivir al Barrio Negro, del otro lado del río. Como decía el dicho: Gato desertor, Gato traidor.

Instantes después de que nuestros centinelas se alejaran, oímos un:

«¡Alto, vosotros!»

Era la voz de Lin. Giramos la cabeza hacia la izquierda y nos precipitamos hacia las dos siluetas que acababan de salir corriendo de la esquina de nuestra casa… Las rodeamos y lancé un sortilegio de luz mientras una de nuestras presas exclamaba:

«¡Por favor, no nos hagáis daño! Nos vamos. Nosotros… sólo estábamos… ¡P-por mis ancestros!» tartamudeó Hishiwa.

«La madre,» articulé, anonadado. Deshice el sortilegio de luz. «¿Qué diablos hacéis aquí?» Y, como notaba aún tensión de ambos lados —mis compadres tenían las navajas sacadas apuntadas hacia Samfen e Hishiwa y estos temblaban como hojas—, añadí: «Falsa alarma, compadres. Estos tipos no tienen nada que ver con el Cuñao. De verdad, Raudo…» protesté, como este se adelantaba en el círculo.

El Raudo me ignoró.

«¿Qué hacíais espiando nuestra casa?»

Hishiwa tragó saliva y Samfen jadeó:

«¡Nada! Nosotros… sólo queríamos saber adónde iba mi hermano. No somos espías de nada, nos hemos escondido y…»

«¿Tu hermano?» lo interrumpió el Raudo.

«Ashig,» farfulló Samfen.

«Ese soy yo,» intervine con calma. «Déjalos ir, Raudo…»

«Atranca la boca, shur,» me replicó el cap.

La atranqué y hubo un silencio. Entonces, el Raudo decidió:

«Metedlos en la casa. Cuando se acabe el follón, se irán. No antes.»

Al principio, puse cara de descontento pero, tras pensarlo un poco, me dije que, al menos, si el Cuñao nos mataba a todos, tal vez ellos consiguieran salir con vida y se llevaran al Lobito… Buah. Meneé la cabeza. Al infierno con los malos pensamientos. El Cuñao no nos iba a hacer ni un rasguño: ¡afufaría en cuanto nos viera armados!

Metimos a mi hermano y al aprendiz cristalero en la casa, en el refugio, junto con el Lobito y los más pequeños. Iba a acercarme a mi hermano para decirle que no se preocupara, que no le iba a pasar nada, pero el Raudo me agarró de la manga.

«Luego hablas con ellos: ahora ve a vigilar afuera,» ordenó.

Fui sin rechistar. Salí de la casa y caminé por la Calle del Despeñadero. Avisté movimiento detrás de algunos postigos cerrados. Por lo visto, los vecinos andaban tan inquietos como nosotros. Cualquier día salían a la calle a echarnos del lugar.

Bordeé el murillo que daba al precipicio. Ahí abajo, estaba el Bosque de Kamir y el Hipódromo. ¡Y qué bonito era, a la mañana, cuando el sol iluminaba la copa de los árboles y los pájaros cantaban! Ahora, apenas se avistaban las ramas en la oscuridad.

Saqué la tiza de la escuela del Paso y me divertí dibujando círculos sobre la piedra. Se había levantado la brisa y la ceniza se arremolinaba silenciosamente. Saqué un pañuelo de cuadros violeta y negro que me había encontrado volando por la calle, un día. Me lo até y me tapé la cara para protegerme. Parpadeé y suspiré. Sokuata, y un cuerno. Entre las sombras y la ceniza no se veía un dragón. Si el Cuñao de verdad venía con su tropa con intenciones de masacrarnos, nos íbamos a matar a cuchilladas ciegas.

Estaba arrastrando los pies, dibujando ahora con mi tiza estrellas de Daglat en las puertas del vecindario, cuando oí un silbido lejano. Alguien lo relevó. Me bajé un instante el pañuelo y di la alarma a mi vez con otro silbido. Al de un rato, oí pasos a la carrera y creí reconocer a Ragok, que volvía del Río Tímido junto con otros dos compadres. Pasaron ante mí sin verme y los alcancé en la casa en ruinas.

