Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 1: El ladrón nigromante

20 Fuga

Desperté con el bong y, como siempre, me enderecé antes siquiera de que mi conciencia regresara al mundo de los despiertos. Me estiré, bostecé, me rasqué y abrí al fin los ojos de verdad. Todos mis compañeros espabilaban y algunos se movían ya hacia la reja con más o menos energía… Todos salvo Dil, quien seguía durmiendo a puño cerrado. Lo estiré por los pies y le canté:

«¡Vamos, vago desmorjao, despierta, que suena el bong y sale el pan!»

Conseguí al fin sacarlo de su letargo, pero fuimos los últimos en llegar a la reja y en coger el pan. Como la víspera, sobró uno y el Embozao preguntó:

«¿No habéis encontrado a la que falta?»

Negamos con la cabeza y Syrdio el Galopante dijo:

«Si no ha vuelto es que está muerta. No volverá. No es justo hacernos coger tres perlas más.»

El Embozao se encogió de hombros y replicó lo mismo que la víspera:

«Traedme su cuerpo y me contentaré con noventa.»

Con una petición silenciosa, tendí la mano entre los barrotes para coger el pan que sobraba. ¿Para qué lo iba a necesitar él, de todas formas? Él no necesitaba sokuata. Sin embargo, Lof me ignoró, metió el pan dentro del saco y retornó a su refrán:

«No os peleéis y portaos bien. Hasta mañana.»

«¡Hasta mañana, señor!»

Al contrario que normalmente, yo no dije nada y me contenté con mirar al Embozao alejarse. Cuando sonó el bong de salida, le arranqué otro bocado a mi pan y fui a sentarme en la plataforma con Rogan y Dil. Mientras que el primero comía lentamente, con cara distraída, el Principito masticaba su comida con energía. El primer día pasado en los túneles de luz no le había gustado nada y aposté a que este tampoco le iba a gustar. Sobre todo porque hoy tenía pensado mandarlo a la pesca de veras; el día anterior, le había cogido yo las tres perlas, me había quedado en los túneles un tiempo interminable pues cada vez era más duro encontrar perlas, y no me apetecía volver a empezar. Suspiré. Cuanto antes fuéramos a buscar esas perlas, antes volveríamos.

«Vamos,» le dije cuando acabé mi pan. «Voy a enseñarte a pescar.»

Dil me siguió sin protestar y estábamos ya metiéndonos en el túnel central lleno de luz cuando oí un ¡bong! y me detuve en seco.

«Sla,» murmuré con el corazón latiéndome a toda prisa.

Me giré de un bloque y me precipité de vuelta hacia la caverna de la plataforma. Mis compañeros se habían acercado a la reja y escudriñaban el túnel, esperanzados. Todos estaban al corriente de la fuga de Slaryn. Algunos pensaban que no volvería, como Syrdio, pero otros, más optimistas, se imaginaban que regresaría con un ejército de Espíritus Salvadores. Cuando oí alguno resoplar y dar media vuelta para alejarse unos pasos, pude ver quién avanzaba por el túnel y entendí la decepción general. Era Manras. Sonreí y me apresuré a colarme entre los guakos.

«¡Manras!»

«¡Espabilao!» exclamó él con la voz temblorosa. Corrió hasta la reja y me tendió un llavero. No podía creerlo. Con las manos trémulas, cogí el llavero… y el Gato Negro me lo arrebató de las manos.

«No podemos salir así como así,» explicó. «Slaryn dijo que tenía un plan.»

Lo fulminé con la mirada.

«¡Dame las llaves!»

«No,» se negó Yerris con calma.

Noté la tensión crecer entre los guakos.

«Entonces dámelas a mí,» intervino Syrdio con un siseo imperante.

«¡Abrid la puerta!» soltó Nat el Bailador.

«¡Yo quiero salir!» dijo la Venenos.

«¡Silencio!» tonó Yerris.

Syrdio lo empujó brutalmente contra la reja y los ojos del Gato Negro centellearon. Me asusté:

«¡Ya basta!»

