Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

13 Los Malaxalra

«¡Tira, tira!» exclamamos.

Rogan le dio un capirotazo al corcho y este pasó de unos centímetros al que iba delante. Generó un griterío de apreciaciones entre los participantes de la carrera de corchos.

«¡Owey, owey, owey, victoria para el Sacerdote!» me desgañité y aproveché su distracción para robarle el sombrero de copa y salir corriendo.

Era de noche, pero, en la ancha calle que bordeaba el canal se veía perfectamente gracias a los faroles y la luz de la Gema. Estábamos ahí en total una veintena de muchachos. Y todos, excepto mis compadres y yo, eran hijos de familia. Muchos venían de la pensión del Bello-Lado y se reunían para entretenerse como podían después de una jornada de trabajo.

Era otro mundo, distinto del de los canillitas y distinto del de los guakos. Nuestros nuevos compañeros tenían otro vocabulario, muchos venían del campo o eran sencillamente extranjeros y no todos sabían hablar drionsano. Eso no nos impedía hacer carreras de corchos con ellos y aprovechar para enseñarles alguna guakería.

«¡Murcio condenao!» me soltó Rogan, persiguiéndome sin correr. «No seas pesado, anda. Devuelve eso.»

Me detuve bajo la luz de un farol y, cogiéndome el ala del sombrero, puse cara de mangaplatas y, retrocediendo a brincos mientras se acercaba el Sacerdote, canté:

¡Ohé, ohé, aquí pasa
el guako pesón!
¡Es un parraplas,
y un ladrón!
Lu, lu, lu…

Rogan llegó hasta mí pero, en vez de recuperar lo suyo forcejeando, se cruzó de brazos y me miró con cara paciente. Le sonreí anchamente.

«¿Me lo puedo quedar unos minutos más?»

«No,» rechazó el Sacerdote.

Suspiré, me quité el sombrero y se lo hundí en la cabeza a mi amigo, arrancándole una sonrisa burlona.

«Alma cándida,» me dijo este con tono sacerdotal. «¡Haberte comprado un sombrero con esos cinco dorados!»

«Ojalá me hubiera dado,» soñé.

Pero no me había dado. De hecho, tan sólo habían pasado dos noches desde mi enriquecimiento y no me había sobrado nada. Me lo había gastado todo comprando regalos. Lo más caro había sido la armónica para Yerris —la simple idea de ir a dársela me llenaba de expectación. Luego le había comprado unos guantes a Yal, les había invitado a Rogan y a mis comparsas a comer un helado y… en ese punto se habían acabado mis ahorros. Total, había pensado, antes de que me los robara un mosca buscón o el Raudo o quién sabe quién, mejor era gastárselo todo.

«El dinero del Gato cantando viene, cantando se va,» citó Rogan y, dando una vuelta sobre sí mismo, añadió un: «Curioso. De repente, he recordado la noche en que me desheredaron de mi primera banda porque les di la lata con mis sermones. Hace así como año y medio. Estaba yo vagando por esta misma calle, triste y cuitado,» contó, dando pasos teatrales, «y pensaba en lo desdichado que era y tal y cual cuando, de repente, me topé con un salvajillo cubierto de pieles de conejo, con unas pintas de perdido increíbles, y pensé: ¡caray! ¿y yo me llamo pobre y desgraciado?» Me dedicó una sonrisa de esas que adoptaba cuando iba a soltar una moraleja particularmente buena. «Por muy miserable que sea un guako, siempre encontrará a otro más miserable. Así que yo tengo sombrero y tú no lo tienes,» concluyó.

Yo me había quedado suspenso. ¿Un salvajillo cubierto de pieles de conejo? ¿Y en esa misma calle, junto al río de Éstergat? De pronto, asimilé lo evidente y solté una ruidosa carcajada.

«¡La madre que te trajo, me robaste la manta!»

Rogan me miró con cara perdida.

«¿Qué…?» Y, entonces, pareció entenderlo y su rostro se llenó de asombro. Exclamó: «¡Imposible! ¿Me estás diciendo que tú eres el pringao ese que no sabía ni lo que era un caborro? ¡Estás de guasa!»

Yo me reía a carcajadas recordando mi primer día en Éstergat y farfullé que no, que hablaba en serio. Rogan meneó la cabeza, aún incrédulo.