«¡Se avienen lo menos veinte!» informó Ragok.

Bah, ¡veinte! ¿sólo? ¡Nosotros éramos treinta y cinco! Vale, once no pertenecían realmente a la banda: venían por solidaridad. Pero eran aliados y hacían bulto. El único problema era que los del Cuñao tenían casi todos catorce años para arriba. Y yo estaba contando a la Ratoncilla que tenía cinco y a Possu, que tenía seis…

«Bah, ¡los masacramos!» afirmé con energía. «¡Arrojo y coraje!»

Fingí andar como conquistador hacia la batalla y el Raudo me cortó el paso con su bastón.

«Agua al vino, Espabilao. Antes de morderlos, les ladramos,» me explicó.

Me calmé. Nos calmamos todos. Minutos después, vimos aparecer a la banda del Cuñao. Eran más de veinte. Todos iban embozados. Se detuvieron a una decena de metros de nosotros y, finalmente, una voz burlona, entre ellos, rompió el silencio.

«Buenas noches, Raudo. ¿Has cambiado de opinión sobre mi propuesta?»

«No trabajaré para ti,» replicó nuestro cap. «Largo de mi calle.»

Hubo un silencio. Y, entonces, un:

«Lástima. Buen viaje a los infiernos.»

Pese a la oscuridad, mis ojos avistaron súbitamente un objeto redondo en las manos del Cuñao. Salió disparado hacia el Raudo. No sabía lo que era: sólo sabía que no era algo bueno. Reaccioné con la rapidez de una ardilla. Tendí la mano derecha y atrapé la bola al vuelo. Estaba cargada de energía. Fiambres. ¡Era una mágara! ¿De dónde había sacado el Cuñao una mágara de esas? Sin duda, debería haber explotado. Si no lo había hecho… debía de ser por la energía mórtica de mi mano. A menos que fuera a explotar de un momento a otro… Ante la duda, en cuanto la tuve en la palma, la lancé por encima del barranco. Al de unos instantes, se oyó una explosión. Palidecí mortalmente. El Cuñao lanzó un gruñido incrédulo.

«¿Cómo fiambres…?»

Su pregunta fue sumergida por nuestros gritos salvajes. Nos abalanzamos hacia nuestros enemigos, navaja en mano, dominados por el miedo. Inconscientemente, no íbamos realmente a matar, pero sí a herir. Le di un puñetazo a uno, le rajé el brazo a un segundo y le mordí la muñeca… En unos segundos, fue el caos total. Recibí una señor patada que me proyectó al suelo, rodé para no acabar pisoteado, retrocedí hasta donde se habían quedado mis compadres más jóvenes a mirar, boquiabiertos, el desastre… y me quedé boquiabierto yo también cuando vi que varios adultos luchaban ahora de parte nuestra. Bueno, más bien intentaban detener la sangría. No lo lograron ellos, sino los sonidos estridentes de silbatos que, de pronto, atravesaron la noche.

«¡Los moscas!» se desgañitó Manras.

Pegué un bote y me precipité adentro de la casa. Cogí la manta, cogí al Lobito y salí disparado para encontrarme con una escena asombrosamente distinta de la de antes: la gente corría en un sálvese quien pueda… Me detuve en seco y giré la cabeza de nuevo hacia el refugio. ¿Dónde diablos se habían metido Samfen e Hishiwa? Retrocedí con el corazón desbocado.

«¡Samfen! ¡Hishiwa!» grité. «¿Sosque estáis?» Me giré hacia todas partes y murmuré: «La madre, se han ido.»

Lo mismo habían sido ellos los que habían avisado a los moscas… El pensamiento me horrorizó y preferí aceptar la teoría de los gritos y la explosión. Salí de la casa a la carrera. La calle ya estaba por así decirlo desierta, exceptuando las luces de las linternas que se acercaban a ambos lados a toda prisa, con ladridos de perro incluidos. Me precipité hacia las escaleras más cercanas que conducían al Laberinto y uno de los adultos —hombres de Frashluc, probablemente— dio media vuelta al verme y me descargó del Lobito.