Pero nadie me hizo caso en el bullicio que se armó. Syrdio le dio un señor puñetazo al Gato Negro, dejándolo aturdido. Le quitó las llaves y yo tan sólo conseguí atrapar a Dil para que no lo aplastaran todos agolpándose contra la reja.

«¡Haya paz!» bramó Rogan.

Increíblemente, se silenció algo el alboroto, pero Syrdio no dejó más por ello de probar las llaves en la cerradura. Dio con la buena y abrió la reja. Pero quedaba aún el candado. Lo abrió al segundo intento y lo ayudaron a quitar la cadena. Cuando la reja se abrió del todo, cayó un silencio de excitación y temor. El primero en cruzarla fue Manras, en el otro sentido: se precipitó hacia Dil, le agarró el brazo, agarró el mío y pareció, de golpe, mucho más tranquilo. Y es que acababa de recuperar a su verdadera familia. Sonreí.

«Bendita sea tu alma, Manras,» le dije, emocionado.

El pequeño elfo oscuro me devolvió la sonrisa y alcé entonces la vista hacia mis compañeros mineros. El primer guako en envalentonarse y decidirse a cruzar el umbral fue Parysia la Venenos. Dio varios pasos y… Syrdio la asió del brazo.

«Esperad un momento,» dijo. «Antes debemos armarnos. Recoged todas las piedras que encontréis. Rápido.»

Le hice caso y, con Manras y Dil, me precipité con los demás a recoger piedras sueltas en la caverna. Cuando tuve unas cuantas, regresé junto a la reja. El Gato Negro y Syrdio se miraban con cara de pocos amigos y se siseaban palabras. No me atreví a acercarme mucho, pero los oí de todas formas.

«Vas a conseguir que nos maten,» gruñía Yerris.

«Mejor que muramos unos pocos a que muramos todos,» le replicó Syrdio.

El Gato Negro le enseñó una sonrisa sarcástica.

«Moriremos todos de todas formas si el alquimista no nos da la sokuata, isturbiao.»

«Isturbiao tú mismo, Gato Negro. Tal vez fui un idiota cuando robé esas perlas. Pero ahora el idiota eres tú: la reja está abierta. Somos libres.»

«No. Estamos muertos,» lo corrigió Yerris sombríamente.

Syrdio lo ignoró y, viendo que ya éramos unos cuantos en esperar junto a la reja, nos miró y su expresión se turbó, tal vez porque entendió en aquel instante que esperábamos su visto bueno para cruzar el umbral.

«Dadme algunas piedras,» exigió. Se las dimos y, tras meterlas en sus bolsillos, declaró con firmeza: «Vamos a salir de aquí todos vivos. Primera regla: no metáis ruido. Si aparece un Ojisario y se interpone en nuestro camino, tiradle piedras a la cabeza. ¿Está claro?» Asentimos. Syrdio tragó saliva y dijo: «Pues en marcha.»

Aparté los brazos para detener a Manras y Dil y esperé a que pasaran los demás. Rogan se detuvo junto a la reja abierta, mirándonos con extrañeza.

«¿No vienes, Espabilao? ¿Tanto te ha gustado el pozo que quieres quedarte?» bromeó.

Puse los ojos en blanco y me giré hacia el Gato Negro. Este no se había movido un ápice y su cara sombría no mejoró mi nerviosismo.

«Vamos, Yerris,» lo animé.

El semi-gnomo suspiró pero asintió.

«Qué remedio. Vamos.»

Le di unas piedras y salimos corriendo hacia las escaleras del fondo. Pasamos delante de los demás guakos y, haciendo un ademán hacia Manras y Dil, expliqué en un cuchicheo:

«Ellos conocen el camino.»

Manras había dejado la puerta metálica abierta y esperé que el escándalo que habíamos metido antes no hubiese retumbado hasta el oído de los Ojisarios. En cuanto pasamos la puerta, el túnel se sumió en una oscuridad casi completa. Tan sólo se veía una luz muy tenue al fondo. Tras una vacilación, decidí soltar un sortilegio de luz armónica. Qué importaba que supieran que sabía manejar las armonías: ya sabían que era Daganegra de todas formas.