«Oye, yo no quería robarte nada,» aseguró. «Pero te perdí de vista. Santos espíritus, ¡esto sí que parece digno de un versículo del Libro Sagrado! ¡El encuentro de dos profetas! Lo debieron de planear nuestros ancestros, fijo.»

Puse los ojos en blanco y, sonriendo aún, me metí las manos en los bolsillos de mi nuevo abrigo. Era viejo y algo grande para mí, pero era caliente. Me alejé hasta el bordecillo del río y me subí a este para contemplar las aguas frías y oscuras que corrían por el canal. Alcé la mirada al cielo nocturno. Recordé que aquella primera noche que había pasado en Éstergat había intentado buscar las estrellas y no las había encontrado. Esta noche, sin embargo, se divisaban ligeramente. Salté abajo del bordecillo y me paré junto a un farol apagado diciendo:

«Nos encontramos exactamente aquí.»

No estaba tan seguro, pero Rogan no rebatió. Su atención parecía haberse girado hacia otra parte. Alzó el ala de su sombrero a la vez que sus cejas.

«Fiambres,» soltó. «¿Ese barbudo no es de los tipos raros que te sacaron del Clavel? Digo, el hermano ese.»

Cuando avisté a Kakzail dirigiéndose hacia la boca del patio de la pensión del Bello-Lado, sentí una viva curiosidad. ¿Habría venido a verme a mí? Me mordí el labio y me acerqué con presteza. Lo alcancé cuando ya estaba entrando en el patio.

«¡Señor!» le lancé con viveza. Lo sobresalté. «¿Buscas a mi primo? No está, se fue al teatro.»

No dije que yo sospechaba que esa nueva afición de Yal por ir al teatro la tenía por alguna dama amiga con la que estaba requete enganchao. El antiguo gladiador me echó un vistazo de arriba abajo y sonrió.

«En realidad, te buscaba a ti. Yálet me mandó una nota esta mañana diciendo que vivías aquí con él. Si no te importa, podemos dar una vuelta.»

Asentí y lo seguí de nuevo a la calle. Él andaba con grandes zancadas y tuve que esforzarme para no dejarme distanciar. De lejos, le hice un gesto de saludo a Rogan y le eché una ojeada intrigada al barbudo mientras este tomaba una calle que subía hacia la Avenida de Tármil.

«¿Qué tal el trabajo de mensajero?» inquirió tras un silencio.

«Bien,» contesté, sonriente.

Kakzail no hizo más preguntas y, curioso, le lancé:

«¿Adónde vamos?» Ya estábamos subiendo por la Avenida de Tármil y encadené enseguida con un: «¿Vamos a Las Bailarinas

«No,» contestó Kakzail con calma. «Ya no me hospedo ahí. ¿Sabes? Esta noche hemos estado en una casa en Atuerzo. Una bonita casa con jardín bastante parecida a la que tenían Zoria y Zalén de pequeñas, según ellas,» sonrió. «En ella se encontraba Dessari Wayam.»

No me detuve exactamente: simplemente me olvidé de avanzar y me quedé mirando a Kakzail con los ojos muy abiertos. Percatándose de ello, el barbudo se giró y me dedicó una media sonrisa.

«Lo que oyes, chaval. Zoria acabó dando con la buena pista. El gnomo nos contó que no le faltaba de nada, aunque sí que siente cierta presión, según dice, por cierto individuo que le pide hacer trabajos extras que no tienen nada que ver con esa sokuata.»

Bajo su mirada atenta, parpadeé. Demonios, ¿estaría hablando de Korther?

«Y me enteré de otra cosa algo preocupante,» prosiguió Kakzail con expresión grave. Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie nos podía oír y se acercó para murmurarme: «Que tú, al igual que Yálet, formáis parte de una banda.»

Fruncí el ceño y me encogí de hombros, reservado.

«¿Y quién no?»

Kakzail levantó los ojos al cielo.

«Mmpf. Una banda entrenada, capaz de hacer armonías, echar abajo una mina y comprar sangre de hidra. Con un cap dispuesto a alquilar una casa en Atuerzo por probablemente una buena suma de dinero.»

Me mordí el labio superior, sin saber qué decirle. Al cabo, reconocí:

«Ya. ¿Y qué?»

Kakzail resopló suavemente y siguió avanzando Avenida arriba contestando:

«Que tu ‘primo’ Yálet me mintió descaradamente.»

