Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

15 Jauría

Con los ojos agrandados, asomé la cabeza por la puerta de la oficina principal. Avisté, de hecho, a un mosca que esperaba tranquilamente, contemplando un anuncio colgado en una pared… Al segundo siguiente, retrocedí con viveza por el pasillo y, al ver que el director salía de su despacho con expresión terrible, aseguré:

«Yo no he hecho nada malo.»

El director ni me miró cuando ordenó:

«Espera aquí.»

Salió a la oficina principal con Dalem y yo esperé obedientemente en el pasillo. Tras unos instantes, asomé de nuevo la cabeza y vi al mosca hablar con el director. El mosca tenía una barba tupida. Y… ¿una venda violeta debajo de su gorra? Cuando lo reconocí, me quedé boquiabierto.

«Caray,» dejé escapar. Y me acerqué sin poder dar crédito a mis ojos. «¿Kakzail?»

El gladiador sonrió con todos sus dientes.

«¡Ah, aquí estás! Le he pedido permiso a tu director para que puedas asistir a la boda. Y está de acuerdo incluso para dejarte ir con el uniforme. ¡Te queda fantástico! Venga, date prisa o llegaremos tarde.»

Me quedé mirándolo con los ojos abiertos como platos y, como él se alejaba hacia la puerta de salida, me giré hacia Dalem y el director. Este último me dedicó una leve sonrisa.

«Ve. De todas formas, hoy no pareces muy despierto.»

Era cierto. Meneé la cabeza, enmudecido, y me alejé hasta alcanzar al barbudo, ya en la calle. Él andaba con grandes zancadas y me esforcé por seguirlo pese a mi cuerpo escacharrado.

«¡La madre, no me habías dicho que eras un mosca!» le solté, aún alucinado.

En mi voz, vibró un atisbo de acusación mezclada de desencanto. Y es que los moscas, para mí, siempre habían sido, no sé, los que te agarraban el pescuezo y te enclavelizaban, los que te daban porrazos y te confiscaban las ganancias por la cara del santo espíritu patrón. Un hermano no podía ser un mosca. Era absurdo.

«Agente de seguridad, no mosca,» me corrigió Kakzail con calma. «No tendré diplomas, ni estudios, ni nada, pero se me da bien manejar la espada. Ventajas de haber estado luchando día sí día también para esos malditos tasios.» Sonrió. «Tranquilo, no voy a ponerte los grilletes por haberme dejado plantado anoche en la barbería.» Yo hice una mueca como diciendo: sólo faltaba eso. Y él agregó: «No me hagas la misma jugada hoy, ¿eh? Aunque esta vez, yo me lavo las manos. Es Skelrog quien te invita, no yo.»

Fruncí el ceño y, como él cruzaba la calle animada de transeúntes, lo seguí con curiosidad.

«¿El maestro de escuela? ¿Me invita a su boda? ¿De verdad?»

La simple idea me conmovía y me llenaba de expectación. Kakzail me miró de reojo con una media sonrisa.

«De verdad, chaval. Toda la familia está invitada. Incluido el tío Markyr, tus primos, los amigos de Skelrog… Más la familia de la novia. Lo típico, vamos.»

Calló y aceleró aún más el ritmo. No tomó la dirección del Templo Mayor sino que atravesó la Avenida de Tármil y escogió unas calles que bajaban hacia el Parque de la Tarde. Pasamos ante la cárcel del Clavel y observé el edificio con el ceño fruncido. Brasas, qué lúgubre parecía aquel lugar. Y pensar que Farigo estaría aún ahí, deshaciendo cuerdas de cáñamo con sus dedos ensangrentados…

Recordé que el pequeño hilandero saldría el primer Día-Bondad de Malvas, dentro de cuatro semanas, y me prometí mentalmente que iría a verlo a la salida. Y si su madre no iba a recogerlo, me lo llevaría yo… ¡y zas! un guako más para la guakería.

Kakzail me arrancó de mis pensamientos de conquista cuando llegamos al Parque de la Tarde. Siseó:

«¡Rápido! Ya están entrando.»