El camino resultó ser muy sencillo: sólo había uno posible. Avanzamos hasta que mi luz armónica se deshilachó y no la recompuse pues la luz del fondo del túnel ya dejaba ver lo suficiente. Pese a ser treinta guakos, metíamos menos ruido que una araña, o eso me parecía. Tan sólo esperaba que, detrás de aquella puerta, no se escondiera una tropa de Ojisarios.

Alcé una mano para pararlos a todos y, gracias a los Espíritus, me obedecieron. Me detuve junto a la puerta, la toqué, solté un sortilegio perceptista por las rendijas pero no logré más que consumir tontamente mi tallo energético. Hice una mueca y, tomando una inspiración, giré la manilla. La puerta emitió un crujido al abrirse. No había nadie detrás.

Antes de que pudiera reaccionar, Manras se deslizó por la abertura arrastrando a Dil detrás y nos hizo una señal para que lo siguiéramos. Lo seguimos por una habitación vacía cuyas paredes rocosas estaban a medio labrar. Cruzamos el umbral de una puerta abierta hacia un pasillo. Y, al fin, después de tanto tiempo pasado en un mundo subterráneo, vimos la luz del día. Era tenue y apagada, pero era la luz del día. Apenas la vimos, algunos de nosotros perdieron cualquier atisbo de prudencia y se precipitaron directos hacia la luz. Los seguí temiendo que en cualquier momento los Ojisarios se pusieran a gritar y a sacar sus armas… Y mi temor era fundado. En cuanto abrimos la puerta hacia el corredor exterior, oí un bramido que quedó medio ahogado por la lluvia que caía a cántaros.

«¡Aleeerta!»

Los primeros guakos apedrearon al vigilante mientras corrían, chapoteando en el barro y gritando ahora a pleno pulmón. El Ojisario aulló, retrocediendo:

«¡Hijos de rata! ¡Demon…!»

Una piedra le dio en la sien y el Ojisario cayó redondo. Pasábamos por encima de él, casi volando, cuando otra puerta del corredor se abrió bruscamente y apareció otro Ojisario. Lo apedrearon y uno que se había llevado el cuenco donde metíamos las perlas se lo estrelló en la cabeza. El Ojisario se desplomó. Uno menos.

«¡Corred! ¡Corred!» nos gritábamos unos a otros.

En un momento, Manras resbaló en el barro y frené para ayudarlo a levantarse. El pequeño elfo oscuro tenía los ojos tan abiertos que parecían a punto de salirse de sus órbitas.

«¡Espabilao!» gritó.

Un tercer Ojisario acababa de aparecer a unos escasos metros con una daga en mano. Antes de que cayera sobre nosotros, saqué una piedra grandota y se la arrojé: atiné en plena nariz y le arranqué un aullido de dolor.

«¡CORRE!» bufé.

Le estiré de la manga a Manras y corrimos como dos endemoniados, siguiendo a Dil y los demás. El corredor no era muy largo y, en cuanto desembocamos en las callejuelas del Laberinto, nos dispersamos todos.

«¡Detente o disparo!» gritó una voz.

Me acababa de meter en una callejuela con Dil y Manras y giré la cabeza, aterrado, para comprobar que un Ojisario estaba apuntándole a Rogan, que corría detrás de nosotros. Antes de que pudiera asimilar bien la situación, el Ojisario disparó, el virote salió con un ruido silbante y el Sacerdote cayó de bruces cuan largo era.

«¡Rooogan!» me desgañité. El horror estuvo a punto de dejarme paralizado, pero parte de mi mente me dijo que, en casos de urgencia, quedarse paralizado era un despropósito.