Lo alcancé trotando y, durante un rato, no dijimos nada. Mi mente en efervescencia alineó con dificultad una idea tras otra. Los gladiadores y las gemelas habían encontrado al alquimista, este les había contado todo lo que sabía y… ¿qué pensaría Korther de todo eso? Si es que se había enterado, seguramente debía de estar contrariado, sobre todo si le había pedido al gnomo algún trabajo particular ajeno a la sokuata. Con dos celmistas y tres guerreros protegiendo al señor Wayam… quienes tenían poder ahora sobre este eran ellos y no Korther.

«¿Y el remedio?» pregunté con voz ahogada. «¿Va a dejar de buscarlo? ¿Vais a marcharos de la Roca?»

Me recorrió un escalofrío sólo de pensarlo. Kakzail suspiró.

«No conocía al señor Wayam hasta ayer… pero no parece mal tipo. Estoy seguro de que ha puesto todo su empeño en buscar ese remedio.»

Eso no me dejaba claro que fuera a seguir buscándolo, me percaté. Tragué saliva y solté con tono neutro:

«Lo encontrará, ¿verdad? Él no puede salir de Éstergat sin haberlo encontrado.»

Nos topamos con un numeroso grupo que bajaba la Avenida y lo rodeamos antes de que Kakzail contestara:

«Mira, chaval. No te asustes. El gnomo dice que está saturado de tanto experimento y Zoria y Zalén le han sugerido que se tome… unas vacaciones. Creo que es lo mejor para todos. Dessari dice que no logra ya pensar correctamente por tanta… er… presión.»

Apreté los dientes. Presión, sí, venga ya. Durante las tres semanas que había vivido con él no lo había visto yo muy presionado que digamos. La madre…

«Sólo necesito saber,» prosiguió Kakzail, «quiénes son realmente esas personas que han ayudado a rescatar a Dess. Y sé que tú sabes quiénes son porque estuviste viviendo en esa casa durante unas semanas.»

Como yo no contestaba, él se detuvo junto a una puerta cochera y agregó:

«Escucha, chaval. Si te diera un consejo de hermano a hermano, ¿lo escucharías?»

Me encogí de hombros, intrigado, y me arrimé al muro.

«Natural. Yo escucho.»

Kakzail se pasó una mano por sus caóticas trenzas y declaró:

«Verás. Esto es lo que yo propongo. Le pido a Dessari Wayam que siga fabricando sokuata para ti y, a cambio, tú dejas esa banda de delincuentes para siempre y no vuelves a pisar los Gatos. Hablo en serio. Es lo mejor que puedes hacer. Nuestros padres jamás te reconocerán como a un hijo si se enteran de… todo esto.»

Me miraba con seriedad y, a la vez, expectación, como si temiera que fuera a tomarme mal sus palabras. Durante unos instantes, no dije nada y realmente me planteé marcharme sin abrir la boca. Finalmente, para sorpresa mía, me carcajeé. Y cuanto más pensaba en la propuesta de Kakzail más ruidosas sonaron mis carcajadas, hasta el punto que algún viandante echó una ojeada curiosa a las sombras de la puerta cochera.

Cuando me calmé, Kakzail comentó:

«No lo decía como gracia.» Hice una mueca y él añadió: «Ven. Voy a presentarte. Y luego te dejaré pensar sobre todo esto y vendrás tú solito a decirme tu decisión. ¿Qué te parece?»

Me turbé.

«¿Presentarme?»

«A la familia,» explicó Kakzail.

Y se alejó, subiendo la calle. No sé muy bien qué me llevó a seguirlo. La curiosidad, tal vez. No intercambiamos una sola palabra hasta que llegamos a la Calle del Poniente. A esas horas, la barbería ya estaba cerrada desde hacía tiempo. Kakzail llamó a la puerta y se giró hacia mí, quizá para asegurarse de que no me había escaqueado. A través de la cortina corrida, se vio aparecer luz en la barbería y una silueta fue a abrir.

«Hola, Padre,» saludó Kakzail con ánimo. «Os pillo cenando, ¿no? Lo siento. ¿Podemos entrar?»

El barbero frunció el ceño, asintió con una mueca y se apartó. Kakzail me invitó a pasar antes y entré sin atreverme a decirle una palabra a mi supuesto padre.