Mi hermano mayor se dirigió directamente hacia un pequeño templo y, viendo este, lo reconocí: era el mismo donde un joven y amable sacerdote me había regalado en verano una camisa y una gorra. Era el Templo de la Lisonjera.

Con curiosidad, seguí a Kakzail y constaté que, efectivamente, numerosas personas vestidas para la ocasión subían ya la escalinata y entraban por la gran puerta. Como alcanzábamos a la pequeña muchedumbre, oí a una señora decir que era un día radiante y que eso auguraba muy buen futuro para la pareja. Todo respiraba alegría. Sin embargo, nada más entrar, las voces se convirtieron en susurros, las risas se tornaron en sonrisas y los mayores impusieron silencio a los más pequeños. En la casa de los ancestros, no se armaban escándalos.

Tan discreto como una sombra, fui a sentarme junto a Kakzail en la extremidad de uno de los bancos donde se habían instalado el barbero, su dama y toda su prole. Kakzail conversaba en voz baja con Skrindwar, el cristalero. Y yo observaba mi entorno mientras mascaba silenciosamente mi asofla. Percibí las miradas de soslayo que me echaban Samfen y la hermana mayor y recordé vagamente cómo, hacía poco más de una hora, me habían visto aparecer por su calle con pintas de guako zombificado. No recordaba muy bien los detalles.

Llegaron el sacerdote, la música y los novios. La ceremonia se alargaba, el discurso no terminaba y yo, agotado, poco a poco, fui cerrando los ojos… y me quedé dormido. Tal vez inspirado por la voz monótona y pomposa del sacerdote, soñé con que caminaba bordeando un río de aguas muy frías y salían espíritus susurrando las palabras de los muertos. Uno, en especial, surgía del río y se alzaba ante mí, obligándome a detenerme. Era el espíritu de Warok.

«Guako isturbiao,» me decía. «Mira lo que has hecho.»

Y yo miraba y veía surgir del agua, mudos y sonrientes, los espíritus de Manras, Dil, Rogan, Yal… y apretaba la mandíbula. Aquello no era real. Lo sabía. Estaba soñando. Warok estaba muerto, lo había matado yo, pero mis comparsas no lo estaban. No podían estarlo.

Un súbito gruñido me llenó de pavor y, sobresaltado, desperté de mi sueño que, más que sueño, había sido una pesadilla. Los novios acababan de intercambiar los lazos de unión. Ignoraba cuánto tiempo quedaba para que terminara la ceremonia, pero yo decidí que ya había durado bastante. Posé las botas en el suelo en silencio y… volví a oír el gruñido seguido de un ladrido. Con el corazón desbocado, giré bruscamente la cabeza hacia la puerta principal. Uno de los batientes estaba entornado y, en ese instante, un perrazo pasó su hocico en la abertura, empujó y entró olfateando el suelo.

Me quedé helado. Dakis, pensé. Ese era Dakis, el perro de los subterranienses. Habría apostado un dorado. Aun así, no podía creer que hubiera entrado ahí por mí, pero… ¿por qué si no?

Ahora que lo veía a la luz del día tuve que reconocer que los guakos de la Escalera tenían razón: no era un lobo. Era un perro grandote, de pelaje negro y mandíbula impresionante.

«¡Dakis!» exclamó la voz nerviosa de Shokinori afuera. Asomó por la puerta la cabeza de un hobbit moreno con expresión extremadamente molesta.

El perro giró la cabeza hacia su amo pero no dio media vuelta y siguió avanzando, olfateando y gruñendo. Y cuanto más se acercaba más saltaban las ardillas de rama en rama ante mis ojos trastornados. Al cabo, no lo aguanté. Mientras el sacerdote retomaba su discurso y se elevaban varias quejas discretas por parte de los participantes de la boda, me deslicé hasta el suelo y gateé hasta posicionarme detrás de las columnas. Me aproximé todo lo que pude a la puerta principal. No atreviéndose a hablar en caéldrico y no siendo capaz de hablar en otro idioma, Shokinori llamaba a su perro con siseos incómodos y balbuceaba cosas incomprensibles a un señor exasperado. Yo estaba ya llegando a la entrada cuando, de pronto, Dakis giró la cabeza, me vio, ladró y se abalanzó en mi dirección con sus orejas colgantes volando desordenadamente. Salí disparado hacia fuera.