Descorrí lo corrido pero, en vez de pararme donde el Sacerdote había caído, alcancé el Ojisario antes de que pudiera recargar la ballesta y le solté una descarga mórtica. Lo vi tambalearse, sorprendido. Se le escapó la ballesta de las manos, pero no cayó inconsciente. Con una piedra, le di un golpe con todas mis fuerzas y lo vi al fin desplomarse y renunciar a sacar su daga.

La lluvia caía a torrentes y los gritos, si los había, no alcanzaban mis oídos. Con torpeza, retrocedí y regresé adonde estaba Rogan tirado. Me agaché y tendí una mano agarrotada hacia el virote que se había clavado en su costado. Retiré una mano llena de sangre. El Sacerdote respiraba atropelladamente.

«¿D-Draen?» jadeó.

«Rogan,» murmuré con voz aguda. «¿Te duele mucho? Dime que no te vas a morir, por favor, Sacerdote…»

El Sacerdote arañó el barro con una mano llena de cicatrices y se la cogí, sollozando, mientras él decía con esfuerzo:

«Gracias… Espabilao. Nunca… tuve realmente a ningún… compadre de verdad. Nunca nadie me ha aguantado… tan bien como tú. Eras… mi amigo, ¿verdad? Por favor, Espabilao, dime que lo eras.»

Sus palabras entrecortadas se hicieron incomprensibles. Manras y Dil, en vez de hacerme caso, se habían acercado y contemplaban ahora la escena con expresiones de aflicción y desconcierto. Las lágrimas rodaban por mis mejillas. Inspiré ruidosamente.

«Lo soy, Rogan. Soy tu amigo. No vas a morir. Por favor, no te mueras…»

Oí alguien gritar algo a través de la lluvia y, segundos después, sentí una mano sobre mi hombro sacudirme violentamente. Era Yerris.

«¿Pero qué haces aquí todavía?» gritó. «¡Muévete!»

Lo miré como si me hubiese dicho algo completamente absurdo y negué con la cabeza. Con voz neutra, tal vez un poco temblorosa, solté:

«Tenemos que llevarlo a un médico. Ayúdame, Gato Negro.»

El semi-gnomo pareció estar a punto de gritarme de nuevo que me moviera, pero entonces se lo pensó mejor y me echó una mano. Le agarramos un hombro cada uno a Rogan y lo arrastramos por la callejuela embarrada, cuesta abajo. Manras y Dil abrían la marcha. De cuando en cuando, echaba miradas llenas de horror al rostro semi consciente de Rogan y, mientras avanzábamos, traté de convertir su morjás en jaipú para darle más energía, pero por alguna razón, además de que no era fácil concentrarse, mis sortilegios no conseguían abrirse un camino hasta los huesos.

Nos cruzamos con algún Gato silencioso que tal vez ni siquiera se fijó realmente en nosotros. Éramos, al fin y al cabo, unos guakos, y muchos preferían no saber nada sobre nuestros problemas. Sin embargo, cuando salimos del Laberinto y desembocamos en la Plaza del Espíritu, en la parte baja de los Gatos, vimos a un hombre con un carruaje que pasaba por ahí y le grité:

«¡Por favor, señor! ¡Por favor, ayúdenos, se está muriendo!»

El hombre del carruaje, tal vez pensando que aquello se trataba de algún truco para atracarlo, no estiró de las riendas, hasta que algo que vio a través de la lluvia, tal vez la sangre en nuestras manos y en la camisa de Rogan, lo convenció de que no estábamos fingiendo, su corazón debió de partirse y, para alegría mía, inmovilizó el carro.

«¡Espíritus misericordiosos!» exclamó. «¿Qué le ha pasado?»

«¡Un virote, señor! Le disparó un isturbiao,» expliqué.

El hombre del carruaje, para honra suya, no dudó un segundo en ayudarnos a subirlo al carruaje y dijo con calma:

«Lo llevaré al Hospital de la Pasionaria.»

«¿Podemos acompañarlo?» preguntó Yerris. «Por favor.»

El hombre accedió con un gesto de cabeza.

«Subid,» dijo.