«¿Ese es…?»

El barbero no acabó la pregunta y Kakzail asintió mientras entraba.

«Ashig,» confirmó.

El barbero me escudriñó a la luz de la vela con el entrecejo fruncido, le echó una ojeada exasperada a Kakzail y apuntó:

«Podrías haberme avisado de que lo traerías.»

Su voz sonó levemente acusadora. Kakzail resopló.

«Me pareció natural traerlo.» Y, empujándome hacia la puerta del fondo de la tienda, añadió alegremente: «¿Está el futuro casado por aquí?»

No esperó a que el barbero le contestara: abrió la puerta y entramos de golpe en un comedor sencillo con una gran mesa y unos asientos más o menos improvisados. Estaban casi todos ocupados y me dediqué a observar a las personas ahí sentadas mientras Kakzail exclamaba:

«¡Buenas, familia! Hola, Madre. Skelrog, ¿cómo llevas la despedida de soltero?»

Le dio una palmada a un joven que, en comparación con él, era más bien esmirriado. El tal Skelrog sonrió y contestó con una voz tranquila y feliz:

«Bastante bien, gracias.»

Los conté. Eran ocho. Más una mujer sentada en cabeza de mesa a la que Kakzail había llamado Madre. Todos tenían la tez bronceada como yo y el pelo negro. Pero de ahí a decir que eran de verdad mi familia… Bueno, ¿por qué no?

La llegada de Kakzail había despertado un griterío de voces por parte de los más pequeños. Por lo visto, el hermano mayor al que acababan de conocer hacía apenas unas lunas les caía bien. Si les venía otro hermano, a lo mejor también se alegraban, pensé. Me sorprendí a mí mismo imaginándome sentado entre aquella gente y, por primera vez en mi vida, me hice una idea un poco más clara de lo que era, para la gente «normal», una familia. Sin embargo, en cuanto lo pensé, entendí que yo no pintaba nada ahí.

«Mili, Nat, ¿queréis calmaros ya?» soltó la Madre a dos de los más jóvenes. Su voz, aunque tranquila, sonó autoritaria e impuso silencio de inmediato. Una vez vuelta la calma, le echó a su hijo mayor una mirada molesta. «Kakzail. ¿Quién es ese?»

El barbudo sonrió y, rodeando de nuevo la mesa, realizó un ademán hacia mí declarando como si fuera a presentar un trofeo:

«Tu hijo, Madre. Ashig Malaxalra.»

Ante las miradas curiosas de los Malaxalra, forcé una sonrisa incómoda y dije:

«Salú.»

Y le eché una ojeada a Kakzail como preguntándole: ¿puedo irme ya? La presencia del barbero a un escaso paso me ponía nervioso. Este suspiró y soltó:

«¿Podemos hablar un momento, Kakzail? ¿En privado?»

Antes de acabar su pregunta, ya estaba dirigiéndose hacia una puerta. Kakzail puso cara paciente y, pasando junto a mí, me dijo:

«Tranquilo.»

Enarqué una ceja desenfadada como para decirle: pff, si yo estoy muy tranquilo. Aun así, notaba que mi presencia ahí no era especialmente bienvenida. La madre se levantó a su vez y, tras echarme una ojeada incómoda, desapareció también en la habitación contigua con andar presto. La puerta se cerró. Y un silencio molesto cayó en el comedor mientras se percibía la conversación animada que estaba teniendo lugar detrás de la puerta. Reconocí las palabras «cárcel», «ladrón», «oportunidad»… Y, bajo las miradas curiosas de mis hermanos, llegué al punto en que me dije: ¿qué fiambres hago aquí?

De pronto, Skelrog, ese que se iba a casar mañana, se levantó diciendo con suavidad:

«¿Quieres sentarte?»

Lo miré con extrañeza.

«No.»

Skelrog hizo una mueca de comprensión y comentó:

«Kakzail me dijo que trabajabas de mensajero en la Golondrina.» Asentí con la cabeza y él prosiguió amigablemente: «Tengo a un alumno que trabaja en correos a las tardes. Con trabajos como ese sin duda uno se queda en forma. Supongo que, si eres mensajero, sabrás leer.»

«Cabal,» contesté. Y lo miré con curiosidad. «¿Eres maestro?»

Él sonrió y volvió a sentarse.