Bajé la escalinata como una liebre, entré en el Parque de la Tarde y me subí al primer árbol que pillé. Agarré una rama. Y luego otra más arriba. Y más arriba… El maldito perro se había puesto a ladrarme desde abajo. ¿Qué mosca le había picado a ese condenado monstruo? Bajé la mirada y, deshaciendo de golpe las armonías de delante de mis ojos, le bufé:

«¡Berreas peor que un mangaplatas! ¡Atranca la boca, lobo escalufniao!»

Increíblemente, el perrazo atrancó la boca, pero fue sólo para masticar mejor la gorra de Golondrina que se me había caído. Cuando lo vi, solté una ristra de imprecaciones, rompí una pequeña rama y se la arrojé al monstruo. Este ni siquiera se molestó en alzar la mirada: ahora se lo estaba pasando en grande destrozando mi gorra.

«¡Fiambres, suelta eso, desmorjao! ¡Que la gorra no es mía!» gruñí desde mi rama.

«¡Dakis!» exclamó Shokinori, llegando, jadeante. Y añadió en caéldrico, entre dientes: «Suelta eso. ¿Dakis…? Suelta eso inmediatamente.»

El perro vaciló un instante pero al cabo dejó caer la gorra y se levantó enseñándole a su amo algo que se parecía mucho a una sonrisa burlona.

«Eres exasperante,» masculló Shokinori. Y alzó la mirada hacia mí. «Lo siento, muchacho. Nos conocemos, ¿verdad? Sí, ya lo creo. Mira, ya puedes bajar del árbol. Dakis no te hará nada. Lo siento por tu gorra. ¿Entiendes lo que te digo, verdad?»

Asentí en silencio pero no me moví ni un ápice. Entonces, Kakzail nos alcanzó sin aproximarse del todo, por prudencia. Empuñaba la porra que colgaba de su cinturón.

«¿Qué significa esto?» soltó al fin.

Shokinori hizo una mueca y dijo en drionsano con acento horrible:

«No comprendo.»

Mi hermano mayor resopló.

«Y yo menos. ¿Sabe que interrumpir una ceremonia religiosa en pleno lugar sagrado es una ofensa y un sacrilegio? Eso al menos dice el código. Soy un agente de seguridad y podría llevarle al calabozo por el alboroto ocasionado. Así que, ahora, por favor, ate a ese perro y lárguese.»

Aun vista desde arriba, la cara incómoda que le devolvió Shokinori me arrancó una carcajada. Bajé unas ramas, diciendo en caéldrico:

«Te está pidiendo que te vayas.»

«Oh,» entendió Shokinori. «Claro. Em… Sólo una cosa, muchacho. En realidad, dos. ¿No se supone que hablar caéldrico está mal visto en esta ciudad?»

«Y muy mal, me temo,» admití.

El hobbit me devolvió una expresión intrigada. Echó una ojeada a un Kakzail perplejo, adoptó una pose meditativa y retomó:

«Mira. Dakis parece que la ha tomado contigo. Y creo que ya sé por qué. Es un cerbero de bruma. Y es particularmente sensible a ciertas… energías. Permíteme que te regale esto…» Se quitó uno de los numerosos collares que tenía alrededor del cuello y me lo tendió. «Te protegerá de mi compañero.»

Lo miré a los ojos, turbado. Ciertas energías, me repetí. ¿Acaso se refería a… la energía mórtica? Eché un vistazo prudente al perrazo, que desde que había soltado la gorra no me quitaba el ojo de encima. Me estremecí pero enseguida me reafirmé en mi rama y pensé: no soy ningún mocoso cobarde. Y si Shokinori me hacía un regalo… no lo iba a rechazar yo. Y menos sospechando que él sabía que yo tenía cierta práctica en las artes nigrománticas.