Le eché una mirada de reojo a Yerris mientras subíamos. Cuanto más nos alejamos del Laberinto, más lo sentía relajarse. Arrodillado junto a Rogan, yo comprobaba que su corazón seguía latiendo y murmuraba: ánimo, Rogan, no te mueras, no te mueras… Estábamos subiendo la Avenida de Tármil a buen ritmo cuando el semi-gnomo se inclinó hacia mí y me murmuró al oído:

«Escucha, shur. El alquimista me ha dado sokuata. He intentado salvarlo pero… estaba encadenado. Él dice que lo que he cogido nos da para dos lunas si lo usamos sólo cuando empezamos a sentir la falta de sokuata. También ha dicho… que de momento no existe ningún remedio, pero que piensa que sería capaz de fabricarlo. No sé si fiarme pero… podría ser cierto.»

Sin mirarlo, oía todas esas palabras sin asimilarlas de veras. Rogan estaba muriéndose: yo no podía pensar en otra cosa. Yerris me dio un golpecito en el hombro.

«Procura no hablar demasiado si te preguntan en el hospital por lo ocurrido, ¿corriente? Sólo faltaría que los moscas se metieran en el asunto y nos quitaran al alquimista, que lo dudo, pero bueno… Tú sólo di que encontraste al Sacerdote en ese estado y que no viste nada más. Y si puedes evitar que te pregunten nada, mejor. ¿Corriente?» repitió.

Tragué saliva y dije sí con la cabeza. Yerris vaciló y añadió:

«Confía en el Sacerdote. Ese habla mucho de espíritus pero no se convertirá en uno hasta que le salgan canas y arrugas.» Sentí su mano apretar mi hombro a modo de saludo y consuelo. «¿Nos vemos mañana a las doce en el Parque de la Tarde?»

Volví a asentir y lo vi saltar abajo del carruaje y desaparecer a la carrera en el aguacero. A saber adónde iba.

El resto del trayecto, lo hicimos en un silencio total. En otras circunstancias, me habría alegrado de ver Éstergat de nuevo y de sentir el viento, la lluvia cálida de verano y el aire libre, pero en ese momento no lograba más que mantenerme quieto mientras una mezcla de tensión, opresión y miedo me encogía todo el cuerpo.

Atravesamos al fin el jardín de la Pasionaria y, en cuanto paró el carruaje, nuestro salvador me sugirió que fuera a pedir ayuda a los médicos dentro del hospital. Salí corriendo, entré en el Hospital, pegué gritos de angustia y regresé pronto con dos enfermeros con camilla. Estos bajaron a Rogan y yo iba a seguir con Manras y Dil a los enfermeros cuando vi al hombre del carruaje agitar las riendas y, al verlo alejarse, grité bajo el aguacero:

«¡Gracias, señor!»

No sé si me oyó pero, en cualquier caso, ese hombre volvería a su casa con la bendición de un guako a cuestas. Salí corriendo detrás de los enfermeros. Los seguimos a través de la sala principal hasta que se metieron por un pasillo y un kadaelfo de piel clara azulada, alto y regordete y con bata blanca se interpuso en nuestro camino.

«¿Adónde vais, muchachos?»

«El niño de la camilla es amigo nuestro,» expliqué, agitado.

El enfermero hizo una mueca, mirándonos de arriba abajo.

«Ya veo. Lo siento, pero no podéis meteros por aquí. Esto es la sección de operaciones. Seguidme, por favor. ¿Cómo se llama vuestro amigo?»

«Rogan,» dije. Y eché un vistazo hacia el pasillo. Los enfermeros con la camilla habían desaparecido.

«Ajá,» dijo el kadaelfo. Se había metido detrás de una mesilla de la sala principal y atrapaba una pluma y sus anteojos mientras se instalaba. «¿Rogan cómo?»

Enarqué las cejas.

«Pues… no lo sé, señor. Pero está muy herido.»

«¿Qué pasó?»

Suspiré.

«No lo sé. Lo encontramos herido. Un loco lo atacó, qué sé yo.»

«¿Así que le hirieron a conciencia?»