«Sí. Hace ya dos años que trabajo en la Escuela del Paso, en Bajo Tármil. Justo al lado de la cristalería donde trabaja Skrindwar,» apuntó, señalando con un ademán a un hermano que debía de tener la edad de Yal. «¿Seguro que no quieres sentarte?»

En ese momento, oímos que el barbero alzaba la voz y, aunque no logré saber qué decía, aquello afirmó mi convencimiento de que mi presencia, lejos de ser bienvenida, estaba creando un mal rollo que yo no quería.

«No te preocupes,» aseguró un muchacho. «Padre a veces se enfada pero nunca le dura mucho.»

Lo reconocí. Era Samfen, el que hacía dos días me había devuelto el recibo firmado. Pese a su mirada sincera y simpática, no logré sentirme más cómodo y, al oír la tonalidad contrariada de la madre en la habitación contigua, casi inconscientemente retrocedí hacia la puerta abierta que daba a la tienda.

«¡Hey! ¿Adónde vas?» protestó Skelrog.

Me encogí de hombros.

«Pues… Me voy. Es que, rayos, yo sólo venía a ver. No quiero amoscar a nadie. Me voy y ya está. Como dicen, con mala saña no se apaña. Salú.»

En ese instante, la pequeña de unos seis años, seguramente la que se llamaba Mili, se cayó de la silla en un estruendo y, tras alargar el cuello y ver que no le había pasado nada, aproveché la distracción para alejarme con presteza hacia la puerta de salida. Corrí el cerrojo.

«¡Ashig!» me llamó Skelrog con un resoplido. «Por favor, espera.»

No esperé. Salí sin olvidar cerrar educadamente detrás de mí y me alejé medio corriendo, temiendo que mis hermanos fueran a intentar convencerme de que diera media vuelta, cosa que no iban a conseguir de todas formas. Había visto a toda la familia y mi curiosidad estaba saciada de momento. No quería quedarme y esperar a que el barbero o su dama me echaran ellos mismos de su casa por guako malo o qué sabía yo. La verdad era que ni se me había ocurrido hasta ahora que hubiera sido posible quedarme. No hasta que Skelrog y Samfen se mostraran tan amables. No hasta que había visto a todos mis hermanos mirarme con descarada curiosidad.

En vez de regresar a la pensión del Bello-Lado, me metí en los Gatos y fui dándole patadas a una piedra a lo largo de una calle, muy pensativo, hasta que pronuncié en voz alta:

«Un guako es un guako, Mor-eldal.»

Y, así convencido ante esa gran verdad, le di una patada a la piedra y la perdí de vista en la oscuridad; hundí las manos en los bolsillos de mi abrigo y seguí avanzando.

Cuando llegué a la Plaza Gris, mis pensamientos se habían girado hacia la historia del alquimista y sus «vacaciones». ¿Y si fuera a casa del gnomo para pedirle que hiciera un esfuerzo y siguiera buscando el remedio?

«Ya, claro, y me va a hacer caso,» murmuré con sarcasmo.

Si se negaba él, ¿iba acaso yo a secuestrarlo? Entonces me imaginé que el gnomo, asustado por una manada de guakos enfurecidos, nos daba a todos un veneno para deshacerse de nosotros y lo veía sonriendo con tristeza ante nuestras tumbas, diciendo: adiós sokuata maldita… Meneé la cabeza. Mi imaginación era aterradora.

Y mi sentido de la orientación también lo era. Ralenticé de golpe cuando me di cuenta de que me estaba dirigiendo hacia la Fonda. Pese a todo, no me detuve. Entré en la Calle del Hueso y me metí en el callejón. Alcé la mirada hacia la puerta, que en la oscuridad del pasadizo era apenas visible. Tendí la mano y rocé la madera. Me quedé ahí un buen rato y estaba a punto de apartarme y salir de ahí cuando, de pronto, oí un grito apagado y la puerta se abrió en volandas.

«¡Eres el tipo más isturbiao que he conocido nunca!»

Me quedé mirando ojiplático el rostro colérico de Sla, parpadeando ante la luz. La elfa oscura pasó junto a mí con su pelo rojo alborotado y resopló, como invitándose a calmarse.

«Salú, shur. A ver si consigues devolverle al Gato Negro el juicio que se le perdió el día en que probó aquel condenado remedio. Me voy directa a estrangular al alquimista, esté donde esté.»