Con tiento, bajé a la rama más baja, me estiré y alcancé el collar que me tendía el hobbit. Enseguida noté que el colgante —una pequeña piedra negra— estaba envuelta de energía. Tal vez lo que decía Shokinori era cierto y gracias a ese collar Dakis dejaría de atacarme…

Me lo puse con la mirada fija en el perro. Vi sus orejas alzarse y, entonces, me enseñó los dientes, pero no ya con mala saña sino con cara de querer sonreírme.

«Fiambres,» murmuré. Y pronuncié en caéldrico: «Gracias. Es muy amable.»

«Un momento,» intervino al fin Kakzail, alterado. «¿Os conocéis? ¿Qué idioma es ese?»

Yo, desde mi rama, estaba aún preguntándome si reuniría el suficiente valor para poner los pies en tierra y, al mismo tiempo, buscaba alguna respuesta que no me obligara a hablar más de la cuenta cuando, de pronto, contestó otra voz:

«Es bóskrito. Un dialecto de nuestro pueblo.»

Giré la cabeza y vi aparecer a otro hobbit. Yabir, al contrario que Shokinori, había adoptado una vestimenta más acorde con la que se llevaba en Éstergat: pantalones, abrigo, bombín… lo único que no llevaba eran zapatos. Tenía un rostro algo más joven que Shokinori pero, sea porque sabía hablar un poco drionsano o por lo que fuera, despedía más seguridad en sí mismo.

Se giró hacia Shokinori resoplando contenidamente y añadió en un drionsano horrible:

«Mi compañero ha provocado problemas… ¿sí?»

Me carcajeé y expliqué:

«Es su lobo, que se me ha tirado encima. Por tercera vez, que conste. Ese peludo está majara.»

O no lo estaba tanto y realmente notaba la presencia de energía mórtica en mi mano, pensé. A menos que, sin saberlo, le hubiera soltado una descarga mórtica aquella noche de los Barrancos y me tuviera rencor por ello… Armándome al fin de coraje, me deslicé hasta el suelo y, sin perder de vista a Dakis, agregué en drionsano:

«No hay cuidado, Kakzail. Son unos extranjeros que vinieron para acá hace poco. Me los crucé y el lobo me cogió manía. Es que yo le tenía un miedo de muerte, pero ya estoy curao,» mentí. «¿Ya se ha acabado la boda?»

Kakzail no contestó. Yabir nos miró alternadamente a su compañero, a Dakis, a mí y a mi hermano y, entendiendo que este último y yo nos conocíamos y que el agente de seguridad no parecía querer causarles problemas, se inclinó respetuosamente hacia Kakzail diciendo:

«Perdón por las molestias.»

¡Y se inclinó también hacia mí! Lo miré, asombrado. Ambos hobbits se inclinaron de nuevo para saludar y se alejaron por el parque con Dakis abriéndoles el camino. Formaban un curioso trío.

«Me ha parecido realmente extraño el comportamiento de ese perro,» comentó Kakzail.

«A mí también,» confesé, sin extenderme.

Y, con una mueca afligida, recogí mi gorra de Golondrina. Estaba hecha un asco. Dermen me obligaría a llevar una nueva fijo. Y esa me la iba a pagar del bolsillo enterita.

Con un suspiro, me coloqué de todas formas la gorra agujereada sobre la cabeza… justo en el momento en que se alzaba un griterío de voces a mis espaldas. Volteé hacia el Templo de la Lisonjera y pude ver salir a los de la boda mientras estos entonaban alegremente la Canción de la Prosperidad en honor de los recién casados. Sonreí anchamente, me olvidé por completo de Shokinori y Yabir y, sin dejar a Kakzail tiempo para hacerme preguntas, eché a correr hasta el templo para acompañar el canto con mi voz, que por ser voz de Gato guako tenía más potencia que ninguna.

Cuando acabó la canción, oí a algunos jóvenes caballeros decir «¡al río, al río!» y vi a Kakzail dándole un abrazo fraternal al maestro de escuela antes de que se pusieran todos a andar a través del Parque de la Tarde hacia el río. Sonreí solo y seguí la alegre procesión a unos cuantos metros de distancia. Estaban ya llegando al río cuando me crucé con la mirada del barbero. Apenas fueron unos segundos, pero mi sonrisa se desvaneció y, al cabo, cuando él ya había dejado de mirarme, retrocedí hasta que me detuve junto a una fuente, suspiré y me senté sobre el pretil.