Meneé la cabeza y, bajo las miradas sorprendidas de Manras y Dil, contesté:

«Puede ser que fuera un accidente. No sé lo que pasó, sólo sé que Rogan está muy mal y que, si no lo salváis, vuestros ancestros os desorejarán por ello.»

El kadaelfo me observó por encima de sus anteojos, con la pluma suspendida sobre su cuaderno.

«¿Tiene tu amigo dinero para pagar los cuidados?»

Fiambres. No había pensado en eso. Los saijits y su sempiterno dinero… Emití un gruñido y lancé:

«No lo sé. ¿Cuánto cuesta?»

«Bueno… depende eso ya de lo que decida el médico que se ocupe de él. Si tiene dinero, pagará los cuidados y la estancia. Si no lo tiene, tendrá que trabajar para el Hospital hasta pagar el servicio recibido. ¿Cuántos años tiene?»

Puse cara de que no sabía y dije:

«Doce, o trece tal vez, no lo sé.»

«¿Tiene algún familiar al que pueda contactar?»

Me mordí el labio, me encogí de hombros y mentí:

«No lo sé.»

«No sabes gran cosa sobre él para ser su amigo,» observó el kadaelfo. «¿Cómo te llamas tú?»

Abrí la boca, la cerré y, bajo su mirada cada vez más sorprendida por mi silencio, decidí que ya había hablado bastante, les cogí a Dil y Manras por la manga y retrocedí.

«¡Hey!» protestó el kadaelfo. «¿Adónde vas?»

«Afufad, compadres,» murmuré.

Di media vuelta y salí corriendo de ahí. No nos detuvimos hasta que llegamos a la Explanada. El aguacero había amainado y ya casi no llovía. Incluso se avistaba entre las nubes algún rayo de sol, y vi a algunas personas valientes salir a la calle sin paraguas.

«¿Por qué hemos corrido, Espabilao?» preguntó Manras, resollando.

Me encogí de hombros.

«Porque no me gustaban las preguntas de ese tipo.»

Me adelanté por la enorme plaza hasta la fuente de la Mantícora y acabé de limpiarme las manos de sangre y de barro. Acto seguido, me senté sobre el bordecillo de piedra y eché una vistazo a mi alrededor. Aspiré una bocanada de aire, escuché el rumor de la ciudad, los gritos de los vendedores, el crujir de las ruedas de los coches de caballo, el susurrar insistente de las hojas de los pequeños árboles que adornaban la plaza… y una ancha sonrisa se dibujó en mis labios al verme libre al fin. Sin embargo, cuando volví a pensar en Rogan, mi sonrisa se borró.

«Esos Ojisarios lo van a pagar caro,» dije.

Dil tiraba una a una las piedras que tenía en los bolsillos, y Manras, con el codo apoyado en el bordecillo, jugueteaba haciendo avanzar una hoja verde por el rabo sobre el agua de la fuente. Ninguno de los dos parecía estar muy atento a lo que hacía. Y es que, hacía apenas una hora, estábamos todavía metidos en el territorio de los Ojisarios, apedreando a nuestros explotadores.

«Espabilao,» soltó Manras sin alzar la vista. «¿Crees que tu amigo se pondrá bien?»

Tragué saliva.

«Bueno… Como él diría, recemos para que los espíritus lo curen. Y los médicos,» añadí.

Dil dejó caer su última piedra y se sentó a mi lado, soltando:

«Entonces, ya no volveremos nunca más con los Ojisarios, ¿verdad?»

«Mmpf. No, claro que no,» dije. «Mirad. Probablemente nos anden buscando. Y no creo que nos perdonen lo que hemos hecho con las… pedradas y todo eso. Si nos ponen la mano encima, nos matan de fijo.» Los vi agrandar los ojos y les sonreí con desenfado. «Buaj, no os asustéis, shurs: los Ojisarios no nos pillarán, porque somos Gatos guakos, y los Gatos guakos tienen muchos recursos. Y primera primordial cosa,» dije, levantándome con energía, «un Gato guako piensa mucho mejor con el estómago lleno así que… voy a aprovechar mis pintas de desharrapado en estado crítico y en un rato vuelvo con comida, ¿corriente?» Le quité la gorra a Dil con un movimiento ágil y, al ver que se movían, añadí con tono de experto: «Nada de pedir en grupo, que asusta a la clientela. No os mováis.»