«¡Sla, no hablarás en serio!» protestó la voz de Yerris adentro. Lo avisté, sentado a la mesa, con la mirada igual de perdida que la última vez.

Sla no se dignó a contestar. Me ladeó la gorra mirándome con una expresión que parecía querer decirme «tú y yo sabemos que al Gato Negro le falta un tornillo» y se largó. Tras una vacilación, entré en la habitación.

«¿D-Draen?» preguntó Yerris, inquieto.

Cerré la puerta y pregunté:

«¿Estás solo?»

El semi-gnomo suspiró.

«Lo estaba hasta que Sla vino a echarme la bronca. Últimamente siempre viene a echarme la bronca. No le gusta que me haya prestado voluntario.»

Me mordí el labio, me acerqué y me senté a la mesa. El fuego de la chimenea iluminaba toda la habitación.

«¿Y Rolg?»

«¿Eh? Oh, en su cuarto. Ese viejo se mete a dormir cada vez más pronto.»

Fruncí el ceño, inquieto, y esperé que Rolg no estuviera teniendo una recaída. Entonces, con presteza, saqué la armónica de mi bolsillo y la posé sobre la mesa.

«Para ti, Gato Negro.»

Yerris enarcó las cejas y tanteó sobre la mesa hasta dar con el instrumento. En su rostro se dibujó una expresión de incredulidad y de asombro y, por fin, una ancha sonrisa.

«¡No puedo creerlo! ¿Es un regalo?»

Sonreí.

«Sí. Para que no te aburras tanto. Vaya, es que parece que te pasas el día sentado aquí sin hacer nada.»

Yerris se carcajeó mientras giraba y volvía a girar la armónica entre sus manos.

«Caray. Gracias, shur.» Sonriente, se llevó la armónica a los labios y tocó una nota antes de apartar el instrumento con lentitud. «¿Te has enterado de lo del alquimista?»

Hice una mueca tensa.

«¿El qué?»

Yerris vaciló.

«Of. Te va a encantar. Ese loco se afufó de la casa con una banda de amigos que lo andaba buscando. Sla dice que dejó el remedio para mi ceguera en la casa de Atuerzo con una nota diciendo que no olvidaba a los sokuatas. Por eso Sla se ha puesto en ese estado,» carraspeó. «Cree que el alquimista nos está tomando el pelo y que, en realidad, se ha afufado de la Roca.» Suspiró. «Y Korther dice que ya ya, que ya va a intentar hablar con él si lo encuentra, pero anda con sus asuntos y como que nos tiene un poco ninguneados, sabes. No sé qué tanto trama con esa historia de…»

Calló de golpe y su rostro negro como la noche se distendió. Me preocupé.

«¿Historia de qué? ¿Yerris? Yerris, ¿estás bien?»

Sin embargo, el Gato Negro se había quedado como paralizado y no me contestó. Balanceó suavemente la cabeza y yo lo sacudí por el hombro, cada vez más asustado.

«¡Yerris!» exclamé.

Lo sacudí con más energía y, al fin, el semi-gnomo parpadeó y balbuceó:

«¿Q-qué? ¿Qué pasa?»

Tragué saliva.

«Nada. No pasa nada.»

«¿Shur?»

Inspiró y espiró varias veces y creo que entendió qué es lo que acababa de ocurrir. Con timidez, le pregunté:

«¿Te pasa a menudo?»

El Gato Negro agarró la armónica con más fuerza. Sus manos temblaban. No contestó: se contentó con llevarse el instrumento a los labios y tocar una melodía tranquila.

Suspiré y me levanté. Quería marcharme, no porque quisiera dejarle solo al Gato Negro, eso no, sino porque no quería toparme con Korther. Y menos ahora que sabía que no estaba muy dispuesto a perder tiempo con el asunto del alquimista.

Me dirigí hacia el fuego de la chimenea, le añadí un leño y me rebullí, sin atreverme a interrumpir a Yerris para decirle salú. Al cabo, me senté otra vez y, con la cabeza hundida entre mis brazos cruzados, me dediqué a escuchar la melodía entremezclada con el chisporroteo del fuego. El Gato Negro tocaba bien. No sabía dónde ni cómo había aprendido a tocar, pero lo hacía bien.

Mecido por la música y acariciado por las agradables oleadas de calor que despedía el fuego, acabé durmiéndome.