«La madre cómo duele,» murmuré.

Me refería principalmente a la caída por las escaleras, aunque no sólo. Me rasqué la mejilla, me froté los ojos y resoplé al ver que mis manos se habían quedado con la pomada. Me las lavé en el agua de la fuente y me fijé en que varios en el grupo, de los cuales el barbero y Kakzail, se movían ahora para crear un semi-círculo mientras los novios se aproximaban juntos al río aún atados con los lazos. Como nunca había observado realmente ninguna boda, aquello me inspiró curiosidad, pero no me atreví a acercarme y vi de lejos a Skelrog y su esposa agacharse y hundir la mano atada en el agua. Tuve la impresión de ya haber vivido una escena parecida en otro lugar y, tras meditarlo un poco, llegué a la conclusión de que ya la había visto en el valle, de pequeño, y que aquella tradición de hundir los lazos debía de ser un ritual vallenato y no estergatiense. Era curioso pensar que, pese a haber llegado a la Roca cuatro años después que mi familia, yo no tenía de extranjero más que mis rasgos mientras que, al contrario, los Malaxalra conservaban sus ritos.

Tan ensimismado estaba que me fijé tarde en la silueta que se acercaba. Deteniéndose ante mí, Samfen me dedicó una mueca entre amigable e incómoda y dijo:

«Skel quiere que vengas. Dice que tú también tienes que estar en el círculo.»

Agrandé levemente los ojos.

«¿Yo?»

Samfen asintió y, sin saber muy bien qué pensar de todo aquello, me levanté y lo seguí. Mi hermano rompió el silencio al de unos segundos.

«Oye… Siento lo de anoche. Padre y Madre están un poco nerviosos con el tema. Er… Por cierto. Xella y yo no les hemos dicho que te hemos visto antes… en nuestra calle.»

Resoplé con suavidad. No sabía qué contestar. Tras un silencio, me aclaré discretamente la garganta y dije un simple:

«Se agradece.»

Llegamos al círculo y Skelrog me dedicó una leve sonrisa de bienvenida. Cuando me posicioné entre Samfen y Kakzail, este último me cuchicheó entre dientes:

«¿Qué te has hecho en la cara?»

Suspiré.

«Se me ha ido la pomada.»

Kakzail no pudo preguntar nada más pues, en ese momento, la familia se puso a entonar solemnemente una cosa en una lengua extraña. No duró mucho y, curioso, le murmuré a Samfen:

«¿Y esa lengua?»

«La del valle,» explicó Samfen con una sonrisilla. «Por aquí se la llama la lengua de las brujas. Yo casi nunca la hablo, pero Madre sí. Es que la abuela es…»

Calló cuando el barbero, que estaba justo al lado, le dio una colleja y vi a mi hermano hacer una mueca abochornada. Me quedé mirando al barbero de reojo mientras los recién casados pronunciaban una frase juntos. Al fin, se acabó el ritual y se disolvió el círculo. Yo me había puesto a vagar entre los vallenatos, curioseando y sin perder de vista al barbero, cuando, súbitamente, Kakzail me agarró del hombro.

«Hey, chaval. Dime quién te hizo eso,» me murmuró él.

Me escabullí, perplejo.

«¿Te refieres a los moratones? Nadie. Me caí por unas escaleras. ¿Qué pasa?»

Kakzail frunció el ceño. Hizo un ademán para invitarme a alejarme del grupo y, tras dar unos pasos, él me agarró del brazo y, para indignación mía, me lo remangó por las bravas, descubriendo toda una serie de cardenales.

«No me creo nada. ¿Quién te ha hecho eso?»

Exasperado y confuso, me aparté bruscamente.

«Nadie,» insistí. «No me toques.»

Kakzail me miró a los ojos como si tratara de leerme la mente como la Azulada.

«Fue esa banda, ¿verdad? Dime. ¿Fue alguno de esa banda? ¿Fue Yálet?»