Me alejé solo hacia los tenderetes que había alrededor de la plaza y, asegurándome de que no había ningún guardia en la cercanía, me puse a buscar a gente caritativa. Localicé un rostro prometedor junto a un puestecillo de manzanas y me acerqué tendiendo la gorra y poniendo cara de afligida súplica. Pero, justo cuando empezaba a soltar mi petición, el caballero fue a pagar una bolsita llena de manzanas, se desconcentró al oírme, se le cayeron varias monedas al suelo y soltó un:

«Demonios.»

«¡No se preocupe, que se las recojo!» dije.

Se las recogí. De haber tenido una camisa, me habría podido poner alguna moneda discretamente en la manga pero, bajo la mirada del caballero y del vendedor de manzanas, difícilmente podía meter nada en mi gorra sin que lo vieran. Tras recuperarlas con presteza, se las tendí al caballero, esperé a que el vendedor le diera el saco de manzanas y me quejé:

«Por favor, señor. Tengo hambre. Deme algo, por los Espíritus de la Misericordia.»

El caballero, que había tenido tiempo de compadecerse y ver mi buena voluntad, me dio nada menos que un cinclavos. Resoplé.

«¡Gracias, señor! Que sus ancestros lo bendigan.»

El caballero esbozó una sonrisa bonachona y, sin una palabra, se alejó con su saco de manzanas.

Wow, wow, pensé, incrédulo. La primera persona a la que pedía aquel día y me daba un cinclavos. Ahora entendía por qué mi tocayo el Raudo decía que la carrera de mangante era más provechosa que la de canillita. Sonriente, corrí a comprar una barra de pan y regresé a la fuente de la Mantícora. Mis amigos apenas se habían movido y ambos me vieron aparecer con entusiasmo, por lo que deduje que a Manras los Ojisarios tampoco debían de darle de comer gran cosa. Partí el pan en tres, les di los dos trozos más grandes, me quedé con el tercero y, por primera vez desde hacía una luna y media, comí pan de verdad, recién hecho y sin productos raros.

«¿Qué vamos a hacer?» preguntó Manras cuando acabamos de comer.

Tragué mi bocado y contesté:

«Lo primero es evitar que los Ojisarios nos pongan la mano encima. Vosotros, si veis a algún Ojisario que conozcáis, me decís, ¿eh? Y salimos volando.»

«¿Incluso si es Lof?» preguntó Manras. «Él no es tan malo.»

«Incluso si es Lof,» confirmé. Su pregunta, curiosamente, me consoló un poco porque, por alguna extraña razón, había temido que alguno de los Ojisarios apedreados hubiera podido ser Lof el Embozao. No es que me cayera bien racionalmente pero… bueno, nos había estado cuidando todos los días, dándonos de comer… No quería hacerle daño.

En ese momento, sonaron las campanas del Templo Mayor y conté.

«Las siete,» dije. «Hora de ir a buscar un buen refugio. Andando, shurs.»

Me siguieron y bajamos a buen ritmo por la Avenida Imperial. Tras atravesar un mercado casi vacío, corté por una calle desierta, dirigiéndome directamente hacia el río de Éstergat. Mis jóvenes amigos no dijeron ni mú hasta que cruzamos el Puente Fal y nos metimos en la zona de los Canales y las fábricas.

«¡Espabilao! ¿Adónde vamos?» preguntó Manras entonces.

Le contesté alegremente:

«¡A la casa de los pájaros!»