«Vamos, ¡corre, muchacho!»

Corrimos Laberinto adentro, perseguidos por la policía. No sabía si dejábamos a algún muerto detrás. No me preocupé por ello en aquel instante: lo único que importaba era correr. Correr y esconderme en algún sitio seguro.

No nos costó darles el esquinazo a los que nos perseguían. Éramos los reyes de los Gatos: nos conocíamos los pasadizos. El problema era que los moscas también se habían metido en el Laberinto. Escupí al suelo mientras corría. ¡Vándalos! ¡Intrusos! Echaba regulares ojeadas inquietas a cada callejuela, a cada cruce, imaginándome que de pronto se nos tiraban encima los moscas con una jauría de perros… Estuve tentado de subirme a un tejado, acurrucarme y esperar a que pasara la noche. Pero, como mi compañero grandullón llevaba al Lobito, no me quedaba otra que seguirlo.

Me guió al corazón más profundo del Laberinto, hasta un patio cubierto lleno de gente. ¡Y la alegría que me llevé al ver que ahí estaban también mis compadres! ¿Acaso esos tipos eran simples amigos del Raudo? No. Eran de Frashluc fijo. Y habían venido a sacarnos del ajo porque… ¿trabajábamos para ellos, tal vez?

Recuperé al Lobito a la vez que mi aliento y, quitándome el pañuelo de delante de la cara, fui a sentarme junto a mis comparsas. Gracias a los ancestros, ellos no estaban heridos. Yo me había raspado todo el codo, pero aparte de eso estaba en forma. Sin embargo, había compadres que sangraban. El Bailador tenía un corte en el hombro. Lin tenía la cara cubierta de sangre aunque aseguraba que estaba bien. Y, así, estaban algunos sentados, otros tumbados, y el viejo Fieronillas del Cajón ¡nada menos! se ajetreaba con los vendajes, atendiendo a los heridos. Sonreí y me allegué a él.

«A ver, abuelo, si puedo ayudar,» propuse.

El viejo entornó los ojos, me reconoció y resopló.

«Claro que puedes ayudar, cantador. Toma, acércame los cubos.»

Se los acerqué y mis comparsas se me unieron en la tarea. Hicimos todo lo que nos pidió. Fue cansino, pero nos sentimos como unos aprendices curanderos salvando vidas y aquello nos encantó. Al cabo, cuando el viejo Fieronillas hubo vendado al último herido, pregunté por lo bajo:

«¿Hay posibilidad de embuchar algo por aquí?»

El anciano enarcó una ceja burlona, levantó la linterna y me palmeó el hombro.

«Iré a traeros algo de comer. Os lo habéis ganado.»

«Y tanto que se lo ha ganado,» intervino otra voz. Saliendo de una puerta, apareció el Raudo. Se apartó para dejar pasar al Fieronillas y se acercó a mí. Se detuvo y me sonrió, molesto. «Me has salvado la vida, tocayo. No sé cómo lo has hecho pero… gracias. Ha sido increíble. Podrías haberme dicho que eras un mago de verdad.»

Sonreí anchamente.

«Fue pura suerte,» confesé. «Además, la vida también me la he salvado a mí. Esa cosa ha explotao bestial.»

«Ya veo. Entonces, fue un acto egoísta,» se burló el elfo pelirrojo.

«Del todo, tocayo,» afirmé, enseñando todos los dientes. Y lo miré de arriba abajo. «¿No estás herido?»

«Del corazón,» replicó el Raudo. «Le iba a diñar un navajazo al Cuñao cuando de repente se me ha tirado… ese tipo encima.»

Realizó un movimiento de barbilla hacia un hombre que acababa de salir al patio cubierto. Lo reconocí y di un brinco de alegría.

«¡Bo…! La madre, ¡señor!» exclamé.

Era el Bor. El rufián carraspeó y se metió las manos en los bolsillos suspirando:

«Siempre en medio de la trifulca, Cuatrocientos.»

Me carcajeé y, ante la mirada curiosa del Raudo, le murmuré al oído a modo de explicación:

«Él y yo somos socios.»

Lo dije con inequívoco orgullo.