Le puse cara aburrida.

«La madre, no.» Y, como Kakzail hacía ademán de querer agarrarme otra vez, retrocedí con precipitación y nerviosismo. Ciertamente, el uniforme de mosca que llevaba el barbudo no contribuía a mejorar mi estado de ánimo. Gruñí un seco: «Déjame en paz.»

Kakzail se detuvo, inspiró y… dejó caer la mano contra su costado con expresión entre irritada e incómoda.

«Sólo quiero ayudarte, Ashig.»

«Draen,» repliqué. «Yo soy Draen. No Ashig. Y si quieres ayudar… deja de hacer preguntas. No me gustan. ¿Corriente?»

Kakzail hizo una mueca y luego asintió.

«Mm… De acuerdo. Yo no te hago preguntas y tú no me las haces a mí. No te diré dónde está el alquimista. ¿Qué me dices?»

Para sorpresa suya, le dediqué una sonrisa burlona.

«Fantástico. Como si el gnomo se afufa de la Roca. No lo necesito.»

Kakzail parpadeó.

«¿Cómo?»

«Que no lo necesito. Que ya tengo remedio,» aseguré. Y aprovechando que seguía desconcertado, me aparté más diciendo con tono bromista: «Salú, señor agente.»

Me alejaba con la mirada posada sobre mi familia cuando oí a alguien llamar:

«¡Mensajero!»

Me giré y avisté, junto a los primeros árboles del parque, a un mangaplatas con una carta en mano y cara de andar con prisas. Bingo, pensé con una sonrisa. Y me adelanté al trote recitando:

«¡La Golondrina a su servicio! ¿Qué desea?»

El señor deseaba que le llevara una carta a una mangaplatas en Atuerzo. Era una buena caminata, de ahí que le cobrara no menos de quince clavos, que embolsé haciéndoselos facturar en un papel en blanco. Ni se fijó el mangaplatas en el detalle: como digo, andaba con prisas. Y como se suponía que en la oficina no esperaban que les trajera dinero aquel día… todo fue para mí.

Tras echar una última ojeada a los vallenatos y fijarme en que Samfen y un hermanito menor me echaban miradas curiosas, levanté una mano de saludo hacia estos y dije:

«¡Salú, familia!»

Y salí corriendo por el Parque de la Tarde, entre avenidas, troncos y fuentes. Estaba saliendo ya de este cuando reparé en una melodía conocida y frené de golpe. Di una vuelta sobre mí mismo y, cuando vi a Yerris sentado solo en un banco, ensayando su armónica, me reí por lo bajo, lo rodeé disimuladamente, llegué hasta él por detrás y berreé:

«¡Policía! ¡Gato Negro, quedas arrestao!»

Yerris se sobresaltó y, al verlo girarse hacia mí y mirarme a los ojos, me carcajeé con alegría.

«¡Puedes verme!»

Pese a mi cuerpo dolido, pasé ágilmente por encima del banco apoyándome en el respaldo y añadí:

«Estás curado.»

El semi-gnomo asintió, sonriente.

«Sí. Más o menos. Antes me he cegado de golpe durante unos segundos porque me he puesto nervioso. Pero ahora parece que todo se ha arreglado. ¡La madre, shur! ¿Qué haces con ese uniforme? ¿No me digas que ahora eres mensajero de la Golondrina?»

«Cabal,» afirmé con una ancha sonrisa. «Que, por cierto, tengo que entregar un mensaje. Oye. ¿Qué tal si voy a entregarlo y vuelvo? En menos de una hora estoy de vuelta. Mira,» dije, dándole los quince clavos. «Tú vas a comprar bocadillos mientras tanto. Y comemos juntos. Te invito. ¿Te va? Avisaré a mis comparsas. Y a Rogan si lo encuentro. Normalmente como con ellos en la Explanada, pero les diré que vengan aquí. Hace un día estupendo. ¿Te va?» repetí.

Para alegría mía, Yerris asintió enseñando su dentadura blanca.

«Me va, shur.»

Choqué las manos con satisfacción, saludé y salí corriendo de ahí con el corazón feliz.