Los llevé a la Cripta. Ellos no compartían para nada la confianza que yo les otorgaba a los troncos de aquel hermoso hogar y, notándolo, les dije mientras nos adentrábamos en el bosque:

«Mirad, en vez de faroles, son troncos, y en vez de calles y patios, son senderos y claros, pero aparte de eso es parecido, y no encontraremos aquí a ningún saijit enajenao que venga a estorbar. Además, desde aquí se ven las estrellas tan bien como en el valle. Cuando caiga la noche lo veréis, a menos que las nubes no se vayan. Venga, ¡avanzad!» los animé.

Y, respirando el olor a bosque, una extraña euforia me invadió y me carcajeé al ver las caras reservadas de mis amigos.

«¡Vamos, vamos!»

Me puse a trotar entre los troncos y arbustos y oí gritos detrás.

«¡Espabilao, no te vayas!» me suplicó Manras.

Me detuve, me giré y sonreí al verlos correr con premura.

«Arreando, compadres,» los animé. «Venga, estamos casi.»

«Yo oí decir… que había monstruos en el bosque,» dijo Manras, alcanzándome, jadeante.

«Buaj. Monstruos los hay por todas partes,» aseguré.

Llegamos al fin al pie del enorme árbol que me había dado cobijo en mi última visita y, tras verme subir con agilidad, Manras me imitó y sonrió anchamente al llegar a mi rama.

«¡Vamos, Principito!» le animó.

«¡Arrojo y coraje!» aprobé. «Arriba se está de vicio. ¿A que sí, Manras?»

«¡Total!» confirmó el pequeño elfo oscuro.

Y, como Dil seguía vacilando, apoyando y desapoyando el pie sobre un saliente del tronco, le solté:

«¡Que viene el lobo!»

El Principito se sobresaltó y, aunque no creo que cayera en la trampa, se decidió al fin a trepar hasta nosotros. El cielo ya estaba oscureciéndose cuando nos instalamos los tres en el corazón del árbol.

«¡A sornar, shurs!» les dije.

Presté atención a sus respiraciones y a los cantos de los pájaros e insectos nocturnos. Pese a la lluvia de la tarde, nuestro refugio estaba relativamente seco gracias a las hojas. Lo malo era que, por culpa de las hojas, apenas lograba ver el cielo.

«¡Espabilao!» murmuró Manras.

Bostecé y giré la cabeza.

«¿Qué?»

«¿Qué es ese ruido?»

«¿Cuál?»

«El pwiii,» explicó Manras, imitando el ruido.

«Oh. Eso es el búho,» dije.

«Ah,» suspiró Manras. «¿Y qué es un búho?»

Sonreí en la oscuridad creciente, pues la pregunta de Manras me recordaba a las que yo les había estado haciendo a Yerris y a Yálet el año pasado, sólo que en vez de preguntarme lo que era un guardia, preguntaba lo que era un búho.

«Es un pájaro,» contesté.

Tras un silencio, Manras susurró:

«Espabilao. ¿Estás despierto?»

«Mm…»

«¿Tú crees que mi hermano estará enfadado por lo que he hecho?»

Abrí los ojos y ahogué un resoplido.

«Fiambres, Manras. Natural que estará enfadado, y mucho. Ese tipo es un diablo.»

Hubo un silencio.

«No quiero volver a verlo,» murmuró Manras.

Esbocé una sonrisa comprensiva y tendí una mano para apretarle el brazo.

«Pues avente conmigo, shur, y manda a tu hermano a cazar costillas. Somos compadres, ¿no? Y más que eso. Tú nos has sacado del pozo con la llave. Somos hermanos de verdad, de los que se protegen y se apoyan. Tú, Dil y yo. ¿A que sí?»

Percibí su sonrisa en las sombras pero fue Dil quien contestó:

«Sí.»

Y Manras apoyó:

«Rabiosamente.»

Cayó el silencio y, poco a poco, nuestras respiraciones se fueron haciendo regulares. Tardé largo rato en conciliar el sueño, porque sentirse libre otra vez, después de tanto tiempo encerrado en un infierno, era una vivencia inolvidable. Sólo esperaba que Rogan también pudiera recordarla por mucho tiempo.